LAS emociones suscitadas por el incidente de la terraza tardaron en disiparse. Ya avanzada la noche, con la luna alta en el cielo, Lucifer se paseaba frente a la ventana de su dormitorio.
Al día siguiente se instalaría en Colyton Manor y comenzaría a investigar el asesinato de Horacio con mucha más aplicación. El homicidio se había producido el domingo por la mañana. El día siguiente sería martes. La primera oleada de asombro y conjeturas habría cedido; la gente habría tenido tiempo para pensar y, con suerte, recordar.
Se detuvo a mirar por la ventana. La luna se liberó de unas deshilachadas nubes para brillar con todo su esplendor; la noche era un caldero de cambiantes sombras removidas por la pálida luz.
Alguien abandonó la casa y echó a andar con paso decidido por el prado posterior. El hombre (¿o era un joven?), llevaba sombrero. De largas piernas enfundadas en pantalones y botas, y ataviado con chaqueta larga de montar, caminaba con gracia y soltura. ¿Sería Jonas?
Ya cerca del bosquecillo de arbustos, el individuo aminoró el paso, indeciso.
Aquel instante de vacilación hizo caer la venda de los ojos a Lucifer.
—Pero ¿qué demonios…?
No aguardó a hallar una respuesta. Decidió seguirla para ver adónde iba y por qué, pero su presa ya se había adentrado en el bosque. Habría apostado a que se dirigía a la mansión. Ella sabía que él iba a fijar su residencia allí al día siguiente. No obstante, de pronto torció a la izquierda del camino principal para tomar otro que desembocaba en el pueblo.
Fue tras ella apretando el paso para acortar distancias. Dado que el sendero serpenteaba entre árboles, era fácil perderla. Andaba cabizbaja, al parecer absorta en sus pensamientos.
El camino se convirtió en un callejón flanqueado por casitas que desembocaba en la calle principal. Sin pausa, Phyllida lo atravesó y comenzó a subir una cuesta. Lucifer se rezagó para no acercarse demasiado. La subida era en terreno abierto y entonces él ya no abrigaba dudas acerca del destino de Phyllida: la iglesia.
Aquella peculiar conversación con el párroco le volvió a la memoria. ¿Qué diantres ocurría?
Al llegar al cementerio, vio una tenue luz en la puerta lateral del templo. Valiéndose de las lápidas para esconderse, se fue acercando, con mayor cautela que antes.
Phyllida ya no estaba sola.
Junto al sendero que conducía a la puerta se erguía una alta lápida; al amparo de su sombra, Lucifer espió a Phyllida, que se encontraba junto a Filing en el angosto pórtico. Ambos sostenían libros de contabilidad, en los que realizaban anotaciones que de vez en cuando comparaban.
Lucifer posó los ojos en el sendero que bordeaba el cementerio, cuya puerta quedaba sumida en la oscuridad. Forzando la vista, atisbo unas siluetas que se movían más allá. Después, estas salieron de las sombras y se dirigieron hacia la iglesia: eran hombres cargados de barricas, cajas y bultos. Cuando se hallaron más allá de su escondite, Lucifer reparó en que Phyllida controlaba todas las cajas y barriles, al tiempo que hablaba en voz baja con los recién llegados y con Filing.
Después los hombres llevaron el cargamento al interior de la iglesia.
Lucifer se dejó caer pesadamente contra la lápida. ¿Se trataría de contrabando? ¿La hija del juez de la zona liderando una banda de contrabandistas, ayudada por el párroco del pueblo? Costaba de creer, sobre todo tomando en cuenta lo que sabía acerca de la hija del juez.
Phyllida cotejaba cada uno de los productos que pasaban por la puerta de la iglesia con la lista que sostenía. A su lado, Filing iba anotando los nombres de los hombres y la carga que cada uno transportaba. Uno de ellos, Hugey, le presentó un bulto para que lo inspeccionase.
—Ya casi hemos acabado.
—Estupendo —dijo Phyllida—. Ya se puede bajar esto.
Hugey asintió y se alejó con paso pesado hacia las escaleras de la cripta.
—Es el último de la noche —señaló Osear, otro fornido hombretón, mientras posaba una barrica en el escalón.
Phyllida examinó las marcas del barril.
—¿Una noche tranquila y sin percance?
—Pues sí, de las que me gustan —confirmó él, cargándose la barrica al hombro—. Descargo esto y luego nos vamos.
Phyllida cerró el libro y se volvió hacia Filing.
—Todo está funcionando a la perfección —se congratuló este.
—Gracias a Dios. —Phyllida se encaminó a las escaleras de la cripta—. Quiero pasar esto al libro de cuentas.
Oscar y Hugey volvieron a salir y, tras despedirse de ellos, fueron a reunirse con los demás. Después se dispersarían en silencio, devolverían los ponis a sus respectivos establos y regresarían a sus casas. Phyllida se dispuso a bajar a la cripta, calculando que le faltaba alrededor de una hora para poder hacer lo mismo.
—Los próximos días voy a estar bastante ocupada seguramente, así que pondré al día todas las cuentas y calcularé por adelantado los pagos. De esta forma, en cuanto reciba el dinero, puede distribuirlo entre los hombres sin tener que consultarme.
—Buena idea. —Filing repasó la cripta con la mirada—. Voy a comprobar que todo está en su sitio.
Ella se dirigió al sarcófago que utilizaba a modo de escritorio. Adosado a la pared, disponía de varias hornacinas encima, esculpidas tal vez para acoger ofrendas. Albergaban entonces un juego de libros de contabilidad y el material de escritorio necesario para llevar las cuentas. Al lado había un taburete de madera en el que tomó asiento. Después de trasladar la lámpara que habían dejado sobre el sarcófago hasta lo alto de una pila de cajas y cerciorarse de que proyectaba una luz aceptable en su improvisado pupitre, se enfrascó en el trabajo.
Tras ella, Filing se movía entre las hileras de mercancías que casi llenaban la cripta. Phyllida transcribía números y a continuación efectuaba los cálculos. Oyó el ruido de algo que se deslizaba por la piedra, pero al mirar las escaleras no vio a nadie. Luego Filing surgió de una de las hileras, concentrado en contar las cajas. Cuando se adentró en la siguiente, Phyllida volvió a centrar la atención en las cuentas.
Al cabo de quince minutos Filing se acercó y dijo:
—Todo está en orden. No creo que Thompson y yo tengamos dificultad para organizar la próxima entrega.
—Perfecto. Yo me quedaré un poco más. Buenas noches.
—No me gustaría dejarla aquí a estas horas, sola… —objetó Filing.
—No se preocupe.
Phyllida rechazó con una confiada sonrisa el ofrecimiento, pese a que por primera vez en la vida no estaba segura de que le apeteciera estar sola, de noche y lejos de su casa. Pero no estaba dispuesta a dejar entrever al cura su miedo infundado.
—No me pasará nada y, para ser sincera, trabajo más deprisa en completo silencio. Si cierra la puerta de la iglesia no habrá ningún peligro. Seguramente terminaré dentro de un cuarto de hora.
Filing titubeó, aunque reconoció que ella estaba en lo cierto. ¿Quién iba a subir a la iglesia a esas horas de la noche?
—Bueno… si está segura…
—Sí, lo estoy.
—En ese caso, buenas noches.
—Buenas noches.
Phyllida volvió a centrarse en las cuentas. Mientras corregía una cifra, la luz del párroco fue menguando. Al cabo de un momento lo oyó en las escaleras y después sonó el ruido de la puerta al cerrarse.
Estaba sola.
En silencio, con absoluta concentración, terminó de realizar las sumas en cinco minutos y luego pasó a calcular y anotar las cantidades que había que pagar a los hombres. Al cabo de otros cinco minutos irguió la cabeza para repasar, satisfecha, su trabajo.
En el papel se recortó una sombra.
Ella se volvió ahogando un grito.
Lucifer se hallaba de brazos cruzados junto a la lámpara, con sus oscuros ojos azules entornados. Ella se quedó mirándolo, pasmada.
—¿Querrá explicarme de qué va todo esto? —preguntó él.
Ella respiró hondo e intentó componer un gesto severo.
—No. Y si me permite, le sugeriré que, dada su intención de residir en este pueblo, valdría más que no vaya por ahí de noche dando sustos de muerte a sus habitantes.
Aunque había iniciado la réplica con parsimonia, las últimas palabras sonaron muy agudas. Encarándose hacia el libro, puso todo su empeño en respirar. Después tomó un papel secante y lo aplicó a las cuentas.
—Puede que se haya asustado un poco —contestó él al cabo de un momento—, pero no parece muerta de miedo. Y de todas maneras me dirá qué está ocurriendo aquí, porque sabe muy bien que no la dejaré en paz hasta que lo haga.
Lo sabía: aquel hombre no se daba por vencido fácilmente. Por otra parte, no había razón para que no conociera la verdad, sobre todo si iba a quedarse en Colyton.
—Dirijo una empresa de importación.
—¿Así llaman ahora al contrabando? —inquirió Lucifer tras una leve vacilación.
—Todo es legal. —Rebuscó en una hornacina, y extrajo una hoja impresa que le tendió.
—Compañía Importadora de Colyton —leyó él—. ¿Una empresa de importación en toda regla que opera a altas horas de la noche? —Su incredulidad era patente.
—No hay ninguna ley que lo prohíba —señaló ella con altanería.
Alargó la mano para coger la lámpara, pero él se le adelantó y, tras dejar el papel encima del sarcófago, le indicó que se dirigiera a las escaleras. Con porte altivo, ella lo precedió. Mientras subían, él fue tomando conciencia del balanceo de sus caderas. Los últimos escalones los ascendió con precipitación, y aun así él se situó a su lado de una zancada. Phyllida cerró la trampilla de la cripta en tanto él apagaba la lámpara y la dejaba a un lado. Después salieron juntos a la oscuridad de la noche.
Tras cerrar la puerta del cementerio, él la miró a la cara.
—Bien, ahora explíquemelo.
Phyllida echó a andar. Él se situó a su lado como una oscura presencia, más confortadora que inquietante. Tuvo el buen tino de no repetir la orden, porque en ese caso ella probablemente no hubiera obedecido.
—En esta costa abunda el contrabando. Siempre ha habido contrabandistas que han traficado con mercancías sometidas a elevados impuestos o, en tiempos recientes, prohibidas debido a la guerra con Francia. El final de la guerra representó la reanudación del comercio con ese país, de tal forma que los productos antes prohibidos pudieron volver a importarse sin traba.
Dejando atrás el cementerio, prosiguieron pendiente abajo.
—Casi de un día para otro, el contrabando dejó de ser rentable. Vender las mercancías llegadas de contrabando perdió su interés puesto que los comerciantes podían comprarlas de manera legal a precios razonables, así que se perdió el incentivo para correr riesgos. La mayoría de los contrabandistas son trabajadores del campo que recurren al tráfico nocturno para complementar sus ingresos y mantener a sus familias. De repente, esa entrada de dinero cesó y con ello se vio comprometida la estabilidad económica de toda la región.
Tras cruzar la calle principal se adentraron por el callejón. Phyllida aguardó hasta hallarse en el bosque antes de continuar la explicación.
—La única manera que vi de ayudar fue fundar la Compañía Importadora de Colyton. Papá está al corriente de todo. Es totalmente legal. Pagamos los impuestos en la oficina de Exeter. El señor Filing es un recaudador acreditado.
Él la seguía de cerca, escuchando con la cabeza gacha. Ella lo miró un instante y vio que sacudía la cabeza.
—Contrabando legalizado. ¿Y usted lo organizó todo?
—¿Quién si no? —repuso con un encogimiento de hombros.
Una respuesta lógica, pensó Lucifer, que no obstante conllevaba otra pregunta.
—¿Y qué saca de todo esto? —Aunque era una impertinencia, quería saberlo.
—¿Qué saco? —repitió ella, desconcertada. Se paró un instante a mirarlo y volvió a ponerse en marcha—. Tranquilidad de espíritu, supongo.
Él había esperado algo distinto. Excitación, emoción, algo por el estilo, pero… ¿tranquilidad de espíritu?
—No hay más que contemplar qué alternativa existe al contrabando en esta zona —añadió ella con dureza—. Estamos a tres kilómetros de una costa plagada de arrecifes y bancos de arena.
—¿Naufragios?
—Eso es lo que ocurría antes. Yo no estaba dispuesta a que volviera a ocurrir, no con los hombres de Colyton.
Aun en la oscuridad, aquella muchacha irradiaba determinación. Él comprendió lo de la tranquilidad de espíritu.
—De modo que para evitarlo, montó una empresa legal. —No era una pregunta sino una afirmación, cargada de sorpresa y admiración.
—Sí.
Caminaron en silencio mientras él asimilaba aquello.
—Pero ¿por qué trabajan de noche?
Ella resopló con condescendencia.
—Pues para que parezca que los hombres todavía se dedican al contrabando, claro.
—¿Y eso es importante?
—Para ellos sí —repuso con resignación—. Aparte de mí, sólo papá, el señor Filing, Thompson y los hombres implicados (y ahora usted) sabemos que el negocio es legal. En nombre de la empresa, yo organizo los encuentros con los barcos. Casi todos los capitanes franceses están contentos de descargar sin tener que atracar en un puerto inglés. Los hombres acuden al punto de reunión y luego llevan la mercancía hasta la iglesia.
—Y allí la almacenan en la cripta.
—Así es.
—¿Y después?
—El señor Filing lleva las facturas firmadas a la oficina de impuestos, donde paga las cantidades pertinentes y después vuelve con los certificados sellados. Thompson no está implicado con el desembarco, pero su hermano Oscar es el cabecilla de la banda. Una vez que Filing dispone de los certificados, los hombres regresan una noche para cargar las mercancías en la carreta de Thompson. Al día siguiente, este las lleva a Chard, donde la empresa tiene un acuerdo con uno de los principales comerciantes de la población. Él vende los productos a comisión y las ganancias revierten en el señor Filing, quien luego paga su parte a los hombres. Eso es todo.
—Pero ¿por qué fingen dedicarse aún al contrabando?
—Fingen seguir siendo miembros de la hermandad más que nada por orgullo. Aunque se han acostumbrado a disfrutar de unos ingresos regulares y una existencia libre de cualquier amenaza por parte de la tesorería, la aureola gloriosa del contrabando está muy arraigada en este territorio y no quieren que se sepa que ya no participan en él ni corren riesgo alguno. En la región quedan todavía algunas bandas de contrabandistas en activo. La que opera al oeste de Beer es casi legendaria.
Caminaba con la mirada fija en el suelo.
—Cuando propuse fundar la empresa, fueron tajantes en exigir que se mantuviera en secreto la legalidad de la operación. Para que aceptasen tuve que acceder a que continuaran actuando como contrabandistas. —Le lanzó una breve ojeada que él intuyó burlona—. El ego masculino es de lo más patético.
Lucifer sonrió pensando que ella salía noche tras noche para preservar aquellos egos masculinos. Miró y alcanzó a discernir el bosquecillo de Grange en medio de la oscuridad.
¡Crac!
Él reaccionó al instante, agarrando a Phyllida para arrojarse con ella a un lado.
Un largo crujido y el ruido de desgarramiento de raíces y tierra siguieron a su caída. En cuestión de segundos, un árbol seco se desplomó con estruendo sobre el tramo del camino por donde acababan de pasar. Una esquelética rama atrapó las botas de Lucifer, que se liberó con un pataleo.
Se había lanzado contra el borde en pendiente del sendero, con Phyllida abajo a fin de protegerla con su cuerpo. Habían aterrizado encima de una estrecha repisa. Lucifer se volvió despacio para cerciorarse de su estado. Ella perdió el apoyo que él le prestaba y, ahogando un chillido, cayó encima de él, hincándole el hombro en el pecho.
Viendo su mueca de dolor, él giró sobre sí, de tal modo que acabaron de cara, con los labios y ojos separados por escasos centímetros. Se quedaron paralizados, esperando… pensando…
Lucifer se dispuso a abrazarla, pero se contuvo. Percy la había violentado hacía sólo unas horas tratando de imponerle sus atenciones por la fuerza. Pese a su deseo de estrecharla, de retenerla, no quería recordarle a Percy para nada.
La cara de ella era un pálido óvalo que no lucía su habitual máscara de serenidad sino una cuidadosa ausencia de expresión. Lo miraba a la cara, titubeando, barajando posibilidades… Él sabía qué posibilidad le habría gustado que barajase, qué motivo habría deseado para su titubeo.
—Me parece que me merezco una recompensa por esto —susurró con voz ronca.
Phyllida lo observó mientras trataba de serenarse. Él tenía las manos posadas en su cintura, pero sin aferraría. Ella estaba tumbada encima de él, que yacía pasivo debajo. Si sabía que era infinitamente más peligroso que Percy, ¿por qué se sentía entonces mucho más segura, prácticamente en sus brazos, tumbada encima de él, a solas en un bosque en plena noche?
Era un enigma que tendría que resolver. De todas formas, no lo lograría en ese momento, con aquella oscura mirada fija en sus ojos, con la dura calidez de aquel cuerpo debajo de ella, amenazando con rodearla de la manera más tentadora.
Se merecía una recompensa, desde luego. De haber ido sola, se habría parado a mirar y seguramente habría acabado lesionada, o muerta incluso. Se merecía una recompensa, y ella sabía muy bien lo que él ansiaba recibir. Su anhelo se revelaba en el brillo de los ojos, en la tensión del cuerpo, que emitía casi un murmullo perceptible de deseo. Como por voluntad propia, la lengua de Phyllida asomó a sus labios y los humedeció, dejándolos entreabiertos.
Él bajó la mirada. Con el pulso concentrado en los labios, ella aguardó… La mirada regresó a los ojos. La miró con fijeza antes de enarcar una ceja. «Puede tener toda la osadía que quiera…». Sus anteriores palabras resonaron en la memoria de ella. Su auténtico significado, el que le había atribuido él con su profunda voz de arrullo, tan seductora, se le presentó con prístina claridad. Abandonando toda duda, Phyllida le enmarcó la cara con las manos y posó los labios en los suyos.
Los sintió como la vez anterior. Vivos, firmes, tentadores, originaban un hormigueo en los suyos. Ella lo besó y él le devolvió el beso, correspondiendo a su presión pero nada más. Volvió a besarlo y se reprodujo lo mismo. Era ella la que controlaba. Una parte de sí trató, alarmada, de recordarle cuán peligroso era aquel hombre, mientras el resto de su persona exultaba ante aquellas posibilidades imprevistas. Había tantas cosas que siempre había deseado conocer, tantas sensaciones que había anhelado experimentar…
Le recorrió el labio inferior con la lengua y él entreabrió obedientemente la boca. Se aventuró en su interior y de inmediato se perdió en un deleitoso festín de delicias. Pasaba de una a otra y volvía otra vez. Cuanto pedía, él se lo concedía; adondequiera que se lanzaba, él la seguía. La textura de su lengua contra la suya, la ardiente humedad del beso, eran aún nuevas para ella. Tras deleitarse en cada placer inédito, se aplicaba, confiada y segura, en la exploración de otro.
Lucifer la dejaba obrar a su antojo. Debía concentrarse para mantener su pasividad, dado que siendo ella una mujer madura de veinticuatro años, el desarrollo de los besos parecía reclamar algún movimiento o torsión. Por fortuna, ella misma le proporcionó también una distracción. Su ingenuidad, unida a su insaciable curiosidad, le llevaron a preguntarse qué habían estado haciendo durante aquellos últimos seis años los caballeros de la localidad. Solicitar la ayuda de la joven, por lo visto. Lo que era seguro era que no la habían besado, o en todo caso, no como ella se merecía.
Tenía veinticuatro años… las tibias prominencias que le rozaban el pecho de forma tan seductora, el cálido peso de las caderas encima de su cintura, los largos muslos a horcajadas sobre sus caderas… Interrumpió en seco aquel curso de pensamientos y volvió a centrarse en sus ávidos labios, en satisfacerla, a ella y a sí mismo.
Tuvo la impresión de que lo habían logrado con éxito cuando por fin Phyllida levantó la cabeza.
Lo miró, con el corazón palpitante. Su piel y todos sus nervios habían cobrado vida; tenía una intensa conciencia del cuerpo de él y del suyo propio, de la potencia masculina que irradiaba y que no obstante controlaba sin esfuerzo. Pese a que la rodeaba, no se sentía atrapada ni repelida. Era más bien como si la atrajera su hondura.
Su segundo apellido podría haber sido Tentación.
Torció el gesto y se agitó, sólo un poco.
—Déjeme levantarme.
—Si no la tengo sujeta —repuso él con un esbozo de sonrisa.
Se quedó mirándolo mientras el rubor teñía sus mejillas. Por más que la quemaran, las manos posadas en su cintura no la aferraban. Trató de apartarse, de despegarse de él. Los dedos incrementaron levemente la presión cuando él mismo la levantó.
Ya erguida, se arregló la ropa, se caló el sombrero y luego, sin dedicarle más que una somera mirada para confirmar que estaba de pie, echó a andar hacia la casa.
Lucifer la siguió, tomando la precaución, pese a la oscuridad, de no sonreír con aire triunfal. Recorriendo el bosquecillo a corta distancia de ella, experimentaba una exultante sensación, no tan sólo de victoria. Se sentía honrado de una manera curiosa, como si le hubiera sido concedido algo de tal valor que las palabras no alcanzaban a definirlo. En cierto modo, ella lo había distinguido con un grado de confianza que no había otorgado a ningún otro hombre.
Él la había animado a hacerlo, desde luego, pero no se trataba de algo que hubiera podido imponerle. Complacido como pocas veces consigo mismo, y con ella, salió al prado posterior de la casa. Había confiado en él de un modo que suscitaba buenos augurios para su plan, un plan que era de lo más sencillo. Ella sabía algo en relación con el asesinato de Horacio y además era una mujer sensata e inteligente. El único motivo por el que no se lo había contado era porque todavía no acababa de fiarse de él. Una vez que supiera más acerca de él y estuviera convencida de que era una persona honorable, le revelaría su secreto.
Sonriendo, se situó a su lado.
El siguiente pensamiento surgió por sí solo, inoportuno, y destruyó su triunfo, dejándole un sabor amargo en la boca. ¿Acaso él era mejor que los otros que la cortejaban, no movidos por un auténtico deseo sino por el afán de algo que ella podía darles?
La pregunta se le adhirió al cerebro. La sensual evocación de su cuerpo encajado encima del suyo vino a superponerse a ella. Con la mandíbula apretada, ahuyentó tanto el recuerdo como el interrogante.
La casa se alzaba ante ellos, silenciosa y tranquila. Sin hablar, entraron y fueron por separado a pasar lo que restaba de noche.