EPÍLOGO

(Un año después)

Estaban de pie en el lugar donde el barranco se ensanchaba y permitía acceder al valle. El sol de la tarde iluminaba el paisaje que se extendía ante ellos: el lago sereno como un espejo, la hierba regada por la nieve, espesa Y abundante, sembrada de flores; las paredes circundantes, en cuyas grietas crecían flores. A lo lejos, más allá de las paredes, se alzaban los picos nevados de las Altas, relucientes puentes blancos entre el cielo y la tierra.

Nigak correteó entre la hierba. Después, veloz como el viento, bajó al valle.

Nel rió.

—Ha vuelto a casa.

—Mamá —gritó una vocecilla desde el armazón sujeto a la espalda de Ronan—. ¡Igak!

—Volverá, Culen —dijo Nel—. Nigak siempre vuelve.

—Da la impresión de que las cabañas están intactas —murmuró Ronan. Nel siguió su mirada. Avanzaron al unísono, llevando de la rienda a sus caballos y seguidos por Sintra y Leir.

Pie Blanco lanzó un relincho cuando reconoció el lugar. La manada de caballos se encontraba bastante lejos, pero Nel vio que Impero alzaba la cabeza al oír aquel relincho.

—Casi había olvidado su belleza —murmuró Nel.

—El lugar más bello del mundo —dijo Ronan.

Nel suspiró.

Se encaminaron a su antigua cabaña. Nel bajó a Culen y le depositó en el suelo. Un grupo de hombres del Lobo habían ido al valle el pasado otoño para recoger algunas pertenencias de la tribu, pero ni Ronan ni Nel habían vuelto desde que habían luchado contra los Domadores de Caballos, un año antes.

Culen paseó alrededor de la cabaña. Hacía dos lunas que caminaba y su equilibrio era notable. Sintra y Leir le siguieron y olfatearon con nostalgia viejos olores.

Ronan cogió la vieja olla, que aún seguía en la cabaña, y bajó al río a buscar agua.

Nel desanudó las pieles de dormir que habían atado a los lomos de los caballos y las extendió sobre el suelo de la cabaña, después de sacar los utensilios de cocina guardados en el interior. En cuanto Culen vio la olla, acudió corriendo.

—Hambre, hambre.

—Lo sé, cariño, lo sé. Mamá cocinará pronto.

Oyeron que Ronan daba agua a los caballos.

—Sed —dijo Culen, y avanzó hacia la puerta—. ¡Papá, sed! —gritó.

—Acompáñame al lago y beberás —contestó Ronan. Culen salió tras él.

Nel contempló las frutas y cereales que quedaban en la olla. Ronan tendría que conseguir algo para comer, pensó. Quizá algún pez del lago. A Culen le resultaba fácil masticar el pescado.

La mayoría de los niños del Clan tomaban la leche materna hasta casi los tres años de edad, pero Nel empezó a alimentar con comida de verdad a Culen en cuanto le crecieron unos dientes. Había descubierto que, si trituraba la fruta y masticaba la carne previamente, comía muy bien. De hecho, pensaba que así era mejor. Culen era más grande que los niños de su edad, y empezó a caminar y hablar muy pronto.

Se acercó a la puerta y miró. Ronan había subido a Culen sobre sus hombros y el pequeño cabalgaba con orgullo, inspeccionando el paisaje como un jefe. Nel sonrió.

«Me alegro de que decidiéramos hacer esto. Necesitábamos un poco de intimidad. Cuando estamos en casa, es muy difícil.»

Se lo dijo a Ronan a última hora de la noche, cuando Culen ya estaba dormido y los dos habían salido de la choza, para que Ronan encendiera un fuego.

—Lo sé —contestó. Se apartó de la hoguera y se acercó a ella—. Cuanto más crece la tribu, más tiempo nos exige.

—Echo de menos aquellos días en el valle —suspiró Nel. Lanzó una carcajada—. ¿Recuerdas el conflicto que se organizó por la ceremonia de la Llamada del Caballo?

—Mmmm.

—En aquel entonces la vida era más sencilla —dijo Nel.

—Si nos hubiéramos quedado en el valle, no tendríamos tantos caballos como ahora —indicó Ronan—. Ya lo sabes. Eras tú quien se quejaba siempre de las dificultades que nos causaban los sementales.

—Lo sé. Criar caballos es más fácil ahora, con las yeguas de los Domadores de Caballos y Nube al frente. A Nube no parece importarle la presencia de Pie Blanco y Escarcha; con Impero, habría sido muy distinto.

—Por lo visto, a las demás tribus les va bien con los caballos que les cedimos.

—Están aprendiendo —dijo Ronan.

Nel apoyó la mejilla sobre su hombro.

—El valle me trae muchos recuerdos de Thorn —susurró.

Notó que él se ponía rígido. Sabía que se sentía responsable de la muerte de Thorn. Durante el último año se había esforzado en convencerle de que era una estupidez culparse, pero él no la escuchaba. Por fin, había comprendido que las grandes cualidades de Ronan como jefe se basaban en el sentido de la responsabilidad hacia los demás.

—Dejó un hueco en la tribu —dijo Ronan—. Y sigue presente.

—Sí.

La noche era fría, y Nel se apretó contra él.

—Vamos dentro, Nel —musitó.

La luz de la única lamparilla reveló que Culen dormía plácidamente, entre Sintra y Leir.

Ronan sonrió.

—En ocasiones temo que Culen crezca convencido de que es un perro.

Nel sonrió.

Hacía más calor dentro de la cabaña, y el aire olía al pescado que Nel había asado. La joven se sentó sobre las pieles de dormir y empezó a deshacerse la trenza. Ronan se acercó a la olla de agua y bebió. Nel observó el movimiento de su cabeza, los movimientos de los músculos de su fuerte garganta. Él terminó de beber, se quitó la piel de ante y la colgó de la pared.

Pese a todo, pensó Nel, había sido un buen año para ambos. La herida del rechazo que Ronan había guardado en su corazón desde la expulsión de la tribu del Ciervo Rojo había cicatrizado por fin. Ahora, era capaz de encontrarse con su madre sin más emoción que la experimentada hacia Haras o los demás jefes. Así había ocurrido, en efecto, durante la última Reunión de Primavera.

En cuanto a ella, también había cicatrizado la herida de la falta de hijos. Ya tenía a Culen. Por irónico que pareciera, el legado envenenado de Morna había fortalecido la pareja de Ronan, en lugar de destruirla. Cada vez que Nel lo veía quitar a Culen de la compañía de los perros y subírselo a los hombros, una oleada de alegría y gratitud invadía su corazón.

Ronan terminó de desnudarse y se acercó a ella con sigilo. Nel agitó el cabello y desató las tirillas del cuello de la camisa.

—Vas despacio esta noche, pececillo —dijo Ronan. Se arrodilló ante ella y terminó de desvestirla.

Se tendieron sobre las pieles de dormir. Mientras la besaba, acarició con suavidad sus pechos. La conocida pasión se inflamó, y cuando Ronan introdujo la lengua entre sus labios, Nel entregó todo su cuerpo a las caricias.

—Nel… —gruñó.

Ella no dejaba de temblar, ansiando su cuerpo.

—Penétrame, Ronan —susurró—. Ahora. Ahora…

Terminó el tiempo reservado a la dulzura. Ronan se zambulló en sus entrañas. Ella le aferró y se movieron acompasadamente en uno de los rituales más antiguos de la humanidad.

Al día siguiente, acompañados por Culen, Nigak y los perros, subieron a la cueva de la que Thorn se había apropiado.

Después de caminar bajo el brillante sol, la cueva se les antojó muy oscura. Ronan encendió las dos lamparillas de piedra que había llevado. Nigak y los perros se tendieron en el exterior, al sol, y Culen, después de escudriñar las tinieblas con aire de desconfianza, dijo que se quedaba con los animales.

Nel vaciló.

—No le pasará nada, Nel —dijo Ronan—. En el valle no hay auténticos depredadores, nada que Nigak no pueda manejar.

—De acuerdo —asintió Nel. Los dos levantaron las lamparillas y entraron en la cueva.

La cueva era pequeña, en nada parecida a la inmensa cueva sagrada de la tribu del Búfalo. Ésta sólo tenía dos cámaras; una pequeña estancia exterior y una cámara interna más amplia, donde Thorn trabajaba.

Ronan contuvo el aliento cuando reparó en las escenas que le rodeaban: imágenes del valle, dibujadas con brea y coloreadas de ocre. Un íbice apartaba con una pata la nieve que cubría su forraje; una oveja estaba reclinada pacíficamente, los ojos meras hendiduras satisfechas, mientras rumiaba. Y caballos. La pared estaba llena de caballos.

—¡Mira, es Pie Blanco! —exclamó Nel—. ¡Y Bellota!

—Sí, y aquí está Impero, vigilando las yeguas.

Al cabo de un rato, avanzaron poco a poco, siguiendo la pared izquierda. Mientras se desplazaban, se dieron cuenta de que, mientras Thorn había dedicado la pared derecha a los animales del valle, la pared trasera albergaba algo muy diferente.

—Ronan —dijo Nel—. Mira cómo dibujó a Berta.

Era Berta, sin duda, con el lacio cabello castaño y sus grandes ojos pardos. Era un retrato de la cabeza y los hombros, y Thorn había capturado la sonrisa misteriosa que a veces dibujaban sus labios.

Thorn había cumplido su palabra, observó Ronan, y sólo había retratado a los miembros de la tribu que habían accedido a ello.

—Aquí estás tú, Nel.

—Sí.

Avanzaron lentamente hasta el final de la pared posterior. Examinaron la pared de su izquierda. Las demás paredes eran irregulares, y Thorn había situado sus dibujos según los contornos de la roca, pero la pared izquierda era muy lista, y cuando Ronan levantó la lamparilla de piedra, vio que sólo contenía una pintura muy grande.

—Oh… —exclamó Nel.

Era una pintura de Ronan y Nube, un retrato de las dos caras, la del semental sobre la del hombre, como si se apoyara sobre el hombro de Ronan. Aparentaban observar algo que estaba fuera de la pintura.

Ronan examinó la cara de Nube. Arqueada y majestuosa, los ojos grandes, los bordes de las estrechas fosas nasales dilatados en una leve señal de alarma; era como si el caballo respirara, de tan real que se veía.

«Thorn —pensó—. Thorn.»

—Sois iguales —dijo Nel, maravillada—. ¿Por qué no me había dado cuenta? Nube y tú sois iguales.

Ronan intentó tragar el nudo formado en su garganta. Contempló su retrato.

—¿Estás diciendo que me parezco a un caballo, pececillo?

—Vuestras expresiones son iguales. Fíjate. Hasta para ti ha de ser obvio lo que intentó Thorn.

—Sí —dijo Ronan al cabo de un momento—. Parecemos dos bravucones arrogantes.

Nel rodeó su cintura con el brazo. Nunca necesitaba decirle a Nel lo que sentía; ella lo sabía.

—No tendría que haber muerto —dijo con voz ronca Ronan.

—Lo que hizo en esta cueva, permanecerá. Mucho después de que tú y yo hayamos muerto, Ronan. Mucho después de que la tribu del Lobo sea un simple recuerdo, esta cueva y lo que Thorn hizo permanecerán.

Ronan meditó aquellas palabras, meditó lo que ocurriría, muchos años después, cuando gente extraña entrara en esa cueva y viera las pinturas de las paredes.

—Dibujaba por puro placer —dijo—. No lo hacía para una ceremonia de caza, ni por ningún otro motivo, sino por puro placer.

—Estoy convencida de que eso se refleja en sus pinturas.

Se oyó una voz menuda desde la cámara exterior.

—¿Mamá?

—¡Sí! —exclamó Nel, y corrió hacia la puerta—. Ya voy, Culen. Quédate donde estás, por favor.

—¿Dónde papá? —oyó Ronan.

—Ya viene.

Ronan dirigió una última mirada hacia la pintura de la pared y fue a reunirse con su familia.