AL día siguiente, avanzada ya la mañana, Lucifer caminaba por el bosque de detrás de Colyton Manor, procurando no pensar en lo ocurrido el día anterior. Le había dicho la verdad a Phyllida; tenían que regresar, batirse en retirada. Se había aventurado en terreno resbaladizo, de manera demasiado precipitada para ella, y también para él.
Había que agradecerle a Dios aquella tormenta providencial.
Había iniciado el día con un desayuno en una mesa demasiado vacía para su gusto. Nunca había vivido solo; no le agradaba la vida solitaria. En la biblioteca había revisado el escritorio de Horacio y había pasado un par de horas leyendo la correspondencia acumulada.
Después lo asaltó la necesidad de salir. La caminata por el bosque para inspeccionar sobre el terreno sus propiedades hasta el límite del Axe le había parecido una sensata manera de derrochar actividad física. Sentía como si la energía de la tormenta de la tarde anterior se hubiera quedado atrapada en su interior. Los nubarrones habían traído la lluvia, y ellos llegaron a Colyton justo antes de que descargara el aguacero. Pese a que ya se había despejado y lucía el sol, el bosque aún estaba húmedo y en el aire se percibía el fresco aroma a vegetación mojada. Se había encaminado hacia el este desde la parte posterior de las caballerizas, dejando el lago a la izquierda. Llevaba andando casi un kilómetro cuando los árboles se hicieron menos densos. Un poco más lejos, salió a un amplio campo de suave pendiente, más allá del cual se extendía un verde prado. Este quedaba delimitado en el otro lado por la reluciente cinta gris azulada de las aguas del Axe.
Mientras descendía por el campo, captó un movimiento a su izquierda. Se paró en seco y miró.
Phyllida iba caminando, más bien corriendo, por su campo. La falda se agitaba a su alrededor. Con el oscuro pelo resplandeciente y sujetando el sombrero con las dos manos, mantenía la vista fija al frente. En realidad estaba maltratando el sombrero, retorciendo con crispación su borde.
Lucifer avanzó a su encuentro.
Ella no lo vio hasta que lo tuvo casi al lado. Entonces retrocedió, sobresaltada, al tiempo que se llevaba una mano al pecho. Emitió un chillido, que habría sido un grito si no lo hubiera reconocido en el último instante. Respirando hondo, se quedó mirándolo con los oscuros ojos como platos.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, conteniendo el impulso de estrecharla entre sus brazos—. ¿Qué ha pasado?
Phyllida inspiró hondo otra vez y miró el sombrero; estaba temblando.
—¡Mire! —introdujo un dedo por el agujero que había en la copa—. ¡Un poco más y la bala me da en la cabeza! —Su tono daba a entender que no temblaba de miedo, sino de ira. Se volvió hacia el lado por donde venía—. ¡Cómo se atreven! —Si no hubiera aferrado el sombrero con ambas manos, seguramente habría agitado el puño—. ¡Estúpidos cazadores! —Le temblaba la voz. Terminó de hablar con un hipido.
Lucifer cogió el sombrero, la atrajo y la hizo girar para mirarla a la cara. Ella tenía el semblante inexpresivo, no calmado y sereno, sino carente de toda expresión, como si no pudiendo conservar su habitual máscara se esforzase por no dejar aflorar sus sentimientos. Los ojos, grandes y oscuros, eran un turbulento torbellino de emociones. El miedo se encontraba allí, muy real, e intentaba contrarrestarlo con la rabia.
La atrajo más, hasta una proximidad que le permitiera sentir el calor que irradiaba su presencia física. Estaba tan tensa, con un resto de control tan frágil que prefirió no arriesgarse a rodearla siquiera con un brazo, ya que ella no se lo agradecería precisamente si perdía los nervios.
—¿Dónde ha sido?
Phyllida respiró con dificultad y después señaló con el sombrero.
—Por allí. Más allá de esos dos campos. —Y añadió—: Volvía de visitar a la anciana señora Dewbridge. Voy a verla todos los viernes.
—¿Todos los viernes por la mañana?
Phyllida asintió.
Notando que crispaba la mano sobre la de ella, trató de relajarla, y después posó el brazo de la joven sobre el suyo.
—Quiero que me enseñe dónde ha sido.
La volvió hacia el sendero, una vieja cañada. Ella se resistió.
—No vale la pena. Ya no estará allí.
—Lo sé —replicó él con voz calmada, sin dejar entrever su alarma, consciente de que eso era lo que ella necesitaba—. Sólo quiero que me enseñe dónde estaba. No iremos más lejos.
—De acuerdo —aceptó tras un titubeo.
La condujo hacia la cerca y la ayudó a franquearla. En la tranca había quedado prendido un jirón de tela azul desgarrado del vestido a causa de la precipitación. Pese a su furia, Phyllida había estado muy asustada. Todavía lo estaba.
—Ha sido allí —indicó con el sombrero destrozado, al llegar al linde del otro campo—. Justo en medio del campo.
Lucifer le sostuvo la mano y observó, calculando distancias.
—¿Me presta un momento el sombrero?
Alzándolo, advirtió que tenía dos agujeros. Sin decir palabra, se lo devolvió con semblante pétreo. Phyllida había bajado la cabeza en el momento crítico; la bala había entrado por la parte posterior del sombrero justo debajo de la costura de la copa y salido por la parte de arriba, en el otro lado de la costura.
—Déjeme ver la cabeza.
—No me ha tocado —dijo ella, pero le permitió mirar.
Cual seda de color caoba, el cabello no presentaba asomo de herida. Calculando la posición del sombrero en la cabeza, él le tocó el pelo; en la yema de los dedos le quedaron adheridos unos finos granillos. Los olió: pólvora. La bala había pasado muy cerca.
Volvió a posar la vista en el campo. En lugar de atravesarlo por el centro, el sendero se desviaba hacia el río.
—¿Ha oído algo? ¿Ha visto algún atisbo de alguien?
—No, pero… —Levantó la cabeza—. He echado a correr. Ya sé que parece tonto, pero es lo que he hecho.
Eso era probablemente lo que le había salvado la vida. Guardándose de decirlo, Lucifer respiró hondo y retuvo el aire hasta que logró serenarse. Si ella iba caminando por allí, el único escondite posible era un bosquecillo que se hallaba en el otro extremo del campo.
—La acompañaré a su casa.
La mirada que ella le lanzó sugería que se sentía obligada a rehusar. No obstante, tras un momento de duda, asintió con la cabeza.
Sir Jasper estaba ausente cuando llegaron a Grange. Lucifer tuvo que dejar a Phyllida en manos de Gladys, aunque antes se aseguró, pese a las protestas de la joven, de que la mujer comprendiera que su señora había sufrido una considerable conmoción.
Al marcharse Lucifer, Phyllida le lanzó una mirada iracunda, pero a él le dio igual. Lo importante era que estaba a salvo.
Volvió a Colyton Manor por el bosque y descubrió con alegría que Dodswell había llegado con el resto de los caballos. Como había ido relevándolos con sensatez, disponían de una reserva suficiente de corceles frescos.
En compañía de Dodswell, regresó a caballo al bosquecillo. Tras desmontar en el linde del campo, mientras se acercaban llevando las monturas del ronzal, aprovechó para explicarle a este lo que buscaban. Lo hallaron cerca de un extremo del bosquecillo, el que quedaba protegido de las miradas procedentes del sendero.
—Un caballo solo. —Dodswell examinó las huellas impresas en la tierra reblandecida por la lluvia—. Herraduras delanteras de buena calidad.
—No veo ninguna marca de los cascos posteriores —indicó Lucifer después de escrutar el suelo más atrás.
—No. Esa turba es demasiado tupida. Lástima.
—¿Qué deduces de estas? —inquirió con ceño Lucifer, señalando las huellas visibles.
—Un caballo bastante bien cuidado, herraduras nuevas, sin mellas ni fisuras, cascos en buenas condiciones.
—¿El caballo de un señor?
—Al menos de la caballeriza de un señor. —Dodswell escrutó la cara de Lucifer—. ¿Por qué te interesa?
Lucifer le habló del caballo que había permanecido un rato en la parte posterior del bosquecillo de Colyton Manor y le explicó quién tenía el sombrero agujereado, aunque sin precisar por qué.
—No fue un cazador. ¿A qué iba a dispararle aquí? Todavía no es la temporada de la codorniz, y el bosque está demasiado lejos para la paloma. Por lo demás, los conejos no salen en este tiempo. —Dodswell escudriñó la zona con expresión sombría—. Aquí no hay nada a qué disparar.
Sólo una mujer aficionada a las caminatas solitarias y aficionada a realizar buenas acciones siguiendo un horario regular. Observando las huellas, Lucifer trató de mitigar la tensión que le agarrotaba los hombros.
—Volvamos. Ya hemos averiguado lo que podíamos aquí.
Bristleford lo esperaba cuando entró en la casa.
—El señor Coombe ha venido a verlo, señor. Lo he hecho pasar a la biblioteca.
—Gracias, Bristleford.
Lucifer se encaminó a la biblioteca y abrió la puerta. Silas Coombe se apartó con un sobresalto de una estantería, con la mano en alto. Lucifer habría apostado la colección completa de Horacio a que había estado pasando los dedos por los relieves dorados de los lomos de los libros. Con rostro impasible, saludó con una inclinación de la cabeza y se dirigió al escritorio.
—El pan de oro no se conserva muy bien —dijo—. Aunque, claro, usted ya debe de saberlo, ¿no?
Miró con una ceja enarcada a Coombe, que se irguió alisándose el chaleco de rayas horizontales blancas y negras que le hacía parecer más corpulento de lo que era.
—Por supuesto. ¡Desde luego! Sólo estaba admirando el repujado. —Se aproximó al escritorio.
Indicándole una silla, Lucifer tomó asiento en la de la mesa.
—Y dígame, ¿a qué debo el placer?
Coombe se sentó, levantándose con remilgo los faldones.
—Como es lógico, siento vivamente la pérdida de Horacio. Me atrevería a decir que soy uno de los pocos de la zona que realmente apreciaba su grandeza.
Abarcó con un gesto la estancia que los rodeaba, con lo que Lucifer infirió sin sombra de duda que para Coombe, la grandeza de Horacio había residido en sus posesiones. El hombre dejó vagar la mirada por los estantes.
—A usted debe de resultarle algo desconcertante que alguien invierta su vida en reunir todos estos mohosos volúmenes —comentó el visitante—. La verdad que los hay en fantástico número.
Lucifer se mantuvo impertérrito. Había comentado sólo a sir Jasper y Phyllida su interés por el coleccionismo, y a la vista estaba que ninguno de los dos había hablado con nadie de ello.
—Pues aunque pueda parecerle extraño, yo también me intereso por los libros, como tal vez le haya contado alguien del pueblo. En realidad, me consideran un tanto excéntrico a causa de ello.
—Ah ¿sí?
—Pues sí. Y volviendo a la cuestión que me ha traído aquí, supongo que usted querrá deshacerse de todo esto. Seguro que pronto comenzará a despejar las estanterías. Estos libros ocupan mucho espacio, todo el piso de abajo, ¿y quizás incluso arriba?
Lucifer fingió no percibir el interrogante.
—Sí, bueno. —Coombe se arrellanó en el sillón, al tiempo que se acomodaba la chaqueta—. En ese punto es donde creo que podré ayudarlo.
Se apoyó en el respaldo y, como no añadía nada, Lucifer se vio obligado a preguntar:
—¿De qué manera?
Coombe adelantó el torso como una marioneta bien entrenada.
—¡Oh, desde luego no podría quedármelos todos, vaya que no! ¡Pobre de mí! Pero me gustaría agregar unos cuantos libros de Horacio a mi colección. En su memoria, por así decirlo —aclaró, sonriendo—. Estoy convencido de que Horacio así lo habría querido.
Coombe volvió a apoyarse en el sillón.
—Me pasaré a echar una mirada a los libros cuando los empaquete… No querría causarle molestia alguna.
—No se preocupe, que no me la causará. —Lucifer intentó imaginarse a Coombe con un cuchillo en la mano y no logró una imagen creíble. Si había algún hombre en el pueblo capaz de desmayarse al ver sangre, habría jurado que sería Coombe. Aun así, era uno de los que no habían ido a misa el domingo—. No había pensado vender los libros, pero si lo hiciera, seguramente llamaría a un agente de Londres.
Coombe frunció el entrecejo.
—Confío en que, llegado el momento, me concederá derecho de preferencia.
—Tendré que ver cómo evolucionan las cosas. Es posible que ciertos agentes no acepten el lote si creen que alguien ha seleccionado los frutos más jugosos.
—¡Por favor! —Coombe se ahuecó como una agitada gallina—. Yo creo que Horacio habría querido que yo me quedara con algunas de sus perlas.
—¿De veras? —replicó Lucifer mirándolo a los ojos con una frialdad que le bajó las ínfulas—. Por desgracia para usted, Horacio ya no está aquí. El que está soy yo. —Se levantó y tiró de la campanilla—. Si esto es todo, tengo asuntos que reclaman mi atención.
La puerta se abrió y Lucifer alzó la vista.
—Bristleford, el señor Coombe se marcha.
Coombe se puso en pie con el rostro enrojecido. No obstante, recobró la compostura para efectuar una reverencia desde la cintura.
—Que pase un buen día, señor.
Lucifer inclinó la cabeza.
Cuando Coombe se hallaba próximo a la puerta, dirigió una muda señal a Bristleford, que se apresuró a acompañar a Coombe y cerrar después la puerta.
Lucifer clasificaba correspondencia en el momento en que este regresó.
—¿Quería algo, señor?
—Vaya a llamar a Covey.
—Ahora mismo, señor.
Covey entró en la estancia minutos después.
—Tengo una tarea para usted, Covey.
—Usted dirá. —Se detuvo ante el escritorio, con las manos cruzadas a la espalda.
—Quiero que realice un inventario completo de todos los libros de Horacio.
—¿De todos? —Covey miró las altas estanterías.
—Comience por el salón, luego siga por aquí, y después por las otras habitaciones. Quiero el título, el autor y la fecha de publicación de cada volumen, y también que compruebe si hay inscripciones o notas en las páginas. Si encuentra alguna anotación, deje esos libros aparte y enséñemelos al final de cada día.
—Muy bien, señor —asintió Covey irguiendo los hombros, con manifiesto placer por volver a recibir órdenes—. ¿Utilizo un libro mayor para la lista?
Lucifer asintió y Covey recogió uno junto con un lápiz de un arcón, antes de trasladarse al salón. Lucifer volvió a arrellanarse en su silla, cuyo tapizado de cuero crujió. Los libros que había encontrado fuera de su sitio en el salón… ahora que lo pensaba, estaban bastante prietos en el estante. No podrían haberse deslizado hacia fuera de modo accidental.
Ahora Silas Coombe solicitaba ser el primero en seleccionar los libros de Horacio. ¿Podría ser él el asesino?
Lucifer miró el montón de cartas apiladas. Tenía asimismo otros interrogantes, por el momento pendientes también de respuesta. ¿Qué era lo que Horacio había querido que valorase? ¿Y dónde demonios estaba?
Ya por la noche, se encontraba junto a la ventana de su dormitorio, mirando el claro de luna derramado sobre el pueblo. Había pasado la mitad de la tarde inspeccionando la casa con la esperanza de localizar algo, alguna pieza que le llamara la atención por su carácter insólito, susceptible de ser la misteriosa pieza de Horacio. Si bien se había formado una idea del alcance de su herencia, no había avanzado nada en la resolución del misterio.
La casa era un arca de tesoros, de subestimada magnificencia. Cada objeto tenía una historia, un valor superior a su utilidad funcional. No obstante, tal como era frecuente con muchos grandes coleccionistas, las mejores piezas de Horacio se destinaban al uso para el que habían sido creadas, en lugar de permanecer retiradas. ¿Dónde estaría, pues, el misterioso objeto? ¿A la vista? ¿O escondido en alguna clase de recipiente? Reconociendo que esto último era una posibilidad, Lucifer decidió buscar por ese lado.
La identificación de la misteriosa pieza, la razón tal vez de la muerte de Horacio, era sólo uno de sus problemas. El más acuciante, el más grave, era saber por qué un hombre, a lomos de un caballo que podría ser el mismo que el que había aguardado en el bosquecillo mientras asesinaban a Horacio, había intentado matar a Phyllida.
Flexionó los hombros, tratando de relajar la tensión acumulada desde la última hora de la tarde, cuando había vuelto a Grange para hablar con sir Jasper. Y con Phyllida, por supuesto, pero ella no se encontraba allí. Ni en la biblioteca, ni en el salón, ni postrada en la cama como consecuencia de la conmoción. La muy condenada había mandado que le preparasen el carruaje para ir a visitar alguna alma necesitada. Por lo menos no se había ido a pie.
Ella había sido, cómo no, la primera en contarle lo sucedido a sir Jasper, y se había encargado de resaltar que había sido algún cazador despistado, minimizando el incidente. Por más que Lucifer había tratado de corregir tales impresiones, se había topado con considerables obstáculos. El primero, que como sir Jasper no sabía nada de la presencia de Phyllida en el salón de Horacio, no tenía motivos para suponer que el asesino de Horacio pudiera tener algún interés en ella. Sin revelarle todo a sir Jasper, sin delatar a Phyllida, no tenía sentido establecer la relación entre los caballos, y sin eso, su capacidad para revestir la situación de la gravedad deseable quedaba seriamente mermada.
El segundo obstáculo era que sir Jasper estaba acostumbrado a dar crédito a todo cuanto le contaba su hija, al menos en lo que a ella se refería. Con todo aquello en su contra, Lucifer no había podido desbaratar la complacencia del magistrado y hacer que adoptara una actitud más protectora. Lo único que había logrado era transmitir su propia inquietud con respecto al disparo y la seguridad de Phyllida en general.
Sir Jasper había sonreído con sagacidad excesiva al tiempo que le aseguraba que su hija era muy capaz de cuidar de sí misma. «No frente a un asesino», había estado casi a punto de replicar Lucifer.
Había regresado por el bosque embargado por un sentimiento muy próximo a la cólera, hasta que al llegar a la mansión, este se había transformado en un insidioso desasosiego. Con la mirada puesta en el paisaje bañado por la luna, su humor había adquirido lúgubres tintes. Al día siguiente iría a verla y…
Alguien cruzó la calle principal y enfiló la cuesta.
Lucifer se quedó mirando con fijeza. Sabía lo que veía, pero su cerebro se negaba a registrarlo. «¡Maldita sea! ¿Qué diantres se cree que está haciendo?». Se apresuró a ir en busca de la respuesta.
Ella se encontraba en el pórtico lateral, con el libro de cuentas en la mano, cuando él llegó a la iglesia.
Phyllida lo vio salir de las sombras, grande, oscuro y amenazador, como un brujo disgustado con su aprendiz. Irguiendo la barbilla, le dirigió una mirada de advertencia: el señor Filing se hallaba a su lado.
—¡Señor Cynster! —Filing cerró su libro, sorprendido.
—No pasa nada —lo tranquilizó Phyllida—. El señor Cynster está al corriente de la existencia de la empresa y su funcionamiento.
—Oh, bien. —Filing sonrió a Lucifer—. Es una empresa más bien pequeña.
—Eso tengo entendido. —Sin corresponder a la sonrisa del párroco, Lucifer rodeó a Phyllida y se detuvo al otro lado de esta, con las manos en jarras, realizando una excelente imitación de una desaprobadora divinidad—. ¿Qué está haciendo?
Había inclinado la cabeza de tal forma que sus palabras llegaron al oído de ella tan sólo en forma de un enojado retumbo.
—Cotejando las mercancías con el recibo de embarque, ¿ve? —Se lo mostró mientras Hugey subía cargado con una caja—. Póngala a la izquierda del sarcófago de los Mellow.
Saludando con muda circunspección a la amenazante figura plantada junto a la muchacha, el aludido se dirigió hacia la iglesia.
Oscar, que llegó tras él, miró a Lucifer de modo más directo, lo que la obligó a presentarlos. Sosteniendo con ambos brazos un tonel, Oscar inclinó la cabeza.
—Es el hermano de Thompson, ¿verdad? —dijo Lucifer.
—Ajá, eso es. —Oscar sonrió, contento de que lo reconociera—. Por ahí he oído que piensa quedarse a vivir en Colyton.
—Sí. No tengo intención de irme.
Pendiente de sus papeles, Phyllida fingió no escuchar. Oscar siguió adelante, sustituido por Marsh. Al oír la tos de este, tuvo que presentarle también a Lucifer. Antes de que hubieran acabado de almacenar el cargamento de esa noche, todos los hombres le habían sido presentados; todos lo habían saludado con una afabilidad excesiva para su gusto.
Ella le lanzó una ojeada mientras se encaminaba a la cripta, y tuvo que reconocer a su pesar que era una figura imponente, sobre todo entre las sombras de la noche. Como su homónimo, oscuro y amenazador, él la siguió escaleras abajo.
Con exagerada concentración, ella se enfrascó de manera deliberada en las cuentas. Él se quedó por allí un momento y después fue a ver a Filing, que movía unas cajas de sitio. Oyó cómo le ofrecía una ayuda que el párroco se apresuró a aceptar. Con el ruido del roce de las cajas en la piedra, Phyllida se centró en los números.
Por fin cerró el libro y se estiró. Sólo entonces cayó en la cuenta de que Lucifer y Filing habían terminado de trasladar las cajas hacía rato. Al volverse, los vio acodados en un monumento, absortos en una sería conversación. Filing le daba la espalda y Lucifer hablaba demasiado bajo para poder oírlo. Tras poner en orden su «escritorio», fue a reunirse con ellos. Lucifer la miró acercarse.
—De modo que, aparte de sir Jasper y Jonas, Basil Smollet y Pommeroy Fortemain, la mayoría de los hombres no estaba en la iglesia.
—Así es —confirmó Filing—. Sir Cedric asiste de forma irregular, igual que Henry Grisby. Con las damas sí se puede contar, pero me temo que los varones de la parroquia son más recalcitrantes.
—Un inconveniente, en este caso.
—Sí. —Phyllida miró a Filing—. Lo he anotado todo. Como ya hemos terminado, me despido por hoy.
—Buenas noches, señorita Phyllida.
Filing se inclinó y, sonriéndole, ella dio media vuelta.
—La acompañaré a su casa —anunció Lucifer.
—Como quiera —aceptó ella, sin la menor sorpresa, antes de comenzar a subir la escalera.
Lo precedió por la iglesia y el inicio de la pendiente. Después él apuró el paso hasta situarse a su altura, casi rozándole el hombro, Phyllida sintió un hormigueo en la piel y recordó lo ocurrido en el acantilado.
La alocada carrera hasta Colyton no le había dejado tiempo ni aliento para la vergüenza o la incomodidad, pero una vez que se halló en su dormitorio, la invadió la conciencia de lo ocurrido. Estaba segura de que no podría volver a mirarlo a la cara —a los labios— sin ruborizarse tanto que todo el mundo adivinara el porqué. Casi se había hecho el propósito de evitarlo, o en todo caso de evitar sus brazos.
Después alguien le había disparado y él había aparecido, y lo único que había deseado ella era arrojarse a sus brazos en busca de seguridad. El impulso había sido tan fuerte que se había puesto a temblar y sólo había logrado dominarse con un supremo esfuerzo.
Era un puro desatino sentir aquello, sentir que el único lugar en que realmente se encontraría a salvo era en sus brazos. Y además era peligroso, sabiendo como sabía que su interés por ella era pasajero. Una vez que ella le hubiera revelado lo que sabía, no tendría ya motivos para seducirla.
Había pasado la tarde reflexionando, diciéndose que hasta entonces había sobrevivido perfectamente en el pueblo y que seguiría siendo así. Tan sólo tenía que obrar con un poco más de prudencia y todo saldría bien. Encontraría las cartas de Mary Anne, le contaría todo a Lucifer y a continuación desenmascararían al asesino. Luego la vida continuaría igual que antes. Con la salvedad de que Lucifer iba a vivir en el pueblo. No se marcharía, y ella no podría esquivarlo.
Sólo había una solución: comportarse con la confianza habitual y hacer como si nada extraordinario hubiera ocurrido en el acantilado. Fingir que él no la afectaba para nada. Pero no era tarea fácil cuando él la miraba con esa cara de enojo.
—No puede ser tan ingenua como para creer que le disparó algún cazador despistado.
—Es una posibilidad.
—Dejó de ser menos que eso cuando encontramos las huellas del caballo, iguales que las de detrás del bosquecillo trasero de la mansión.
Ella dio un paso indeciso y se detuvo.
—Alguien fue a caballo allí… De todos modos podría haber sido un cazador.
—No había nada que cazar en ese campo —objetó él.
Excepto ella. Un escalofrío le recorrió la espalda. Phyllida mantuvo la compostura y siguió andando. Pensaba deprisa, revisando los hechos a la luz de aquel nuevo dato.
Casi había llegado a convencerse a sí misma de que había sido, en efecto, un cazador imprudente. A pesar de su miedo instintivo, no hallaba una razón para pensar lo contrario. Ahora tenía que plantearse si el asesino intentaba matarla a ella.
Pero ¿por qué? Ella había visto el sombrero, sí, pero sólo era un sombrero marrón. Aunque lo reconocería si volviera a verlo, no recordaba haberlo visto antes. Por más que había permanecido atenta, no había reparado en ninguno igual. De hecho, hasta que habían confirmado que no era así, había dado por sentado que era un forastero el que había llegado a caballo y apuñalado a Horacio. Aquello parecía ya harto improbable. Si Lucifer estaba en lo cierto y el mismo caballo que había permanecido atado en el bosquecillo el domingo había estado junto al campo esa mañana, no tenía más remedio que darle la razón.
El asesino era alguien de la zona y había intentado matarla.
Tal vez temía que ella pudiese identificarlo, aunque seguramente no por el sombrero. A esas alturas ya debía de haberlo quemado, y puesto que ella no había dicho nada, debía resultar obvio que no lo había reconocido. ¿Acaso había visto algún otro detalle revelador y lo había olvidado?
Continuó caminando con el entrecejo fruncido.
Oyó un sonido de disgusto y, al ver que Lucifer la miraba, se apresuró a relajar la expresión.
—Debería hablarle a su padre de su conexión con el asesino.
—No lo habrá hecho, ¿no? —preguntó, encarándose a él.
—No, pero debería. Lo haré, si esa es la única manera de garantizar que esté segura.
—Seré prudente —prometió ella.
—¿Prudente? ¡No hay más que verla! ¡Yendo por ahí en plena noche, y sola!
—Pero si nadie sabe que estoy aquí.
—Excepto todos los implicados.
—Ninguno de ellos es el asesino, y usted lo sabe —repuso con un quedo bufido.
Siguió un silencio cargado de tensión.
—¿Va a decirme que nadie repara jamás en la luz que se enciende de noche en la iglesia cada ciertas noches? —dijo él.
—Por supuesto que la ven. Piensan que son contrabandistas.
—Es decir, que todo el mundo sabe que usted está ahí.
—¡No! Nadie lo imagina ni por asomo. Yo soy una mujer, no lo olvide.
Eso lo mantuvo callado, aunque no demasiado.
—Eso es algo que tengo muy presente, créame.
Phyllida tropezó. Él la agarró del brazo y al sostenerla la atrajo hacia sí. Al recobrar el equilibro, la joven quedó encarada a la mansión.
—¡Dios mío! —exclamó Phyllida, y aguzó la vista—. Acaba de encenderse y apagarse una luz en el salón de su casa.
Se quedaron paralizados, con la vista fija en Colyton Manor. Todo estaba oscuro, hasta que de nuevo brilló un punto de luz. En un abrir y cerrar de ojos, por las ventanas del salón se difundió un tenue resplandor. Alguien había encendido una lámpara y la había graduado al mínimo.
—¡Tiene que ser el asesino! —exclamó Phyllida—. ¡Mire, se ha encendido de nuevo!
—¡Quédese aquí!
Lucifer se precipitó pendiente abajo.
—¡Ni hablar! —La joven echó a correr también, pisándole los talones, con la esperanza de que si había algún obstáculo, fueran los pies de Lucifer los que toparan primero con él.
Tras rodear el estanque de los patos, siguieron por el camino, con cuidado de no pisar ninguna losa suelta. Al llegar a las cercas de las primeras casitas, se ampararon en las sombras y continuaron agachados, bordeando el muro del jardín. Lucifer llegó a la verja antes; se irguió y la empujó… Sonó un crujido de goznes que se les antojó capaz de despertar a un muerto.
Lucifer se lanzó hacia el sendero, provocando un chirrido de grava. Phyllida lo siguió de cerca.
La luz del salón se apagó de improviso.
Se detuvieron ante la puerta principal y Lucifer sacó un manojo de llaves que aún no conocía muy bien. Dentro se oyeron pasos atropellados. Lucifer se detuvo y aguzó el oído… Con una maldición, volvió a guardar las llaves en el bolsillo.
—¡Quédese aquí, maldita sea! —ordenó antes de partir a la carrera pegado a la pared de la casa.
Phyllida lo siguió.
Lucifer dobló la esquina y se paró, con lo que ella chocó contra él. Mientras recuperaba el equilibrio apoyada en su espalda, aferrada a su chaqueta, lanzó una mirada por encima de su hombro. Atisbo a alguien que huía.
—¡Allí! —señaló.
La luna hizo aparición mientras la figura atravesaba veloz una franja despejada. Se dirigía al bosquecillo.
—¡No se mueva de aquí! —ordenó Lucifer antes de abalanzarse tras el desconocido.
Phyllida vaciló un momento. Había sólo otras dos aberturas de salida del bosquecillo, una que daba al lago y otra… Miró la entrada del estrecho sendero contiguo al camino exterior y, respirando hondo, corrió hacia allí.
Al percatarse de que ella no lo seguía, Lucifer miró atrás. Al principio no la vio, pero al punto divisó una sombra que avanzaba por el césped, cerca de la verja principal. Le dio un vuelco el corazón.
—¡No! —gritó—. ¡Vuelva!
Phyllida se precipitó en la oscura boca del sendero.
Profiriendo maldiciones, él torció el rumbo y echó a correr tras ella.
Entró en el sinuoso sendero, un túnel de paredes de impenetrable negrura y por techo el cielo nocturno opacado por el ramaje. Sin apenas ver el suelo ni reparar en los arañazos que le infligían las ramas en la ropa, siguió avanzando a toda velocidad.
Phyllida iba rápida, más de lo que había previsto, sin el estorbo de las faldas. Todavía le llevaba la delantera, pero le pareció oír el sonido de sus pasos por encima de los suyos y del violento latido de su corazón.
No obstante, el problema no era si iba deprisa ella, sino el asesino. Y si iba armado o no. ¿Llegarían al extremo del bosquecillo a un tiempo? ¿Alcanzaría a Phyllida antes de que se diera de bruces contra aquel desalmado?
Entonces, al doblar un recodo, la vio y, sacando fuerzas de flaqueza, se abalanzó hacia ella. Llegó a su altura en el punto donde acababan los setos del bosquecillo, de modo que desembocaron hombro con hombro en el claro.
En ese momento oyeron el burlón repiqueteo de unos cascos que se alejaban al galope.
Se detuvieron sin resuello. Tratando de normalizar la respiración, con los brazos en jarras, Lucifer observó a Phyllida, que medio doblada sobre sí, con las manos en las rodillas, jadeaba audiblemente.
—¿Lo ha reconocido? —preguntó al cabo de un momento.
—No —repuso ella, enderezándose—. Apenas si lo he visto.
Habían llegado demasiado tarde para entrever siquiera el caballo. Lucifer maldijo entre dientes. Ceñudo, señaló con un brusco gesto el sendero. Ya le expresaría su opinión por su comportamiento después, cuando hubiera recuperado el aliento.
Desanduvieron el camino hasta salir al prado de césped. Entonces Phyllida miró al frente y, con una exclamación, dio un paso atrás. Lucifer se paró también. Dodswell y Hemmings recorrían el jardín.
—Quédese aquí. —Comenzó a caminar de nuevo, pero se detuvo para añadir—: Más le vale no saber qué le haré si cuando vuelva no la encuentro aquí.
Le pareció oír un altanero bufido, pero no se volvió. A paso ligero, cruzó el césped y saludó con la mano a Dodswell, que ya lo había visto.
—Había un intruso… Lo he perseguido pero se ha escapado. —Aguardó a tener a Hemmings al lado—. Voy a inspeccionar aquí fuera. Usted mire dentro para averiguar cómo entró y salió. Después cierre. Yo tengo mis llaves. Mañana hablaremos.
Hemmings y Dodswell, en camisón, regresaron a la casa.
Lucifer esperó a que hubieran entrado para encaminarse al sendero.