Epílogo

Agosto de 1820

Somersham, condado de Cambridge

HABÍAN transcurrido casi dos años desde el día en que había visto por vez primera aquella casa y había paseado por sus amplios jardines. Desde el porche de su casa, Somersham Place, Honoria, duquesa de Saint Ives, miraba en torno a sí, maravillada por los cambios que habían tenido lugar y que, pese a todo, apenas habían alterado nada.

La explanada lateral estaba llena de familiares y allegados, de tal modo que los vaporosos vestidos de verano salpicaban cual confeti el verde césped. Muchos habían aprovechado la sombra de los añejos árboles para recostarse en el suelo; otros iban de un lado a otro, deteniéndose en los diversos grupos para charlar, ponerse al corriente de las novedades y, principalmente, para saludar a los nuevos miembros de la familia.

Estos últimos eran numerosos, lo que confería a la reunión una alegría desenfadada, una tangible sensación de efervescencia vital.

Dos años atrás, muchos de los presentes se habían congregado allí para compartir el duelo. Aun cuando no hubieran relegado a Tolly ni a Charles al olvido, como todas las grandes familias, aquella se había seguido ampliando. Habían prosperado, habían conquistado, y ahora saboreaban los frutos de su labor.

Sosteniendo en un brazo a uno de aquellos retoños, Honoria se recogió la falda para bajar al jardín. Aún no había dado tres pasos cuando su marido se separó de un grupo y acudió, dotado de diabólica apostura y arrogante confianza, a su encuentro.

—¿Cómo está? —Diablo inclinó la cabeza para observar a su segundo hijo.

Michael pestañeó, dio un bostezo y después agarró el dedo de su excelencia.

—Como ha comido y lo han cambiado, está a gusto. Me parece que ahora te toca a ti hacer de niñera.

Honoria le confió el bulto envuelto en un chal. Después disimuló una sonrisa, al ver la prontitud con que Demonio lo aceptaba. Sabía que había estado esperando para asumir el papel de orgulloso padre. Nunca dejaba de sorprenderla que —al igual como ocurría con los demás varones de la familia—, él que era tan fuerte, poderoso, tan seguro de sí y tan dominante, pudiera, con sólo ver la agitación de una manita, entregarse con tanta devoción a sus hijos.

—¿Dónde está Sebastian? —Escrutó el prado en busca de su primogénito. Había aprendido a caminar hacía poco y no tardaría en empezar a correr.

—Está con las gemelas. —Diablo levantó la cabeza para localizar a las muchachas—. Están en las escaleras de la glorieta.

Su mirada traslucía un asomo de inquietud. Consciente de que no era porque dudara de la capacidad de las gemelas para vigilar a Sebastian, Honoria le dio una palmadita en el brazo y, cuando él la miró con sus pálidos ojos azules, le sonrió.

—Piénsalo de este modo. Más vale que sueñen con tener hijos propios, porque con ello aceptarán todos los pasos previos.

Él tardó un momento en comprender su razonamiento y cuando lo hizo, endureció el semblante.

—Preferiría que no pensaran en esa clase de cosas.

—Tienes tantas posibilidades de conseguirlo como de tocar la luna con la mano. —Le apretó el brazo y luego abarcó con un gesto a los invitados—. Y ahora ve a cumplir con tus funciones de anfitrión y exhibe a nuestro hijo, mientras yo voy a admirar a los de los otros.

Majestuosamente instaladas en un asiento de hierro forjado situado en el centro del jardín, la duquesa viuda y Horacia presidían el acto. Entre ambas sostenían con amorosas manos y profusión de tiernas exclamaciones tres pequeños bultos envueltos en chales, sus nietos, que exponían para edificación del corro de admiradores que las rodeaban y que, a lo largo de los últimos treinta minutos, se habían ido relevando sin que mermara en ningún momento su número.

Al lado, en una tumbona reposaba Catriona, Señora del Valle, con el rostro todavía pálido, enmarcado por la encendida aureola de su cabello. Mirando con embeleso cómo Helena acunaba a sus hijos, resplandecía radiante, como una madona.

Richard permanecía de pie junto a ella, con los dedos entrelazados con los suyos, desplazando alternativamente la mirada de su esposa a sus hijos. La expresión plasmada en sus oscuros ojos y en su delgado y anguloso rostro pregonaba sin necesidad de palabras su alegría y su orgullo.

Gemelos: un niño y una niña. Si Catriona lo había presentido, no había dicho nada, consciente de lo importante que era para Richard viajar al sur para asistir a la reunión veraniega de su clan. Los gemelos, no obstante, raras veces se atenían a las previsiones, y en ese caso habían llegado con un mes de antelación, pequeños pero sanos. De este modo la próxima Señora del Valle, Lucila, había sido la primera en venir al mundo fuera de aquel místico valle escocés. Había nacido allí, en Somersham Place, cuna ancestral de sus antepasados, los Sassenach. Catriona, que se había conformado de inmediato con tal circunstancia, se había limitado a recordar con una sonrisa a Richard que la pequeña sabría muy bien quién iba a ser.

Y para mantenerlo ocupado, allí estaba Marcus, un varón al que adiestrar en la compleja gestión de las tierras del Valle y la gente a la que prestaban su apoyo. Se necesitaba otra persona para dicha labor, y ahora ya eran dos.

Si bien las dos cabecitas pelirrojas de los gemelos centraban mucha atención, también la recibía en igual medida el rubio bebé que mecía Horada. Christopher Reginald Cynster, el hijo de Patience y Vane, había nacido cuatro semanas antes, dos después de la llegada de Michael. En común con Michael, Christopher era ya un veterano en los encuentros de familia, y con gran desenvoltura bostezaba, se destapaba o trataba de agarrar algún mechón de pelo de su abuela.

Todos reían con alborozo sus gracias, que el pequeño aceptaba como un merecido tributo.

—¡Un Cynster de pies a cabeza, ya a su edad! —exclamó lady Osbaldestone, observando su despreocupado comportamiento—. Siempre supe que era algo heredado. Por lo visto, no se ha perdido con el paso de las generaciones. —Sacudió la cabeza y soltó una carcajada—. Ya se pueden preparar las señoritas a partir de 1850.

Honoria se cercioró de que Helena y Horacia no estuvieran cansadas y, tras intercambiar unas palabras de aliento y una comprensiva sonrisa con Catriona y estrechar la mano de Richard, siguió caminando entre los asistentes para ver si todo se desenvolvía bien.

Patience, que había dado a luz un mes atrás, estaba perfectamente recuperada. No obstante, como era su primer hijo, a Vane le costaba permitir que su esposa se alejara de su vista y de su brazo protector. Honoria los encontró charlando con el general, antiguo tutor de Flick, y con su hijo Dillon, quienes habían venido de Newmarket para pasar el día con ellos. En dicho círculo, los caballos eran el tema de conversación predilecto. Honoria prosiguió su ronda después de cruzar una mirada de complicidad con Patience.

Flick y Demonio se encontraban con el grupo que se había formado en torno a la tía abuela Clara y a la menuda señorita Sweet, a quien habían traído consigo Lucifer y Phyllida desde Devon. Clara ya había invitado a Sweet a visitarla en Cheshire, lo que había dado pie a la elaboración de planes para dicho viaje.

Por lo demás, Gabriel y Alathea y Lucifer y Phyllida, al igual que Flick y Demonio, se movían de un corro a otro con objeto de ver y hablar con todos los parientes, conocidos y allegados que habían viajado hasta el condado de Cambridge con el expreso propósito de conocer y dar la bienvenida a las nuevas esposas y nuevos bebés.

Satisfecha del buen desarrollo del encuentro, Honoria pasó unos minutos deambulando discretamente por la sombra, observando, tal como debía hacer una matriarca, dónde, con quién y de qué manera empleaban el tiempo los miembros más jóvenes de la familia.

Allí estaba Simón, tan espigado que parecía crecer de un día para otro, con el pelo dorado tan rubio y reluciente bajo el sol como el de Flick. Tenía un rostro más delicado que sus primos mayores, menos agresivo, pero poseía la misma fuerza detrás de un semblante tan angelical que sin duda haría llorar a más de una mujer con el correr del tiempo. Aun sin ser miembro del Clan Cynster, era igualmente un Cynster el que llenaría el intervalo entre la generación de los hijos de Honoria y la de sus padres.

En el mismo grupo, esparcidas sobre la hierba como tulipas casi a punto de florecer, se hallaban Heather, Eliza, Angélica, Henrietta y Mary. Unas eran más jóvenes, otras mayores, pero en sus caras se advertía la misma avidez, el mismo entusiasmo por la vida.

Sonriendo, Honoria siguió adelante y encaminó los pasos hacia la glorieta.

Las gemelas la recibieron con una alegría cuyo origen no tuvo que indagar.

—¡Somos libres! —exclamaron.

Amanda abrió los brazos en cruz y a punto estuvo de chocar con Sebastian, que fue a subirse al regazo de Honoria. Sentada en los escalones, al sol, esta se apoyó contra una columna.

—Cierto, pero ahora que Lucifer ha fijado su residencia en Devon, y entre nosotras, no creo que ni él ni Gabriel, ni siquiera Demonio, vuelvan a la capital para la siguiente temporada social, porque tendrán otras cosas en qué pensar, ya me entendéis… ¿qué planes tenéis entonces vosotras, queridas?

—Vamos a someter a examen a todos los caballeros de la buena sociedad —respondió Amelia.

—Un examen metódico y sistemático —precisó Amanda.

—Sin precipitarnos ni dejar que nos atosiguen.

—La próxima temporada tendremos diecinueve años, así que como aún nos quedan bastantes por delante, podemos permitirnos el lujo de ser exigentes.

—Y no hay motivo por el que no debamos serlo. Al fin y al cabo, de eso depende el resto de nuestra vida.

—En efecto. —Honoria inclinó la cabeza a modo de aprobación. Hubiera querido decirles muchas cosas, advertirlas, orientarlas, pero ¿cómo podía explicárselo cuando, pese a que hacía dos temporadas de su presentación en sociedad, aún eran tan inexpertas e inocentes?—. Otra cosa —añadió, consciente de que había captado toda su atención—. Si buscáis amor, no esperéis que sea sencillo, no esperéis que sea fácil. Si de algo no cabe duda es que no será ni lo uno ni lo otro. Si queréis amor, buscadlo sin reparos, en todos los rincones. Ya sabéis que siempre podréis contar con nosotros, con todos nosotros, si necesitáis ayuda, aunque llegado el momento el amor es una cuestión que atañe sólo al corazón de cada uno. Nadie puede preveniros ni prepararos, ni deciros cómo será. Cuando llegue, si es que llega, lo sabréis, y entonces tendréis que decidir hasta qué punto lo deseáis, hasta qué punto estáis dispuestas a ceder para permitir que viva.

La escucharon en silencio, y en silencio asimilaron sus sabias palabras. Honoria miró al otro lado de la explanada, adonde su apuesto marido, aquel que ahora ocupaba el centro de su vida, tenía en brazos a su hijo menor.

—¿Y vale la pena?

No estuvo segura de cuál de las dos, Amelia o Amanda, había formulado la pregunta. La respuesta, en todo caso, era la misma.

—Sí. Vale la pena, sin que haya punto de comparación con nada, pero sólo si uno tiene el valor para dar y para dejarlo vivir.

Al cabo de un momento, Honoria se puso en pie y, cargando con el dormido Sebastian, se fue hacia el lugar que le correspondía, al lado de su esposo.

Diablo la había estado observando. No en vano, una parte de su mente y prácticamente toda su alma se hallaban siempre con ella. ¿Quién lo hubiera creído? ¿Quién podía haberlo adivinado? Ni siquiera el placer de ridiculizar a su enemigo ficticio, con el que tanto le gustaba medirse, bastaba para interferir en aquella etérea conexión que había entre él y su mujer.

—¿Y de quién fue la idea de elegirme Cynster honorario? —refunfuñó Chillingworth.

—Gabriel lo propuso —respondió sonriente Diablo—, y como ha sido tan útil colaborador en lo que se refiere a la previsión de nuestro futuro, yo lo apoyé, al igual que Demonio, y los demás estuvieron encantados de dar su consentimiento. Así quedó resuelto todo. Ahora eres, por elección, un miembro del clan.

—Pero sólo con apellido de ceremonia —precisó, receloso, Chillingworth.

—Con eso será suficiente —bromeó Diablo.

—No, no. Os aseguro que el hecho de que me hayáis elegido para ingresar en el clan no me hará acreedor de sufrir vuestra particular maldición. —Tras un momento de reflexión, Chillingworth soltó un bufido—. De todos modos, ¿qué manera es esta de dar las gracias, aunque sea a un enemigo?

—En tu caso, es un regalo de muchísimo provecho. Considéralo el mapa secreto de un tesoro. Sigue las instrucciones y también tú podrás ser rico. Acéptalo. Nosotros asilo hicimos, y mira adónde nos ha conducido.

La réplica de Chillingworth provocó una expresión de hilaridad en el rostro de Diablo.

—De todas maneras —contestó—, no puedes escapar, así que ¿por qué no tomas el toro por los cuernos y haces de la necesidad virtud? Al fin y al cabo necesitas un heredero, porque si no, ese necio primo tuyo de Hampstead heredará el título. ¿Me equivoco?

—No, maldita sea, y no es preciso que me lo recuerdes. Mi madre hasta ha llegado a ponerte a ti como modelo de virtud. Estoy tentado de invitaros a ti y Honoria al castillo sólo para que vea por sí misma cuál es la situación.

—Invítanos —murmuró Diablo—. Llevaremos a la familia.

—Por eso precisamente no lo he hecho, no soy tan tonto. —Chillingworth señaló con la cabeza a Michael, que dormía sobre el brazo de Diablo—. Deposita eso en el regazo de mi madre y mi vida se convertirá en un infierno.

—Vas a necesitar uno algún día.

—Ya, pero no a cualquier precio. —Chillingworth reparó en Honoria, que con el heredero de Diablo dormido encima de su hombro se despidió de un grupo de invitados para seguir caminando hacia ellos. Le bastó con lanzar una ojeada a la cara de Diablo para sacudir la cabeza—. Un simple matrimonio me procurará el resultado necesario. No veo ninguna razón para caer en los extremos que vosotros los Cynster parecéis considerar inevitables.

—Te aseguro que voy a divertirme mucho bailando el día de tu boda —afirmó, con una carcajada, Diablo.

—La pregunta que cabe hacerse es —Chillingworth bajó la voz viendo que Honoria se encontraba ya cerca— si me divertiré yo. —Dedicó una sonrisa y una reverencia a Honoria—. Si me disculpa, debo regresar a Londres esta noche. Dejo a su marido a buen recaudo en sus manos.

Con aire de suficiencia, dispensó una inclinación de la cabeza a Diablo. Poco impresionado, este le correspondió con una impertinente sonrisa.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Honoria mientras se alejaba Chillingworth.

—Vanas esperanzas. —Observó un momento a su viejo amigo, antes de mirar a su esposa y señalarle el bebé que sostenía—. Ya me pesa un poco. Y Sebastian está dormido del todo. Quizá deberíamos llevarlos arriba.

Honoria estaba demasiado distraída mirando la carita de Sebastian para reparar en el malicioso destello que refulgió en los ojos verdes de su marido.

—Iré a buscar a las niñeras para que los suban.

—Deja que las muchachas disfruten lo que queda de tarde. Podemos llevarlos nosotros mismos. Hay muchas personas dentro que los oirán si lloran.

—Bueno… —La necesidad maternal de apretar a sus retoños contra sí entró en conflicto con los instintos de anfitriona de Honoria—. De acuerdo. Los llevaremos y después mandaré subir a las niñeras cuando bajemos.

Entraron en la casa y subieron las escaleras, con los niños dormidos como patente excusa, de modo que nadie encontró extraño que se ausentaran. Tampoco nadie advirtió que no volvieron a salir de inmediato.

De hecho, sólo las personas muy observadoras y suspicaces se percataron de que cuando el duque y la duquesa se reunieron de nuevo con sus invitados, la marfileña tez de ella presentaba un delicado toque de rubor y en sus ojos había la soñadora mirada de la mujer bien amada, en tanto un inconfundible orgullo masculino —una expresión muy propia de los Cynster— iluminaba los verdes ojos de su marido.

Los tiempos cambian; los Cynster, no.