CAPÍTULO III

En la tribu del Ciervo Rojo los inviernos nunca eran tan divertidos como los veranos, pero ese invierno en particular desagradó notablemente a Ronan. Neihle había expresado en voz alta pensamientos que Ronan jamás se había atrevido a considerar, y ahora resonaban en su mente. Como resultado, su antipatía hacia Morna se tornó más firme y duradera.

Ronan conocía bien a su hermana. En la tribu del Ciervo Rojo los vínculos entre hermano y hermana, hijos del mismo útero, se consideraban más fuertes que entre marido y mujer. Era el hermano de la mujer quien se responsabilizaba de instruir a sus hijos en el arte de la caza, y de guiar les a través de los ritos de iniciación que conducían a la edad viril. Los maridos van y vienen, decían siempre las mujeres del Ciervo Rojo, pero tu hermano siempre será tu hermano.

Esta máxima también era extensible a la Señora de la tribu; el hombre con que siempre había compartido una mayor intimidad era su hermano Neihle. Por eso, nadie de la tribu se extrañó cuando la niña Morna empezó a buscar la compañía de su hermano Ronan. Aunque Arika había renunciado a su hijo, el concepto de los lazos de sangre entre hermano y hermana era tan fuerte que Morna había conseguido pasar muchas más horas con Ronan que con cualquier otra persona, sin que nadie considerara necesario informar a Arika.

Durante muchos años Ronan se había esforzado en ser agradable con su hermana. Comprendía que los lazos de sangre eran sagrados, y su intuición le decía que estaba resentido con Morna porque era la favorita de su madre. «Morna no tiene la culpa de ser quien es» era una frase que se había repetido a menudo, como un hechizo, durante su infancia. Tan sólo en los últimos años había llegado a admitir que su desagrado hacia Morna se basaba en algo más que los celos.

Carecía del toque de la Diosa. Era egoísta, superficial y, desde que había probado la sexualidad, indescriptiblemente promiscua. Durante el invierno Ronan llegó a la conclusión de que sería una líder desastrosa para la tribu.

Ronan podía detestar a su madre, pero durante su infancia y adolescencia nunca había cuestionado su derecho a gobernar. El matriarcado de la tribu del Ciervo Rojo era sólido y, en general, funcionaba a la perfección.

—Nadie se preocupa más por sus hijos que una madre —había explicado Neihle a Ronan en una ocasión, cuando el niño le había preguntado por primera vez acerca de las tribus que seguían a un líder masculino—. Fíjate en los animales. ¿Habrá siquiera una madre entre ellos que no luche hasta la muerte por proteger a su pequeño? Ningún padre hará eso por su progenie; solamente una madre. Por eso en esta tribu seguimos el Camino de la Madre Tierra, Ronan. Para nosotros, la Señora es su voz, la Diosa en la Tierra.

Ser Diosa en la Tierra constituía una gran responsabilidad, y durante aquel largo y crudo invierno Ronan observó a su hermana y sopesó sus defectos.

Era un hecho aceptado por la tribu que la Señora no se ligaba a un solo hombre, que era sexualmente libre. Como la Madre era la Dadora de Vida al Mundo, la Señora era la fuente de vida de la tribu. Su sexualidad era algo sagrado, y se demostraba en su máximo esplendor durante los dos ritos de fertilidad de los Fuegos de Invierno y Primavera. Nunca habían existido celos entre los hombres de la tribu en lo tocante a la Señora. Era, simplemente, impensable.

Aquel invierno, sin embargo, Ronan comprendió que Morna no tenía el menor aprecio por el sacramento de su sexualidad. Arika siempre había asumido que, si en un sentido la Señora era más libre que las demás mujeres, en casi todos los demás lo era menos. Morna, en cambio, no lo comprendía. Liberada por fin de las restricciones de la virginidad, Morna iba de chico en chico, de hombre casado a hombre casado, alentando rivalidades para luego reírse de los a menudo nefastos resultados.

No estaba, en condiciones de dirigir la tribu, pensó Ronan. Lo pensó con ira, con amargura desafiante. Nunca estaría en condiciones de dirigir la tribu.

Por primera vez en su vida, Ronan empezó a pensar seriamente en la posibilidad de que un hombre dirigiera algún día la tribu del Ciervo Rojo. La angustia de Neihle por apartar a su sobrino de una senda peligrosa había plantado la semilla de una idea que, a lo largo de muchas frías y largas noches de invierno, había echado raíces en la mente de Ronan.

Neihle había dicho que la Señora temía a su hijo. Arika no abrigaría semejante temor sin un buen motivo, pensó Ronan. ¿Veía Arika lo mismo que él, que Morna no estaba preparada para ocupar el lugar de su madre? ¿Temía que la tribu, algún día, daría la espalda a la hija para volverse hacia el hijo?

Estos pensamientos ocupaban la mente de Ronan un día de primavera, a solas en un lugar apartado junto al río Gran Pez, a escasa distancia del poblado. Dos iniciados antiguos habían acudido en fecha reciente a la Reunión de Primavera local con sus padres, y no habían regresado. Como tantos otros muchachos del Ciervo Rojo, habían encontrado esposa en tribus vecinas, trasladándose a vivir con los parientes de sus mujeres. Así se hacían las cosas en la tribu, y siempre había sido así. Los chicos abandonaban su casa materna cuando se casaban, pero las chicas no.

Ronan no quería dejar su hogar ni su tribu. La sola idea le irritó, y para calmarse cogió un puñado de piedras y empezó a tirarlas con fuerza, una tras otra, a las aguas bravías del caudaloso río.

—Ronan. —Era una voz femenina.

Miró hacia atrás y vio que Cala se aproximaba, sonriente.

—Estás tan ocupado últimamente que apenas te he visto.

Lanzó la última piedra a la orilla opuesta y se volvió hacia ella.

—Es la Luna del Íbice —respondió—. Buena época para cazar.

De hecho, la visión de la promiscuidad de Morna había disgustado tanto a Ronan que se había mantenido alejado de las chicas casi todo el invierno.

Cala asintió.

—He ido a cazar con las chicas —dijo. Se detuvo a su lado, muy cerca.

Ronan se volvió hacia el agua. El año pasado, Cala y él habían yacido juntos durante los Fuegos de Invierno. Él había sido su primer chico, y la muchacha le gustaba. Poseía una ternura que le recordaba a Nel.

—Ronan —dijo la joven en voz baja.

El muchacho notó que ella se apoyaba contra su cuerpo, notó la curva de su cadera, la longitud de su muslo. Recordó lo que anidaba entre aquellos muslos, introdujo la mano bajo la chaquetilla de piel de alce y la posó sobre su seno. Bajo la camisa de la misma piel, notó que el pezón se erizaba contra su palma.

El calor del sol primaveral era delicioso. Era un idiota si permitía que Morna le amargara el día, pensó.

—Vamos —susurró en la hermosa oreja rosácea de Cala—. Adentrémonos en el bosque.

Los dos jóvenes, abrazados, se internaron en el macizo de árboles que ocultaba aquella parte del río del fondo del valle.

Se separaron al cabo de media hora. Cala regresó a casa y Ronan se quedó donde estaba.

Quizá podría casarse con Cala, pensó. Su parentesco no entraba dentro del grado prohibido de proximidad, y si se casaba con ella no tendría que abandonar la tribu.

Oyó un movimiento a su espalda y giró en redondo, con el ceño fruncido. No deseaba más compañía. Su expresión se suavizó cuando vio quién era.

—Nel. ¿Qué haces aquí?

La niña se sentó a su lado, a la orilla del río, y dejó caer bajo un árbol la cesta que cargaba. Nigak dedicó a Ronan su habitual saludo cariñoso; le lamió la cara y lo olfateó de arriba abajo. Ronan acarició el pelaje del lobo y miró a Nel.

—Estoy recogiendo hierbas para la Anciana —contestó—. Mañana, prepararemos algunas medicinas.

Él sonrió y dejó que Nigak continuara olfateándole.

—Me he cruzado con Cala en el sendero —dijo la niña. Nigak terminó de oler a Ronan y se postró junto a Nel, la cual acarició el pelaje plateado que separaba las orejas del lobo. Habló con voz apagada—: ¿Te has acostado con ella?

Él contempló su cara.

—Sí. —Parecía preocupado—. ¿Qué es ese morado de la mejilla?

La niña se encogió de hombros, sin mirarle. Ronan le cogió el mentón y le volvió la cara, para verla con más claridad.

—¿Cómo te lo has hecho? —Su tono ya no era preocupado, sino firme y autoritario.

Nel ocultó los ojos bajo sus párpados.

—Mi madrastra se enfadó conmigo. No es nada, Ronan. De veras.

Se produjo un tenso silencio.

—Hablaré con Olma —dijo por fin Ronan.

—No. —La niña liberó su mentón—. Si te entrometes, sólo conseguirás empeorar las cosas. He de vivir con ella. Hasta que sea bastante mayor como para casarme, no tendré otro sitio a donde ir. Es mejor que intente llevarme bien con ella, Ronan. Créeme.

Él meneó la cabeza.

—Quedan muchos años para que te cases, Nel.

—No tantos. Ya tengo dos puñados de años, ¿recuerdas? —Alisó una oreja de Nigak—. ¿Me esperarás, Ronan, o tres años son demasiado?

—¿Esperarte? —repitió Ronan, confuso. Su trenza se había soltado durante el encuentro con Cala, y la brisa procedente del río agitaba su cabello negro—. ¿En qué estás pensando, pececillo? Tú y yo no podemos casamos: somos hermanos de hogar.

—No, no lo somos. Se lo pregunté a la Anciana, Ronan. Tú eras primo de hogar de mi madre. Tú y yo podemos casamos.

Ronan se apartó el pelo de la cara.

—¿Podemos? —Se produjo un silencio—. ¿Es cierto?

Ella asintió.

—No había pensado en esa posibilidad —repuso con aire pensativo.

La niña se inclinó hacia él.

—¿Me esperarás, Ronan? Te prometo que creceré deprisa.

Él sonrió.

—La sangre lunar viene cuando la Madre lo quiere, Nel. Tú no tienes ni voz ni voto al respecto.

La reacción de Nel a su aparente rechazo fue abrazar el cuello de Nigak y hundir la cara en el pelaje de su cuello. Ronan apoyó la mano sobre su espalda. Era una criatura tan esquelética, pensó, al notar bajo la palma el duro omóplato. Deseó asesinar a alma. Notó que Nel se estremecía y frunció el ceño, preocupado. ¿Estaba llorando?

—¿Nel? —dijo.

—¿Vas a casarte con Cala? —gimoteó la niña.

Ni siquiera tuvo que pensar la respuesta.

—No. No voy a casarme con Cala. ¿De veras preguntaste a la anciana si podíamos casamos?

Nel levantó por fin la cara del pelaje de Nigak.

—Dijo que el parentesco no entra dentro de la consanguinidad prohibida, pero luego añadió algo muy extraño, Ronan. Dijo que aun así la Señora nunca nos permitiría casamos.

—¿Eso dijo?

Nel examinó su expresión.

—No lo entiendo. Si el parentesco es aceptable, ¿por qué cree Fali que la Señora se opondría a nuestros esponsales?

—¿Fali no te lo dijo? —preguntó él.

—Dijo que yo, por linaje, soy la sucesora de Morna, que sería peligroso por ese motivo, pero sigo sin comprender.

Los ojos oscuros de Ronan centellearon.

—¿Dijo «peligroso»?

—Sí. —Nel abrió mucho los ojos—. ¿Qué quiso decir, Ronan?

Ronan recogió un puñado de piedras y empezó a arrojarlas al agua.

—Neihle opina que la Señora teme que yo me convierta en una amenaza para el liderazgo de Morna sobre la tribu —explicó mientras arrojaba las piedras.

Nel frunció el ceño y mordisqueó nerviosamente el extremo de su trenza.

—¿La Señora teme que los hombres de la tribu abandonen a Morna y te sigan a ti? —preguntó por fin.

Una pequeña piedra plateada describió un arco en el aire y cayó en el agua.

—Eso parece pensar Neihle.

Nel continuó mordisqueando la trenza.

—Cuando pregunté a Fali qué habíamos hecho para que nuestro matrimonio fuera imposible, respondió: «No es lo que habéis hecho. Es lo que sois.»

—Para ya —la riñó Ronan—. Te he dicho muchas veces que no te muerdas el pelo.

Nel dejó caer la trenza.

—Tú eres el hijo de Arika —dijo.

Él guardó silencio mientras reflexionaba sobre aquellas palabras.

—Sí —replicó por fin Ronan—. Por más que ella quiera olvidarlo, soy el hijo de Arika. Y tú, Nel, eres la nieta de la hermana mayor de Arika. Si tu madre no hubiera sido un bebé cuando Meli murió, tu madre habría sido la Señora, en lugar de Arika. —Nel empezó otra vez a mordisquear la trenza—. Hay quienes dicen que tú tienes más derecho que Morna a ser la Señora, pececillo. —Le apartó la trenza de la boca—. Estoy pensando que por eso Arika consideraría peligroso nuestro matrimonio.

—¡Pero yo nunca querría ser Señora, Ronan! —exclamó Nel—. ¡Demasiada soledad! Yo quiero tener una familia. —Su expresión brillaba de apasionamiento, sus ojos verdes centelleaban—. ¡Nunca renunciaría a mis hijos! Ni a un niño, ni a un gemelo. ¡Jamás!

—A veces pareces tan peligrosa como un león de las cavernas —dijo Ronan con ironía teñida de respeto.

Ella le dirigió una mirada, pero no replicó. Siguieron sentados en silencio unos minutos, cada uno sumido en sus pensamientos. Ronan acarició el morado de su mejilla.

—Hablaré con tu padre —dijo—. Debería avergonzarse de permitir que su mujer maltrate a su hija.

Nel no se mostró de acuerdo.

—Ronan, ya sabes que padre tiene miedo de alma. Sólo conseguirás que se sienta peor, y no lograrás nada. Yo sé manejar a mi madrastra mucho mejor que él. Estás exagerando las cosas.

—Ese morado no es ninguna exageración.

Nel se encogió de hombros.

—No me pegó tan fuerte. Es que tengo la piel muy delicada.

—Ninguno de los dos hemos tenido mucha suerte con nuestras familias, ¿verdad, Nel?

Como respuesta, la niña apoyó su mejilla contusionada sobre el hombro de Ronan y cerró los ojos. El brazo del joven la rodeó con el habitual gesto protector y la atrajo hacia sí. Así abrazados, permanecieron inmóviles y en silencio, mientras el sol descendía a su espalda.

Aquél fue el primer año que se le permitió a Ronan participar en uno de los más importantes ritos de primavera masculinos, la Matanza del Oso. Una de las costumbres del Dios del Cielo introducida en la tribu del Ciervo Rojo a lo largo de los años consistía en un gran respeto hacia el poderoso oso de las cavernas, y cada primavera, cuando los osos volvían a la tierra después de su hibernación, elegían un oso para el sacrificio ritual.

Sólo los hombres iniciados de la tribu podían participar en el sagrado ceremonial de la caza. Si bien Ronan y los chicos de su edad aún no habían participado en el rito, conocían sus leyes. Durante la iniciación se enseñaba a todos los chicos del Ciervo Rojo el idioma secreto de la caza, las canciones rituales y la gran disculpa.

Acostarse con las chicas estaba muy bien, pero todos los chicos del Ciervo Rojo sabían que la señal más segura de ser un hombre era participar en la muerte del oso sagrado.

La Matanza del Oso siempre tenía lugar en la oscuridad, entre las lunas del Íbice y el Salmón, y aquel año no fue diferente. La mañana de la sagrada cacería, Ronan, Tyr y otros iniciados se reunieron a orillas del río y esperaron a que las primeras luces del alba tiñeran de gris la negrura del cielo.

—Hermano Mayor —exclamó Tyr mientras agitaba su puño en el aire—, ojalá nos estés esperando.

Una de las creencias sobre el oso de las cavernas era que podía oír todo cuanto decían, incluso desde muy lejos. Oía, recordaba y se vengaba. En consecuencia, estaba prohibido llamar al oso por su nombre, para que no adivinara los planes de la tribu y tratara de vengarse matándoles. «Hermano Mayor» era la expresión secreta utilizada por los hombres del Ciervo Rojo para mencionar a su presa.

Ronan sonrió al ver la expresión de Tyr. Después examinó de nuevo la punta de su jabalina. Era preciso matar al oso de una sola lanzada en el corazón, de modo que era vital mantener fuertes y afiladas las puntas de pedernal.

Los hombres ya habían localizado la cueva en que un oso macho particularmente grande había fijado su hogar, y su objetivo era llegar a ella antes que el animal saliera en busca de su comida diaria. Los osos de las cavernas eran vegetarianos, y para alimentar su enorme corpachón necesitaban consumir grandes cantidades de comida.

—¿Están los chicos preparados? —Era Erek, el jefe de los cazadores de la tribu. Dos perros le pisaban los talones mientras paseaba alrededor del grupo, para comprobar que todo estuviera dispuesto.

Ronan contestó en nombre de los iniciados.

—Estamos preparados.

—No debemos hablar —advirtió Erek.

Ronan frunció el ceño.

—Sí —replicó—. Lo sabemos.

Erek contempló a aquel jovenzuelo que osaba hablarle en tono altivo. El jefe de los cazadores era un hombre grande y corpulento curiosamente parecido a un oso. Era el que había matado al oso durante los últimos años. Algunos afirmaban que su sola mirada bastaba para amedrentar al Hermano Mayor. No fue así en el caso de Ronan, quien levantó su arrogante nariz y sostuvo su mirada.

Erek masculló algo que sonó como «cachorro insolente», para luego dar media vuelta e indicar a la hilera de hombres que avanzara.

Qué tontería, pensó Ronan mientras ocupaba su lugar en la fila. ¿Por qué enemistarse con Erek? Se respondió de inmediato: porque es estúpido y no me gusta obedecer órdenes de estúpidos.

El sendero se ensanchó y Tyr echó a andar al lado de Ronan. Los dos camaradas no se miraron.

Bien, preguntó con ironía la otra mitad de la mente de Ronan, ¿de quién no te importaría recibir órdenes? La boca de Ronan se curvó en una mueca, y esta vez no se respondió.

Los cazadores tardaron casi dos horas en llegar a la cueva, situada en las colinas donde el Hermano Mayor había instalado su morada. Un río había horadado túneles en la piedra de la caverna muchos años atrás, pero ya se había secado y la cueva daba a un prado que pronto se cubriría de hierba y flores silvestres. La entrada estaba bloqueada en parte por un peñasco, y Ronan clavó la vista en ella, preguntándose si el oso seguiría dentro.

Erek hizo un gesto y los hombres se desplegaron en un amplio círculo delante de la madriguera. Erek, que como matador del año anterior tenía el honor de intentarlo de nuevo, se situó a pocos metros de la entrada. Entonces hizo una señal a los perros.

Los dos perros se dirigieron a la entrada y empezaron a ladrar. Transcurrieron unos minutos. ¿Qué ocurriría si el oso ya se había marchado de la cueva?, se preguntó Ronan. ¿Entrarían a buscarlo? Los ladridos de los perros se hicieron penetrantes y los hombres se pusieron en tensión. El oso surgió lentamente de la oscuridad.

El corazón de Ronan se aceleró. Parecía grande.

Los perros se pusieron frenéticos; gruñeron y emitieron una especie de lloriqueos. El oso se detuvo, miró a los perros y luego a los hombres. Un perro saltó hacia la nariz del oso, que lo golpeó con una garra. Los perros ladraron y se acercaron al animal cada uno por un lado. El oso se alzó sobre sus patas traseras con un rugido de furia.

Era enorme. Más enorme de lo que Ronan había imaginado. Sus rugidos ensordecedores reverberaron en el prado desierto. El fétido olor del animal inundó las fosas nasales de Ronan. Algunos hombres retrocedieron.

¡Ahora!, pensó Ronan. Ahora era el momento de que Erek se moviera. La tradición indicaba que el matador de osos debía atacar cuando el animal estaba erguido y acorralado, para clavar la lanza en el corazón de la bestia.

Erek levantó su lanza. Los hombres contuvieron el aliento cuando su líder se precipitó hacia el terrible animal. Si la lanza encontraba el lugar adecuado, el oso moriría al instante. Si el atacante fallaba, sería despedazado.

El oso se movió antes de que Erek golpeara. Se oyó un violento rugido de furia y dolor. Los horrorizados hombres del Ciervo Rojo vieron que la lanza de Erek caía al suelo, al tiempo que el herido y furioso animal cogía al hombre entre sus inmensas y mortíferas garras.

«Le ha dado en una costilla —pensó horrorizado Ronan—. Ha errado el corazón y le ha dado en una costilla.»

El siguiente grito de dolor partió de Erek.

Ronan miró al rededor. ¿Iban a quedarse todos petrificados mientras despedazaban a su jefe? Volvió a mirar. Nadie se movía. Entonces Ronan lo comprendió: no podían atacar en grupo. Sólo un hombre podía matar al oso sagrado. Si se abalanzaban sobre el Hermano Mayor en grupo, la desgracia se abatiría sobre la tribu. Por tanto, pese a la apurada situación de Erek, nadie parecía dispuesto a intervenir en solitario.

Erek profirió un grito estremecedor. Antes de que Ronan se diera cuenta de lo que hacía, levantó la lanza y se precipitó hacia adelante.

—¡Ronan! —Era la voz de Neihle—. ¡No puedes hacerlo solo! ¡Regresa o te matará!

Fue mucho más tarde cuando Neihle contó a Ronan que lo había llamado. En aquel momento Ronan sólo era consciente de la enorme bestia que se alzaba ante él. Golpeó en el pecho con su lanza al enfurecido animal.

—Bien, Hermano Mayor —dijo—. Aquí hay alguien más dispuesto a matarte.

El oso soltó a Erek y se volvió hacia Ronan. Erek gimió y se retorció en el suelo.

El oso atacó a Ronan.

Todo sucedió muy deprisa. El olor, el penetrante, fuerte y repulsivo olor. El aguijón de las garras que arañaron su espalda, el tacto del grueso pelaje contra su cara. Entonces el brazo izquierdo de Ronan se movió, golpeó y clavó la lanza. Notó que el oso se desplomaba contra él, notó el momento en que el aliento abandonó su cuerpo. Poco a poco, inexorablemente, se derrumbó y casi arrastró a Ronan en su caída. Sólo en el último momento consiguió Ronan soltarse y retroceder, jadeante.

—Buen chico. —Neihle llegó a su lado y le cogió del brazo—. Buen chico.

—¿Cómo está Erek? —preguntó Ronan con voz entrecortada y desvió la vista hacia el hombre tendido en el suelo.

El hombre inclinado sobre Erek levantó la vista.

—Está malherido, pero vive. Debemos llevarle a casa para que la anciana se ocupe de él.

Se produjo un silencio. Todos miraron a Ronan.

—Adelante, muchacho —susurró en su oído Neihle—. Tú eres el matador. A ti te corresponde efectuar la disculpa, entonar el cántico sagrado.

Ronan tragó saliva, controló la respiración y avanzó hasta quedar de pie ante el oso. Aun caído, era una visión aterradora. Ronan contempló como hipnotizado el enorme cuerpo, la gran cabeza con su frente prominente, las grandes patas, las garras…

—Hermano Mayor —dijo Ronan, y dio gracias de que su voz sonase clara y firme—. Lamento haberte matado, pero necesito tu piel para mi chaquetón y tu carne para comer. Hermano Mayor, la tribu del Ciervo Rojo te quiere. N o te enfades porque te hayamos matado a causa de nuestra necesidad.

Un suspiro surgió de los hombres. La disculpa había sido presentada; el espíritu del oso se apaciguaría.

A continuación, Ronan alzó la voz y entonó el cántico sagrado:

Tú, el más espléndido de los animales,

hombre entre las bestias.

Ahora, Hermano Mayor,

yaces muerto.

¡Ojalá tu suerte induzca a los demás animales

a comportarse como mujeres cuando les cacemos!

¡Ojalá te imiten

y sean para mí

fáciles presas!

Era vital inyectar auténtica emoción en la voz cuando se entonaba el cántico sagrado por la muerte del oso, y Ronan lo consiguió. No fue difícil, basto con dejar aflorar una ínfima parte de lo que en verdad sentía. Cuanto terminó, se quedo asombrado al ver que muchos de los hombres estaban llorando.

—Bien hecho, hijo de mi hermana —dijo Neihle—. Muy bien hecho. —Se volvió hacia los demás—. Ahora debemos llevar a casa al Hermano Mayor.