Capítulo 3

LO llevó a Colyton Manor por el camino que atravesaba el pueblo; era demasiado peligroso ir por los bosques en compañía de un depredador, en especial de uno que la tenía en sus manos. Su padre no sospechaba nada, por supuesto. Al contrarío, parecía agradablemente impresionado con aquel desalmado.

Mientras caminaba al sol con él a su lado, tuvo que reconocer que, de no haber constituido una amenaza tan opresiva para ella, tal vez se hubiera sentido impresionada también. Su reacción con respecto a Horacio era totalmente honorable. Sin embargo, para ella era una experiencia inédita que alguien dirigiera sus actos, y no le gustaba. De todos modos no había llegado al extremo imperdonable de darle un ultimátum: ponerla en la disyuntiva de contarle toda la verdad o revelar a su padre que ella había estado en el salón de Horacio. Sólo por eso estaba dispuesta a complacerlo.

Lo miró un instante. Su oscuro pelo relucía con destellos de color caoba a la luz del sol.

—Se olvidó del sombrero —le dijo.

—No suelo llevar.

No era suyo pues. Siguió andando. El núcleo del pueblo quedaba justo delante.

Lucifer la miró; el sombrero le impedía verle la cara.

—Yo creo —aguardó hasta que ella levantó la cabeza— que, puesto que hemos formado una especie de alianza, sería mejor que me explicara qué ocurrió después de que encontraron el cadáver.

—Lo descubrió Hemmings, el jardinero de Horacio —le informó ella tras escrutarle los ojos—. La señora Hemmings, el ama de llaves, subió al piso de arriba suponiendo que su señor estaba allí. Hemmings fue al salón a encender el fuego. Cuando él dio la alarma, Bristleford, el mayordomo de Horacio, mandó llamar a Juggs y Thompson.

—¿Para que me llevaran custodiado, en calidad de asesino?

—Sí. Bristleford estaba muy afectado, y pensó que usted era el asesino. Debajo de la posada hay una celda en la que encierran a los prisioneros en espera de su traslado al tribunal. Thompson es el herrero… Usaron su carreta para llevarlo.

—¿Y usted dónde estaba?

Ella le dedicó una fugaz mirada. Luego dejó transcurrir más de un minuto antes de responder.

—Me encontraba en cama aquejada de una fuerte jaqueca. Por eso no fui a la iglesia.

—Después se presentó en la celda e insistió en que yo no era el asesino —señaló, tras aguardar en vano a que añadiera algo más.

—No sabía si lo recordaría.

—Lo recuerdo. ¿Cómo se explica su presencia allí?

—Horacio me prestaba a menudo libros de poesía. Como el dolor de cabeza había remitido, se me ocurrió ir a buscar otro volumen. Pero en cuanto llegué al portal de mi casa, delante paró el carruaje de la tía Huddlesford. Me había olvidado de que llegaba esa mañana, aunque todo estaba previsto… o eso creía.

—¿Pero…? —inquirió Lucifer, advirtiendo la irritación que impregnó aquellas últimas palabras.

—Percy y Frederick… no los esperaba. No suelen concedernos la gracia de su distinguida presencia.

—Apuesto a que Percy necesitaba un descanso.

—Es muy posible, pero como llegaron ellos tuve que esperar hasta que el servicio volviera de la iglesia para mandar que preparasen más habitaciones, aparte de darles conversación a ellos y a la tía hasta que aparecieron papá y Jonas.

—¿Y qué ocurrió después?

—Me fui en cuanto pude, pero cuando llegué a Colyton Manor ya se lo habían llevado a la posada.

—¿Es esto la posada? —Lucifer se detuvo ante un edificio medio enmaderado, un tanto desvencijado, aunque no ruinoso.

—Sí. Se llama Red Bells.

—Y Juggs es el posadero.

—Le pagan por vigilar a los detenidos —explicó, poniéndose de nuevo en marcha—. No lo juzgue, pues, con demasiada dureza.

—¿Qué sucedió a continuación? —preguntó él, pasando por alto la observación.

—Una vez que hubieron mandado a buscar a papá, vine a la posada. —Lo miró a los ojos—. ¿Qué es lo que recuerda?

—No todo, pero bastante. Usted se quedó hasta que llegó su padre y después él se fue a caballo para enviar el carruaje. El único recuerdo claro que conservo después de eso… —le escudriñó los ojos mientras evocaba lo sucedido— es que me desperté a medianoche.

—Sí, ya, pues eso es más o menos todo. —Con la mirada fija al frente, siguió andando—. Se le veía agitado, pero tenía el cráneo intacto… Lo molesto era el dolor.

Lucifer se quedó extrañado. ¿Por qué no había aprovechado para decirle que había estado velando junto a su cama? Él la había puesto en una posición que le exigía gratitud. ¿Por qué no había igualado ella las deudas?

Tras dejar atrás una hilera de pulcras casitas, doblaron un recodo y la mansión apareció a la vista.

—Bien —dijo—. Ahora conozco su versión. También sé que estuvo en el salón de Horacio antes de que entrara yo y también después de que me golpearan.

—No es cierto que lo sabe. —Mirándolo de soslayo, advirtió sus aires de suficiencia—. No puede afirmar que fui yo sólo por el mero contacto de una mano. —Le lanzó una mirada airada e insegura a un tiempo.

—Sí puedo. Sé que era usted.

—No puede estar seguro.

—Hummm… tal vez no. ¿Por qué no me toca otra vez, sólo para ver si estoy seguro?

La joven se detuvo en seco y se plantó frente a él, lanzando chispas por los ojos…

—¡Eh! ¡Señorita Phyllida! —Un corpulento individuo con delantal de cuero bajaba por la pendiente en dirección a ellos.

—¿El herrero?

—Sí, Thompson.

Thompson se acercó e inclinó respetuosamente la cabeza para saludar a Lucifer.

—Señor. —Dirigió también un mudo saludo a Phyllida—. Quiero pedirle disculpas por si le ha salido alguna magulladura de resultas de haberlo transportado en mi carreta. Claro que nosotros pensábamos que usted era el asesino y además pesaba bastante para moverlo, pero no querría que me guarde rencor.

—Descuide. No me salen magulladuras casi nunca.

—Estupendo. —Thompson respiró con alivio—. Entonces no pasa nada. Menudo porrazo tenía usted en la cabeza.

Phyllida disimuló su agitación volviéndose a observar la mansión.

—¿Y tiene sir Jasper algún indicio de quién pueda ser ese asesino, señor?

El «No» de Phyllida se superpuso al «Ninguno» de Lucifer. La turbación de ella fue completa cuando se dio cuenta de que la pregunta no iba dirigida a ella.

—Las investigaciones de sir Jasper aún no han concluido —informó Lucifer con una sutil mirada de hilaridad.

—Ya.

Phyllida esperó mientras Thompson señalaba en dirección a la herrería, situada al otro extremo del municipio, y aseguraba a Lucifer que podía contar con él para lo que necesitara, ya fuera la persecución del asesino o algo relacionado con sus caballos.

Tras agasajarlo con una última inclinación, el herrero desanduvo sus pasos.

Phyllida echó a andar de nuevo. Lucifer caminaba a su lado con flexibles zancadas que eran todo un dechado de gracia y desenvoltura.

—Parece un pueblecito muy tranquilo —murmuró.

—Normalmente lo es. —Lo miró y vio que observaba la loma y la iglesia ubicada en el punto más alto.

Sorteando el estanque, con los inevitables graznidos de los patos, llegaron a la verja de Colyton Manor. Ella entró primero y él tuvo que agacharse para esquivar las ramas de glicina que colgaban del arco superior. Phyllida avanzó rodeando la fuentecilla. En el porche, advirtió que él se había rezagado. Estaba absorto en la contemplación de un arriate de peonías, y luego pasó a observar un macizo de rosas y lavanda, antes de reparar en que ella lo esperaba.

Avivando el paso, se reunió con ella en el porche, pero volvió a posar la vista en el jardín.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

Él la miró con expresión indescifrable y los ojos entornados.

—¿Quién creó este jardín?

—Ya se lo ha dicho papá: Horacio. Bueno, Hemmings lo ayudó, claro, pero Horacio siempre fue el alma del proyecto. —Observó su semblante—. ¿Por qué lo pregunta?

—Cuando vivían en Lake District, Martha se ocupaba del jardín, era totalmente suyo. Yo habría jurado que Horacio era incapaz de distinguir una malva de una ortiga.

Phyllida miró el jardín como si lo viera por primera vez y dijo:

—Pues durante todo el tiempo que estuvo aquí se volcó de manera especial en el jardín. —Y reparó en el pétreo semblante de Lucifer.

La casa estaba en silencio. Entraron con paso quedo y se detuvieron delante de la puerta abierta del salón. El ataúd de Horacio reposaba en la mesa situada justo más allá del lugar donde habían encontrado su cadáver. Se quedaron un momento mirándolo y después Phyllida entró la primera.

A un metro del ataúd, tuvo que pararse. De repente le costaba respirar. Unos largos dedos tocaron los suyos; de forma instintiva, se aferró a ellos. Cerrando una mano, cálida y viva, en torno a la suya, él avanzó para detenerse a su lado. Phyllida sintió que la miraba a la cara. Sin levantar la cabeza, asintió. Así juntos, se acercaron al féretro de pulida madera.

Permanecieron un rato allí, cabizbajos. Phyllida halló consuelo en la sosegada expresión que se había asentado en el rostro de Horacio. Era la misma que tenía cuando lo había encontrado, como si a pesar de su carácter violento e imprevisible, su partida de este mundo hubiera sido una liberación. Tal vez existía realmente un cielo.

Ella le tenía aprecio y le entristecía su muerte. Podía darle su adiós y dejarlo ir, pero no podía pasar por alto las circunstancias de su fallecimiento. Lo habían asesinado en el pueblo que ella llevaba prácticamente dirigiendo durante doce años. El hecho de ser ella quien lo había encontrado, sin poder hacer nada ya por él, no hacía más que agudizar su sentimiento de ultraje. Era como si aquello por lo que había trabajado toda su vida —la paz y la serenidad de Colyton— hubiera sido violado, mancillado.

A su recuerdo regresó, prístino como un cristal, el momento en que había visto el cadáver de Horacio. Volvió a sentir la conmoción, el gélido roce del horror, el paralizante espanto cuando se había dado cuenta de que no había oído salir a nadie…

Levantando la cabeza, posó la mirada en la sala. Acababa de acordarse de algo. Había entrado en el salón desde el fondo del vestíbulo, proveniente de la cocina. Desde allí, si alguien hubiera abandonado la casa, ella habría oído pasos en el vestíbulo o en la grava del sendero. Nada se había movido. Ella se había quedado un poco en el vestíbulo antes de decidirse a entrar en el salón. ¿Cuánto rato había sido en total? ¿Cuánto tiempo llevaba muerto Horacio antes de que ella lo encontrara?

Reparó en el hueco que quedaba entre dos estanterías, casi en el extremo de la estancia. Era el único sitio donde habría podido esconderse el asesino. Esa era la única explicación de la desaparición del sombrero. Seguramente había transcurrido un lapso entre su partida y el instante en que Hemmings había decidido preparar el fuego. La señora Hemmings debía de estar arriba. Una breve oportunidad que el asesino había aprovechado para coger el sombrero y esfumarse sin dejar huella.

Phyllida respiró hondo. La calidez de la mano de Lucifer envolviendo la suya le servía de sostén, y no sólo físico. Observando el arrugado rostro de Horacio, formuló el solemne juramento de descubrir a quienquiera que se hubiese escondido entre las estanterías y la había visto descubrir el cadáver.

Aquel asesino no iba a escapar.

Mientras daba forma a su silenciosa promesa, era consciente de que a escasos centímetros de ella estaba tomando cuerpo otra muy parecida. La determinación con que Lucifer había hablado a su padre le bastaba para saber que él se tomaría su juramento con la misma seriedad que ella. Podrían trabajar juntos. Juntos tenían posibilidades, mientras que sola, aún con la ayuda de su padre, ella no conseguiría llevar al asesino ante la justicia. Pese a sus dudosos talentos, abrigó la esperanza de que aquel desalmado forastero que tenía a su lado fuese capaz de conseguir cuanto se proponía.

Lo miró de soslayo. Necesitaba contarle todo lo que había ocurrido, incluso reconocer que había sido ella quien le había provocado aquel golpe en la cabeza. Aunque no sería cómodo, debía hacerlo. Era preciso, sobre todo, que él supiera lo del sombrero. De ello se desprendía que tenía que hablar con Mary Anne sin dilación.

Reparó en el sombrío semblante de Lucifer, en la dureza de sus facciones que no mostraban el menor asomo de risa. Los grandes ojos estaban entornados. Él había tenido una relación estrecha con Horacio. Soltando la mano de la suya, se apartó para dejarlo a solas con su pena.

Lucifer la oyó marcharse. Una parte de su cerebro siguió el rastro de sus movimientos, mientras que otra se relajó cuando ella se adentró en la casa. Recordó que había mencionado su intención de hablar con el ama de llaves y, tranquilizado, centró toda la atención en Horacio. Su último adiós… Dejó que los recuerdos afluyeran a su cabeza, como agua que se escurre entre los dedos. Sus intereses comunes, sus logros, su aprecio mutuo, las largas tardes pasadas en la terraza frente al lago Windemere. Buenos momentos sin excepción, siempre. Por fin, tras suspirar, apoyó la mano en la de Horacio, posada en su pecho.

—Ve con Martha y sus trinitarias. En cuanto a la venganza, déjalo de mi cuenta.

Por más que la venganza fuera privativa del Señor, a veces este necesitaba algo de ayuda.

Cuando se disponía a irse, reparó en los estantes que recubrían las paredes. Caminó distraídamente junto a ellos, rozando de vez en cuando el lomo de algún volumen, de algún viejo amigo reencontrado. Hacia el final de la habitación, reparó en tres ejemplares que sobresalían de la estantería. Tras colocarlos bien en su sitio, paseó la vista por la pared revestida de libros. Era apropiado que Horacio hubiera pasado sus últimas horas allí, rodeado de sus más preciadas posesiones.

Se encontraba frente a los grandes ventanales, mirando el jardín que tanto lo había desconcertado, cuando una discreta tos sonó en el umbral. Se volvió; un hombre enjuto y cargado de hombros tenía la vista fija en el ataúd.

—Covey —lo saludó Lucifer, acercándose—. Le ruego que acepte mi pésame. Sé el afecto que profesaba a Horacio… y él a usted.

—Gracias, señor. —Covey pestañeó para liberar de lágrimas sus ojos azules—. Tallent me dijo que se encontraba aquí. Lamento que sea tan terrible ocasión la que vuelva a reunimos.

—Terrible, en efecto. ¿Y tiene alguna idea…?

—En absoluto. No tenía ningún indicio, ninguna razón para suponer… —Señaló con desespero el ataúd.

—No se culpe, Covey. Usted no podía preverlo.

—Si hubiera sospechado algo, no habría ocurrido esto.

—Por supuesto que no. —Lucifer se interpuso entre Covey y el féretro—. Horacio me escribió para comentarme de una pieza que había descubierto, respecto a la cual quería conocer mi opinión. ¿Sabe de qué se trataba?

—No. Sé que había encontrado algo especial. Ya sabe cómo se ponía… con los ojos brillantes como un niño. Así estuvo durante toda la semana pasada. Hacía años que no lo veía tan excitado.

—¿No le mencionó nada al respecto?

—No, pero nunca lo hacía con los hallazgos especiales. Sólo hablaba de ellos cuando estaba listo para exhibirlos. Entonces ponía todos los elementos en la mesa y me lo explicaba todo. —Covey esbozó una melancólica sonrisa—. Disfrutaba mucho con eso, pese a que le constaba que yo no entendía ni la mitad.

—Usted fue un buen amigo suyo, Covey —declaró Lucifer posándole una mano en el hombro. Luego, tras una breve vacilación, añadió—: Estoy seguro de que Horacio debe de haber tomado disposiciones que lo incluyen en su testamento, pero ocurra lo que ocurra, encontraremos una solución. Es lo que Horacio hubiera deseado.

—Gracias, señor. Le agradezco el detalle.

—Otra cosa más. ¿Había acudido algún otro coleccionista últimamente? ¿Jamieson? ¿Dallwell?

—No, señor. El señor Jamieson vino hace unos meses, pero últimamente no lo hemos visto. El amo no había… no había estado muy activo en la compraventa desde que nos trasladamos aquí.

Lucifer titubeó un instante.

—Imagino que me quedaré en Grange unos días más.

—Muy bien, señor. —Covey inclinó la cabeza—. Si me excusa, debo volver a mi trabajo.

Lucifer lo despidió con un gesto, intrigado por la identidad de los herederos de Horacio. Una vez que decidió que hablaría con ellos para que tuviesen en cuenta los años de servicio y la dedicación de Covey, volvió junto a la ventana, pensando en la excitación que, según este, había embargado a Horacio.

Si lograba comprender por qué habían matado a Horacio, podría deducir quién lo había matado. El móvil era la clave. Parecía posible, incluso probable, que fuera la misteriosa pieza descubierta por Horacio, dado el escaso lapso de tiempo que había transcurrido entre el hallazgo y su muerte violenta. Si el misterioso artículo era la clave, cabía la posibilidad de que el asesino proviniera de otra zona, tal como afirmaba lady Huddlesford. Por fortuna, se hallaban en una región rural en la que no pasaba inadvertido ningún forastero. Era seguro que alguien habría reparado en él, si no en Colyton, en alguna localidad del camino.

Se volvió para escudriñar el salón. Horacio podría haber ocultado su último descubrimiento a la vista, entre los muchos tesoros de su colección.

Cuando Phyllida regresó, lo encontró examinando la alabarda responsable de la contusión de su cráneo.

—¿Siempre la tenían aquí, detrás de la puerta? —le preguntó.

—Eso tengo entendido.

Tras escrutarla a ella, miró la cabeza del hacha. Después levantó la alabarda y la dejó caer en la otra mano, observando cómo descendía la pesada punta.

—Yo diría que si hubiera caído o la hubieran blandido con intención…

En ese caso el hacha le habría partido el cráneo. Phyllida no quería ni pensarlo.

—Fue esta parte de aquí —señaló el lado redondeado— la que por lo visto entró en contacto con su cabeza.

—Ah ¿sí? —Dejando erguida el arma, la miró—. ¿Y cómo cayó?

Ella le sostuvo la mirada, sin responder.

Él mantuvo la vista fija en su cara, dejando prolongar la tensión.

Pero Phyllida aguantó el tipo.

—Tengo que ir a la iglesia —anunció, irguiendo la barbilla— para elegir las flores del funeral, y luego hablaré con el párroco. Usted puede quedarse, si lo desea.

—La acompañaré —repuso él, y fue a brindar su último adiós a Horacio.

Taciturna, ella salió en primer lugar al jardín. Lucifer se paró junto a la fuente.

—Las flores para el funeral… sugiero esas peonías. Eran las preferidas de Martha.

Deteniéndose, ella lo miró y luego a las flores, y con un asentimiento de la cabeza siguió andando.

Tras cruzar el camino, iniciaron el ascenso por el terreno comunal. La extensión de hierba, que mantenían a raya los corderos que allí se permitía pastar, subía de forma gradual hasta la cresta donde se hallaba la iglesia.

Lucifer ajustó su larga zancada al paso de Phyllida y respiró hondo. En el límpido y tibio aire flotaban, envolviéndolos, los aromas y sonidos propios de una tarde de junio. El dolor de cabeza remitía, y la mejor distracción que podía ofrecerle Colyton era la mujer que caminaba a su lado, pese a que no acababa de comprender por qué. En realidad se sentía un poco incómodo. Hasta entonces, sus preferencias se habían decantado hacia damas de más generosos encantos y, sin embargo, la esbelta gracia de Phyllida Tallent ejercía un poderoso efecto en su vigorosa virilidad. Tenía que ser una jugarreta del destino el que esta se despertara tan fácilmente con una testaruda e inteligente virgen algo malcriada, que además no efectuaba el menor esfuerzo por atraerlo. Tal vez el golpe en la cabeza lo había trastornado más de lo que creía.

Fuera cual fuese el motivo, lo cierto era que caminando a su lado o un poco más atrás no dejaba de notar con exacerbación cada vez que la juguetona brisa amoldaba el vestido a las piernas o las nalgas, o cuando le levantaba el borde de la falda, dejando al descubierto unos delgados tobillos. Su esbelta figura contenía una energía reprimida que una parte de sí reconocía al instante, la del indómito pirata; ansiaba estrecharla entre sus brazos y luego poseerla.

La subida le estaba aliviando el malestar de la cabeza a costa de intensificar el dolor en la entrepierna, un dolor destinado a permanecer sin cura. Inspirando hondo, miró al frente y procuró alterar el rumbo de sus pensamientos.

En la iglesia, ella fue directa al altar. Allí tomó un jarrón y luego entró en una pequeña habitación contigua.

Él se instaló en un banco. El pequeño templo estaba bien provisto de tallas y vidrieras. El ventanal de encima de la entrada era particularmente bonito. Aquel lugar era adecuado para celebrar el funeral de Horacio, que habría apreciado su belleza.

Una belleza de otra clase volvió a hacerse presente y a acaparar sin esfuerzo su atención.

Phyllida se sobresaltó cuando unas largas manos le cubrieron las suyas, que en ese momento acarreaban el jarrón de la pila bautismal.

—Permítame.

Ella le cedió la urna. La resonancia de su voz le dejó una flojera en todo el cuerpo. En silencio, lo precedió por la sacristía hasta la puerta de atrás. Allí señaló un montón de flores marchitas.

—Vacíelo allí.

Él lo hizo. Ella lo recuperó de sus manos y, sin que se lo pidiera, Lucifer abrió el grifo para que pudiera enjugarlo. Tras inclinar a modo de agradecimiento la cabeza, ella regresó a la sacristía, donde con ayuda de un paño secó vigorosamente el recipiente.

Él se quedó parado en el umbral, impidiendo casi el paso de la luz. Con un hombro apoyado contra la jamba, la observaba.

De repente, a ella la sacristía se le antojó muy pequeña y sintió un hormigueo en la piel.

—El funeral será a última hora de la mañana. Enviaré las flores a primera hora —comentó—. Con este tiempo, se marchitan muy rápido. —Estaba hablando por hablar, algo que nunca hacía—. Sobre todo si no se recogen antes de que les dé el sol.

—¿O sea, que estará revoloteando entre las flores al amanecer?

Ella quiso mirarlo, pero se contuvo.

—Por supuesto que no. Nuestro jardinero se encargará de ello.

—Ah. No habrá necesidad entonces de levantarse muy temprano.

Fue su tono sugerente lo que confirió al comentario su pleno significado. Por un instante, ella se quedó paralizada sujetando el jarrón con ambas manos. Tras inspirar hondo, lo depositó en su sitio y se volvió hacia él. Creía que su expresión reflejaría una calma superior, una imperturbable serenidad. Nadie del pueblo veía nunca más allá, con lo que le resultaba muy fácil protegerse a sí misma y dominarlos.

No obstante, la mirada de él se posó en sus ojos. Él veía más lejos, más hondo, y ella no se sintió muy cómoda con lo que pudiera percibir.

—Necesito hablar con el señor Filing, el párroco —dijo Phyllida—. Dado que usted está convaleciente, debería descansar unos minutos. Le sugiero que se siente en un banco y disfrute del frescor de la iglesia. Nos iremos cuando haya terminado con el señor Filing.

Él seguía escrutándole los ojos. Al cabo de un embarazoso momento, apartó por fin la vista.

—¿Esa es la casa parroquial?

—Sí. Es la rectoría.

Si bien él se apartó de la puerta, el movimiento no redujo en nada la sensación que ella tenía de estar atrapada.

—La acompañaré.

Phyllida inspiró y retuvo el aire. Con cualquier otra persona habría protestado, pero algo en su voz la advertía que sería inútil. Para ello tendría que pelear, y luchar con él era demasiado peligroso.

—Como desee.

Él retrocedió y la joven, pasando por su lado, salió al soleado exterior. Tomó el sinuoso sendero que conducía a la rectoría, situada en una hondonada justo debajo de la cresta. Tras cerrar la puerta de la sacristía, él echó a andar pisándole los talones.

Era imposible confundir su intención. Sabía que ella ocultaba algo; iba a pegarse a su lado, a exasperarla cuanto pudiera, hasta que le revelara qué era. O hasta que lo descubriera por sí solo.

La última opción era un riesgo que más le valía no correr. ¿Cuándo podría ver a Mary Anne?

Lucifer la siguió hasta la rectoría, demasiado consciente de la elástica gracia de su porte, de la espontaneidad con que se movía. Para un observador avezado en la apreciación de lo femenino, ella destacaba muy por encima de lo habitual. Infinitamente más deseable, e infinitamente más difícil de conseguir.

¿Por qué no quería que él estuviera presente en su encuentro con el cura?

Este, que los había visto acercarse, los aguardaba ya en la puerta de su casa. Pálido, rubio, de complexión delgada y con una acartonada pulcritud en la vestimenta, Filing tenía el aspecto de un diletante aristócrata. Recibió a Phyllida con una cálida sonrisa propia de una vieja amistad.

—Buenos días, señor Filing. Permítame presentarle al señor Cynster, un viejo amigo de Horacio.

—Ah ¿sí? —Filing le tendió la mano y Lucifer se la estrechó—. Qué desgraciado acontecimiento. Debió de ser horroroso para usted.

Lucifer asintió con la cabeza.

—Como ya sabrá, el funeral es mañana por la mañana. ¿Tal vez, como amigo suyo, le gustaría pronunciar el elogio fúnebre?

—No, gracias —declinó Lucifer tras una breve reflexión—. Con este golpe en la cabeza, no sé si estaría en condiciones y, con franqueza, creo que Horacio consideraría más importante su relación con la gente de aquí en estos últimos años que sus allegados por motivos profesionales. —Además, sospechaba que sería de más utilidad para Horacio que se dedicase a observar a los asistentes al funeral.

—Comprendo. En ese caso, si no hay objeción, yo mismo me encargaré del elogio. A menudo compartía una copa de oporto con el en las veladas. Poseía una espléndida colección de textos eclesiásticos a la que tuvo la amabilidad de brindarme acceso. Era un autentico caballero y erudito. Ese será el tema de mi elogio.

—Muy acertado. —Lucifer desplazó la mirada a Phyllida y aguardó; Filing hizo lo mismo.

Con expresión serena y ojos perspicaces, ella le devolvió la mirada.

—Hay diversas cuestiones sobre la organización que debo tratar con el señor Filing.

Lucifer asintió, como dándole permiso para hablar. Volviéndose, se puso a contemplar el pueblo y las casitas que bordeaban el camino.

—La conversación durará unos minutos. Quizá debería descansar en ese banco de ahí.

El banco se hallaba bastante más abajo, en la pendiente desde la que se dominaba el estanque, lo bastante alejado como para que no pudiera oír nada.

—Sería más sensato que descendamos juntos. Por si acaso me sobreviniera un mareo.

La contrariedad de ella le llegó en forma de oleada de calor, al tiempo que sus ojos se iluminaban con un chispazo de cólera. Aun así, inclinó la cabeza, con semblante impasible, cual perfecta máscara social. Filing los miraba de forma alternativa. Intuía algo que no alcanzaba a definir. No solía ver nada más allá de su fachada. Lucifer se preguntó por qué él sí podía… y por qué deseaba ver aún más allá, averiguar mucho más.

—En relación a las flores para mañana… —empezó Phyllida.

Con la vista posada en la población, Lucifer prestó poca atención al diálogo. Parecía que el asunto de las flores requería gran atención. Sin la menor alteración en el tono, Phyllida prosiguió:

—Lo que nos lleva a la siguiente cuestión.

Lucifer reprimió una cínica sonrisa. Era una mujer hábil. Por desgracia para ella, él lo era todavía más.

—Tiene la colección completa, ¿no es así?

Por el rabillo del ojo Lucifer vio cómo Filing asentía antes de lanzarle una mirada furtiva.

—¿Y no prevé dificultades en la distribución de los proveedores?

—No —murmuró Filing—. Todo parece… correcto.

—Bien. La próxima salida se realizará en la fecha fijada. He recibido una carta para confirmar que no hay alteración en los planes. ¿Podría comunicarlo a los interesados?

—Desde luego.

—Y recuérdeles que necesitaremos que el grupo esté reunido a tiempo. No podemos esperar a quien se demore. Si no llegan a tiempo, no podremos incluirlos y se perderán la excursión.

—Si alguno quiere discutir ese punto, les indicaré que hablen con Thompson.

—Está bien. —Phyllida se puso en pie—. Hasta mañana, pues.

Lucifer se despidió de Filing con un gesto.

—Debemos regresar —señaló Phyllida—. Será mejor que repose la cabeza.

Descendieron la pendiente con paso tranquilo.

¿Qué diantres se traía entre manos aquella mujer?

Pretendían hacerle creer que estaban hablando de una excursión de la parroquia, y él habría mordido el anzuelo de no ser por los repetidos intentos de ella de mantenerlo al margen. No obstante, no podía creer que se tratara de algo vituperable o ilegal. Ella era la hija de un juez, entregada a las buenas obras, y saltaba a la vista que Filing era una persona honrada. ¿Por qué no quería entonces que él supiera qué estaba tramando? Si ella hubiera sido más joven, habría sospechado que era alguna travesura, pero no sólo era demasiado mayor para ese tipo de cosas, sino que además tendía a una forma de comportamiento maduro, dominante. No era una atolondrada irresponsable.

El misterio que la envolvía no hacía más que acentuarse. Cada vez crecía más su urgencia de llevarla a algún sitio discreto, inmovilizarla contra una pared y tenerla allí hasta que le dijera todo cuanto deseaba saber.

Le lanzó una mirada y se vio recompensado con la visión completa de su rostro, encarado a la brisa que agitaba los lazos de su sombrero. Se embebió en la contemplación de sus facciones, la resolución del semblante, el desafiante mentón adelantado. Apartando la vista, se recordó que era una virgen de buena familia. No era una presa adecuada para él, no era la clase de mujer con que solía jugar.

Descubriría sus secretos y después tendría que soltarla.

Llegaron al camino. Allí aguardaba un carruaje ocupado por un corpulento caballero y una dama mayor.

Sir Cedric Fortemain y su madre, lady Fortemain —le informó en voz baja Phyllida.

—¿Quiénes son?

—Cedric es el propietario de Ballyclose Manor, la mansión que hay en lo alto de aquella colina.

Se aproximaron al carruaje. Sir Cedric, próximo a cumplir los cuarenta, con entradas e incipiente barriga, colorado de cara, se levantó y tras dedicar una reverencia a Phyllida se inclinó hacia el costado para estrecharle la mano.

Phyllida efectuó las presentaciones. Lucifer se inclinó ante la dama y estrechó la mano de Cedric.

—Tengo entendido que usted fue el primero en descubrir el cadáver, señor Cynster —dijo lady Fortemain.

—¡Qué asunto más desagradable! —se lamentó Cedric.

Luego, mientras mantenían una banal conversación sobre Londres y el tiempo, Lucifer advirtió que Cedric apenas despegaba la vista de Phyllida. Sus comentarios tenían un algo protector, excesivamente comedido. Cuando, impasible ante sus atenciones, ella dio un paso atrás, dispuesta a irse, Cedric la retuvo.

—Me alegra ver, querida, que no paseas sola por el pueblo. No sabemos si el asesino de Welham todavía merodea por aquí.

—Ay, sí. —Lady Fortemain sonrió a Lucifer—. Es reconfortante ver que cuida de nuestra querida Phyllida. Sería terrible que le ocurriera algo al tesoro de nuestro pueblo. —Acompañó sus palabras de una radiante expresión de aprobación, que hizo fruncir el entrecejo al tesoro del pueblo.

—Tenemos que irnos.

—¿Por qué la considera un tesoro, lady Fortemain? —murmuró Lucifer cuando se alejaban.

—Porque quiere que me case con Cedric. Y porque en una ocasión la ayudé a encontrar un anillo que había perdido en un baile. Y otra vez adiviné dónde estaba escondido Pommeroy en una de las ocasiones en que se escapó, aunque eso fue hace años.

—¿Quién es Pommeroy?

—El hermano menor de Cedric. —Y añadió—: Es mucho peor que Cedric.

Tras ellos sonó el traqueteo de un carruaje. Aminoraron el paso, haciéndose a un lado. El vehículo pasó de largo, conducido por una dama de afilado y pétreo semblante, que les dirigió tan sólo una mirada altiva.

—¿Quién era esa encantadora y rutilante aparición? —preguntó irónico Lucifer, y miró a Phyllida a tiempo de percibir un temblor en sus labios.

—Yocasta Smollet.

—¿Quién es?

—La hermana de sir Basil.

—¿Y quién es sir Basil?

—El caballero que viene hacia nosotros. Es el propietario de Highgate, que se encuentra siguiendo el camino de la rectoría.

Lucifer examinó al caballero en cuestión. Ataviado con severa pulcritud, aparentaba la misma edad de Cedric. No obstante, mientras este tenía una expresión colérica pero franca, la de Basil era recelosa, como la de quien se considera poseedor de grandes ideas que no se digna exponer ante nadie.

Primero se tocó el sombrero a modo de saludo y, tras ser presentado, estrechó la mano a Lucifer.

—Un asunto terrible, ciertamente. Todo el pueblo está nervioso. Nadie estará en paz hasta que atrapen a ese desalmado. Le ruego acepte mi pésame por la muerte de su amigo.

Lucifer le dio las gracias y, tras inclinar la cabeza, Basil prosiguió su camino.

—Muy etiquetero —murmuró Lucifer.

—En efecto. —Phyllida volvió a ponerse en marcha, pero enseguida aminoró el paso—. ¡Oh, Dios mío!

Pronunció la exclamación con la mandíbula apretada, como si fuese una maldición. Lucifer miró al individuo causante de su consternación, un pelirrojo de unos treinta años que caminaba hacia ellos con aire decidido. Apenas más alto que Phyllida, iba vestido de manera sencilla con calzones de pana, botas de montar y un sombrero de ala caída.

Irguiendo la barbilla, Phyllida se decidió a avanzar.

—Buenos días, señor Grisby. —Inclinó la cabeza sin detenerse, pero Grisby se plantó delante de ella—. Señor Cynster —dijo entonces Phyllida, volviéndose hacia Lucifer—, le presento al señor Grisby.

Lucifer lo saludó escuetamente con la cabeza y, tras un instante de vacilación, Grisby le correspondió con el mismo gesto.

—Señorita Tallent, permítame que la acompañe a su casa —se ofreció a continuación, al tiempo que lanzaba a Lucifer una mirada de desagrado—. Me sorprende que sir Jasper no le haya prohibido pasearse por aquí, estando suelto ese asesino.

—Mi padre…

—Uno nunca sabe —prosiguió con tono sentencioso— de qué lado vendrá el peligro. —Y quiso agarrar a Phyllida del brazo.

La joven lo ofreció, en cambio, a Lucifer. Cubriéndole la mano con la suya, este la atrajo hacia sí y luego clavó en Grisby una mirada torva.

—Le aseguro, Grisby, que la señorita Tallent no corre peligro alguno frente a asesinos ni cualquier otra clase de villano, estando a mi cuidado. —Había aguardado una señal por parte de Phyllida antes de intervenir, y de no haberse hallado convaleciente, el tal Grisby se encontraría ya chapoteando en el estanque con los patos—. Nos disponíamos a regresar a su casa. Puede estar seguro de que la señorita Tallent volverá sana y salva al lado de su padre. —Dedicó una inclinación de cabeza al ruborizado Grisby—. Y ahora, si nos permite…

Sin dejarle alternativa, se llevó con actitud solícita a Phyllida, que lo secundó con altivo porte. La mantuvo cerca, de tal forma que el borde del vestido le rozaba las botas. Sus dedos evidenciaban su agitación bajo la mano de él, hasta que al final se relajaron.

—Gracias.

—Ha sido un verdadero placer. Aparte de un patán, ¿quién es exactamente ese Grisby?

—El propietario de Dottswood Farm. Está más allá de la rectoría, un poco más lejos de Highgate.

—¿Así que es un próspero granjero aristócrata?

—Entre otras cosas.

Su tono de disgusto le inspiró una sospecha.

—¿Debo deducir que el señor Grisby es otro aspirante a vuestra gentil mano?

—Sí, todos lo son… Cedric, Basil y Grisby —confirmó ella con una mueca.

—Está causando estragos en la localidad.

Tras lanzarle una mirada de censura que ni su tía, la duquesa viuda de Saint Ives, hubiera podido mejorar, enderezó la cabeza y tendió la mirada al frente.

La localidad terminaba justo delante, en la intersección entre el camino del cementerio y la herrería con el camino principal. El primero estaba flanqueado de casas de menor tamaño que Colyton Manor o Grange, provistas de jardín vallado. De uno de estos salió un caballero que, ataviado con calzones, medias y zapatos de tacón alto, echó a andar hacia ellos. Con su chaqueta verde botella, un pañuelo amarillo y negro atado con un gran lazo en torno al cuello y una peluca en la cabeza, el hombre componía la figura más recargada que Lucifer había visto desde hacía meses.

Miró a Phyllida, que absorta en sus pensamientos no lo había visto.

—No sé si debo preguntarlo, pero ¿ese caballero es otro de sus pretendientes?

—No, loado sea Dios. Es insoportable. Se llama Silas Coombe.

—¿Y siempre viste así?

—Según me han contado, antes se vestía como un petimetre. Hoy en día, se conforma con adoptar todos los extremos de la moda y combinarlos al mismo tiempo.

—¿Es un caballero con fortuna propia?

—Vive de rentas heredadas. Su principal interés en la vida es presumir. Eso, y leer. Hasta que llegó Horacio, Silas poseía la mayor biblioteca de la zona.

—Así pues, él y Horacio debían de ser amigos, ¿no?

—No, más bien lo contrario. —Calló, advirtiendo que el hombre se acercaba, pero este tomó el recodo del camino sin dedicarles ni una mirada. Siguieron caminando y cuando ya habían dejado el pueblo atrás, Phyllida musitó—: En realidad, Silas es quizás el único del pueblo que odiaba a Horacio.

—¿Lo odiaba? Pero Horacio era una persona muy difícil de odiar…

—Pues sí. Verá, durante años Silas se había vanagloriado de ser un prestigioso bibliófilo especializado en libros antiguos. Esa era su ambición, creo, y aquí en el campo nadie podía hacerle sombra. A los demás les tenía más bien sin cuidado, pero para él era importante. Entonces llegó Horacio y desbarató su impostura. Eclipsó por completo la biblioteca de Silas con la suya, y Silas no sabía tanto de libros como él. Incluso para nosotros, que no entendemos mucho de la cuestión, la diferencia era evidente. Horacio era auténtico y Silas una mediocre imitación.

La verja de Grange apareció ante ellos; mientras entraban en la propiedad, Phyllida retiró la mano de su brazo y se volvió para mirarlo.

—¿No creerá que…?

—No sé qué pensar. En este momento, me limito a reunir información.

—Silas es afeminado. No me parece un hombre fuerte.

—Los débiles son capaces de matar con bastante eficacia. La rabia proporciona fuerza hasta al más apocado.

—Supongo… —Frunció el entrecejo—. De todas formas, no me imagino a Silas apuñalando a alguien.

—¿Quién cree entonces que mató a Horacio? —preguntó él tras una breve pausa.

—Yo no sé quién mató a Horacio —repuso Phyllida erguida, mirándolo a los ojos y pronunciando cada palabra con extrema claridad.

Mantuvieron un pulso con la mirada, hasta que ella le volvió la espalda. Con porte altivo, se alejó caminando. Al cabo de un momento, él la alcanzó con sus largas zancadas, más pausadas que las suyas.

—Y dígame, ¿cuántas personas hay en la localidad, del tipo de los Fortemain, que podían mantener un trato social con Horacio?

—No muchas. Ya ha conocido más o menos a la mitad. —Siguieron caminando por el sinuoso paseo bordeado de árboles de la finca—. ¿De veras cree que fue alguien del pueblo quien mató a Horacio?

—A Horacio lo asesinó alguien a quien conocía bien, alguien a quien dejó acercarse a menos de un metro de distancia. —Viendo su expresión dubitativa, agregó—: No había ninguna señal de forcejeo.

La duda desapareció del semblante de Phyllida al rememorar, pero cuando volvió a centrar los ojos en el presente, percibió la intensidad de la mirada de él y desvió la vista.

—Quizá fue alguien de fuera del pueblo, otro coleccionista, por ejemplo.

—En ese caso lo averiguaremos. Voy a realizar indagaciones en las poblaciones de los alrededores.

Siguieron caminando en silencio. Phyllida sentía la mirada de él. Habían avanzado otros cincuenta metros cuando él decidió formularle la pregunta.

—Sé que puedo parecer indiscreto, pero ¿por qué, teniendo tantos pretendientes, no está casada?

Ella lo miró pero no vio en sus ojos otra cosa que simple interés. Aun cuando se trataba de una pregunta impertinente, no experimentó ningún escrúpulo en contestar; conocía demasiado bien la respuesta.

—Porque todos los hombres que me han pedido en matrimonio han querido casarse conmigo por su propio interés, ya que teniéndome como esposa mejorarían su situación. Cedric y Basil consideran muy sensato casarse conmigo, puesto que soy una mujer distinguida de la comunidad y sería capaz de dirigir sus casas con los ojos cerrados. En cuanto a Grisby, casarse conmigo le reportaría un ascenso social; él es ambicioso en ese terreno.

Alzó la vista y comprobó que Lucifer estaba observándola.

—¿Y no tiene ningún deseo —preguntó él—, algún requisito del matrimonio, algo que ellos deban proporcionarle?

—No. Todo lo que pueden ofrecerme es una casa y una posición, y eso ya lo tengo. ¿Por qué casarme y cargarme con un marido cuando no ganaría nada con ello?

Lucifer esbozó una sonrisa.

—Ciertamente tiene las ideas claras. —Aquel peligroso ronroneo regresó a su voz y en sus ojos destelló algo que ella no entendió.

Optó por volverse hacia delante y continuar.

Ya estaban cerca de la casa cuando él la detuvo posando la mano en su brazo. Phyllida se giró con ademán de interrogación y él la miró de una forma penetrante.

—¿Qué ocurrió en realidad?

Ella le sostuvo la mirada y se planteó contárselo. No obstante, era una cuestión de todo o nada. Una vez que admitiera haber estado allí se vería obligada a revelárselo todo. Él no la dejaría reservarse ningún detalle. Y, por primera vez en su vida, dudaba de su capacidad para salir airosa ante un hombre. Aquel hombre era distinto, de una clase que ella no había conocido hasta entonces. Poseía la edad y la sensatez suficientes para detectar la diferencia y reconocer para sus adentros que sería inútil desafiarlo.

El no contarle lo sucedido constituía, por supuesto, un puro desafío, pero no podía obrar de otro modo. No iba a faltar a su promesa. Ella era capaz de mentir por una buena causa, pero la promesa hecha a una amiga era algo sagrado.

—No puedo decírselo. Todavía no. —Dio media vuelta. Él la retuvo por el codo. Ella lo miró ceñuda—. Yo he cumplido mi parte del trato.

—¿Qué trato?

—Usted no le ha dicho a papá que cree que estuve allí, en el salón de Horacio, y por eso yo lo he acompañado por el pueblo, lo he presentado a los conocidos de Horacio y le he dado las explicaciones pertinentes.

Él reaccionó con un enojo más evidente en los ojos que en la cara. La mantuvo frente a él sin soltarle el brazo. Ella le escrutó los ojos y lo dejó hacer. En el plano emocional, no tenía nada que ocultar.

—¿Por eso cree que he querido que me acompañase?

—Y para ver si podía pillarme desprevenida. ¿Para qué si no?

Él la soltó, pero le retuvo la mirada.

—¿Y si sólo hubiese tenido deseos de pasar un rato en su compañía?

La sugerencia le resultó tan inesperada que al principio Phyllida no acabó de hacerse a la idea. Luego la verdad se reveló por sí sola: le habría gustado que así fuera. Que él sólo hubiera querido pasar una relajada tarde de verano paseando con ella por el pueblo, haciendo comentarios intrascendentes. Notó una opresión en el pecho y, envarada, se apartó de él.

—No, ese no ha sido el motivo por el que ha querido que lo acompañase.

Lucifer la dejó alejarse conteniendo el impulso de replicar. Era una mujer muy dada a llevar la contraria, y resultaba difícil y hasta peligroso intentar manejarla. Definitivamente, nunca había conocido a otra igual. Dios era testigo de que jamás se había sentido tan atraído por una virgen.

Una virgen obstinada, voluntariosa, inocente, inteligente y demasiado pura.

Aquello complicaba todo mucho más.