Capítulo 4

ALCANZÓ a Phyllida al final de la última curva del camino. Ante ellos se abría el verde patio lateral de Grange, donde un grupo de gente reunida en torno a unas mesas disfrutaba del atardecer. Ambos se detuvieron en seco, pero ya los habían visto: lady Huddlesford los animó a sumarse a ellos con gesto imperioso.

—¿Quiénes son?

—Parte de la mitad que le queda por conocer. —Phyllida escrutó a los congregados y al ver a Mary Anne sintió un súbito alivio—. Venga. Se los presentaré.

Presidiendo la reunión desde un sillón de hierro forjado, lady Huddlesford los recibió con alborozo.

—¡Señor Cynster! ¡Magnífico! Precisamente ahora le estaba diciendo a la señora Farthingale…

Phyllida dejó que Lucifer se desenvolviera solo, cosa que era a todas luces muy capaz de hacer; sonreía con un encanto natural, y las mujeres enseguida se sentían halagadas. Tras dirigir una sonrisa general a los presentes, fue a situarse al lado de Mary Anne.

—Es… —La joven señaló a Lucifer.

—De Londres. —Phyllida tomó del brazo a Mary Anne—. Tenemos que hablar.

Mary Anne la miró con sus enormes ojos azules.

—¿Las has encontrado? —susurró mientras se alejaban.

Tenía los dedos crispados alrededor de su muñeca y ansiedad en la mirada.

—La rosaleda es más discreta —propuso Phyllida—. Simula que estamos paseando.

Por fortuna, todos los congregados —la madre de Mary Anne, la señora Farthingale, lady Fortemain, la señora Weatherspoon y un corro de otras damas, junto con Percy y Frederick como fermento— permanecían pendientes de cada una de las palabras de Lucifer. Phyllida miró atrás antes de entrar junto con Mary Anne a la avenida de tejos que conducía a la rosaleda. Lucifer parecía totalmente concentrado en su público.

Rodeada de recios muros de piedra, la rosaleda era un recoleto paraíso de lujuriante vegetación, con vibrantes toques de color y potentes y exóticos aromas. En cuanto se hallaron en él, Mary Anne abandonó el recato que mantenía en público.

—¡Dime que las has encontrado! —exclamó, atenazando las manos de Phyllida—. ¡Por favor di que sí!

—Las he buscado, pero… Ven, vamos a sentarnos. Tenemos que hablarlo con calma.

—¡No hay nada que hablar! —chilló Mary Anne—. ¡Si no recupero esas cartas mi vida quedará arruinada!

Phyllida la condujo hasta un banco adosado al muro.

—No he dicho que no vayamos a recuperarlas… Te prometí hacerlo. Pero ha surgido una complicación.

—¿Una complicación?

—Una muy grande. —De más de metro ochenta de altura y difícil de superar. Tomó asiento y obligó a Mary Anne a imitarla—. Y ahora, dime, ¿estás absolutamente segura de que Horacio fue quien le compró el secreter a tu padre?

—Sí. Yo misma vi cómo Horacio se lo llevó el pasado lunes.

—¿Y no hay el menor asomo de duda de que escondiste las cartas en su compartimento secreto?

—¡Eran demasiado peligrosas para dejarlas en otro sitio!

—Nos estamos refiriendo al secreter de viaje de tu abuela, ¿verdad?, el que tiene un revestimiento de cuero rosa en la parte superior.

—Sí. Ya lo conoces.

—Era para comprobar. —Phyllida la observó, sopesando hasta dónde convenía contarle las cosas—. Fui a casa de Horacio el domingo por la mañana para localizar el secreter.

—¿Y bien? —Mary Anne aguardó, hasta que comprendió el significado de la pausa. La ansiedad de su semblante se trocó en horror—. ¿Presenciaste el asesinato? —preguntó con un hilo de voz.

—No, no exactamente.

—¿No exactamente? ¿Qué significa eso? ¿Viste algo?

—Te lo contaré desde el comienzo. —Le relató cómo, tras quedarse en casa aduciendo una aguda jaqueca, se había puesto botas altas y pantalones, las prendas viejas de Jonas que a menudo se ponía para las actividades a solas que pudieran exigirle correr—. El domingo por la mañana era el momento perfecto porque en principio no debía haber nadie en la mansión.

—Pero Horacio estaba enfermo.

—Sí, aunque yo no lo sabía. Llegué por el bosque y registré ese cobertizo que utilizaba como guardamuebles y después pasé por la cocina y miré en las despensas. Estaban llenas de mobiliario también. Como no vi el secreter de tu abuela en ninguna parte, supuse que estaría en las dependencias principales. Volví a cruzar la cocina, salí al vestíbulo y…

—Y viste al asesino.

—No. Encontré a Horacio recién muerto.

—Y al señor Cynster desmayado por el golpe que le dio el criminal, ¿no?

—No —corrigió a su pesar Phyllida—. Yo llegué antes que Cynster.

—¿Viste cómo el asesino lo golpeó?

—¡No! Escucha y calla —pidió con impaciencia.

Escuetamente, refirió lo sucedido. Cuando acabó, el horror de Mary Anne se había convertido en puro pasmo.

—¿Que fuiste tú quien golpeó al señor Cynster?

—¡Fue sin querer! La alabarda se desenganchó y se precipitó al suelo… Yo impedí que lo matara.

—Bueno, es evidente que se ha recuperado —observó, más tranquila, Mary Anne—. Debe de tener una cabeza dura.

—Tal vez. Pero no está ahí la complicación. —Phyllida la miró a los ojos—. Él sabe que estuve allí.

—Pensaba que el golpe lo había dejado inconsciente.

—No del todo, por lo menos al principio.

—¿Te vio?

Phyllida describió lo ocurrido.

—No es posible que tenga la seguridad sólo por un roce —objetó con incredulidad Mary Anne—. Debe de decirlo para ver tu reacción.

—Eso creí al principio, pero lo sabe, Mary Anne. Lo sabe y quiere averiguar qué pasó.

—¿Y por qué no le dices simplemente que sí, que estuviste allí, le explicas lo que pasó y que tuviste que irte?

—No he reconocido que estuve allí, porque en cuanto lo haga querrá saber por qué.

—¡Eso no puedes decírselo! —exclamó, palideciendo, Mary Anne.

—Está decidido a descubrir lo que ocurrió… está investigando el asesinato de Horacio. Quiere saber todo lo que sucedió esa mañana.

—Pues no hay necesidad. No tiene por qué saber lo de mis cartas. —Mary Anne torció el gesto—. Y no puede obligarte a que se lo digas.

—Sí puede.

—Bobadas. —Mary Anne echó la cabeza atrás—. Tú siempre dominas la situación, eres la hija de sir Jasper. No tienes más que mirarlo con arrogancia y negarte a revelar nada. ¿Cómo puede obligarte a decírselo?

—No sé cómo explicártelo, pero lo hará. —No podía describir la sensación de acorralamiento, de acoso mental, la tensión de saber que él la vigilaba. Todavía era paciente, pero ¿cuánto tiempo más? Aparte de ello, sentía que debía contárselo, que él tenía derecho a saber—. Aún no me ha amenazado con decirle a papá que sabe que estuve allí, pero podría… Sabes que podría. Es como tener la espada de Damocles suspendida sobre mi cabeza.

—No hay que dramatizar tampoco. Te está presionando. No tiene ninguna prueba de tu presencia allí. ¿Por qué iba a creerlo sir Jasper?

—¿Cuántas veces me quedo yo en cama por un dolor de cabeza?

Mary Anne puso mala cara.

—No puedes hablarle de mis cartas —afirmó con obstinación—. Juraste que no se lo contarías a nadie.

—Pero se ha cometido un crimen. Alguien mató a Horacio. Cynster necesita saber lo que ocurrió y lo que vi yo. —No había mencionado el sombrero marrón, porque con ello sólo habría logrado distraer a Mary Anne, cuya atención estaba bastante dispersa ya—. Necesita saber lo de tus cartas para cerciorarse de que no guardan ninguna relación con el móvil del crimen.

—¡No! Si le hablas de las cartas, pensará que Robert mató a Horacio.

—No seas tonta. Robert estaba a muchas millas de… —Phyllida se detuvo y la observó—. No me dirás que Robert estuvo aquí el domingo por la mañana…

—Yo regresé a pie desde la iglesia. Era un bonito día de sol. —Mary Anne rehuyó su mirada—. Nos vimos en el bosque de Ballyclose.

—Es imposible que Robert matara a Horacio y después llegara allí para reunirse contigo, así que no puede ser el asesino.

—¡Pero no podemos decirle a nadie que nos vimos en el bosque!

Phyllida contuvo un gruñido. Viendo que no llegaría a ninguna parte por ese camino, probó otra táctica.

—¿Qué contienen esas cartas?

No lo había preguntado antes, ya que Mary Anne estaba histérica y sólo se calmaría recuperándolas. No había previsto que fuera algo tan difícil. Le había dado sin vacilar su palabra de no revelar la existencia de las cartas a nadie. Sin embargo, el asesinato de Horacio había convertido su simple plan de recobrar las cartas de Mary Anne en una pesadilla, y todavía seguía sometida a su promesa.

—Ya te lo expliqué… Son cartas que había enviado a Robert y que él me devolvió, y algunas que él me mandó a mí.

Robert Collins no era el prometido de Mary Anne. Los padres de esta se habían opuesto con firmeza a su noviazgo desde que se conocieron en las fiestas de Exeter, cuando ella tenía diecisiete años. Robert era pasante en el despacho de un notario de Exeter. Aunque carente de fortuna, una vez que hubiera realizado los exámenes definitivos el año próximo, se hallaría en condiciones de ejercer y de mantener con ello a una esposa. La devoción que se profesaban Mary Anne y Robert no había menguado en nada con los años, pese a que los padres habían esperado lo contrario. De todos modos, habían optado por no potenciar la obstinación de su hija con una oposición frontal y, dando por sentado que al estar Robert en Exeter los encuentros personales serían raros, habían permitido un intercambio de correspondencia.

La existencia de las cartas no constituiría por tanto una sorpresa para nadie; el peligro radicaba en su contenido. Phyllida no estaba, con todo, muy convencida de que representaran una amenaza tan seria, y menos comparada con un asesinato.

—No veo por qué provocaría un escándalo contarle a Cynster que fui a la casa de Horacio en busca de unas cartas tuyas que se habían quedado olvidadas en el secreter vendido.

—Porque querrá saber por qué no se las pediste a Horacio simplemente, o más bien, por qué no fui yo a pedírselas.

Phyllida esbozó una mueca de desaliento. Esa era precisamente la misma pregunta que le había formulado a Mary Anne cuando llegó, alteradísima, a solicitar su ayuda. La respuesta fue que Horacio podría mirar las cartas antes de devolverlas, y en tal caso cabía la posibilidad de que las entregara a los padres y no a ella.

—Además —prosiguió con creciente terquedad—, si el señor Cynster es tan listo como piensas, adivinará por qué ansío tanto recuperarlas. Él está investigando, así que si las encuentra, las leerá.

—Aunque lo hiciera, no se las daría a tus padres. Un momento… ¿Y si le hago prometer que si se lo cuento todo y localiza las cartas, me las dará sin leerlas?

—¿Confías en él? —inquirió Mary Anne.

Phyllida le sostuvo la mirada. Confiaba en que Lucifer descubriría al asesino de Horacio. Confiaría en él para bastantes cosas más. No obstante, ¿podía fiarse de él con respecto al secreto de Mary Anne? Ella misma ignoraba aún qué había en aquellas condenadas misivas.

—Esas cartas… ¿describías en ellas lo que ocurría en vuestros encuentros? ¿Lo que sentías… ese tipo de cosas?

Mary Anne asintió con la mandíbula apretada. Estaba claro que no iba a decir nada más.

Unos cuantos besos, algunos abrazos… ¿hasta qué punto podían causar un escándalo?

—Estoy segura de que aunque leyera las cartas, el señor Cynster no lo encontrará vergonzoso. Además no es de aquí. Se irá después de que se descubra al asesino de Horacio y no volveremos a verlo. No hay razón para que se interese en entregar las cartas a tus padres, por más escandalosas que sean.

Mary Anne reflexionó un instante.

—Si le hablas de las cartas no le dirás que son escandalosas, ¿verdad?

—Por supuesto que no. Le explicaré que es una correspondencia privada que no quieres que lea nadie más. —Esperó un momento—. ¿Y bien, qué decides?

—Tengo… tengo que hablarlo con Robert —adujo Mary Anne con gesto de preocupación—. No le he contado adónde fueron a parar las cartas. Quiero saber su opinión.

Ay, ojalá pudiese infundirle un poco de su valor a Mary Anne, pero la pobre se hallaba, bajo la máscara que mantenía en público, corroída por la ansiedad.

—De acuerdo —aceptó con un suspiro Phyllida—. Habla con Robert. Pero hazlo pronto. —Omitió añadir «no sé cuánto tiempo más podré mantener a raya a Lucifer».

Alzó la mirada… y descubrió al lobo más cerca de lo que creía. El corazón le dio un vuelco.

Lucifer se encontraba a unos cinco metros de distancia, bajo el arco que daba entrada al jardín. La delicadeza de las blancas rosas que pendían sobre su oscuro pelo hacía resaltar su fuerza y la energía que irradiaba su porte. Tenía las manos en los bolsillos y la mirada fija en ellas. Phyllida advirtió con alivio que los faldones de su chaqueta aún se agitaban, indicio de que acababa de llegar.

Esbozando una serena sonrisa, se puso en pie para acudir a su encuentro.

—Estábamos charlando de nuestras cosas. ¿Lo han dejado escapar?

La miró acercarse con aquellos oscuros ojos azules y aguardó a que se hubiera detenido delante de él antes de responder.

—Hace un rato que he escapado para ir a interesarme por mis caballos.

Reparando en que él miraba más allá de ella, Phyllida se volvió al tiempo que Mary Anne se acercaba con nerviosismo.

—Esta es mi íntima amiga, la señorita Farthingale.

Lucifer se inclinó con donaire y Mary Anne correspondió a su saludo.

—Debo volver junto a mi madre. Seguramente querrá marcharse ya.

Él se hizo a un lado para dejarla pasar.

—Ya te pondré al corriente en cuanto pueda —dijo a Phyllida antes de alejarse con premura.

Phyllida reprimió una mueca de disgusto. Con disimulo, observó a Lucifer, que apartó la vista de Mary Anne para centrarla en ella. Le escrutó el semblante, que ella mantuvo plácido y sosegado, al tiempo que le devolvía una imperturbable mirada.

Tras un instante de vacilación, él enarcó una ceja.

—¿Qué ha sido de mis caballos? Aquí nadie parece saber dónde se encuentran.

—Están en los establos de Colyton Manor. Como aquí no había suficiente espacio y allí las cuadras estaban vacías, le pedí a John Ostler, de la posada, que se ocupara de ellos. Entiende mucho de caballos.

—Ya. Gracias por ocuparse de ellos. Y ahora será mejor que vuelva a la mansión.

Tenía una expresión algo ceñuda que Phyllida no creía atribuible a la preocupación por los caballos. Dio un paso, y ella le posó una mano en el brazo. Él la miró, sorprendido, y ella le escrutó los ojos.

—¿Le duele?

—Un poco.

—Supongo que no querrá esperar hasta mañana para ver sus caballos.

—No. —Esbozó una leve sonrisa—. Ya sabe cómo somos los hombres con nuestros animales.

—Existe un atajo por el bosque —dijo ella tras pensar un instante—. Es más rápido que yendo por el pueblo.

Él exteriorizó un vivo interés; la conjetura de que aquella había sido la vía utilizada por ella para ir de Grange a Colyton Manor el domingo por la mañana se hizo evidente en el brillo de sus ojos.

—¿De dónde parte ese atajo?

Phyllida vaciló. Si le dolía la cabeza, no podía dejarlo ir por el bosque sin compañía.

—Se lo enseñaré —decidió, y echó a andar.

En el bosque, él la seguía y a menudo le daba la mano para ayudarla a sortear una raíz o franquear rocas y pendientes. Aunque estaba despejado, el camino no era idóneo para paseos; mucho antes de avistar el tejado de la mansión, Phyllida lamentó no llevar puestos los pantalones y las botas. En ese caso no hubiera necesitado que él le ofreciera la mano y, así, no habría sido tan consciente de él pisándole los talones y prácticamente rodeándola cada vez que le servía de sostén.

No habría sido tan consciente de que él era capaz de dominarla físicamente sin la menor dificultad. Hasta entonces, pese a no ser alta ni corpulenta, nunca se había sentido en desventaja física con ningún hombre.

Mientras llegaban a los árboles que bordeaban la parte trasera de la casa solariega y salían a recibir la cálida caricia del sol, se recordó que aquel hombre era diferente… Le convenía tenerlo bien presente.

—Sus caballos deben de estar allí. —Señaló las caballerizas de piedra que se alzaban a un lado—. Avisaré a los Hemmings y a Bristleford de que está aquí. Ya está cayendo la tarde, de modo que no creo que John tarde en venir.

Se encaminó a la cocina, y la oscura mirada de Lucifer la siguió unos momentos antes de dirigirse a los establos.

Los Hemmings se encontraban en la cocina, la señora cocinando y su esposo junto al fuego. Este salió de inmediato hacia las cuadras. Tras organizar los preparativos para el velatorio de Horacio, Phyllida fue hacia el interior de la casa, aduciendo que quería contemplar por última vez el cadáver.

Así lo hizo. Después echó una mirada por el salón y la biblioteca de Horacio, situada al otro lado del vestíbulo. El secreter de viaje de la abuela de Mary Anne tenía que estar en algún sitio. Como era una pieza bella y pequeña, se podía colocar en una mesa lateral a modo de adorno, en especial en una casa llena de antigüedades como aquella. Phyllida buscó en vano. De regreso a la entrada, revisó el comedor y el salón junto con el anexo que daba al jardín. Nada.

De regreso al vestíbulo, se detuvo al pie de las escaleras y alzó la vista. A sus oídos llegó el ruido de un cajón que se cerraba. Sería Covey ordenando los efectos de su difunto amo. El secreter debía de estar arriba. Había dormitorios en el primer piso y desvanes en el segundo. Covey y los Hemmings tenían habitaciones en el nivel superior, pero estas no debían de ocupar ni la mitad del espacio. Tendría que encontrar tiempo y alguna excusa para inspeccionar arriba.

Retrocediendo por la cocina, se despidió de la señora Hemmings y salió al jardín, cavilando cómo y cuándo podría cumplir su propósito.

De pie delante de las caballerizas, Lucifer la observó acercarse con paso lento por el sendero. La había entrevisto en una de las habitaciones traseras. ¿A qué habría ido allí? Otra pregunta que requería una respuesta. Y pronto.

Sus caballos estaban paciendo con apetito voraz; John Ostler acababa de irse y Hemmings se dirigía a la casa. Phyllida levantó la cabeza cuando pasó por su lado y lo saludó con una vaga sonrisa, antes de percatarse de que Lucifer la esperaba. Entonces apretó el paso.

—¿Listo?

—Tenía razón —aprobó Lucifer—. John Ostler entiende de caballos.

Phyllida sonrió para sí antes de escrutarle la cara.

—¿Cómo va esa cabeza?

—Mejor.

—El aire fresco le sentará bien.

Cuando se internaron en el bosque los envolvió un frío silencio. El sol poniente filtraba algunos rayos entre los árboles, cual luminosos haces destinados a alumbrarles el camino. El bullicio del día se aquietaba con la proximidad del crepúsculo; los pájaros se posaban en las ramas o se cobijaban en los nidos, llenando de arrullos el aire.

Cerca de Grange, llegaron a un tramo de marcada pendiente. Phyllida se detuvo, tanteando el terreno. Lucifer franqueó el declive y después le dio la mano. Asida a ella, la joven dio un salto, pero con el impedimento de la estrecha falda apoyó el pie justo en el resbaladizo borde alfombrado de hojas. Él, agarrándola por la cintura, tiró hacia sí, de tal modo que Phyllida se dio contra su pecho.

El inesperado contacto los conmocionó a ambos. Él la oyó contener el aliento y notó cómo tensaba la espalda. Y sintió su propia e inevitable reacción. Phyllida alzó la vista, con los radiantes ojos castaños un tanto desorbitados, y la procesión de emociones que desfiló por ellos hechizó a Lucifer. Asombro, curiosidad, vagos e inocentes pensamientos, interrogantes de cómo sería…

Ella dejó descender la mirada hasta sus labios; y él hizo otro tanto. Phyllida entreabrió los suyos. Entonces él inclinó la cabeza y los besó. Eran suaves como pétalos, azucarados, dotados de una delicada y fresca dulzura evocadora, no tanto de inocencia como de inocentes placeres.

No había sido algo intencionado. Lucifer sabía que debía parar, retirarse, dejar que escapara aun cuando ella ignorase en su ingenuidad que debía echar a correr. No lo hizo. No podía. No quería soltarla sin haberla probado, sin otorgar a sus acuciantes sentidos aquella recompensa.

No era tarea fácil absorber tanto en un primer beso sin asustarla. El desafío que ello implicaba lo excitó.

Mantuvo una caricia sosegada, sin exigencia, aguardando con la paciencia del experto a que la curiosidad de ella superase sus escrúpulos. No tardó mucho… Era una persona confiada que no dudaba de su habilidad para salir airosa de todo, aun cuando en aquel terreno se hallara en desventaja. Y cuán grande era su desventaja. Ni siquiera se lo imaginaba. Todavía no.

Cuando ella con indecisión moldeó los labios a los suyos para devolverle el beso, el pirata que acechaba en Lucifer se regodeó. Arremetió, pero tuvo la precaución de disimular el ataque. Atrayéndola con arte, provocando y seduciendo, se dispuso a cautivarla con simples besos cargados de embriagadora tentación. La promesa de algo nuevo, ilícito, sensual… un sabor que ella nunca había probado.

Phyllida se abandonó entre sus brazos. Él la estrechó, sintiendo su calidez, su tierna juventud. Aspiró hondo y su aroma penetró en su interior. Aumentó la presión de los brazos. Reprimiendo la súbita urgencia de acariciarle todo el cuerpo, le recorrió el labio inferior con la lengua y aguardó.

Ella titubeó sólo un instante antes de despegar los labios. Él perfiló su contorno, animándola a seguir, hasta que, casi ebrio de ansia, de triunfo, pudo entrar y probarla como deseaba. Sólo probarla, eso se había prometido a sí mismo; saboreó el momento y luego, poniendo freno a sus apremiantes impulsos, se apartó.

Sus labios se separaron un centímetro. Sus respiraciones se entremezclaban, pero ella no retrocedió. Lo sujetaba por las solapas. Las pestañas entornadas le velaban los ojos, pero en ese momento los abrió. Ahora los tenía más oscuros, sensuales, impregnados de inocente sorpresa y femenina fascinación…

Él volvió a besarla, no buscando su placer esta vez, sino el de ella. Para mostrarle un poco más de lo que podía ser y de paso intensificar su fascinación.

Sujetándole con más fuerza las solapas, Phyllida se entregó al beso, a la íntima caricia que le proporcionaba la lengua de él. Inundada por una oleada de calor, un agudo estallido de sensaciones le recorrió los dedos de los pies y, despacio, los fue contrayendo.

Él reclinó la cabeza sobre la suya y ella sostuvo la presión; él profundizó el beso y ella lo siguió de buen grado. Llevaba años soñando con ser besada de esa forma, como una mujer, una mujer deseada. Era espantoso y tentador. No podía respirar, no podía pensar. Estaba claro que había perdido el control. En lugar de asustarse, se estremeció de emoción. Era una insensatez, desde luego, y, no obstante, no experimentaba miedo alguno, sólo una lasciva avidez.

Labios y bocas fundidos; lenguas unidas en una lenta caricia… por un momento mágico el mundo quedó al margen.

Él sabía a algo ardiente y salvaje, algo primitivo e indómito. Masculino… duro donde ella era blanda, la bestia frente a la bella. Captaba la vehemencia que ardía bajo sus labios, contenida tras su fachada mundana.

Entonces él comenzó a apartarse para poner fin al beso.

Advirtió con sorpresa que ella se había puesto de puntillas y pegada a él. Phyllida tenía temblorosas las rodillas, la piel acalorada y una sensación de vértigo. El pecho de él era un sólido muro que la sostenía; extendió los dedos y apretó, embelesada con la elástica dureza perceptible bajo las capas de tela. Él la tenía atenazada, como si sus brazos fueran de hierro, pero no le importaba. Quiso retenerlo, prolongar aquel maravilloso momento, aunque era consciente de que no sabía cómo hacerlo.

En el instante en que los labios debían separarse, él se detuvo. Después regresó, ahondando la exploración, con una veloz y dura invasión que la hizo estremecer: la oculta vehemencia que había intuido era auténtica.

Entonces él levantó la cabeza y se enderezó, y ella se quedó de pie aferrándole las manos. Con un parpadeo, las soltó. Aturdida, lo miró a los ojos y no supo a ciencia cierta qué veía. Algo oscuro y peligroso acechaba bajo su color azul.

—¿Por qué me ha besado? —De pronto le resultaba de vital importancia saberlo.

Él no sonrió ni trató de esquivar la pregunta con alguna pirueta verbal. La miró con fijeza, los ojos agrandados tras oír su pregunta… Casi estaba por creer que se hallaba igual de aturdido que ella.

—Porque quería —respondió con voz carrasposa. Parpadeó, inspiró y añadió—: Y para agradecerle la ayuda que me ha prestado, ayer y hoy. Al margen de cualquier otra consideración, quiero que sepa que aprecio mucho lo que ha hecho.

Trató de componer una sonrisa graciosa y, al no lograrlo, optó por una expresión impasible para animarla con un gesto a precederlo en el camino.

Tras lanzarle una última mirada dubitativa, Phyllida asintió. Él la siguió con la respiración alterada, a la vez que agradecía a los astros que ella hubiera dado por buena su respuesta. Caminando delante de él, Phyllida no podía ver el esfuerzo que le costaba volver a poner en vereda a sus demonios. Mejor sería que nunca adivinara lo poco que le había faltado para descubrirlos.

Por lo menos había respondido con sinceridad. Al menos en lo que respectaba al primer beso. No era necesario que conociera las razones que había tras el segundo, y menos aún tras el tercero. No recordaba la última vez que había convencido a una mujer de que se alejara de él, pero por su propia seguridad le convenía mantener las distancias.

Caminaba ceñudo. Había conseguido lo que quería, probarla una vez, pero ¿a costa de qué? No estaba seguro de querer saber la respuesta.

Llegaban al patio de césped de Grange cuando la agarró del codo y la obligó a detenerse. Ella se volvió enarcando las cejas. La penumbra impidió a Lucifer leer algo en sus ojos.

—La he besado —le dijo— porque no quería que me viera como un ogro que la amedrenta para sonsacarle información. —Y la soltó, mirándola a los ojos—. Yo no soy el enemigo.

Ella le escrutó el rostro un instante y sonrió mientras le volvía la espalda. Salió del bosque en dirección a la casa, dejando que el viento le hiciera llegar sus frías palabras.

—No creía que lo fuera.