Capítulo 8

—¿QUÉ quería decirme? —Lucifer miró a Phyllida, sentada junto a él en el pescante de su carruaje—. Cuando hablamos anoche en la terraza.

Iban de camino a Chard, conducidos por unos briosos caballos y provistos de una cesta con el almuerzo. Lucifer se había presentado en Grange a media mañana y la había convencido de que lo acompañase en su excursión investigadora.

Le había dado un margen de varios kilómetros para que sacara el tema, pero no lo había hecho.

La brisa le agitó las cintas del sombrero cuando se volvió hacia él, facilitándole una breve visión de su cara.

—¿En la terraza? —Su tono indicaba que no recordaba el momento.

—Me dijo que tenía que contarme algo. —Con su tono afirmó su voluntad de no cejar.

Al cabo de un momento ella irguió la barbilla.

—Ah, ya sé. Quería decirle que yo ansió tanto como usted desenmascarar al asesino de Horacio, y que puede contar conmigo en todo lo que esté en mi mano.

Él entornó los ojos, enfocados en la franja de pálida mejilla que le permitía atisbar el ala del sombrero. Al final ella rehuyó la vista. Era imposible leer algo en su plácido semblante. Circulando con aquellos fogosos caballos y las manos ocupadas con las riendas, tenía escasas posibilidades de obligarla a mirarlo de frente.

—Me consta que quiere descubrir al asesino de Horacio —replicó él—, y desde luego reclamaré su ayuda. Eso es lo que hago en este preciso momento.

—¿Llevándome para que lo ayude a interrogar a los encargados de las caballerizas?

—Y a cualquier otra persona que se le ocurra.

—Ya veo. —Parecía apaciguada, aunque él no alcanzaba a deducir por qué.

¿Quién habría inventado aquellos sombreros? Cualquier hombre de pasable estatura tenía serias dificultades para verle la cara a una dama cuando estaba sentada o de pie a su lado tocada con uno de ellos.

Volvió a mirarla. Ella contemplaba los campos y los cercados, disfrutando de la excursión. Dudaba mucho de que Cedric o Basil, y mucho menos Grisby, hubieran tenido el detalle de llevarla de paseo, de cortejarla en toda regla. Qué necios eran.

Volvió a la noche anterior. La dichosa Yocasta Smollet los había interrumpido en el momento más inoportuno. Estaba claro que profesaba una profunda antipatía a Phyllida, si bien nadie, ni el propio Basil, conocían la razón. Lo cierto era que Yocasta había logrado lo que pretendía. Se había pegado a él durante el resto de la velada, de tal forma que había perdido de vista a Phyllida cuando el gentío había invadido la terraza.

La había visto un instante en el salón cuando todos se disponían a marcharse y ella no le había dado indicación alguna de que tuviera una información urgente que transmitirle.

Pero aquel momento en la terraza no había sido fruto de su imaginación. Ella había estado a punto de revelarle la verdad. Pero había ocurrido algo que la había hecho cambiar de parecer, aunque no por ello le había retirado su confianza. Trató de figurarse qué poder era capaz de impedir que una mujer como ella hiciera algo que quería hacer. Quería decírselo pero… ¿qué la refrenaba?

Por más que le daba vueltas a la cuestión, no lograba resolver el enigma.

Chard apareció a la vista. Habían ido directamente a aquella población, pasando de largo por Axminster, que era más pequeña, phyllida se irguió cuando llegaron a las primeras casas.

—Hay tres caballerizas aquí. ¿Y si comenzamos por la que queda más lejos por el norte?

Así lo hicieron. Ningún caballero había alquilado un caballo ni el sábado ni el domingo en cuestión. Ningún forastero se había alojado en la posada. Regresaron al centro de la ciudad. Los otros dos establos quedaban en calles secundarias. Tras recibir respuestas negativas en el Dragón Azul, dejaron el carruaje allí, para que descansaran los caballos, y se dirigieron a pie al Cisne Negro.

—¡Quiá! —El posadero sacudió la cabeza—. Tenemos dos rocines, pero casi no nos los piden. Al acabar el verano puede, pero ahora mismo no le alquilamos un caballo a ningún señor desde hace meses.

A la segunda pregunta, reaccionó con estupor.

—Uy, no he visto ni un caballero (bueno, descontando a los de aquí) en varias semanas.

—Por aquí vienen pocos forasteros —murmuró Phyllida al salir.

—De lo que se deduce que un forastero no habría pasado inadvertido. —Tomándola del brazo, se dispuso a volver al Dragón Azul—. Creo que podemos concluir que ningún forastero utilizó Chard como base.

Phyllida se detuvo cuando llegaron al Dragón Azul.

—No nos han llevado mucho tiempo las indagaciones aquí —dijo—. De regreso preguntaremos en Axminster y después en Axmouth, y si tampoco allí han visto a ningún caballero desconocido por la zona… Bueno, nos quedarán pocas opciones.

—Honiton, tal vez.

—Tal vez —asintió ella—. ¿Aunque por qué llegaría alguien de esa parte?

—Comprendo la tendencia a suponer que todo malhechor infame provenga de Londres. Pero no necesariamente tiene que ser así.

—¿Cabe la posibilidad de que el asesino viniera de Honiton o Exeter… o de algún sitio del oeste?

Lucifer no respondió enseguida.

—¿Y bien? —lo animó ella.

—Trato de recordar si hay algún coleccionista o alguien relacionado con el coleccionismo que viva por esa zona.

—¿Y?

—Debo reconocer que si el asesino llegó a caballo de fuera del pueblo el domingo, seguramente lo hizo desde el este. De todas formas, tendremos que preguntar en Honiton, pero podemos hacerlo otro día. —Calló un momento, al ver al atildado hombrecillo que se acercaba a ellos a toda prisa agitando un papel—. ¿Quién es?

—El señor Curtís, el comerciante que tiene tratos con la Compañía Importadora de Colyton.

Curtís dedicó una cortés inclinación de la cabeza a Lucifer antes de saludar con entusiasmo a Phyllida.

—¡Señorita Tallent, qué casualidad! Quería enviarle esta carta al señor Filing. Mis clientes están muy satisfechos con la calidad de los productos que suministra su empresa. Con lo difícil que es encontrar una calidad fiable, he decidido aumentar mis pedidos. Estoy seguro de que cuando corra la voz, podré vender más. Si no es demasiado pedir, como sé que usted ayuda al señor Filing, ¿podría encargarse de que le llegue esta misiva?

Con un asentimiento, Phyllida tomó la carta.

—Desde luego, el señor Filing se alegrará.

—Ha sido un placer, señorita. —Curtís hizo una reverencia—. Mis saludos para sir Jasper.

—Descuide.

Tras dedicar un gesto de despedida a Lucifer, Curtís se alejó muy sonriente.

—Así pues, ¿la empresa figura a nombre de Filing? —preguntó Lucifer mientras entraban en el patio del Dragón Azul para recoger el carruaje.

—Por supuesto —confirmó Phyllida, abriendo la sombrilla—. Ninguna mujer podría dirigir una empresa de importación.

—Por supuesto —le dio la razón sonriendo.

Le ofreció la mano para ayudarla a subir al carruaje y minutos después emprendían el camino de regreso, en dirección a Axminster.

—Dígame, sólo para que no vaya a causar sin querer algún problema, ¿me equivoco al deducir que nadie, aparte de las personas implicadas, saben del papel que usted desempeña en la empresa?

—No se equivoca. No hay razón para que lo sepan. En realidad, ni siquiera todos los hombres están al corriente. La mayoría cree que Filing está al frente y que yo sólo soy su escribiente. Ni siquiera estoy muy segura de la idea que tiene papá…

Se lo imaginaba. Ella era el eje, la persona en torno a la cual giraba todo, y sin embargo prefería el anonimato. La sutil ironía de su tono así lo daba a entender. Y su influencia no se limitaba a la empresa. Pese a que llevaba sólo unos días en Colyton, ya había perdido la cuenta del número de personas —hombres, mujeres y niños— que había visto acudir a pedirle algo a Phyllida. Y en ningún caso ella había rehusado atender una petición.

Él entendía muy bien aquel impulso de cuidar de la gente, de implicarse activamente para ayudar. En su caso, derivaba del dictado de «nobleza obliga», medio instintivo, entre aprendido y heredado en su familia. En el de Phyllida, sospechaba que se trataba de algo totalmente instintivo, producto de su generosidad. No obstante, tenía la impresión creciente de que el pueblo no la apreciaba en su justo valor, ni a ella ni a su dedicación.

—¿Cuánto tiempo hace que lleva las riendas de Grange?

—Desde que murió mi madre —repuso ella, lanzándole una acerada mirada de soslayo.

¿Doce años? No era de extrañar que su influencia fuera tan honda. Phyllida aguardó, pero él no añadió nada, satisfecho de pasear con ella bajo el sol. Y reflexionar…

Su deseo de ayudarlo acabaría induciéndola a contarle lo que sabía. Era demasiado noble para ocultar una información susceptible de contribuir al desenmascaramiento de un asesino. Él ya daba por sentado que ella ignoraba la identidad del homicida, que sólo conocía un indicio o una pista. La mejor manera de avanzar era proseguir con las pesquisas y mantenerla implicada lo más posible. Paradójicamente, cuanto más infructuosas fueran estas, más se sentiría ella compelida a resolver lo que la impedía hablarle con franqueza y revelarle cuanto sabía.

Aquella era la mejor manera de actuar en ese frente. Por lo demás, ahora que se había comprometido a residir en Colyton…

Pero la mansión era demasiado espaciosa para él solo. Era una vivienda adecuada para una familia, que reclamaba casi una familia. Eso era lo que Horacio debía de haber imaginado. No obstante, entre sus proyectos no figuraba formar una familia, en todo caso no antes de haber llegado a Colyton. Ahora él se encontraba allí, y Horacio ya no estaba. Y disponía de Colyton Manor, con su bonito jardín.

Las casas de las afueras de Axminster aparecieron, ofreciéndole una oportuna distracción. Efectuaron las mismas indagaciones, pero, tal como habían previsto, ningún forastero había cruzado a caballo ni en carruaje la localidad la mañana del domingo.

—Aparte de usted. —El veterano soldado de pelo gris apoltronado junto a la puerta de la pequeña posada lo observó con suspicacia.

—En efecto —confirmó con una sonrisa Lucifer—. Yo pasé por aquí esa mañana. Pero ¿está seguro de que nadie más pasó antes de mí?

—Seguro. No es que haya muchos carruajes ni señores a caballo que vayan al sur los domingos. Me habría percatado. Además, estuve aquí desde el amanecer.

Lucifer le lanzó una moneda, que el hombre recogió con destreza antes de saludarlos con una reverencia.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó él mientras se encaminaban al carruaje.

—Al sur. Hacia la costa.

Ella le indicó el camino y un par de kilómetros más allá encontraron un río.

—¿Es el Axe? —Viendo que ella asentía, añadió—: ¿Son míos aquellos campos de la otra orilla?

—Todavía no. Quedan un poco lejos.

Avanzaban traqueteando en pleno mediodía, rodeados del exuberante verdor del valle. El aire era tibio gracias a las tenues nubes que velaban el sol. El primer indicio de la proximidad de la costa fue una fresca brisa. Tras una curva se encontraron con una encrucijada ante la que se alzaba una vieja posada.

—Esa es la carretera de Lyme Regis —explicó Phyllida, señalando a la izquierda—. Si alguien pasó por aquí procedente de Lym el domingo por la mañana, los niños se habrían fijado.

—¿Niños?

Se refería a una panda de chiquillos de edades comprendidas entre los dos y los doce años, en su mayoría niñas. Dejó que Phyllida se ocupara de preguntarles y él se quedó apoyado contra un muro de piedra, observando.

La esposa del posadero, que había acudido a la puerta al oír el ruido del coche, reconoció a Phyllida y salió alborozada, secándose las manos en el delantal. Y en cuestión de segundos Phyllida ya estaba enfrascada con la mujer en el intercambio de información sobre la preparación de algún remedio, al parecer una cataplasma.

El posadero asomó la cabeza, pero Lucifer le indicó que no era necesaria su presencia y ató él mismo a los caballos.

Phyllida señaló, riendo, una abertura en el gastado muro de piedra. La mujer asintió, risueña, y ambas pasaron por ella. Lucifer las siguió y se quedó junto al muro. Al otro lado había los restos de un jardín azotado por la brisa marina. En torno a Phyllida se cerró un vociferante corro de niños que la acogió con exclamaciones de regocijo. Sin parar de reír, ella les daba palmaditas en la cabeza o les tiraba de las trenzas. Luego se sentó al sol en un banco de piedra y los pequeños se arracimaron a su alrededor.

Él no alcanzaba a oír lo que les preguntaba ni las respuestas de ellos. Tampoco le importaba. Le bastaba con la visión de Phyllida rodeada de niños, como hadas en torno a su reina, ansiosos por recibir su bendición.

Ella la ofrecía con prodigalidad en forma de sonrisas, carcajadas y espontánea comprensión, sincero interés y solicitud. En torno a su cabeza resplandecía una especie de aureola. Los niños se dejaban acariciar por ella; Phyllida simplemente daba.

Estaba seguro de que ella no se daba cuenta, y menos se daba cuenta de lo mucho que percibía él.

Por fin, después de muchas bromas, se puso en pie y los niños, reprendidos por la madre, la dejaron ir. Avanzó con paso sosegado hacia él, con un resto de sonrisa en los labios y la vista fija en el sendero. Ya más cerca, levantó la mirada.

—¿Vieron a alguien? —inquirió él con semblante impasible.

Ella negó con la cabeza. Después se volvió y agitó la mano. Se dirigieron al vehículo.

—El domingo por la mañana estuvieron fuera. Como recordará, hizo un día estupendo. Casi siempre están jugando por ahí. La posibilidad de que pasara alguien sin que se percatasen todos esos ojillos…

—Así que ya hemos cumplido con lo que nos habíamos propuesto —concluyó él mientras la ayudaba a subir—. Hemos confirmado que ningún forastero entró a caballo en Colyton el domingo, al menos procedente del este.

Phyllida guardó silencio mientras él ponía en marcha el carruaje.

—¿Adónde vamos ahora? Estoy hambriento. Necesitamos un sitio para hacerle los honores a la comida que nos ha preparado la señora Hemmings.

—A la costa. Hay unos acantilados magníficos.

El camino los llevó hasta el pueblo de Axmouth y luego continuó serpenteando hasta la costa. Allí ella le indicó una senda llena de baches que terminaba en un bosquecillo de achaparrados árboles.

—Podemos dejar los caballos aquí. No está lejos.

Acarreando el cesto, la siguió hasta el acantilado azotado por el viento. Se detuvo a admirar la espléndida panorámica de majestuosos acantilados que se prolongaban por el oeste. El Axe desembocaba en el mar prácticamente a sus pies y a lo lejos se veían cual miniaturas las casas de Axmouth. El estuario estaba en calma, pero más allá del rompiente bullía, con su fuerte oleaje, el canal de la Mancha.

El mar verde grisáceo se extendía hasta el horizonte, y los acantilados dominaban a ambos lados. Phyllida se quedó contemplándolos un poco más adelante; cuando vio que él la miraba, lo animó a avanzar con un gesto. Luego rodeó un altozano hasta llegar a un trozo de hierba, con grandes piedras redondeadas y árboles. Era un bonito paraje, en parte protegido por el montículo y en parte expuesto al viento, gracias a lo cual contaba con vistas panorámicas.

—Jonas y yo descubrimos este sitio cuando éramos niños.

Phyllida extendió en la hierba la alfombrilla que llevaban en el cesto. Cuando se erguía, encontró la mano de Lucifer ante sí. Tras una breve vacilación, posó los dedos en ella y dejó que la ayudara a sentarse. Luego colocó el cesto a su lado, tras lo cual ella se aplicó en extraer y disponer la comida.

Recostado al otro lado del cesto, Lucifer tomó la botella envuelta en una servilleta blanca y buscó las copas. Cuando ella había terminado de depositar los manjares, él tenía una copa lista para entregarle.

—Por el verano.

Sonriente, Phyllida entrechocó la suya con la de él y bebió un sorbo. El vino se deslizó por su garganta, frío y refrescante, al tiempo que le provocaba un hormigueo en la espalda. Un susurro de anticipación resonó en su mente mientras una placentera calidez se propagaba por su cuerpo.

Comieron. Él parecía adivinar sus apetencias antes que ella misma y siempre estaba a punto, ofreciéndole un panecillo, el pollo, pasteles… Al principio se sentía turbada, pero después se dio cuenta de que no pretendía ponerla nerviosa, que ni siquiera era consciente del efecto que tenía en ella su proceder. Tales atenciones eran algo totalmente natural en él. En cambio, ella no las recibía como algo tan normal. Ningún hombre la había tratado de ese modo: siempre dispuesto a ofrecerle un brazo, un hombro protector, no con intención de impresionarla sino simplemente por tratarse de ella.

Era turbador, sí, y agradable también.

—¿Descarga la Compañía Importadora de Colyton sus mercancías cerca de aquí?

Ella señaló hacia el oeste.

—Hay un camino que lleva hasta la playa un poco más allá. Es fácil de localizar, hay un montículo al lado. Si se necesita hacer señales, encendemos una hoguera allí.

—¿Es peligroso por aquí?

—No mucho si se conoce, aunque hay acantilados cerca.

—¿Así que los hombres de Colyton van hasta allá y traen la mercancía a tierra?

—Llevan navegando por estas costas desde que aprendieron a andar. Para ellos apenas supone riesgo alguno.

Volvió a guardar las cosas en el cesto. El viento, que agitaba ya las servilletas, era más fresco, aunque todavía resultaba placentero bajo el amortiguado sol. Se alegró de haber dejado la sombrilla en el carruaje, porque no habría podido utilizarla con tanta brisa.

Se puso en pie. El viento jugueteaba con su pelo, tirándole de las cintas del sombrero… Alzando la cara, inspiró hondo y después cruzó los brazos. Se había puesto un vestido de viaje de batista, por lo general perfecto para ese tiempo, pero allí la helada brisa traspasaba la tela.

A su lado, Lucifer desplegó las largas piernas y se levantó.

Ella se estremeció de frío. Un instante después notó que la envolvía algo cálido; era la chaqueta que él le ponía sobre los hombros.

—Ah… —Volvió la cabeza. Él había sorteado el cesto y ahora se encontraba justo detrás de ella. Le sostuvo un instante la mirada, rogando porque no se hiciera evidente su reacción, y logró esbozar una sonrisa—. Gracias. —El calor de Lucifer, atrapado en la prenda, descendió como una cálida mano por su espalda. Se giró un poco más—. Tampoco tengo tanto frío. Se va a helar sin la chaqueta.

Sin darle tiempo a quitársela, él agarró las solapas para acabar de rodearla con ella.

—No se preocupe por mí. No tengo frío.

Haciendo acopio de entereza, lo miró a los ojos.

—¿Está seguro? —Antes de acabar la frase captó la respuesta. No podría haber dejado de notarla: aquel duro cuerpo estaba lo bastante cerca para percibir su tentadora calidez. El viento la presionaba, la impulsaba hacia él. Hacia sus brazos.

Él buscó con sus ojos azules los de ella mientras esbozaba una lenta sonrisa.

—¿Por qué cree —murmuró, inclinando más la cabeza— que me llaman Lucifer?

De haber sido más sensata, Phyllida se habría apartado y habría contestado que no tenía ni idea. En cambio, se quedó quieta, con la cara levantada, y dejó que él posara los labios en los suyos.

El beso fue puro ardor, un manantial de delicioso calor que circuló por su interior, como si se estuviera descongelando: los nervios se destensaban, exultantes. Cautivada por el beso, se acercó más, atraída hacia él, anhelando sentir la solidez de aquel cuerpo contra sus pechos. Sentía en ellos un hormigueo, un tormento, que sin embargo no era dolor. Palpó la camisa de él, extendió los dedos y la fina tela se deslizó como un velo sobre los firmes músculos, la aspereza del vello… el pezón se puso erecto bajo la palma de su mano.

Consciente de que él también estaba excitado, separó los labios y se estremeció cuando Lucifer le introdujo la lengua, absorbiendo el ardor que transmitía. Deslizó las manos por su pecho hasta llegar a los hombros. Por donde tocase todo era como un horno, alimentado por el regular palpito de unas ardientes brasas.

Ella tenía los pechos pegados a ese calor. Él había introducido las manos bajo la chaqueta y la estrechaba por la cintura, flanqueándola a ambos lados con unos muslos duros cual columnas de granito. Y estaba erecto, enhiesto, rampante contra su vientre. A Phyllida la asaltó una lasciva urgencia de restregarse contra aquel duro mástil pero, presa de una especie de pánico, la sofocó, como si apagara un fuego. Dominada la ardiente ansia, suspiró en su boca y se abandonó un poco más contra él, que acercó la mano a su cuello. Notó que tiraba de la cinta del sombrero. Apartó la cara un momento y entonces se deshizo el lazo debajo de la barbilla…

—¡Ay! —Se giró con precipitación para atrapar el sombrero que el viento le arrebataba de la cabeza.

Se tambaleó, enredándose en la alfombra, y fue a caer de espaldas contra Lucifer, que, tratando de estabilizarla, dio un paso atrás… Tropezaron con la cesta de la comida, posada en medio de la alfombra. Él acabó cayendo sentado con ella en su regazo y la cesta en medio. Riendo de la inesperada postura, apartó las piernas del cesto, la levantó, le hizo dar la vuelta y volvió a sentarla en su regazo.

—Parece que estamos habituándonos a aterrizar en el suelo, usted encima y yo debajo —comentó, risueño.

Ruborizada, Phyllida pensó que debería zafarse de sus brazos y ponerse en pie, buscar la seguridad. Sin embargo, permanecía allí, inflamada hasta la médula, con la mirada fija en los labios de él, a sólo un par de centímetros de su nariz.

—A ver… déme eso. —Tomó el sombrero de sus manos desmayadas, y ella observó cómo ataba las cintas en el asa de la cesta—. Así no tendrá que preocuparse de que se pierda.

Realmente, era un hombre que comprendía a las mujeres.

Lucifer se incorporó, clavando la mirada en sus labios. Después inclinó la cabeza y le deslizó la yema de los dedos por la sensible piel debajo de la barbilla. Phyllida tragó saliva.

—No sé si es una buena idea —balbuceó.

—¿Por qué no? —Le rozó la boca con los labios, con ligereza, acrecentando el ansia que crecía en su interior.

—No sé —contestó ella, incapaz de apartar la mirada de aquellos labios.

—¿Confía en mí? —murmuraron estos.

Los latidos de su corazón eran un tumulto en los oídos de Phyllida. Tenía tal presión en los pulmones que le costaba respirar. No podía pensar, pero sabía la respuesta.

—Sí…

—Entonces tranquilícese. —Sus labios se aproximaron para rozar los suyos; su voz era un balsámico susurro—. Y deje que le muestre lo que quiere conocer.

Era fácil, muy fácil hacer lo que le pedía, entregarle la boca y dejarse caer sin resistencia en sus brazos. Acogida pero no presionada, en ellos se sentía acunada, protegida, cuidada.

Adorada.

El pensamiento flotó en su conciencia mientras él le acariciaba con suavidad la mejilla. La caricia tuvo el mismo carácter de tanteo que la suya días antes; de repente Phyllida comprendió cómo había sabido que era ella quien lo había tocado en el salón de Horacio. Ella misma no olvidaría nunca aquel contacto, aquel gesto tan revelador, dotado de una extraña inocencia.

Él deslizó los dedos hasta rodearle la mandíbula. Entonces adelantó la lengua con una osadía que no tenía nada de inocente. Ella lo recibió, sabiendo ya qué quería, qué anhelaba. Era un conocimiento peligroso, tanto como tentador utilizarlo, aprender un poco más. Subió las manos por encima de los hombros y extendió los dedos sobre la firme musculatura, antes de continuar para acabar enredándose en el cabello. Este era suave, sedoso, negro como el cielo por la noche. Hundió los dedos en los espesos mechones y se agarró a ellos mientras él exploraba despacio su boca, tomando, sí, pero ofreciendo aún más.

Adictivo. Aquella era otra palabra que flotaba en su cabeza. Tenía que ser eso, aquel dulce anhelo que la retenía pendiente del beso incluso cuando él la soltaba.

Prohibido. Sin duda. No debería estar besándolo y, sin embargo, la idea de parar se le antojaba un absoluto desatino. Él paseó los dedos por su garganta, accionando nervios que hasta entonces ella ignoraba poseer. Los dedos siguieron bajando, provocando vaharadas de calor en su piel.

El pecho ya se estremecía antes de que él lo tocara; y cuando lo hizo, ella deseó que no parara. Lo tocaba de una manera ligera, atrozmente insustancial… y ella deseaba más, mucho más.

Experto. Gracias a Dios lo era. Detuvo la mano, acogiendo en su oquedad el peso del pecho. Deleite fue lo que ella sintió cuando los dedos oprimieron y aflojaron. La mano se deslizó, acariciante. Phyllida agregó un suspiro al beso y captó la satisfacción de él, que apretó un poco más la mano en su espalda.

El beso se volvió más exigente, como una hoguera que reclamaba cuidados. Le otorgó su plena atención y apenas se dio cuenta cuando la mano de Lucifer se trasladó a otro lado. En su interior crecía una necesidad, no sabía muy bien de qué, una compulsión que no reconocía. Entonces sintió que cedía el botón superior de su corpiño y comprendió qué era. Se estremeció de pura excitación. Aquello era lo que necesitaba: le daba apuro admitirlo pero… tenía los pechos hinchados, doloridos por el ardor del beso. Su sensatez se había anegado con la marea creciente que los inundaba. Era una languidez que susurraba promesas de cosas que ella no conocía, de inimaginable placer.

El contacto del aire fresco en los pechos, el leve tocamiento de sus dedos mientras abrían el corpiño, la sustrajeron a la hipnotizadora calidez del beso. Sabía que debía pararlo… lo malo era que no lograba recordar por qué. No había amenaza ni peligro. Él le había dicho que confiara en él, y lo hacía. Si ella quería que aquello terminara, si quería poner fin a aquel simple placer, no tenía más que decirlo.

No lo hizo: no tenía motivos. Quería conocer, sentir, cómo era que la tocaran y la saborearan. Ser aunque fuera por una sola vez una mujer deseada.

Él le daba lo que quería, con creces.

Antes ella no sabía que sus labios le procurarían aquella sensación, ni que el húmedo fuego de su boca la encendería de ese modo, hasta hacerla perder la cordura. No sabía que su cuerpo cedería a aquel ardor, a aquella entrega, vencido por la voluptuosidad y el deseo.

El deseo la recorría, palpitaba en su sangre, se acrecentaba con cada contacto y cada caricia. El más ligero roce era una delicia; las caricias más explícitas le procuraban un vértigo sensorial. Lucifer conjuraba un fogoso placer. La envolvía en él, lo vertía sobre ella y dejaba que la impregnase. Hasta que estuvo henchida de él, hasta que su pensamiento cabalgó en las cálidas olas que derretían su cuerpo.

Él regresó a sus labios y ella lo acogió. La mano se cerró posesivamente en torno al pecho desnudo, y todo el cuerpo de Phyllida exultó. Lucifer interrumpió el beso lo justo para mirarla. Observó su propia mano, rodeando con firmeza aquel pecho virginal, alimentando aún mayor calor en ella. Después paseó la mirada por su cara, sus ojos, antes de posarla más allá.

Lucifer fijó la vista a lo lejos y parpadeó. Phyllida vio cómo abría los ojos y cambiaba de enfoque, al tiempo que endurecía el semblante, y sintió un cambio en la tensión de su cuerpo.

Lucifer volvió a mirarla, tratando de pensar. Intentó respirar, superando la presión que le atenazaba el pecho. Ella yacía tranquila en sus brazos, con el pezón bajo sus dedos, la piel cual cálida seda contra la palma de su mano. Estaba aturdido. Hacía rato que no pensaba de forma racional; el deseo lo dominaba, lo sometía con el látigo de su potente tentación. Sabía lo que quería, aguijoneado por un ansia acerada como una espuela, exigente como un demonio.

Por el mar se aproximaba, veloz, una tormenta cargada de negros nubarrones, pero al mirarla a los ojos, oscuros pozos velados por las pestañas, con su cuerpo ardiente rendido a su abrazo, no estaba seguro dónde se hallaba el peligro. Hacía mucho, mucho tiempo que Lucifer no se entregaba de manera tan completa, hasta perder todo instinto de autoprotección.

Acallando un juramento, inclinó la cabeza y la besó con pasión.

Cerró la mano sobre el pecho, lo amasó con los dedos, apretó y… de pronto se retiró con renuencia, del beso y la caricia, y mientras le cerraba el corpiño depositó un último beso, sólo un roce, en sus labios.

Phyllida abrió los ojos, denotando sorpresa… y decepción.

Con expresión ensombrecida, él señaló hacia el mar.

—Se acerca una tormenta. Tenemos que volver.