CAPÍTULO II

Al día siguiente, como para compensar el haber mentido a su madrastra, Nel llevó bayas a la Anciana.

Hacía calor y Fali estaba sentada al sol, delante de su choza. Raspaba una piel de ciervo y gozaba del espléndido día.

—Buenas tardes, Madre mía —dijo Nel—. Te he traído bayas de espino que cogí.

La Anciana forzó la vista para ver quién era.

—¿Nel?

—Sí, soy Nel.

—Siéntate, chiquilla.

Nel se sentó y contempló sin pestañear el arrugado rostro de la Anciana. Fali llevaba el cabello blanco recogido en una corta y delgada, trenza, y su sonrisa dejaba al descubierto más encías que dientes, pero sus ojos castaños todavía eran vivos y brillantes. Miró a Nel con la osadía de los muy viejos hacia los muy jóvenes.

—Nel, hija de Tana, nieta de Meli, bisnieta de Elen —dijo.

—Sí.

Nel no demostró sorpresa por la retahíla de calificativos. Conservar el linaje familiar de toda la tribu era una de las responsabilidades de la Anciana.

—Ésa soy.

No obstante, las siguientes palabras de Fali sí la sorprendieron.

—Después de Morna, tú serás nuestra siguiente Señora.

Nel parpadeó.

—Supongo que sí —dijo.

La Anciana suspiró.

—Morna se parece a su abuela, pero temo que en los demás aspectos no es como Elen.

Como Elen había muerto mucho antes de que naciera Nel, ésta no contestó a la observación.

La Anciana prosiguió en voz queda.

—La tribu no ha vuelto ser la misma desde que Alin se marchó.

Aquella evocación del pasado confundió a Nel.

—¿Alin? —Frunció el ceño y trató de recordar—. Madre mía, ¿te refieres a la Elegida que desertó de la tribu hace mucho tiempo para ir a vivir con un hombre del Caballo?

Los ojos de Fali centellearon en su rostro arrugado.

—Alin hizo lo que debía. —La cabeza blanca se inclinó—. Elen fue una buena Señora. Arika es una buena Señora. Pero ninguna comparable a Alin.

Nel, prudente, no contestó.

—Tú llevas su sangre, Nel —agregó Fali—. Llevas la sangre de Tor en tu linaje, la sangre del padre de Alin.

Nel asintió. Conocía el nombre de Tor. Como a todos los miembros de la tribu, se le había exigido que memorizase su linaje.

—Te he observado —dijo Fali, y Nel levantó la cabeza con brusquedad, alarmada. Fali continuó—: Creo que posees el talento curativo de la Madre.

—Es que no soporto ver sufrir a nadie —repuso Nel—. No poseo ningún talento especial.

—Si quieres aprender más sobre el empleo de hierbas curativas, yo te enseñaré.

Los ojos verdes de Nel brillaron.

—Me gustaría muchísimo, Madre mía.

La anciana asintió con la cabeza.

—Arika posee cierto talento, pero Morna no demuestra la menor inclinación hacia las artes curativas. Tú, Nel… —Los brillantes ojos castaños la miraron con astucia—, tú puedes ser su heredera, creo.

Antes de que Nel pudiera replicar, los ojos de Fali se cerraron y se sumió en el sueño ligero de la gente muy vieja. Nel siguió sentada en silencio; sus pensamientos oscilaron entre las palabras de Fali y las otras preocupaciones que la habían llevado hasta su casa.

Por fin, los ojos de Fali se abrieron. Cogió un raspador y procedió a restregar la piel de ciervo que estaba extendida sobre el suelo, delante de la cabaña. Nel la contempló unos momentos en silencio, y después expresó sus inquietudes.

—Madre mía —dijo—, tengo entendido que los primos cercanos no pueden casarse…

Fali levantó la vista.

—Por supuesto que no. El parentesco entre primos cuyas madres eran hermanas es demasiado cercano como para poder casarse.

—Sin embargo, primos cuyos padres eran hermano y hermana sí pueden casarse —replicó Nel.

Fali siguió restregando la piel.

—Hermano y hermana es diferente. Los hijos de hermano y hermana no son primos cercanos, sino primos cruzados.

—Pero ¿qué…? —Nel respiró hondo y se lanzó—: ¿Qué pasa si una chica quiere casarse con un chico que era primo cercano de su madre? ¿Sería permisible?

Hubo un largo silencio. El brazo de Fali dejó de moverse.

—Ronan —dijo.

Nel sintió que sus mejillas ardían.

—Simple curiosidad.

La mirada de Fali era penetrante.

—¿Quiere Ronan casarse contigo, Nel?

Las mejillas de Nel enrojecieron.

—No —respondió de mala gana.

—Entonces, ¿a qué viene esa pregunta?

Nel no respondió.

La Anciana dejó el raspador y enlazó sus manos marchitas. Para alivio de Nel, desvió la vista hacia la Colina del Ciervo.

—¿Que cuáles son los vínculos familiares en este caso? —preguntó Fali con aire pensativo—. Ronan es hijo de Arika. Arika y tu abuela eran hermanas; por lo tanto, Ronan y tu madre eran primos cercanos.

—Sí —dijo Nel, casi sin aliento—. ¿Eso nos convierte a Ronan y a mí en primos cruzados?

Fali apartó la vista de la colina y la clavó en Nel.

—Creo, Nel, que deberías alejar tus pensamientos de Ronan.

—¿Por qué, Madre mía?

—Sería peligroso. —Fali frunció el ceño y más arrugas se dibujaron en su cara—. Aleja tus pensamientos de Ronan —repitió con mayor firmeza.

—¿Tan estrechos son los lazos de sangre?

Fali meneó la cabeza.

—No se trata de los lazos de sangre.

—Pues no lo entiendo, Madre mía —dijo Nel—. Si no se trata de los lazos de sangre, ¿dónde está el peligro?

—Ronan y tú juntos: eso es peligroso. —Fali extendió la mano y cogió el mentón de Nel con sorprendente fuerza—. ¿Es una cosa tuya, Nel? ¿Ronan no ha hablado de casarse contigo?

Nel sacudió la cabeza, a modo de negativa y para liberar el mentón.

—Pero todavía no lo entiendo —exclamó, poniéndose fuera del alcance de Fali—. Si nuestro matrimonio no quebranta ningún tabú, ¿por qué es peligroso? —Su voz destilaba frustración y perplejidad—. ¿Qué hemos hecho?

—No es lo que habéis hecho —dijo con tono sombrío la Anciana—. Es lo que sois.

Nel continuó sentada, en silencio y desafiante.

—Tu abuela era la hermana mayor de Arika —explicó Fali—, y fue Señora antes que ella. Tú eres la siguiente en línea sucesoria después de Morna. Arika nunca permitirá que te cases con Ronan. Métetelo en la cabeza, chiquilla.

Nel inclinó la cabeza para ocultar la rebelión que bullía en sus ojos.

Durante la estación cálida, los cazadores de la tribu se trasladaban a su campamento de verano, enclavado en la meseta que se extendía al sur y al este de su hogar permanente. Era un traslado necesario a causa de la migración de los rebaños, que ascendían durante el verano a los pastizales de las tierras altas para alimentarse de su excelente hierba.

El campamento de verano del Ciervo Rojo se alzaba en el vértice de una cuenca triangular alargada, en el punto donde el río Estrecho se adentraba abruptamente en una angosta y sinuosa garganta. La cuenca estaba rodeada por todas partes de pendientes empinadas, formadas por la confluencia de varios valles pequeños. Todos estos valles carecían de salida, excepto el que se enfilaba hasta el paso que permitía el acceso al país de la tribu del Búfalo.

Las dos amplias cavernas que formaban la residencia veraniega de la tribu del Ciervo Rojo dominaban el río, y los hombres de la tribu también habían levantado tiendas camufladas para aumentar la protección.

La vida discurría plácidamente en el campamento de verano. En el río Gran Pez se habían quedado los niños y los viejos; sólo los varones iniciados y las mujeres que no tenía niños pequeños se trasladaban al campamento de verano. El propósito del traslado era la caza del reno y el ciervo, para alimento propio y de los que se habían quedado en casa. Sin embargo, cazar no era difícil y vivían en libertad y tranquilidad.

Era la primera estación de Ronan en el campamento de verano, y la experiencia le gustó. De día, sus compañeros de edad y él exploraban las montañas, cazaban en total libertad, peleaban entre sí bajo la cálida luz del sol, cantaban himnos de caza de la tribu y organizaban concursos de tiro con lanza, cuando no había animales al alcance de sus armas.

Las noches estaban dedicadas a las chicas. Las chicas del Ciervo Rojo, de sonrisas dulces y seductoras, cuerpos suaves y ansiosos.

Sus compañeros habían contado a Ronan que en otras tribus del clan seguidor del dios masculino del Cielo, las mujeres solteras no gozaban de la misma libertad que las chicas del Ciervo Rojo. En ese punto concreto, Ronan no estaba en absoluto de acuerdo con el Camino del Señor del Cielo.

«El chico parece feliz», pensó Neihle cuando se acercó una noche a la hoguera de los iniciados, y encontró a Ronan cenando estofado de ciervo en compañía de sus camaradas. Cuando vio a su tío, Ronan se puso en pie respetuosamente y le invitó a cenar.

—No, ya he cenado —contestó el hombre. Escrutó los ojos oscuros de su sobrino y observó con cierta sorpresa que se alzaban un poco por encima de los suyos—. Has crecido dos dedos desde tu iniciación —dijo Neihle—. Estás en armonía con alguien.

Ronan sonrió.

—Borba está en armonía con él —comentó Tyr, uno de los muchachos—. Y Tosa, Iva, Lula y…

—Ya basta —dijo Ronan, pero una leve sonrisa aleteó en sus labios.

—Aún tenemos que esperar a que Ronan elija —se quejó de buen humor otro chico a Neihle—. Las chicas no saldrán con nosotros hasta que haya elegido. Hasta los iniciados más antiguos han de esperar.

—Creo que eso no me gusta —dijo Neihle, y enarcó las cejas inquisitivamente.

—No se lo aguantarían a nadie —comentó Tyr—. Por algún motivo, no obstante, se lo aguantan a Ronan.

—La razón es muy sencilla —intervino Adun—. Ronan es capaz de vencer en combate a todos ellos.

—Una razón muy poderosa —murmuró Neihle—. ¿Te apetece dar un paseo conmigo? —preguntó a su sobrino.

—Por supuesto.

Ronan cogió la lanza del montón apilado junto al fuego y siguió a Neihle por el sendero que discurría paralelo al río.

—Empieza a hacer frío por las noches —observó Ronan, esperando a que su tío explicara por qué había ido a verle—. El verano está a punto de terminar.

—Sí —admitió Neihle. Respiró hondo, sin decidirse todavía a exponer un tema de cuya recepción no estaba seguro—. Creo que te gusta vivir en la cueva de los hombres.

Ronan resopló por la nariz y asintió.

«Pues claro que le gusta vivir en la cueva de los hombres —pensó Neihle—. Después de tantos años de vivir con esa arpía de su madrastra, la cueva de los hombres le parecerá un paraíso.»

En la tribu del Ciervo Rojo, al igual que en todas las sociedades matriarcales, el pariente masculino más cercano a un niño no era el padre sino el hermano de su madre. Aunque el padre de Ronan no hubiera muerto, Neihle tendría responsabilidades hacia Ronan. Siempre se sentía culpable de haber sido tibio en lo tocante a ciertas responsabilidades.

Neihle clavó la vista en el suelo, y hundió la lanza en el polvo mientras caminaba.

—Ronan —dijo con voz apagada—, sabes que de ser posible habrías ido a vivir a mi cabaña, pero mi mujer tiene que ocuparse de nuestros numerosos hijos… No podía cargar también con el hijo de mi hermana.

También existía el hecho, tácitamente conocido por ambos, de que Arika se había opuesto a tal acuerdo, y la oposición de su hermana había pesado en Neihle más que la de su mujer.

Ronan no contestó, y al cabo de unos momentos Neihle se volvió hacia él. El rostro del muchacho era inescrutable. Neihle pensó, afligido, que Ronan había aprendido desde una edad muy temprana a ocultar sus sentimientos.

—Lo sé —dijo por fin Ronan. Trasladó la lanza a su mano izquierda—. Siempre has hecho todo lo posible por mí, tío. Ten por seguro que lo sé.

Pero no había sido suficiente, pensó Neihle, mientras caminaba en la fría noche al lado de su alto y joven sobrino. El padre de Ronan había muerto cuando el niño tenía seis inviernos y le había dejado en la cabaña de una rencorosa madrastra. Más tarde, Orenda se había vuelto a casar, y habían llegado más niños. Ni ella ni su marido querían a Ronan. Se lo habían quedado sólo a instancias de la Señora.

La Señora, pensó Neihle. Arika. En casi todo, Neihle consideraba que su hermana era justa y sabia, pero nunca la había entendido en lo concerniente a Ronan.

Arika había yacido en los Fuegos de Primavera con Iun, el amigo del alma de Neihle, y Ronan había nacido, su primer y largamente esperado hijo, pero un chico no servía de nada a la Señora de la tribu del Ciervo Rojo, y Arika ni siquiera le había dado el pecho, sino que se lo había pasado de inmediato a la mujer de Iun, la cual también estaba amamantando a un niño. El hijo de Orenda había muerto poco después y ésta había culpado a Ronan por mamar demasiada leche. El muchacho jamás había conocido un momento de felicidad bajo el techo de Orenda.

Arika lo sabía, pero había ordenado a Orenda que se quedara con el niño y luego había especificado a Neihle que debía dejarlo a los cuidados de su madrastra. Neihle nunca había comprendido por qué, hasta este verano.

—A ti no te guardo rencor, tío —oyó que decía Ronan. Aquel «a ti» tuvo un énfasis algo siniestro, y un escalofrío recorrió la espina dorsal de Neihle.

Procuró cambiar de tema.

—Erek nos informó de que Morna será iniciada cuando sea luna llena.

Los hombres cambiaron una mirada. Siempre era un momento importante en el mundo del Ciervo Rojo cuando una muchacha exhibía la sangre lunar que garantizaba la vida futura de la tribu. Cuando esa muchacha era la futura Señora, la ocasión era de sumo regocijo. Sin embargo, ninguno de los hombres parecía muy contento.

—¿Se ha convertido en una mujer, pues? —preguntó Ronan, en un tono curiosamente inexpresivo.

—Sí, se ha convertido en una mujer.

—Si es que Morna puede llegar alguna vez a ser mujer.

Neihle se tiró del labio superior.

—En ocasiones la chica es… irreflexiva… pero ya madurará. Ahora que su sangre lunar fluye, madurará.

Ronan resopló.

—Nel tiene más sentido común en la uña del pulgar que Morna en toda la cabeza.

—¡Eso no lo digas a nadie, aparte de mí! —le advirtió Neihle—. Si esas palabras llegaran a oídos de la Señora…

—No soy idiota. Sé que está cegada por la Elegida.

La voz de Ronan traicionó una profunda amargura. Neihle comprendió, pero era peligroso. La creciente reputación de Ronan entre los iniciados también era peligrosa. A Arika no le gustaba. Neihle frunció el ceño cuando contempló el perfil aguileño de su sobrino. Por fin, se decidió a comentar el tema que le preocupaba.

—He pensado, Ronan, que este año te llevaré a la Reunión de Otoño para que encuentres una esposa.

—¿Cómo? —Ronan giró en redondo y miró a su tío. La sorpresa había abierto sus ojos de par en par—. No te comprendo, tío.

La reacción de Ronan no sorprendió a Neihle. Éste, como tío materno del muchacho, debía encargarse de los preparativos del matrimonio, y los chicos del Ciervo Rojo solían marcharse de casa cuando se casaban, pero Ronan aún era joven para casarse. Así se lo dijo a Neihle.

—Todavía no ha llegado el momento de que tome esposa.

—Morna es joven para su edad, pero tú, hijo de mi hermana, eres viejo para la tuya —replicó Neihle—. Tampoco eres el tipo de hombre que vivirá feliz bajo el gobierno de Morna. Aunque cuentas con muchas posibilidades de encontrar una chica del Ciervo Rojo —Neihle sonrió levemente y enseguida compuso su expresión—, he pensado que tal vez deberías tener en cuenta fundar tu hogar en otra tribu.

La máscara inexpresiva que cubría la cara de Ronan no era tan impenetrable, y Neihle captó su aflicción.

—No es que quiera perderte —dijo con dulzura el hombre—. Es que… temo por ti en esta tribu, Ronan.

Ronan se quedó estupefacto.

—¿Temes por mí? ¿Por qué temes, tío?

Neihle se encogió de hombros y su respuesta fue ambigua.

—Desde hace mucho tiempo pienso que serías más feliz en una tribu que siguiera el Camino del Dios del Cielo.

La expresión estupefacta desapareció del rostro de Ronan, que apartó la vista.

—Sé que escuchas relatos sobre tales tribus de labios de hombres que nacieron en ellas —dijo Neihle—. He observado tu rostro cuando Midac cuenta historias sobre la tribu del Caballo y Azur sobre la tribu del Búfalo.

Ronan no contestó.

—De todas las tribus del Clan, sólo la tribu del Ciervo Rojo sigue todavía el camino de la Madre —explicó Neihle—. Siguen a la Madre en otros lugares, lo sabemos por los comerciantes, pero en el Clan la única es la tribu del Ciervo Rojo. Por eso Arika se es fuerza tanto en mantenemos puros, Ronan. Por eso cuando un joven se casa con una mujer de otra tribu, Arika le prohíbe volver. No quiere que se contamine del Camino del Dios del Cielo. —Neihle apoyó la mano sobre el brazo de su sobrino—. Si yo me he dado cuenta de cómo escuchas los relatos sobre el Dios del Cielo, ella también se habrá fijado.

Ronan alzó el mentón.

—¿Fijarse en mí? ¿La Señora? Estás pensando en otra persona, tío.

Neihle se encogió de hombros impresionado por la amargura de aquella voz tan joven.

—Lo sabe todo sobre ti, Ronan —contestó—. Sabe que estás convirtiéndote en líder de los muchachos. Sabe que las chicas arden en deseos de acostarse contigo. Sabe que estás interesado en el Camino del Dios del Cielo. Y aunque no lo demuestra, sabe que eres su hijo.

Neihle apretó más el brazo de Ronan.

—Todas estas cosas son peligrosas, hijo de mi hermana. Sabes lo implacable que puede llegar a ser la Señora. Si cree que significas una amenaza para su autoridad…

—Una amenaza para su autoridad —repitió Ronan. Volvió a expresar estupefacción—. ¿Se imagina eso Arika?

—Creo que sí. —Los dos hombres hablaban de pie bajo el cielo ya oscurecido—. Por eso deseo llevarte a la Reunión de Otoño y que encuentres una esposa. Deseo que reflexiones al respecto.

Siguió un silencio.

—Tal vez un día, pero este año no, tío.

Neihle dejó caer la mano.

—Veo que te lo estás pasando muy bien —bromeó, para disimular su sensación de derrota.

La irresistible sonrisa de Ronan iluminó su rostro ensombrecido.

—Sí, ya lo creo —dijo.

La estación del verano pasó, y la Luna de la Caída de la Hoja se alzó en el cielo nocturno. Nevó en los pasos más altos de la montaña. Los ciervos comenzaron su viaje anual hacia los pastos de las tierras bajas que rodeaban el río Gran Pez, seguidos por los cazadores de la tribu del Ciervo Rojo. Cuando la Luna de la Caída de la Hoja menguó, empezaron los preparativos para el gran rito bianual de la fertilidad, los Fuegos de Invierno.

Sería la primera ceremonia de los Fuegos a la que Ronan asistiría, y la aguardaba con entusiasmo. Ni siquiera la noticia de que su medio hermana Morna celebraría aquel año los Sagrados Esponsales atenuó su ilusión.

Las tres muchachas que habían sido iniciadas desde los Fuegos de Primavera aguardaban la inminente ceremonia con no menos ilusión que Ronan. Las chicas de la tribu del Ciervo Rojo a diferencia de los chicos, no eran introducidas al sexo en su rito de iniciación. Las chicas esperaban hasta la siguiente ceremonia de los Fuegos, cuando el redoblar de tambores y las danzas desenfrenadas desencadenaban calor en la sangre y fuego en las ingles. Entonces tenía lugar su primer coito, y la dulce urgencia de la necesidad paliaba el dolor.

Morna se alegró cuando Arika le dijo que sería ella la encargada de celebrar los Sagrados Esponsales. Según el ritual, la Diosa copulaba con el dios en cada Fuego, y su unión proporcionaba fertilidad a la tribu y a los rebaños de los que dependía la supervivencia de la tribu. La Señora solía encarnar el papel de la Diosa, pero aquel año sería sustituida por su hija.

—El ritual es muy poderoso cuando una virgen encarna a la Diosa —explicó Arika a Morna—. Por esto te permitiré que celebres este año los Sagrados Esponsales, en tu primer coito. —La Señora sonrió al ver la expresión de Morna—. Debes elegir al hombre, hija mía. La Diosa siempre tiene la prerrogativa de elegir al hombre que encarnará al dios.

—Sé quién resultaría elegido si se le diera la ocasión a cualquier chica del Ciervo Rojo. Creo que es una pena que Ronan sea mi hermano.

Arika contempló en consternado silencio las mejillas ruborizadas y los labios entreabiertos de su hija. Morna parecía no advertir la congoja que había causado a su madre.

—Nunca vuelvas a repetir eso —siseó Arika con aspereza.

Morna comprendió que sus palabras habían disgustado a Arika.

—No tengo la culpa de no pensar en él como en un hermano —se defendió—. Al fin y al cabo, nunca hemos vivido juntos en una familia, como los hermanos y hermanas normales.

Arika palideció.

—No obstante, los lazos de sangre existen. —Respiró hondo—. Recuerda que tú no eres cualquier chica, Morna. Eres la Elegida de la tribu. Siempre debes pensar en la tribu, hija mía, y en lo que es bueno para la tribu. No en ti misma.

—Sí, madre —asintió Morna—. Siempre me dices lo mismo.

Arika apretó su hermosa boca y dijo:

—No hace falta que elijas al hombre ahora. Tienes tiempo de reflexionar.

Morna ladeó la cabeza y miró a su madre de arriba abajo.

—Espero ser mejor paridora que tú, madre. ¿Cuántos Sagrados Esponsales celebraste antes de engendrar a Ronan?

—Muchos —contestó Arika con expresión impenetrable—. También yo espero que tu útero sea más fértil de lo que fue el mío.

—¿Fue? —Morna enarcó sus bellas cejas.

Podía ser muy lista cuando su interés estaba en juego, pensó Arika, mientras clavaba la vista en el bello rostro de su hija. El problema de Morna era que su interés parecía concentrarse exclusivamente en sí misma.

—Mi sangre lunar todavía fluye, si te refieres a eso —contestó en voz baja Arika—, pero creo que nunca más volveré a tener hijos.

Morna anudó el extremo de su larga trenza rojo dorada alrededor de su índice. Miró a Arika.

—En ese caso, quizá sea conveniente que a partir de ahora yo me encargue de los Sagrados Esponsales —dijo.

La Señora apretó todavía más los labios.

—Sólo te cederé el ritual, Morna, si estoy convencida de que comprendes la responsabilidad que entraña encarnar a la Diosa.

Los labios de Morna dibujaron una sonrisa encantadora. Era tan bella, pensó Arika con desesperación. Mucho más bella que Nel. Por eso la Madre quería que Morna fuera su Elegida…

—Cuando la responsabilidad es tan agradable, madre —respondió Morna—, puedes estar segura de que la asumiré de muy buena gana.

—No estoy hablando del placer de copular —contestó Arika.

—Lo sé, lo sé. —Morna arrugó su pequeña nariz—. Debo pensar en la tribu. Lo sé, madre. ¿Cómo no voy a saberlo, cuando siempre me estás diciendo lo mismo?

—Cuando elijas al hombre —dijo con sequedad Arika—, ven a verme.

—Sí. —De nuevo aquella sonrisa burlona—. Lo haré.

Arika suspiró.