CAPÍTULO X

Thorn compró por fin un puñado de pequeñas conchas doradas para su madre. Lo más positivo del trueque fue que el hombre de las conchas se mostró encantado de aceptar a cambio uno de los huesos grabados de Thorn, y que no tuvo que acudir a su padre para que le diera uno de los suyos. Dotó de más valor a las conchas, pues Thorn no estaba seguro de que hubiera obtenido la concha blanca a cambio de una obra propia.

Ya avanzaba la tarde, casi todos los miembros de la tribu del Búfalo se habían congregado alrededor del fuego y liaban los fardos para emprender el viaje de regreso al día siguiente. La reunión había ido bien: habían logrado trocar la mayor parte de sus objetos y dos de los hombres habían negociado ventajosos acuerdos matrimoniales para sus hijas. Se habían intercambiado noticias y renovado amistades.

Casi habían terminado de empaquetar, cuando un hombre cogió una antorcha y alumbró las paredes para comprobar que no se había extraviado nada. Thorn, que estaba guardando las conchas de su madre de manera que no se rompieran, oyó una exclamación de sorpresa. Se volvió y vio a Herok sostener una antorcha delante de la pared, justo en el lugar donde Thorn había trazado los dibujos. Se le heló la sangre.

—¿Qué pasa? —preguntó Haras.

—Ven a ver —contestó Herok.

Haras se acercó a la pared.

—Rilik —dijo a continuación.

Thorn esperó, petrificado.

—Thorn —dijo su padre, con voz tétrica—, ¿lo has hecho tú?

Thorn se puso en pie y miró a los hombres. Su corazón galopaba en el pecho.

—Sí —contestó.

—¿Qué ocurre? —preguntaron los demás—. ¿Qué ha hecho Thorn?

—Ha dibujado el retrato del hijo del chamán de la tribu del Leopardo. Un retrato de su cara.

Silencio consternado.

—Thorn, ¿cómo se te ocurrió? —preguntó en voz baja un muchacho, detrás de él.

—No era mi intención —trató de defenderse Thorn. A la luz de la antorcha, Rilik se veía pálido como un muerto—. Dibujé el búfalo y el caballo, y después, antes incluso de saber qué estaban haciendo mis dedos, dibujé el retrato de Kenje. —Miró a su padre a los ojos—. Lo siento, padre. Enseguida comprendí que no tenía que haberlo hecho, pero tuve miedo de borrarlo… —Se mordió el labio—. Tuve miedo de que a Kenje le sucediera algo malo.

—¿Qué debemos hacer? —preguntó Haras con expresión de preocupación en su rostro grande afable—. Jessl no ha venido con nosotros. Tú eres el artista, Rilik. ¿Sabes qué hacer?

—Hemos de enseñárselo al padre del chico. Es un chamán. Él sabrá lo que hay que hacer.

Thorn levantó el mentón. No quería que Kenje y su padre supieran lo que había hecho. Kenje le consideraba su amigo.

—¿Pensabas dejar esto aquí, Thorn? —preguntó con frialdad su padre.

Thorn meneó la cabeza desesperado.

—Pensaba que nadie lo encontraría. Pensaba que a Kenje no le ocurriría nada. —Tuvo que desviar la vista, incapaz de soportar la colérica mirada de su padre.

—Iré a buscar al chamán —dijo Rilik a Haras—. Más tarde nos ocuparemos de ti, Thorn.

El chamán de la tribu del Leopardo acudió a ver el dibujo. Estaba muy disgustado. Ignoraba qué magia necesitaba para anular el poder del retrato. Por fin, después de una larga conversación con Haras y Rilik, accedió a celebrar una ceremonia. También aceptó una gran cantidad de objetos que la tribu del Búfalo había trocado, como compensación por el peligro que corría la vida de su hijo.

Thorn no fue autorizado a asistir a la ceremonia del chamán, tampoco tuvo oportunidad de hablar con Kenje. Sólo vio al muchacho un momento, cuando salió con su padre de la galería anterior, después de que el chamán hubiera concluido el rito. Kenje dirigió a Thorn una larga mirada de reproche, mientras seguía en silencio a su padre. Fueron necesarios tres hombres del Leopardo para cargar los objetos que Haras se había visto obligado a entregar.

Thorn cayó en desgracia. Nadie le hablaba. «Más tarde nos ocuparemos de ti», había dicho Rilik, y «más tarde» significaba sin duda cuando regresaran a casa. Durante dos largos días, Thorn caminó apesadumbrado entre los de su tribu y meditó en lo que había hecho.

Su madre no estaba en la choza cuando llegaron, y lo primero que hizo Thorn fue sacar sus antiguos dibujos de Ronan, los mismos que supuestamente había arrojado al río, según había mentido a su padre. Los había trazado tres años antes sobre piedras lisas de forma oval, y los había escondido en una bolsa llena de cacharros que conservaba en un rincón de la choza de su madre. Llevó la bolsa hasta el precipicio y la abrió.

Thorn recordaba que había dibujado cinco retratos distintos de Ronan. Introdujo la mano en la bolsa y extrajo un pequeño arco con el que había jugado tiempo atrás; después sacó una serie de dardos y los tubos hechos de cañas que servían para dispararlos. También encontró un antiguo cuerno y una colección de huesos de nudillos. A continuación, una piedra blanca de forma extraña que le había entusiasmado de pequeño. Por fin, sus dedos se cerraron en torno a una piedra oval lisa. La extrajo y la depositó en el suelo. Rebuscó de nuevo en la bolsa hasta encontrar una segunda, y después una tercera. La cuarta vez, sus dedos tocaron un reborde afilado. Poco a poco, con temor, sacó la mano de la bolsa y contempló el fragmento de un retrato. Uno de los dibujos de Ronan se había roto.

Permaneció inmóvil y pensó.

El retrato de Ronan se había roto, pero Ronan continuaba vivo. Ronan estaba ileso. Thorn lo sabía por la conversación mantenida con los hombres del Lobo. El retrato no había influido en Ronan. Y el dibujo era excelente. Thorn contempló las tres piedras que conservaban la imagen de Ronan, examinó los pómulos altos, la arrogante nariz arqueada, la boca orgullosa. Incluso había captado la expresión de reticencia vencida y una levísima insinuación de dolor físico. Ronan estaba allí.

Thorn extrajo la última piedra. Tenía una enorme grieta en medio. Pero Ronan estaba ileso.

Al cabo de un largo rato, Thorn devolvió las piedras y los fragmentos a la bolsa y regresó a la choza de su madre. Había vuelto de su expedición a la reunión y ella le recibió con lágrimas y abrazos. Thorn le entregó las conchas que le había traído y vio con placer que su delicado rostro se iluminaba de alegría. Durante unos minutos casi olvidó que había caído en desgracia. Pero en ese momento su padre entró en la cabaña, y toda la alegría del chico se disipó.

—¿Q-qué pasa? —preguntó Siba a Rilik, adivinando que algo ocurría por la expresión de su rostro.

Rilik le contó lo de Thorn.

—No será tan terrible —dijo la madre, defendiendo a su hijo como nunca lo haría por ella—. ¿Acaso no has dicho, esposo mío, que el chamán celebró una ceremonia para eliminar el poder del retrato?

—Ni el chamán está seguro de que la ceremonia surta efecto —repuso Rilik con tono sombrío—. Haras se vio obligado a entregar una buena cantidad de nuestros objetos en reparación por el daño causado al hijo del chamán.

—Bien —replicó la madre de Thorn con suavidad—, creo que si el chamán hubiera sabido que la ceremonia iba a ser eficaz, no lo habría dicho.

—Tal vez tengas razón —convino su marido—, pero también es cierto que su hijo salió perjudicado. Y no es la primera vez que Thorn se dedica a dibujar rostros humanos. Ya le había advertido en otras ocasiones.

Siba emitió un suspiro de incredulidad.

—Es cierto, madre —dijo Thorn.

—Oh, hijo mío —exclamó ella, desesperada—. ¿Por qué lo haces?

—No lo sé —contestó Ronan, también con desesperación—. No puedo evitarlo, madre. Mis dedos actúan por sí solos.

—He hablado con Haras al respecto —dijo Rilik.

Siguió un tenso silencio.

—Ha decidido que, como no puedes controlar ese impulso, Thorn, a partir de ahora tienes prohibido dibujar.

Thorn miró a su padre.

—Esto es un golpe para mí. Es un golpe para toda la tribu —continuó Rilik—. La promesa de un gran artista alienta en tu interior, pero creo que Haras tiene razón. Si no eres capaz de controlar tu don, no se puede permitir que lo utilices.

Thorn guardó silencio. Rilik apartó la vista de su hijo, como si le doliera mirarlo. Al cabo de un momento salió de la choza.

Thorn aguantó una luna entera, hasta que el vacío de su vida se le hizo insufrible. Consideraba frustrante el tabú de dibujar caras humanas, pero la frustración era una mera fruslería comparada con la prohibición de dibujar.

Thorn dibujaba desde que había aprendido a sujetar el cincel. Lo hacía con tanta naturalidad como respirar. Renunciar a su arte era como sufrir una amputación.

Al principio pensó que su padre no hablaba en serio. Con el tiempo, Rilik se apaciguaría. Sabía el talento que habitaba en los dedos de su hijo; el artista que había en Rilik no permitiría que aquel talento se desperdiciara.

Transcurrieron las semanas, y Thorn empezó a comprender que la decisión no dependía de su padre. El jefe se había enfurecido por tener que pagar una compensación al chamán de la tribu del Leopardo. Haras era un hombre afable y generoso, pero en tocante a Thorn había tomado ya una decisión. Thorn tenía buenas manos, dijo Haras. Que aprendiese a fabricar herramientas. Y envió a Thorn a trabajar con el picador de pedernal.

Cuando el último gajo de la Luna del Año Nuevo colgó en el cielo de finales de primavera, Thorn tomó una decisión. Imitaría a Crim y seguiría la senda que conducía a las montañas más elevadas, las Altas, en busca de Ronan. Fue una decisión desesperada para un muchacho obediente y querido. Ocasionaría una gran tristeza a sus padres, a los que adoraba, pero el joven sabía que no podía seguir viviendo así. Había nacido para artista. Si no podía serlo en su tribu, buscaría un lugar donde sí pudiera serlo. Así de sencillo, y de terrible.

Thorn había preguntado a Kenje si conocía el emplazamiento del valle del Lobo, y el muchacho había contestado que debía seguir el río Atata hasta las montañas Altas, atravesarlas por el paso y encontrar el lago del Águila.

«Si Fara consiguió hacer el viaje embarazada —se dijo Thorn—, yo también podré.»

Una vez tomada la decisión, no vaciló. Esperó a que la Luna de los Potros Recién Nacidos adquiriera el brillo suficiente para iluminar su camino, y se marchó. Depositó junto a su madre dormida una de las piedras dibujadas con la cara de Ronan, para que supiera dónde había ido. Luego empaquetó sus cinceles, pinturas y pinceles en las pieles de dormir y se encaminó hacia el sur, siguiendo el río que le conduciría hasta las Altas.

La senda del río estaba protegida a ambos lados por altos riscos, pero cuando los muros de piedra dieron paso a un empinado bosque de hayas y pinos, el entusiasmo de Thorn menguó. El olor a resina y pino se cerró en torno de él. Muy cerca, dos lobos aullaron al unísono, y oyó la risa aguda de las hienas, procedente del alto bosque que se alzaba al otro lado del río. De repente, Thorn se sintió muy joven, muy pequeño, muy asustado.

Los kilómetros se sucedían con lentitud. Los rebaños habían recorrido este camino durante siglos, siguiendo en verano viejos senderos hasta los prados elevados de las Altas, y la tribu del Búfalo había viajado durante siglos en pos de los rebaños, para cazar a los animales en sus dominios veraniegos. Thorn ya había recorrido esta senda con los hombres de su tribu, y estaba preparado cuando la montaña empezó a alzarse ante él.

El Atata había cortado una profunda garganta, casi un desfiladero, en la roca de piedra caliza de la montaña, y Thorn trepó a lo largo del río. Cuando atravesó la empinada cima rocosa y desembocó en el prado llano, invadido por la niebla, donde los hombres del Búfalo cazaban ciervos en verano, la primera luz del amanecer despuntó en el cielo. Thorn se tendió para dormir, custodiado por los solemnes centinelas montañosos que el sol naciente empezaba a teñir de rojo.

Despertó entre el esplendor de los narcisos, pensamientos, lirios y demás flores de primavera, rebosantes de color, que centelleaban en la espesa hierba. Antílopes, ciervos rojos y renos deambulaban apaciblemente por el prado de colores brillantes. Se mezclaban entre sí y después se separaban, abstraídos en el gran don con que la naturaleza obsequiaba a los rebaños: la hierba de la montaña.

Thorn, casi a regañadientes, se echó su fardo a la espalda, cruzó el prado y reanudó la ascensión. Atravesó una segunda garganta empinada y rocosa, una segunda cima, y llegó a un segundo prado, más pequeño. Al otro extremo del prado se alzaba la inmensa muralla de las Altas. El corazón le dio un vuelco. ¡Era como si tanto trepar no hubiera servido de nada!

Cayó la noche, y con ella llegó el frío. Thorn encendió un fuego y durmió bajo un manto de estrellas.

Se despertó con la aurora y comenzó su ascensión hacia un frío y remoto universo de piedra y cielo. Los árboles fueron desapareciendo, y la única vegetación visible era maleza. El río formaba sucesivas cataratas que cubrían a Thorn de una continua película húmeda. A mediodía, llegó a una tercera garganta, rodeado de un sudario de niebla producida por una cascada de treinta metros de altura. Thorn descansó un rato, ensordecido por el ruido del agua, y luego reanudó la ascensión.

Una hora después se encontraba en las cercanías del paso situado en la cumbre. Una espesa capa de niebla flotaba sobre manchas de nieve que pisaba. El viento azotaba la cara de Thorn, y sentía frío hasta en los huesos. La niebla no se disipó hasta que atravesó el paso e inició el descenso de la ladera sur. Cuando sintió sobre la piel el calor del sol, Thorn se detuvo, levantó la cabeza y enfrente, desplegado ante él en todo su esplendor, divisó el glorioso mundo alpino que un día sería conocido como Andorra.

Los negros y sombríos picos de las Altas, entre cuyos pliegues se acumulaba la nieve, se alzaban alrededor de Thorn. El río corría a gran velocidad por un valle verde hacia los árboles que, según vio Thorn, crecían a menor altitud. El sol iluminaba las montañas situadas al otro lado del valle, púrpuras y azules, y brillantes parches de nieve moteaban sus laderas empinadas. El cielo, de un color azul cobalto purísimo y sembrado de pequeñas nubes algodonosas, dominaba el sereno y majestuoso paisaje.

Una vez en el corazón del valle vio un rebaño de íbices, entre los cuales deambulaban algunas ovejas con sus corderos recién nacidos. El prado rebosaba de flores: narcisos y jacintos, botones de oro, ranúnculos, violetas de un azul profundo, pensamientos, anémonas, y otras flores que Thorn no conocía.

El espectáculo era tan hermoso que Thorn se sintió mareado.

«Debo encontrar el valle del Lobo —pensó aturdido, y repitió para sí la única pista que tenía—: Sigue el valle desde el paso hasta que encuentres el lago del Águila.»

No fue hasta avanzado el día siguiente cuando un fatigado y hambriento Thorn encontró el lago que buscaba. Se extendía al pie de una pared vertical. Sus aguas eran tan claras y calmas como el cielo que se reflejaba en sus cristalinas profundidades. Pequeños pinos achaparrados bordeaban las tres cuartas partes del lago, pero lo que atrajo la atención de Thorn fue el colosal risco de piedra caliza. Un par de águilas doradas describían perezosos círculos en lo alto, y Thorn caminó hasta el lugar donde el risco se prolongaba al otro lado de las aguas.

Thorn observó que la pared del risco estaba erizada de grietas y salientes donde apenas crecía vegetación y donde las aves habían construido sus nidos. Cerca de la base del risco, la roca sólida daba paso a una sucesión de cantos rodados. Thorn levantó la vista. Pensó que contaba con suficientes asideros para escalar el risco. Decidió acampar; mañana averiguaría lo que se ocultaba detrás de aquella montaña de roca. Estaba seguro de que era el valle del Lobo.

Había peces en el lago, y Thorn estaba asando uno para cenar, cuando una pequeña manada de caballos grises apareció en fila india por entre los árboles, pasó cerca de su hoguera como sin reparar en su presencia y se acercó al lago para aplacar su sed. Thorn contempló asombrado los siete caballos, que bebían pacíficamente a tan poca distancia. Eran caballos jóvenes, todos grises y todos machos. Terminaron de beber y echaron a andar paralelamente a la orilla. Thorn los miró hasta que se perdieron de vista.

Tenían que haberle visto, pensó. Tenían que haberle olido. Tenían que haber olido el fuego. Sin embargo, no habían dado muestras de temor.

Sorprendente.

Thorn durmió hasta bien entrada la mañana siguiente; su cuerpo aún se estaba adaptando al aire más liviano. Cuando despertó, el sol brillaba en el cielo, los pájaros cantaban, las ardillas parloteaban, y dos hombres con lanzas apoyadas sobre los hombros se acercaban por la orilla del lago. Thorn tragó saliva y salió de sus pieles de dormir. No repararon en él hasta que se apartó de la sombra de los árboles y llegó al borde del lago. Entonces se detuvieron. Thorn avanzó hacia ellos, con el corazón latiéndole aceleradamente.