Capítulo 7

AL día siguiente, entrada ya la mañana, Lucifer inspeccionó el dormitorio de la esquina frontal de la mansión. Sus cepillos reposaban en el tocador. Si abría el armario encontraría, sin duda, todas sus chaquetas pulcramente colgadas. Covey no había perdido el tiempo.

Había desayunado en Grange con sir Jasper y Jonas. Phyllida estaría todavía en la cama. O tal vez, después de lo sucedido la noche anterior, había resuelto no verlo tan pronto. También él lo prefería así. Tras despedirse de su anfitrión, había ido a pie por el bosque hasta Colyton Manor para asumir las riendas que Horacio le había confiado.

Dejando a la señora Hemmings y Covey a cargo de la organización de la casa —cosa que los había tranquilizado más que cualquier discurso—, se había instalado en la biblioteca para escribir unas cartas. Una era para sus padres, otra para Diablo, otra para Montague y otra para Dodswell, en la que le pedía que se reuniera con él. Como ignoraba el paradero de Gabriel y Alathea, no pudo escribirles. ¿De veras habían transcurrido sólo cuatro días desde su boda? A él se le antojaba que hacía semanas.

Después de dejar las cartas a Covey para que las depositara en la posada, había subido allí. Había elegido aquella habitación por la luz que proporcionaban las ventanas. La que Horacio había ocupado, igual de espaciosa pero emplazada en la parte posterior, era más oscura y tranquila.

Allí, los ventanales de delante daban al jardín en flor, el camino y la verja de la entrada, mientras que los laterales ofrecían una buena panorámica del bosquecillo, los patios y el lago. Entre dos ventanas se erguía una gran cama con cuatro columnas de acogedor aspecto, con sus mullidas almohadas y una espléndida colcha en rojo y oro. En las cuatro esquinas estaban atadas con cordones dorados unas cortinas de la misma tela.

Todo el mobiliario resplandecía y en el aire flotaba el tenue aroma a limón de la cera abrillantadora.

Mirando por la ventana de la fachada, Lucifer concibió un plan que no incluía presionar a Phyllida para que le dijera todo lo que sabía. Que acudiera ella si decidía confiárselo; él renunciaba a seducirla para lograrlo.

Dejando a un lado los recuerdos de la noche anterior, incluidas las horas pasadas en vela, se fijó en el camino principal. Rememoró su llegada al pueblo, cuando se había detenido a mirar a un lado y otro… No había visto ningún caballo ni carruaje, y tampoco nadie a pie. ¿Cómo había abandonado el asesino el lugar del crimen?

—Si fue a caballo… —Se trasladó a la ventana lateral para observar el bosquecillo de arbustos.

Dos minutos después cruzó el prado de césped. La entrada del bosquecillo era amplia pero algo invadida por la maleza; dentro, los setos estaban demasiado crecidos. Se dijo que hablaría con Hemmings sobre la posibilidad de contratar a alguien para que ayudara con los jardines, y continuó por el sendero que debía de desembocar, según sus cálculos, en el camino del pueblo.

Descubrió un arco en el seto paralelo al camino. Al adentrarse en él, se encontró en un estrecho y sinuoso sendero que discurría entre el seto del bosquecillo y el que bordeaba el camino. De una altura superior a la suya, estaban tan descuidados uno y otro que por arriba el ramaje se tocaba y enmarañaba. Pese a que entre ellos quedaba espacio para caminar con holgura, cuando se había detenido con el carruaje en el camino, a sólo unos metros de allí, no había percibido el menor indicio de ese camino, pues parecía como si el linde del bosquecillo y la cerca del jardín formaran una misma masa.

Lo más probable era que el sendero tuviera su inicio en la avenida de grava de la mansión. Con tal idea, se alejó en sentido contrario.

Localizó lo que preveía encontrar justo más allá del bosquecillo. Los setos lateral y posterior de este se unían en una esquina. Entre la parte trasera del bosquecillo y una zanja llena de zarzas que delimitaba un potrero quedaba una zona despejada capaz de dar cabida a un caballo. Muy cerca del camino, la zanja terminaba y el sendero proseguía pegado al seto del camino exterior hasta perderse de vista en una curva.

Observó la zona despejada y, de cuclillas, separó la hierba del suelo para estudiar las huellas en la tierra. Allí había permanecido parado un caballo no hacía mucho. Si mal no recordaba, desde el domingo no había llovido. Mientras la hierba recuperaba su postura enhiesta, advirtió que unas matas habían quedado aplastadas. Así pues, el caballo había estado un buen rato allí. ¿Por qué?

Sólo parecía haber una respuesta razonable.

Se incorporó y prosiguió por el sendero. El bosquecillo había quedado atrás cuando llegó a un punto donde el seto del camino mostraba un boquete por el que habría podido pasar un caballo. A ambos lados de la abertura había ramitas rotas. Tomó una para examinarla. No se había quebrado esa mañana, ni el día anterior, pero sí pocos días antes.

En el otro lado del seto oyó un roce de telas y pasos livianos y rápidos. Lucifer se irguió, aguzando los sentidos. Los pasos se detuvieron. Apareció una mano con los dedos extendidos y tanteó la punta de una rama.

La propietaria de la mano se introdujo por el agujero.

Al verlo ahogó un grito y estuvo a punto de echarse atrás.

Lucifer se quedó mirándola.

Phyllida hizo otro tanto.

Por un momento, la conciencia del beso de la noche anterior afloró a sus ojos; él sintió la misma conciencia, materializada como un tirón en la entrepierna. Entonces ella pestañeó y bajó la vista… Reparó en la rama que él sostenía.

—¿Qué ha encontrado?

Compartiendo con ella la información se granjearía más deprisa su confianza.

—Creo que alguien entró con un caballo por aquí y lo dejó esperando detrás del bosquecillo.

Phyllida se pegó al boquete y estiró el cuello para ver, pero la curva del camino se lo impidió.

—¿Detrás del bosquecillo?

—Hay un claro allí.

—Enséñemelo. —Comenzó a adentrarse por el seto y las ramas atenazaron las suaves formas protegidas sólo por un delicado vestido azul.

—¡Alto! —Le indicó que retrocediera con la mano—. Utilice la sombrilla a modo de escudo.

Ella lo miró sin acabar de entender. No obstante, una vez que le hubo mostrado él cómo debía maniobrar, franqueó el seto sin sufrir ningún rasguño. Tras sacudirse la falda, volvió a apoyar la sombrilla en el hombro.

—Gracias.

Sin responder, él le señaló el sendero para que continuara por allí. No estaba tranquilo, tal vez no le conviniera tenerla tan cerca, de nuevo a solas. Tenía que refrenar sus instintos de libertino recordándose que ella era más inocente de lo que podía dar a entender con su comportamiento. No era tarea fácil mientras evocaba con suma claridad las sensaciones de sus besos, de su lengua… Sacudió la cabeza.

—El claro está después de esas zarzas —le indicó.

Luego fue hasta el lugar y, agachándose, le enseñó las nítidas huellas dejadas por las patas delanteras de una montura provista de un buen herraje.

—¿Deduce algo de las marcas de las herraduras? —inquirió Phyllida.

—No. Las patas traseras estaban sobre tierra más dura y el caballo permaneció aquí lo suficiente para moverse bastante. No hay huella de una marca distintiva. —Frunció el entrecejo, escrutando el suelo—. Pero las herraduras son de buena calidad, con un perfil bien definido.

—De modo que no es probable que fuera un animal de carga o de labranza…

—No, pero podría tratarse de cualquier montura aceptable.

Retrocedió hasta el sendero y ella lo siguió. Sin intercambiar más palabras, se dirigieron a la mansión.

Lucifer hacía caso omiso de los susurros de la tentación. Lanzó una ojeada a la joven. En su rostro no había evidencia de desazón alguna, aunque raramente la había. Su cara era una máscara; sólo los ojos le dirían lo que sentía, y ella ponía buen cuidado en no cruzar la mirada con él, como también en no tocarlo mientras caminaban.

Mirando al frente, Lucifer respiró hondo.

—Pongamos por caso que el domingo por la mañana el asesino vino a caballo hasta aquí, entró por el seto y dejó el caballo esperando detrás del bosquecillo mientras él iba a la mansión. ¿De dónde podría haber llegado?

—¿De qué poblaciones, se refiere?

—Así es.

—Lyme Regis queda a unos nueve kilómetros, aunque la carretera va paralela a la costa, con lo que quien viene de allí tiene que atravesar el pueblo. La anciana señora Ottery vive en la casita contigua a la posada. Ya no se levanta de la silla y pasa las mañanas de los domingos mirando por la ventana. Ella jura que ningún jinete pasó por el pueblo.

—Si no vino de Lyme Regis, ¿qué otras posibilidades hay?

—Axminster es la localidad más próxima, pero no es muy grande.

—Pasé por allí al venir. Chard queda más lejos, pero no hay que descartarla. Me fijé en que hay varias caballerizas.

—Chard es el sitio donde un forastero alquilaría con más probabilidad un caballo. El coche del correo de Exeter tiene parada allí.

—Bien. Y ahora pensemos en las opciones más cercanas. ¿Quién viene a caballo por este extremo del pueblo?

—La gente de Dottswood y de Highgate. Su camino se une a la calle principal junto a las primeras casas.

—¿Quién más suele venir al pueblo a caballo?

Phyllida pensó. Habían traspuesto el arco de entrada al bosquecillo y se hallaban casi al final del sendero.

—La mayoría de los varones que viven fuera de la aglomeración del pueblo. Papá y Jonas casi nunca vienen a caballo. A Silas Coombe y al señor Filing jamás los he visto montar. Todos los demás, incluido Cedric, normalmente acuden a caballo.

Tras salir del sendero, se detuvo en el césped. Él iba detrás, mirando en derredor. Se encontraban a varios metros de la verja, próximos todavía al seto del camino exterior, que quedaba a su derecha. El camino de grava que conducía a la puerta de la mansión comenzaba unos veinte pasos más allá.

—¿Podría alguien de las otras fincas, aparte de Dottswood o Highgate —planteó él—, rodear el pueblo y llegar al camino a esa altura?

—Sí. Todos los caminos están intercomunicados por senderos, aunque hay que ser de aquí para conocerlos.

Nadie quería pensar que el asesino era del pueblo, pero…

—Dejando aparte esa abertura en el seto, ¿podría haber llegado el caballo a ese claro desde la otra dirección?

—¿Subiendo por el campo? —Él asintió y entonces ella negó con la cabeza—. Ese campo, y de hecho todos los campos, continúan en pendiente hasta el río Axe. No está lejos y es demasiado profundo para cruzarlo sin quedar empapado. Para venir por esta parte del río, primero tendrían que haber atravesado los campos de Grange, lo que representa muchos cercados, la mayoría plagados de zarzas.

Lucifer miró, más allá del camino de grava, las abigarradas flores del jardín de Horacio.

—Es decir, que estamos buscando a un forastero que alquiló un caballo, probablemente en Chard, y llegó y salió a caballo del pueblo. También podría haber alguien de la localidad.

—Descuente a papá, Jonas, el señor Filing y Silas Coombe. Y a los otros señores que estaban en la iglesia, claro.

Lo había olvidado.

—Basil y Pommeroy. Aún no he comprobado si hay más, pero seguramente con eso se acortará la lista.

—Yo no me haría ilusiones.

Lucifer sonrió. Iba a formular una broma acerca del comentario cuando oyeron el traqueteo de un carruaje. Miraron hacia el camino y después se miraron el uno al otro. Se quedaron un instante así…

Sin mediar palabra, fueron hasta el camino de grava, donde todo el mundo pudiera verlos y a nadie se le ocurriese que disfrutaban de excesiva intimidad.

Se hallaban de cara a la verja, cuando el carruaje aminoró la marcha hasta detenerse.

—¡Señor Cynster! —saludó, radiante, lady Fortemain desde el interior—. ¡Precisamente la persona que buscaba!

Lucifer reprimió el impulso de huir y, con una sonrisa forzada, tomó a Phyllida del brazo y avanzó hacia el coche de caballos.

—¡Acabo de enterarme de la maravillosa noticia! —anunció lady Fortemain con alborozo—. Ahora que ha decidido quedarse entre nosotros y llenar el vacío dejado por nuestro querido Horacio, debe permitirme que organice una cena informal para presentarlo a sus nuevos vecinos.

Habiendo vivido tanto en el campo como en la capital, no tenía necesidad de preguntar por qué medios había llegado a oídos de lady Fortemain la novedad.

La dama se inclinó, abarcando a Phyllida con su jovial mirada.

—El baile de verano lo celebramos dentro de una semana. Ya les enviaré la invitación, pero había pensado, considerando que todo está tan tranquilo por aquí, que no vendría mal ofrecer una pequeña cena esta noche.

—¿Esta noche?

—A las siete en Ballyclose Manor. No tiene pérdida, basta con coger el camino que sale más allá de la herrería.

Lucifer titubeó sólo un instante, consciente de que una reunión como aquella sería una ocasión excelente para seguir investigando.

—Será un honor —aceptó con una reverencia.

—Ahora mismo voy a Dottswood y a Highgate, bonita —informó a Phyllida—, y después pasaré por Grange. Espero que todo el mundo asista, tu padre y tu hermano, así como lady Huddlesford y sus hijos. Y por supuesto tú, mi querida Phyllida.

La joven sonrió y Lucifer advirtió que era un gesto superficial, distante, desconectado de sus verdaderos pensamientos.

La dama, que no lo percibió así, continuó hablando con regocijo.

—¿No te apetece acompañarme a Dottswood y Highgate y después a Grange?

La sonrisa de Phyllida siguió firme mientras declinaba el ofrecimiento con la cabeza.

—Gracias, pero tengo que ir a ver a la señora Cobb.

—Ay, tú siempre tan ocupada —exclamó con un afectuoso suspiro lady Fortemain—. Bueno, tengo que dejaros para ir a avisar a todos. —Dio un golpecito destinado al cochero y el vehículo se puso en marcha con una sacudida—. ¡Hasta las siete, señor Cynster!

Lucifer levantó la mano a modo de despedida y observó, risueño, cómo se alejaba el carruaje. Después se volvió hacia Phyllida y comprobó que estaba seria y ceñuda.

—No la veo demasiado entusiasmada que digamos —bromeó.

Señaló el jardín de flores y, con ademán altivo, ella lo siguió por un estrecho sendero que conducía entre floridos arriates a la fuente central.

Lucifer aguardó, curioso por ver su reacción.

Al cabo de un momento Phyllida esbozó una mueca de disgusto, ella, que raras veces mostraba sus sentimientos de forma tan manifiesta.

—¿A usted le entusiasmaría saber que está destinado a pasar toda la velada escuchando a un pretencioso charlatán?

—¿Qué charlatán es ese?

—Cedric, cuál si no.

Siguieron caminando; ella admiraba las flores y él, con disimulo, la admiraba a ella. La conciencia del interludio de la noche anterior la acompañaba aún, pero se había mitigado con la conversación. Deteniéndose para examinar una rosa, añadió:

—Ya le dije que Cedric quiere casarse conmigo. Y lady Fortemain está empeñada en que acepte. Sólo con eso la cena ya distaría mucho de ser atractiva, pero es que además Pommeroy también asistirá, y hará todo lo posible por mostrarse desagradable.

—¿Porqué?

—Porque no quiere que Cedric se case conmigo.

—¿Pommeroy también quiere casarse con usted?

—No; es más simple que eso. Pommeroy no quiere que Cedric se case. Como se llevan quince años, la larga soltería de Cedric ha propiciado expectativas por parte de Pommeroy.

—Ah.

Siguieron paseando por el jardín. Lucifer optó por no añadir nada más. Ella crispaba el tono siempre que trataban el tema del matrimonio, y resultaba difícil de entender que, de todos los hombres, él precisamente sintiera el impulso de defender la institución. En todo caso, él no tenía ningunas ganas de indagar en las razones de ese impulso, de examinar con detenimiento sus propias motivaciones. Aun así, tenía que reconocer su existencia.

A causa de sus egocéntricos pretendientes, ella se había formado del matrimonio una imagen cínica y negativa que parecía incluso más irreverente y arraigada que la suya. Él, por lo menos, sabía que no todos los matrimonios eran como los que se le habían ofrecido a ella.

—¿Cuándo murió su madre?

—Cuando yo tenía doce años —respondió ella—. ¿Por qué?

—Simple curiosidad.

Phyllida se encorvó para oler unos tallos de lavanda y él la observó apoyar el hombro en el borde de la fuente.

—Este jardín… —dijo al poco.

Ella alzó la vista, con la cara oscurecida por la proyección de la sombrilla, la expresión serena y llena de interés a la vez, y los ojos insondables e ingenuos… Aquella mirada lo cautivó. La joven era consciente respecto a sus poco caballerosas intenciones y, a un tiempo, inocente respecto a todo lo demás, a todo lo que quería conocer, experimentar y disfrutar.

—No tengo ni idea de cómo… cuidarlo. —Oyó sus propias palabras como si le llegaran de lejos.

Ella se enderezó con una sonrisa y se alejó de la fuente. Se volvió hacia la verja y abarcó con un gesto el magnífico espectáculo que se ofrecía por los cuatro costados.

—No es tan difícil. —Deteniéndose bajo un delicado arco cubierto de exuberantes rosas blancas, lo miró de nuevo. La sonrisa no solo le curvaba los labios, sino que le llenaba de calidez los ojos—. Horacio aprendió, no dudo de que usted también podrá si realmente lo desea.

Lucifer se acercó a ella y la miró largamente a los ojos. La mirada de ella era directa, franca, cargada de aplomo y confianza, y tan consciente al mismo tiempo… Pese a que sólo mediaba un par de centímetros entre sus cuerpos, permanecía serena como una diosa inmaculada, segura no del control de él sino del propio.

—¿Me ayudaría si se lo pidiera? —Su voz sonó profunda, casi ronca.

Ladeando la cabeza, ella le escrutó los ojos y, tras meditar un momento, respondió:

—Sí. Por supuesto. —Le dio despacio la espalda—. Sólo tiene que pedirlo. —Y se alejó.

Lucifer se quedó bajo la pérgola, contemplando el balanceo de sus caderas mientras se encaminaba a la puerta. Después salió de su ensimismamiento para ir tras ella.

La cena de lady Fortemain resultó más interesante de lo que había previsto Phyllida, aun cuando, en general, ella se limitó a la condición de mera observadora. Desde un rincón del salón de Ballyclose adónde se había retirado para escapar de la protectora actitud posesiva de Cedric, observó cómo Lucifer evolucionaba con soltura entre los congregados.

En la cena la habían sentado a la derecha de Cedric en uno de los extremos de la larga mesa, en tanto que Lucifer había ocupado como invitado de honor el opuesto, al lado de la anfitriona. Había regresado al salón con el resto de los caballeros hacía más de media hora. Desde entonces había estado merodeando, infatigable como un perro de caza, y sin embargo nadie parecía estar a la defensiva con él.

Solía detenerse junto a un grupo de hombres y, con alguna pregunta o comentario, aislaba rápidamente a su presa de la manada. Seguían unas cuantas preguntas, una sonrisa, un chiste y una carcajada tal vez. Tras obtener lo que quería, los dejaba volver al grupo mientras él proseguía, camuflando sus intenciones con una afable sonrisa y su elegante aire de seductor. Qué extraño que no lo notaran; desde el otro lado de la estancia, ella captaba perfectamente su estrategia.

De todas maneras, ella sabía qué se sentía al ser el centro de aquella mirada de intenso azul. No había esperado toparse con él por la mañana; durante todo el rato había recelado que él pasara a la carga, que volviera a preguntar sobre el crimen. Abrigaba asimismo la confianza de que no lo hiciera, de que no estropeara aquella curiosa sensación de confianza, de complicidad, que parecía crecer entre ellos. Le había causado una sorpresa considerable cuando la había acompañado hasta la verja del jardín y la había dejado marchar sin dedicarle más que un simple adiós.

Tal vez tampoco él había tenido ganas de enturbiar la sensación de proximidad que habían experimentado en el jardín de Horacio. Ahora de él.

Lo observó moviéndose entre los invitados, intrigada por aquella sensación de proximidad. Después examinó a los otros caballeros —sus eventuales pretendientes y los demás del pueblo—, a los hombres que conocía de casi toda la vida, y con ello su extrañeza fue en aumento. Conocía a Lucifer desde hacía unos días y aun así, con él se sentía más cómoda, más desinhibida, mucho más libre para manifestarse tal como era. Con él podía ser franca, decir lo que pensaba sin tapujos. El hecho de que él viera más allá de su máscara había contribuido sin duda a ello, pero esa no era la única explicación.

Jonas era la única persona con que se encontraba así de cómoda, pero ni por asomo podía comparar la manera como reaccionaba frente a Lucifer con la actitud que tenía con su gemelo. Jonas era una simple presencia que daba por descontada, como una versión masculina de sí misma. Jamás perdía un momento en preguntarse qué estaría pensando Jonas, porque lo sabía sin más. Además, nunca se preocupaba por Jonas, convencida de que era capaz de cuidar de sí. Lucifer también era muy capaz en ese sentido, lo que no podía afirmarse de todos los presentes en el salón. ¿Tal vez fuera eso, el considerar a Lucifer como un igual, lo que la hacía sentirse tan a gusto con él?

Confundida, volvió a mirarlo yendo de unos a otros. En ocasiones percibía lo que pensaba; en otras en cambio, como esa mañana en el jardín, los entresijos de su pensamiento constituían un misterio que ansiaba descubrir. Le daba igual el peligro que ello pudiera entrañar.

Alargando una mano, la señora Farthingale lo detuvo. Con una desenvuelta sonrisa, él dijo alguna ocurrencia que la hizo reír y siguió su camino. Por lo visto, su siguiente objetivo era Pommeroy.

Lo dejó ocupado en ello para volverse a saludar a Basil, que se acercaba en ese instante.

—Vaya. —Tomando posición a su lado, Basil paseó la mirada por la sala—. Hay algunos que ahora lamentan no haber sido más constantes en su devoción.

—¿Sí?

—He oído a Cedric hablando con Cynster… Hablaban de la gestión de las fincas y Cedric ha mencionado que había comenzado a dedicar las mañanas de los domingos a llevar las cuentas.

—¿Cedric no fue a la iglesia el domingo pasado?

—No. Debo reconocer que estoy impresionado con Cynster. Creo que está recogiendo información a fin de descubrir al asesino de Horacio. Es una tarea ingrata que habla a su favor. La mayoría habría aceptado la herencia sin más y se habría cruzado de brazos. Al fin y al cabo, el crimen no tuvo nada que ver con él.

La imagen que se había formado Phyllida de Lucifer mejoró con le reflexión suscitada por aquel comentario. Nunca se le había ocurrido que no fuera a perseverar en la persecución del asesino, pero Basil estaba en lo cierto. La mayoría de los hombres se habría encogido de hombros sin hacer nada. Hasta el mismo Basil habría asumido tal actitud, pese a que de todos sus pretendientes era el de mayor fibra moral.

En ningún momento había puesto en duda la resolución de Lucifer. Había calificado a Horacio de amigo y ella había interpretado que tenía en alta estima la amistad. Así sucedía con la clase de hombres a la que pertenecía, los hombres de honor. Ella, en cambio, no estaba obrando de forma muy honorable en esos momentos, se reprochó. Estaba atrapada entre las garras de un dilema originado por una promesa, condenada tanto si actuaba de una forma como de la contraria.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo lady Huddlesford?

Phyllida respondió lo que sabía al respecto. Charlar con Basil siempre era monótono, puesto que no había posibilidad de sorpresa. Los temas mundanos eran su especialidad, pero él al menos era inofensivo.

Aquello cambió cuando Cedric acudió a la carga, casi a la manera de un toro. Su corto cuello contribuyó a hacerla concebir tan poco halagadora comparación.

—Vamos, tienes que hablar con mamá. —Cedric la agarró por el codo—. Está en la chaise longue.

Phyllida no se movió.

—¿Acaso ha solicitado lady Fortemain hablar conmigo?

—No —reconoció Cedric—, pero siempre le complace hablar con usted.

—Claro. —Basil adoptó una expresión tan altanera como la de su hermana—. Pero la señorita Tallent tal vez prefiera hablar con alguien que de verdad desee hablar con ella.

«La señorita Tallent preferiría una sala vacía», pensó Phyllida y sonrió para sus adentros.

—Cedric, ¿qué hiciste el domingo por la mañana?

—¿El domingo? ¿Mientras asesinaban a Horacio?

—Sí. —Phyllida aguardó. Cedric era una persona directa, ajena a las sutilezas.

El terrateniente miró un instante a Basil y después a Phyllida.

—Estaba revisando las cuentas. —Hizo una pausa—. En la biblioteca.

—¿Así que estuviste en la biblioteca de Ballyclose toda la mañana?

—Sí. Desde que mamá se fue hasta que volvió.

—O sea, que no pudiste haber visto nada —concluyó ella con un estudiado suspiro.

—¿Haber visto qué?

—Pues lo que había que ver. El asesino tuvo que huir de alguna manera, ¿no crees? Y tú estabas en la iglesia —dijo a Basil. Posó alternativamente la mirada en ambos—. Los dos tenéis jornaleros que podrían haber estado fuera… ellos o sus hijos. Papá agradecería mucho cualquier información.

—No se me había ocurrido —repuso, muy tieso, Basil—. Mañana les preguntaré.

—Yo también —gruñó Cedric.

—Si me excusáis, tengo que hablar un momento con Mary Anne.

Phyllida los dejó mirándose con ceño. Si alguno de sus criados había visto algo de interés, podría estar segura de que lo averiguarían y acudirían a depositar el dato a sus pies. Pero había entrevisto a Mary Anne y quería hablar con ella, aunque esta la rehuía. Aparte de perseguirla por el salón, poco más podía hacer. Robert había regresado a Exeter. Se paró a observar a los invitados, sopesando a quién más podía reclutar para la causa. ¿Serviría de algo recabar la colaboración de las damas del pueblo?

—Señorita Tallent. Esperaba una oportunidad para hablar con usted.

Phyllida se volvió y se encontró con Henry Grisby.

—Buenas noches, Henry. —Reprimió un suspiro; hasta ese momento había logrado esquivarlo.

Él le dedicó una reverencia.

—Mi madre le manda saludos. Oyó hablar de la receta de tarta de grosella que les dio a las señoritas Longdon y pregunta si tendría la amabilidad de proporcionársela también a ella.

—Por supuesto.

Phyllida añadió la solicitud a su lista mental. Receta de jarabe para la tos para la señora Farthingale; hablar con Betsy Miller, una de las arrendatarias de Cedric, que según creía lady Fortemain estaba pasando apuros; receta para la señora Grisby; cartas para Mary Anne; un asesino para Lucifer.

Henry intentó atraerle la mirada.

—Mi madre se sentiría muy honrada si viniera a vernos a Dottswood.

Phyllida lo miró a los ojos y él apartó la vista.

—No creo que sea conveniente, Henry. —Él se sentiría muy honrado, pero la señora Grisby no.

—Pues a Ballyclose y Highgate sí va —señaló él con tono ofendido.

—Para visitar a lady Fortemain y a la anciana señora Smollet, que me conocen desde que nací.

—Mi madre ha vivido aquí toda la vida también.

—Sí, pero… —Buscó una manera educada de explicar que en esos momentos no gozaba de la estima de la señora Grisby. Esta, que raras veces salía de Dottswood Farm y por lo tanto tenía una imagen de la vida del pueblo condicionada por Henry, se oponía de forma radical a que su hijo se casara con Phyllida. Al ser su madre, no se le había ocurrido que Phyllida tuviera el mismo punto de vista que ella. Al final optó por decirlo sin tapujos—: Sabes muy bien que tu madre no se alegraría de que fuera.

—Sí se alegraría si usted aceptara mi proposición.

Otra mentira.

—Henry…

—No… escuche. Tiene veinticuatro años. Es una buena edad para que una mujer se case…

—Mi primo me informó precisamente ayer de que a los veinticuatro años estoy ya para vestir santos. —Ya puestos, podía darle alguna utilidad a Percy.

—Ese tiene corcho en la cabeza.

—Lo que no acabáis de entender, ni tú, ni Cedric ni Basil, es que pienso seguir tal como estoy. Me gusta estar conmigo misma. No voy a casarme ni contigo ni con Cedric ni con Basil. Si pudierais verme como una solterona todo sería más sencillo.

—Pamplinas.

—Como quieras —suspiró Phyllida—. Algún día lo entenderás.

—Ah, señor Grisby.

Lucifer ya estaba casi a su lado. La miró a los ojos y a ella la recorrió un hormigueo. Después posó la vista en Grisby y sonrió… como el leopardo que observa a su siguiente presa.

—Tengo entendido —comentó— que ha estado utilizando los pastos de algunos campos de Colyton Manor.

Henry asintió con rigidez, aunque era evidente que habría preferido poner mala cara.

—Tengo parte del rebaño en algunos campos de arriba.

—¿Los que dan a los prados de la ribera? Ya veo. Y dígame, ¿con qué frecuencia cambia de pasto al ganado?

Pese a la resistencia de Henry, Lucifer obtuvo la información de que la última rotación del rebaño había tenido lugar el sábado. El domingo, tanto Henry como su pastor habían estado trabajando en las cuadras. Las preguntas fueron lo bastante indirectas como para que Henry no advirtiera su intención.

De todos modos echaba chispas por los ojos. No había manifestado mucha alegría ante la noticia de que Lucifer iba a ser un nuevo miembro de su reducida comunidad. Las dagas visuales de Henry rebotaban, sin embargo, de manera inofensiva contra la encantadora coraza de Lucifer.

—No sé, señorita Tallent —dijo—, si podría disponer un momento para hacerme partícipe de sus conocimientos sobre el pueblo. Es una cuestión sobre tradiciones. Estoy seguro de que el señor Grisby sabrá excusarnos.

Sin otra alternativa, Henry presentó una reverencia un tanto acartonada al tiempo que aplicaba una excesiva presión a los dedos de Phyllida. Liberando la mano, esta la posó en el antebrazo de Lucifer, que echó a andar con desenvoltura.

—¿Sobre qué quería pedirme opinión?

—Era una estratagema para alejarla de Grisby —repuso sonriente.

—¿Por qué? —inquirió ella, sin saber si sentirse molesta o alegrarse.

—He pensado que quizá le viniera bien tomar un poco el aire —explicó él, deteniéndose ante la puerta de la terraza.

Tenía razón. Fuera el aire de la noche era magnífico, tibio y cargado de aromas. Las terrazas de Ballyclose, que rodeaban la casa por tres de sus lados, eran amplias y agradables. Lucifer y Phyllida se pusieron a pasear disfrutando del crepúsculo.

—¿Son muchos los que no fueron a la iglesia el domingo? —preguntó ella.

—Más de los que pensaba. Coombe, Cedric, Appleby, Farthingale y Grisby, y esos son sólo los que están aquí esta noche. Si contara a los que no pertenecen a la clase alta, la lista sería más larga, pero voy a concentrarme en la gente del nivel social de Horacio.

—¿Porque el asesino lo atacó desde muy cerca?

—Exacto. Lo más probable es que fuera alguien con quien mantenía trato.

—¿Por qué ha querido hablar con Pommeroy? Creía que había acompañado a lady Fortemain a la iglesia.

—Así es. Quería preguntarle si había hablado con Cedric o Appleby al volver. Parece que ambos estaban fuera.

—¿Fuera? —Phyllida aminoró el paso y lo miró.

—¿Qué ocurre?

—He sugerido a Cedric y a Basil que preguntaran a sus jornaleros si habían visto al alguien por los alrededores el domingo por la mañana —explicó, deteniéndose.

—Buena idea.

—Sí, pero mientras hablábamos del domingo, Cedric ha afirmado que estuvo en la biblioteca toda la mañana y que seguía allí cuando regresó su madre.

Lucifer la miró a los ojos antes de encogerse de hombros.

—Es posible que tanto Cedric como Pommeroy estén diciendo la verdad. Cedric podría haber salido después de oír que volvía su madre, pero antes de que Pommeroy fuera en su busca.

—Sí, claro —asintió con alivio Phyllida.

—¿Cómo se llama el encargado de las caballerizas de la casa? —preguntó él cuando reanudaron el paseo.

Phyllida sintió la presión de la sospecha en el pecho. Pero él tenía razón. Había que asegurarse de que no había sido Cedric.

—Todd. Si Cedric se hubiera llevado un caballo él lo sabría.

—Hablaré con él, mañana quizá.

Phyllida guardó silencio. La gravedad del crimen se presentaba con mayor crudeza. Sería terrible para el pueblo que el asesino fuera uno de ellos. Y más horrible sería aún que tal sospecha se confirmase, sin que llegaran a descubrirlo.

—Está decidido a encontrar al asesino de Horacio, ¿verdad?

—Sí.

Una sola palabra, sin adornos. No los necesitaba.

—¿Por qué? —preguntó ella sin mirarlo.

—Ya me oyó cuando se lo expliqué a su padre.

—Sé lo que le dijo a papá. —Dio unos pasos más antes de agregar—: Pero no creo que le expusiera todos los motivos.

Su mirada resbaló sobre su cara, punzante, sin resto de hilaridad.

—Es usted una mujer sumamente perseverante.

—Si su segundo nombre fuese Tentación, el mío sería Perseverancia.

Lucifer soltó una carcajada.

—De acuerdo. —Se detuvo y la miró a la cara. Ella enarcó una ceja y dio media vuelta para regresar al salón. Él se acopló a su paso—. No sé si podré explicarlo con claridad, de una manera que parezca racional. Es como si Horacio fuera mío, una parte de mí, algo que quedaba bajo mi protección, aunque en realidad no fuera así. Su asesinato ha sido como si me hubieran arrebatado algo por la fuerza. —Calló un instante—. Mis antepasados conquistaron este País… quizá lata en mí alguna vena primitiva que no se ha apagado del todo. Si alguien hubiera osado arrebatarles a ellos a uno de los suyos, la venganza y la justicia habrían sido la consecuencia inexorable. ¿Resulta comprensible? —preguntó al cabo de un momento.

—Totalmente.

Si los antepasados de él habían conquistado el territorio, los suyos lo habían civilizado. El asesinato de Horacio violaba su código de la misma manera que el de Lucifer. Comprendía sus sentimientos a la perfección. Los compartía, incluso. Se quedó mirando al frente y respiró hondo.

—Tengo que contarle algo. —Se volvió hacia él.

—¡Ah, aquí está, señor Cynster! —Yocasta Smollet se acercaba a ellos como un remolino de rígida seda y plumas—. Todos nos preguntábamos dónde se había metido. ¡Qué mala, Phyllida, monopolizando todo su tiempo!

Phyllida retuvo un suspiro, consciente de la animadversión con que la mujer había pronunciado aquel reproche.

—Ya volvíamos al salón…

—¡No, no! —clamaron unas voces—. Es más agradable aquí fuera, ¿no le parece, señorita Longdon?

Phyllida se giró hacia las puertas acristaladas y vio a las hermanas Longdon, que salían a la terraza seguidas de la señora Farthingale y Pommeroy. Otros se sumaron a ellos, produciendo un apiñamiento del que brotaron exclamaciones de sorpresa por lo agradable de la noche.

Phyllida lanzó una breve mirada a Lucifer, que no dejó de advertirla. «¿Más tarde?», fue la muda respuesta que él le transmitió. Phyllida asintió casi imperceptiblemente. Tampoco importaba demasiado si se lo contaba esa noche o al día siguiente.

Caminaba entre los invitados, en busca de su padre, cuando alguien la agarró del brazo y tiró de ella sin miramientos.

—¡Por favor, Phyllida, por favor! Dime que las has encontrado.

Se volvió y vio cómo Mary Anne perdía la compostura.

—No las has encontrado, ¿verdad?

Tomándola del brazo, Phyllida la condujo a la zona de penumbra contigua a la casa.

—¿Por qué estás tan asustada? Sólo son cartas. Ya sé que te encuentras en un aprieto por ellas, pero no ocurrirá nada terrible si alguien las descubre antes que yo.

—Tú lo dices porque no sabes lo que contienen —adujo Mary Anne tras tragar saliva.

Phyllida enarcó las cejas y aguardó. No estaba segura, pero le pareció que su amiga se ruborizaba.

—No… no puedo decírtelo. De veras que no. He tenido… —hablaba con tanta precipitación que se le trababa la lengua— he tenido una idea horrorosa. —Aferró las manos de Phyllida—. ¡Si el señor Cynster las encuentra se las dará a Crabbs!

—¿Y por qué iba a hacerlo?

—Crabbs es su notario. ¡Lo conoce!

—Sí, pero…

—E incluso si sólo se las da a papá, entonces papá las enseñará al señor Crabbs. Se vieron en la granja anoche. ¡Sabes muy bien que papá haría cualquier cosa para impedir que me case con Robert!

Phyllida no podía llevarle la contraria en aquella última afirmación.

—De todas maneras, no veo cómo…

—¡Si Crabbs lee las cartas, despedirá a Robert del despacho! ¡Y si Robert no acaba la formación nunca podremos casarnos!

Phyllida comenzaba a tener una ligera idea del posible contenido de las cartas. Le habría gustado poder asegurarle a Mary Anne que el asunto no era tan grave, y menos aún comparado con un asesinato. Por desgracia, ella misma estaba insegura con respecto a las consecuencias que pudieran tener las revelaciones, en especial en lo tocante al señor Crabbs.

—¡Tienes que recuperar esas cartas! —exigió Mary Anne.

Phyllida reparó en su cara, en sus enormes ojos inundados hasta tal punto de pánico que incluso era perceptible en la oscuridad.

—De acuerdo. Lo haré. Es que todavía no he localizado ni siquiera el escritorio. Abajo no está, así que tendré que esperar a que surja una ocasión de ir a los pisos de arriba.

Mary Anne se apartó, volviendo a asumir con esfuerzo su expresión habitual.

—No se lo contarás a nadie, ¿verdad? No soportaría no poder casarme con Robert.

Phyllida titubeó. Su amiga esperaba con ansiedad.

—No lo diré —prometió con un suspiro.

Mary Anne esbozó una patética y débil sonrisa.

—Gracias. —Abrazó a Phyllida—. Eres una amiga de verdad.