Capítulo 5

PHYLLIDA sabía por qué la había besado. No era un ogro, no era su enemigo: era un redomado seductor. Aun siendo una novata en aquel terreno, sabía que la había besado para ponerla nerviosa, para debilitar su resolución de no contarle todo lo que sabía. Ella le había preguntado por qué, pero conocía la respuesta de antemano.

Sentada en el segundo banco, miró hacia la nave, donde se encontraba Lucifer, impasible mientras Cedric leía ante el atril. Covey se mantenía cabizbajo a su lado; un poco más allá, la señora Hemmings sollozaba cubriéndose la cara con un pañuelo, mientras su marido trataba de consolarla con cariñosos toquecitos en el brazo. Con una palidez extrema, Bristleford miraba más allá del altar. En tanto que el resto de los asistentes habían perdido a un amigo o un vecino, Covey, los Hemmings y Bristleford lamentaban la desaparición de un amo al que querían, sin saber cómo iban a ganarse en adelante la vida.

Phyllida volvió a observar a Lucifer. Pese a su inexpresividad, no halló dificultad en leerle el pensamiento. En aquel momento estaba centrado en el féretro situado frente al altar, ornado por los haces de luz que se filtraban a través de las vidrieras. Sin embargo, no pensaba en Horacio sino en quien lo había puesto en aquel ataúd.

Se volvió hacia delante. Mientras Cedric seguía desgranando con voz monótona el texto, se centró en lo que más la urgía: cómo tratar a Lucifer. Ese extraño nombre le iba como un guante. Había sabido la clase de hombre que era con sólo verlo, si bien no lo había calibrado en toda su valía hasta que él se había recuperado de sus heridas. Entonces había resultado evidente lo que era.

El motivo por el que las matronas se esponjaban y las mujeres perdían la cabeza cuando él sonreía saltaba a la vista: él no escondía en nada su fulgor. Aún más, aquella potente aureola de energía masculina, pulida con su airosa elegancia, no había surgido por azar. Era algo cultivado, producto de un arte practicado con asiduidad.

Un arte que ahora pretendía aplicarle a ella.

Por fortuna, Phyllida era consciente de ello. Además, con excepción de él, tenía dominio de sí misma y de su mundo, y sus besos no la habían desestabilizado lo más mínimo. No los esperaba, era cierto, pero tampoco la habían sorprendido. Él había pensado en besarla cuando la tuvo atrapada en su cama la noche anterior. El bosque había sido simplemente un lugar más adecuado.

¿Volvería a besarla otra vez? La pregunta revoloteaba en su mente. Le había agradado la experiencia; no se había sentido para nada amenazada, ni coaccionada ni expuesta al peligro. De todas formas, desear más podía equivaler a tentar al destino.

Por otra parte… Miró de reojo el banco ocupado por un hombrecillo de cara cansada y ataviado con un severo traje negro. El señor Crabbs, el notario de Horacio, había acudido desde Exeter para leer el testamento, y con él había llegado su pasante, Robert Collins.

Con suerte, esa tarde, después de hablar con Robert, Mary Anne la dispensaría de su promesa. Entonces podría explicar a Lucifer lo que había ocurrido en el salón de Horacio y sumarían sus fuerzas para atrapar al asesino. Tal era su objetivo, y no pensaba renunciar, incluso si para culminarlo tenía que pactar con el diablo. Él era sin duda el diablo más fascinante que había conocido, y en su fuero interno ella sabía que nunca le haría daño.

Aguardó con impaciencia a que Cedric concluyera.

Una vez terminado el servicio, Lucifer avanzó con Cedric, sir Jasper, Thompson, Basil Smollet y Farthingale, y juntos cargaron el ataúd para sacarlo al cementerio. Durante la breve ceremonia de entierro, reparó en las caras de los hombres que aún no conocía. ¿Estaría presente el asesino? Las damas se quedaron aparte, formando un luctuoso grupo un poco más allá del pórtico lateral de la iglesia.

Cuando comenzaron a arrojar paladas de tierra sobre el féretro, Lucifer se sumó a sir Jasper y Farthingale. Mientras regresaban al templo, recabó los datos suficientes para clasificar a Farthingale como un sir Jasper de menor categoría: un puntal del condado, dedicado a sus tierras y su familia, que difícilmente podía tener alguna conexión con el asesino de Horacio.

Junto con el resto de los hombres, se reunieron con las señoras. Las familias se dispusieron a descender al pueblo. Sir Jasper se marchó el primero, con Jonas a su lado. Phyllida echó a andar tras ellos y Lucifer acompasó el paso al suyo. Lo miró de soslayo; en sus ojos no había asomo de censura ni de turbación. Si acaso contenían un interrogante: ¿y ahora qué?

—Si tuviera la amabilidad de presentarme a las personas que no conozco…

—Desde luego —asintió ella con una inclinación de la cabeza.

Se comportaba como si él nunca la hubiera besado, advirtió no muy complacido Lucifer.

Seguidos por la totalidad de la parroquia, franquearon la puerta de Colyton Manor y, atravesando el jardín de Horacio, entraron en la mansión.

Aquella era la ocasión perfecta no sólo para conocer a la gente de la localidad, sino también para escuchar de sus labios qué clase de relación habían mantenido con Horacio. La mayoría le exponía, sin él haberlo pedido, sus recuerdos de los últimos encuentros con el difunto y su punto de vista sobre el horrible crimen.

Phyllida iba y venía, atrayendo amablemente a las personas hasta él, suministrando siempre la información precisa para situar a cada uno en el contexto del pueblo y deducir su relación con Horacio. De haber creído que ella había tenido algo que ver con el asesinato, Lucifer habría reaccionado con suspicacia, pero en cambio permaneció en un extremo de la sala, agradecido por su desenvoltura en el trato social.

—Señor Cynster, me complace presentarle a la señorita Hellebore. Vive en la casita de al lado.

Lucifer se inclinó sobre la mano de la señorita Hellebore, una anciana de bondadoso y arrugado rostro que apenas le llegaba al hombro.

—Yo estaba en la iglesia cuando ocurrió —refirió, reteniéndole la mano—. Qué mala pata. Si no, igual habría oído algo. Me acompañaron de vuelta justo antes de que lo encontraran a usted… ¡Menudo jaleo se armó! Pero me alegra que el asesino no fuera usted. —Sonrió vagamente, achicando los ojos—. Horacio era un buen hombre. Es terrible que haya sucedido esto —añadió.

Phyllida le tomó la otra mano y le dio una palmadita.

—No tiene que preocuparse, Harriet —la tranquilizó—. El señor Cynster y papá descubrirán quién lo hizo y luego todo volverá a ser como antes.

—Eso espero, querida.

—Hay unos espárragos en la mesa. ¿Le apetecen?

—Oh, sí. ¿En qué mesa?

Lanzando una ojeada con la que prometía volver, Phyllida se llevó a la anciana.

Lucifer las miró alejarse. Pese a que no estaba casada ni era la dama de más edad o categoría del salón, todas las personas del pueblo recurrían a ella en busca de unas palabras tranquilizadoras, de que todo volvería a la normalidad. Su carácter, su personalidad, la hacían indicada para ese papel… su sosegada apariencia de mantener un perenne control.

Su deseo de verla sumida en un descontrolado frenesí volvió a aflorar. Apresurándose a sofocarlo, apartó la vista.

—Señor Cynster.

Yocasta Smollet, igual de altiva que cuando se habían cruzado en el camino la tarde anterior, se acercó del brazo de sir Basil y le ofreció la mano.

Basil hizo las presentaciones.

—Confío en que se quedará en Colyton unos días más —dijo Yocasta—. Nos encantaría recibirlo en Highgate. Estoy segura de que por aquí hay poca cosa capaz de interesar a un caballero como usted. —Si erguía un poco más la barbilla correría el riesgo de caerse de espaldas.

—Todavía ignoro cuánto tiempo me quedaré.

Lucifer advirtió que Phyllida regresaba entre el gentío. No vio a Yocasta hasta que se hallaba casi a su lado. Suprimiendo todo indicio de sonrisa del rostro, cambió de dirección para eludirlos, pero él alargó el brazo y, agarrándola de la mano, la atrajo hacia él. Apoyó la mano de Phyllida en la manga de su chaqueta antes de mirar a Yocasta.

—A pesar de tan infaustas circunstancias, ha sido para mí un placer conocer a la gente de aquí. Todos han sido muy amables. La señorita Tallent en especial me ha resultado de gran ayuda.

—Ah ¿sí? —Las dos palabras contenían una dura carga de sarcasmo. Yocasta se envaró e inclinó con rigidez la cabeza—. Nuestra querida Phyllida es muy buena con todo el mundo. Si nos excusan, debo hablar con la señora Farthingale.

Y se marchó. Basil, incómodo, se quedó charlando sobre temas insustanciales. Lucifer determinó que en el momento del crimen había estado en la iglesia.

—¿Por qué le tiene tanta antipatía la señorita Smollet? —preguntó Lucifer a Phyllida cuando se hubo ido Basil.

—No sé. De veras que no lo sé.

—Hay tres caballeros que aún me quedan por conocer —indicó Lucifer.

El primero resultó ser Lucius Appleby. Phyllida los presentó antes de ir a conversar con lady Fortemain. Lucifer no realizó ningún esfuerzo en disimular su propósito y Appleby le respondió de forma directa, pero tuvo que sonsacarlo.

De nuevo con Phyllida, la llevó a otra parte de la estancia.

—¿Es siempre tan reservado Appleby? ¿Tan tímido?

—Sí, aunque no obstante es el secretario de Cedric.

—¿A qué se dedicaba antes de asumir las funciones de secretario de Cedric? —preguntó Lucifer, con la vista fija ya en su siguiente objetivo—. ¿Lo ha mencionado alguna vez?

—No. Yo daba por sentado que siempre fue escribiente o algo parecido. ¿Por qué?

—Estoy convencido de que ha estado en el ejército. Tiene la edad adecuada… Sólo sentía curiosidad. ¿Y ahora quién toca?

—Permítame presentarle —dijo un momento después Phyllida— a Pommeroy Fortemain, el hermano de sir Cedric.

Lucifer le tendió la mano.

Con los ojos desorbitados, Pommeroy dio un paso atrás.

—Oh… —Miró a Phyllida—. Es que… bueno…

—El señor Cynster no es el asesino, Pommeroy —explicó ella con un suspiro de exasperación.

—¿No? —Pommeroy los miró alternativamente.

—No. ¡Acabamos de enterrar a Horacio, por todos los santos! ¿Cómo íbamos a invitar a su casa al asesino?

—Pero… él tenía el cuchillo.

—Pommeroy, nadie sabe quién es el asesino, pero lo que sí sabemos es que no pudo haber sido el señor Cynster.

—Ah.

Después de aquello, Pommeroy se comportó de manera razonable, respondiendo por lo demás a las preguntas de Lucifer quizá con un excesivo afán de complacerlo. Había acompañado a su madre a la iglesia el domingo y, según aseguró, aparte de eso no sabía nada de nada.

—Por desgracia es muy cierto. —Obediente al roce en su brazo, Phyllida se trasladó junto a la ventana.

—Eso me ha parecido. —Lucifer miraba al fondo—. Nuestro último sospechoso potencial está escudriñando las estanterías.

Había adivinado de quién se trataba antes de que, después de sortear a los Farthingale, se toparan frente a frente con Silas Coombe, que tocaba el lomo dorado de un libro. Retiró la mano con precipitación, como si este lo hubiera mordido, y se quedó mirándolos con semblante inexpresivo.

—Buenos días. ¿Señor Coombe, no es así? —Lucifer sonrió—. La señorita Tallent mencionó que usted sabe algo sobre libros. Horacio reunió una notable colección, ¿no cree?

La mirada que paseó por las estanterías era una clara invitación a que Silas formulara una opinión. Fue un golpe magistral. Phyllida se apartó con disimulo mientras Silas respondía con lirismo, cual masilla en las manos de un hombre de quien ni siquiera se dio cuenta de que lo estaba interrogando.

—Bueno, normalmente no menciono estas cosas, pero usted es un hombre que conoce perfectamente la vida. —Silas bajó la voz—. No soy muy dado a ir a la iglesia, ¿me entiende? Perdí la costumbre de joven. A mi edad, no le veo la gracia a eso de ir a codearos con todas esas señoronas. Yo tengo cosas mejores que hacer.

—¿No tendrá usted idea de quién va a heredar esto? —preguntó señalando los estantes más próximos.

—No, aunque pronto lo sabremos.

—Ya… El notario ese está aquí, ¿no? —Silas escudriñó la habitación y luego puso cara de desconcierto—. Lo está mirando a usted.

Lucifer y Phyllida comprobaron que era cierto. Saltaba a la vista que Crabbs estaba a la espera de poder hablar con él.

—Si nos permite —murmuró Lucifer—, iré a ver qué quiere.

En cuanto dieron unos pasos, Crabbs se encaminó hacia ellos. Lucifer se paró cerca de la pared. Con una somera sonrisa, Crabbs se unió a ellos.

—Señor Cynster, sólo quería cerciorarme de la conveniencia de realizar la lectura del testamento inmediatamente después de que se vayan los invitados.

—¿Conveniencia? ¿Para quién?

—Para usted, claro. —Crabbs escrutó la cara de Lucifer—. Ay, vaya por Dios… Había dado por supuesto que usted lo sabía.

—¿El qué?

—Que, dejando a un lado ciertos legados de poca cuantía, usted es el beneficiario principal del testamento del señor Welham.

Cuando Crabbs le dio la noticia, lady Huddlesford, Percy Tallent, sir Cedric y lady Fortemain se hallaban a corta distancia, de modo que cualquiera de ellos podría haberlo oído. En cuestión de segundos, todo Colyton estaba al corriente. La reunión terminó como si hubieran hecho sonar un gong. Todos se marcharon con una prontitud sin duda motivada en las ganas de que se desvelaran lo antes posible todos los detalles inéditos del testamento.

Pese a que fueron pocos los asistentes a la lectura, durante la última hora la atención de todo Colyton se había mantenido pendiente de la biblioteca de Horacio.

Lucifer se acercó al escritorio y depositó el testamento. Acababa de releerlo con Crabbs, para asegurarse de que entendía todas sus disposiciones. Para alguien familiarizado con las complejas asignaciones de un fondo ducal, las estipulaciones de Horacio eran sencillas. Arrellanándose en el sillón, paseó la vista por la habitación.

Crabbs estaba sentado en un extremo de la mesa repasando documentos. Junto al aparador su pasante, Robert Collins, preparaba con meticulosidad un cartapacio. Los Hemmings, Covey y Bristleford habían salido una vez concluida la lectura, evidenciando un intenso alivio, claramente complacidos con el desenlace.

Lucifer, por su parte, estaba un poco aturdido.

—Ejem.

Miró a Crabbs, enarcando una ceja.

—Me preguntaba si tenía intención de vender Colyton Manor. Si lo desea podría poner en marcha las gestiones.

Lucifer negó con la cabeza.

—No pienso vender.

La afirmación lo dejó más sorprendido a él que a Crabbs, pero cuando los impulsos se manifestaban con tanta fuerza, rara vez convenía resistirse a ellos.

—Dígame —preguntó—, ¿había otras personas que pudieran tener expectativas de heredar?

—No. No había familia, ni siquiera un pariente político. La propiedad era del señor Welham en su totalidad y él era libre de legarla a quien quisiera.

—¿Sabe quién era el heredero de Horacio, el beneficiario antes de que se redactara este testamento?

—Que yo sepa, no hubo ningún testamente previo. Yo redacté este hace tres años, cuando el señor Welham se instaló en la zona y me pidió que fuera su representante. Me dio a entender que no había hecho testamento con anterioridad.

Más tarde, cuando la penumbra ya ganaba terreno, Lucifer regresó a Grange por el bosque. Con las manos en los bolsillos y la mirada en el suelo, caminaba a tientas sobre raíces y hoyos, con el Pensamiento en otra parte.

Crabbs se había marchado a dormir en la posada. Dado que en ese momento no residía en Colyton Manor, Lucifer había optado por no invitarlo a pernoctar allí. No había querido imponer a los Hemmings y a Covey la obligación de atender al notario precisamente esa noche.

Había indicado a Crabbs que se pusiera en contacto con Heathcote Montague, administrador de los Cynster, consciente de que con la intervención de este la transferencia legal de la propiedad se llevaría a cabo con rapidez y eficacia. De todos modos, se hizo el propósito de enviar él mismo una nota a Montague.

Y a Gabriel, y a Diablo, y a sus padres.

Exhaló un suspiro. Eran los primeros tirones de las riendas de la responsabilidad. Las había evitado casi toda su vida, pero ya no podía seguir haciéndolo. Horacio se las había transferido: la responsabilidad de su colección, la responsabilidad de la mansión, de Covey, Bristleford y los Hemmings. Aparte de la responsabilidad del jardín. Esta última le causaba más preocupación que las demás juntas.

Horacio le había enseñado cómo había que cuidar una colección; su familia lo había preparado para gestionar una propiedad dotada de servidumbre. En cambio, nadie le había enseñado nada sobre jardines, y menos sobre la clase de jardín que Horacio había creado.

Aquel jardín le inspiraba un sentimiento curioso.

El camino desembocó en el soto de arbustos de Grange, con su laberinto de senderos. Tras comprobar que tomaba el adecuado, siguió caminando, enfrascado en sus pensamientos. Hasta que una furia vestida con batista estampada arremetió contra él apareciendo por un lado del sendero.

Phyllida se quedó sin aliento a consecuencia del choque. Antes de alzar la cabeza, había reconocido ya de quién eran los brazos que se cerraban en torno a ella. De haber sido una mujer normal se habría apartado con un chillido. En cambio, se quedó mirándolo con relucientes ojos mientras retrocedía de manera pausada.

Los brazos dejaron de abrazarla. Él muy ladino tuvo el descaro de poner cara de extrañeza, arqueando con arrogancia sus negras cejas.

—Disculpe —dijo ella y, con serenidad, giró sobre sí y se dirigió a la casa.

Él la alcanzó mientras avanzaba con señorial porte por el camino. La observó con detenimiento; ella se negó a mirarlo… no quería ver si sonreía ni qué clase de diversión asomaba a sus ojos azules. Él muy malvado le estaba haciendo la vida cada vez más difícil.

A él le ocurría lo mismo, aunque ni siquiera se daba cuenta.

—Se le da muy bien hacer eso —murmuró con tono deliberadamente provocador.

—¿El qué?

—Disimular el mal genio. ¿Qué la ha sacado de quicio?

—Una persona que se muestra muy insoportable. En realidad, tres personas.

Él, Mary Anne y Robert. Él había heredado Colyton Manor, a Mary Anne casi le había dado un ataque de nervios de miedo a que él decidiese instalarse en ella, y Robert había acabado de empeorarlo confirmando tal posibilidad.

Había abrigado la esperanza de que el funeral convenciera a Mary Anne de que sus cartas eran algo de importancia secundaria en comparación con el asesinato. En realidad, gracias a la aprensión exacerbada de Mary Anne, se hallaba aún más lejos de poder contarle a Lucifer por qué estuvo en el salón de Horacio y lo que allí había visto esa mañana. Bufando de rabia, había dejado a Mary Anne y Robert junto a la fuente para desfogarse andando. Y para colmo se había topado con Lucifer.

Sintió un súbito sofoco al recordar el impacto. Bajo la elegante ropa, aquel hombre era puro músculo; pese a que ella iba a toda velocidad, él no había dado ni un traspiés.

—Tengo entendido que ha heredado Colyton Manor.

—Sí. Por lo visto no hay parientes, así que…

Cuando llegaron al patio, Phyllida posó la mirada en la casa.

—Si me permite la osadía, ¿qué planes tiene? ¿Va a venderla o vivirá aquí?

Notó su mirada en la nuca pero no se volvió.

—Puede tener toda la osadía que quiera, pero… —dijo, volviéndose para mirarlo.

—Precisamente venía para hablar de estas cuestiones con su padre —explicó él con una sonrisa—. ¿Tal vez podría usted acompañarme?

Sir Jasper se encontraba en la biblioteca. Lucifer no se sorprendió cuando, después de hacerlo pasar y desaparecer, Phyllida regresó con una bandeja cargada con copas y una botella.

—De modo que ahora es un terrateniente de Devon, ¿eh?

—Lo seré pronto, según parece.

Lucifer aceptó la copa de coñac que le ofreció Phyllida, quien tras servir otra a su padre se sentó en el sofá situado frente a los sillones que ocupaban ellos.

—¿Ha pensado qué va a hacer con la propiedad? —Sir Jasper lo miró con sus ojos hundidos bajo la maraña de las cejas—. Había dicho que la finca de su familia estaba en Somerset…

—Tengo un hermano mayor, así que la propiedad familiar pasará a él. En los últimos años he vivido sobre todo en Londres, en casa de mi hermano.

—O sea, que no tiene ninguna otra heredad que reclame su atención.

—No. —Horacio era consciente de ello. Con la vista fija en el coñac que hacía remolinos en la copa, Lucifer agregó—: Nada me impide instalarme en Colyton.

—¿Y lo hará?

Alzó la vista para mirar a Phyllida. Había sido ella la que, con su habitual franqueza, le había planteado antes aquella simple pregunta.

—Sí. —Bebió un sorbo de la copa, sin dejar de mirarla—. He llegado a la conclusión de que Colyton me conviene.

—¡Excelente! —se regocijó sir Jasper—. Nunca viene mal renovar la savia.

Continuó desgranando alabanzas sobre la región y Lucifer lo dejó explayarse mientras trataba de comprender la irritación que traslucían los ojos castaños de Phyllida. Seguía sentada, mirando con expresión calmada a su padre, pero los ojos… y el arco hacia abajo que formaba una comisura de sus hermosos labios…

Cuando sir Jasper puso fin a su perorata, Lucifer aprovechó para intervenir.

—Quería comentarle algo. Considero el legado de Horacio un don que no podría aceptar sin sonrojo si no hago todo lo posible para llevar ante la justicia a su asesino.

—Tal actitud acredita la nobleza de sus sentimientos.

—Tal vez, pero nunca me sentiría a gusto en la casa de Horacio, poseyendo su colección, si antes no hubiera removido cielo y tierra.

—¿Debo entender que eso es lo que se propone, remover cielo y tierra?

—Así es.

—Haré lo que pueda —le prometió sir Jasper—, pero como sin duda habrá advertido, no será fácil atrapar a ese asesino. La triste realidad es que nadie lo vio.

—Quizás existan otras pruebas.

Lucifer apuró la copa y su anfitrión hizo lo mismo.

—Esperemos que sí. —Mientras Phyllida recogía las copas, añadió—: Puede investigar según desee, por supuesto. Si necesita algún apoyo legal, haré todo lo que esté en mi mano. —Se puso en pie—. Horacio era uno más entre nosotros. Sospecho que encontrará bastantes personas dispuestas a ayudar a descubrir a su asesino.

—En efecto. —Lucifer se levantó, mirando a Phyllida—. Confío en que así sea.

Él quería que ella lo ayudara a descubrir al asesino de Horacio. Prácticamente se lo había pedido. Y ella deseaba ayudarlo. Aunque no se lo hubiera pedido, le habría ofrecido de todos modos su colaboración.

Por desgracia, la promesa de la mañana, cuando esperaba poder explicárselo todo pronto, había dado paso a la frustración de la tarde, para acabar coronada con el desastre de la noche. Por algún impío motivo, y empleaba la palabra con plena conciencia de su sentido, su tía había decidido ofrecer una cena informal a unas cuantas personas selectas entre los asistentes al funeral. Una cena en honor del difunto. Phyllida no le veía ninguna gracia.

Se había planteado seriamente asistir de negro, pero acabó optando por un vestido de seda lavanda. Era uno de los que más la favorecían y quería mostrarse atractiva.

Fue la última en entrar en el comedor. Lucifer se hallaba allí, apuesto hasta lo indecible con una chaqueta azul oscuro del mismo matiz que sus ojos. El pelo lucía muy negro a la luz de los candelabros y la corbata de tono marfil era un dechado de elegancia. Estaba con su padre y el señor Farthingale delante de la chimenea; desde el instante en que ella traspuso el umbral ya no le quitó los ojos de encima.

Tras una inclinación de la cabeza, se fue a charlar con las señoritas Longdon, dos solteronas de edad imprecisa que compartían una casa situada en la calle de la herrería.

Eran dieciséis comensales. Tras consultar con Gladys, Phyllida tomó asiento. Lucifer estaba en el otro extremo de la mesa, a la derecha de su tía, con Regina Longdon al otro lado. Dado que esta estaba casi sorda, lady Huddlesford no tendría competidor. Mary Anne y Robert se encontraban demasiado distantes para entablar conversación con ellos, o para intentar convencerlos. Sin otra cosa que hacer, Phyllida se centró en supervisar el desarrollo de la cena.

Su padre nunca se demoraba con el oporto, de modo que volvió al salón con los caballeros apenas un cuarto de hora después de que las damas se hubieran acomodado. Los quince minutos los habían pasado escuchando a Mary Anne tocar el piano. En cuanto aparecieron los hombres, esta cerró el instrumento y se dispuso a sumarse a los grupos que se estaban formando. Phyllida se encaminó hacia ella.

En cuanto la vio acercarse, Mary Anne se dejó ganar por la agitación.

—¡No! —musitó sin darle tiempo a decir nada—. Debes comprender que es imposible. Tienes que encontrar las cartas… ¡Lo prometiste!

—Yo pensaba que a estas alturas entenderías que…

—¡Eres tú la que no entiende! Cuando hayas encontrado las cartas y me las hayas devuelto, entonces puedes contárselo, si tan segura estás de que debes hacerlo. —Mary Anne se retorcía literalmente las manos; entonces detuvo la mirada más allá de Phyllida—. ¡Dios santo! Ahí está Robert. Tengo que rescatarlo antes de que papá lo secuestre.

Y se alejó con precipitación.

Phyllida la miró con preocupación. Nunca había visto a Mary Anne tan alterada.

«¿Qué demonios contendrán esas cartas?», se preguntó, y se volvió hacia el centro de la sala para ver si los invitados necesitaban de su atención como anfitriona. Entonces descubrió que Lucifer avanzaba hacia ella, con expresión decidida. Se detuvo a su lado y se puso a mirar también a los congregados.

—Su amiga íntima, la señorita Farthingale… ¿cuál es la situación entre ella y Collins?

—¿Situación?

—Farthingale parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía cuando Collins llegó con Crabbs. La señora Farthingale dio muestras de estupefacción y después, seria y crispada, de resignación. He estado secundando toda la noche a su padre en sus intentos de calmar los ánimos y me gustaría saber cuál es el juego que se desarrolla ante mí.

—Son enamorados contrariados, pero todo acabará sin tragedia. —Miró hacia donde Robert Collins charlaba con Henrietta Longdon, que estaba sentada al lado de Mary Anne en la chaise longue—. Mary Anne y Robert se quieren desde que se conocieron hace seis años. Serían perfectos el uno para el otro de no ser por un detalle.

—Collins carece de fortuna.

—Exacto. El señor Farthingale prohibió la relación, pero pese a que Robert vive en Exeter, eso no parece ser impedimento para que se vean, y Mary Anne no ha dado su brazo a torcer.

—¿Durante seis años? Muchos padres se habrían rendido ya.

—El señor Farthingale es muy terco. Y Mary Anne también.

—¿Quién acabará por ganar?

—Mary Anne. Por suerte, falta poco. Robert cumplirá en breve los requisitos para su titulación. Crabbs ya le ha ofrecido un trabajo. Una vez que pueda practicar, estará en condiciones de mantener a una esposa y entonces Farthingale tendrá que capitular, no le quedará más remedio.

—Es decir, que el ataque de Farthingale es de cara a la galería.

—En cierto modo. Es lo previsible, pero tampoco se trata de que Robert sea un impresentable. —Aunque fuera demasiado dócil, demasiado conservador e inseguro, era aceptable por su cuna—. Pero los Farthingale no esperaban que Robert acudiese esta noche. En la zona todo el mundo está al corriente de la situación y hacemos lo posible por no complicarla.

—¿Qué ha sucedido esta noche?

Phyllida observó a lady Huddlesford, que ejercía de regia anfitriona junto a la chimenea.

—No estoy segura. Es posible que mi tía, como pasa aquí sólo dos o tres meses al año, se olvidara e invitase sin mala intención a Robert junto con Crabbs.

—¿Pero…?

—Bajo esa apariencia de agobio, es bastante romántica. Yo sospecho que imagina que así facilita las cosas a los enamorados.

—Ya —masculló él con mundano cinismo.

Phyllida vio acercarse a Percy. El joven saludó con un gesto a Lucifer, sin despegar la vista de Phyllida.

—Hola, prima, ¿podrías concederme un momento para hablar en privado?

«¿De qué?», Phyllida reprimió tan espontánea réplica.

—Desde luego.

—Asuntos de familia, ya sabe —explicó Percy a Lucifer.

Este los despidió con una reverencia.

Correspondiendo a ella con una inclinación de la cabeza, Phyllida apoyó la mano en el brazo de Percy y dejó que la condujera a la terraza. Allí retiró la mano y se acercó a la balaustrada.

—Aquí no. —Percy señaló más allá—. Pueden vernos.

Phyllida contuvo un suspiro y lo siguió, con la esperanza de que fuera al grano y la dejara volver al salón. Si lograba hablar con Robert, tal vez conseguiría acabar el día con algo concreto. Pese a su carácter pusilánime, también era conservador a más no poder y en su condición de futuro notario debía mostrarse respetuoso con la ley. Quizá podría convencerlo de…

—El caso es que… —Percy se detuvo delante de las ventanas a oscuras de la biblioteca y, alisándose el chaleco, se volvió hacia ella—. Te he estado observando y pensando. ¿Cuántos años tienes? ¿Veinticuatro?

—Sí. —Se apoyó en la balaustrada—. ¿Y qué?

—¿Cómo y qué? ¡Pues que tendrías que estar casada ya! Pregúntale a mi madre, ella te lo dirá. A los veinticuatro estás casi para vestir santos.

—¿De veras? —Phyllida desechó explicarle que se sentía bastante a gusto con su soltería—. ¿Y a ti te preocupa?

—¡Por supuesto que me preocupa! Yo soy el cabeza de familia… bueno, lo seré una vez que se muera tu padre.

—Tengo un hermano, ¿recuerdas?

—Jonas. —Percy lo desestimó con un gesto—. El caso es que aquí estás, aún por casar, y eso es ridículo cuando existe una alternativa.

Phyllida pensó cómo reaccionar. Seguirle la corriente sería probablemente el método más rápido para librarse de él. Cruzándose de brazos, repuso:

—¿Qué alternativa?

Percy se irguió, sacando pecho.

—Casarte conmigo.

El asombro la dejó sin habla.

—Sé que te sorprendo. Yo mismo no lo había pensado hasta que se me ocurrió. Ahora veo que es una solución perfecta. —Percy empezó a pasearse—. La obligación familiar y todo eso… Ofrecerme para pedir tu mano es lo que debería hacer.

—Percy, yo estoy muy cómoda así…

—Por eso mismo. Ahí está la gracia del asunto. Podemos casarnos y tú puedes quedarte aquí en el campo. Seguro que tu padre lo preferiría. Así no tendría que llevar la casa sin ti. Por otro lado, yo no necesito una anfitriona. Nunca la he tenido. Estaré muy feliz moviéndome por Londres por mi cuenta.

—Lo creo. A ver si he entendido bien tu propuesta. —La contundencia de su tono puso en tensión a Percy—. ¿No estarás, por casualidad, en bancarrota?

Percy le lanzó una mirada glacial.

Ella esperó.

—Puede que en este momento haya abusado un poco con los gastos, pero se trata de algo transitorio, nada preocupante.

—Ya. Bien, veamos… te hiciste cargo de la herencia de tu padre hace unos años y no tienes otras expectativas de nuestra rama de la familia.

—No, porque la abuela te hizo beneficiaría a ti, y la tía Esmeralda os deja su parte a ti y a Jonas.

—En efecto. Y claro, cuando Huddlesford muera, su propiedad irá a manos de Frederick. —Phyllida centró la mirada en la petulante cara de Percy—. De ello se desprende que aparte de alguna herencia que pueda legarte tu madre, que como todos sabemos goza de perfecta salud, no hay ninguna marmita de oro en perspectiva. ¿Tengo razón o no?

—Sabes que la tienes, maldita sea.

—¿Y estoy en lo cierto al pensar que los prestamistas se niegan a adelantarte más dinero a menos que puedas presentar alguna prueba de otras expectativas, como una esposa con diversas herencias incluidas?

—Eso está muy bien, pero te estás desviando de la cuestión —replicó Percy, molesto.

—La cuestión es que te has quedado sin blanca y acudes a mí para que te saque del atolladero.

—¡Pues deberías hacerlo! —Con la cara congestionada y los puños crispados, dio un paso adelante—. Si yo estoy dispuesto a casarme contigo para cumplir una obligación familiar, deberías estar contenta y ayudarme a recuperar mi fortuna.

Phyllida cerró la boca para no pronunciar ninguna palabra impropia de una dama y sostuvo la iracunda mirada del joven.

—No pienso casarme contigo. No tengo ningún motivo para ello.

—¿Motivo? —Percy estaba desencajado—. ¿Motivo? Yo te daré el motivo.

La agarró, con clara intención de besarla. Phyllida se revolvió y logró zafarse sólo a medias. Nunca le había tenido miedo a Percy. Aunque tenía tres años más que ella, le había dado cien vueltas desde su tierna infancia, de tal modo que estaba acostumbrada a tratarlo con desdén.

Entonces descubrió, consternada, que era mucho más fuerte de lo que suponía. Forcejeó pero no pudo soltarse. Con un gruñido, él volvió a aferraría al tiempo que le apretaba sin miramiento la espalda contra la balaustrada, tratando de obligarla a besarlo…

De repente desapareció, como si se hubiera esfumado.

Phyllida se dejó resbalar contra la balaustrada, jadeando con una mano en el pecho. Entonces vio a Percy colgado del extremo de un largo brazo enfundado en una manga azul.

—¿Hay algún estanque o lago más próximo que el de los patos? Me parece que su primo necesita refrescarse un poco.

Siguiendo el curso de la manga, Phyllida localizó la cara de Lucifer en la penumbra. Luego volvió a fijarse en Percy, que seguía suspendido a varios centímetros del suelo, con el rostro ya un poco amoratado.

—Hummm… no, no.

Lucifer zarandeó a Percy antes de arrojarlo a un lado. Tras aterrizar con un resoplido y ruido de osamenta maltratada, permaneció sin resuello sobre las losas, sacudiendo débilmente la cabeza, sin atreverse a alzar la vista.

Aceptando de mal grado que aquello era lo peor que podía hacer, Lucifer puso coto al caos de emociones que se agitaban en su interior y miró a Phyllida. Aunque todavía tenía la respiración acelerada, el color de su tez, hasta donde alcanzaba a ver con la escasa luz, parecía normal. El vestido y el pelo seguían en orden… había llegado a tiempo para ahorrarle lo más desagradable del episodio. Tras poner en su lugar los puños de la camisa, le ofreció el brazo.

—Propongo que regresemos antes de que alguien más repare en su ausencia.

Ella lo miró y, tragando saliva, asintió.

—Gracias.

Con la mano posada en su brazo, se irguió, enderezando la espalda y levantando la cabeza. La máscara de tranquila compostura se asentó en su rostro, ocultando la conmoción producida por la súbita comprensión de su vulnerabilidad física.

No era una expresión que a él le gustara ver en la cara de una mujer. Habría dado algo por haberle ahorrado esa constatación. No tenía por qué saber que los hombres podían hacerle daño físico. Su seguridad, allí en su casa y en el pueblo, era algo que había dado por sentado toda su vida. Percy había violado la «comodidad» a que ella había aludido, el sentimiento de seguridad de que disfrutaba en ese lugar.

En cuanto a la elegante propuesta de aquel, la sola idea lo encendía de rabia. Aferrándose a su propia máscara de calmada indiferencia, condujo a Phyllida por la terraza. Llegaron a la puerta acristalada y la joven entró en el recinto de luz. Lucifer la observó, desde el pálido semblante de obsesionante belleza, pasando por el esbelto cuerpo de femeninas curvas disimuladas bajo la seda de color lavanda, hasta la punta de sus zapatos de satén. Aparte de la respiración, aún demasiado superficial, no había otra señal de agitación.

Con el pecho encogido, la miró a los ojos. Estaban velados, inaccesibles a cualquier escrutinio.

Mientras la ayudaba a trasponer el umbral y la seguía de cerca, Lucifer se planteó si sería demasiado tarde para volver a salir y propinarle a Percy una merecida paliza.