Capítulo 21

A la caída de la tarde, Lucifer, Phyllida, Demonio y Flick se congregaron en la biblioteca junto con Jonas, sir Jasper, Filing y Cedric para elaborar un nuevo plan.

—He mandado a Dodswell en busca de Thompson y Osear —anunció Lucifer.

—¡Ajá! —exclamó Demonio—. A eso te referías con lo de «hasta la vista».

Todos los miraron sin comprender.

—Alguien se puso en contacto con la banda de contrabandistas de Beer para que lo llevaran a Francia —explicó Lucifer—. Tenía que ser esta noche. La banda de Beer le dijo al hombre que se pusiera en contacto con la banda de Oscar, que en principio iba a despachar un cargamento hoy.

Jonas miró por la ventana. Con el ocaso se había levantado viento y la tormenta avanzaba inexorablemente.

—Nadie va a salir a la mar hoy.

—Yo lo sé, como tú y la mayoría de los presentes. Lo que no es tan seguro es si Appleby lo sabrá.

—Él nació, se crio y vivió casi toda la vida en Stafford —informó Demonio—. Stafford está muy lejos de la costa, con lo que es probable que no tome en cuenta las consecuencias del mal tiempo.

—Entonces acudirá al lugar de la cita esperando encontrarse con contrabandistas —dedujo Phyllida, sentada al lado del escritorio de Lucifer.

—La gente que tiene tanto que ocultar como él asilo hace —señaló Lucifer—. Es la única clase de personas con las que considera prudente tener tratos. Hoy quería dejar las cosas resueltas. Ha acudido a la mansión con los planes definidos y todo previsto, sin intención de regresar a Ballyclose.

—El caballo que utilizaba ha vuelto hace unas horas —apuntó Cedric—. No falta ningún otro caballo.

—Estando nosotros aquí —dijo Lucifer, mirando a Demonio—, los dos con briosos tiros, habría sido arriesgado huir a caballo.

—Es un tipo precavido, pero aun así… —Demonio sacudió la cabeza—. Es raro pasarse cinco años buscando algo de lo que sólo se tiene noticia por la carta de otra persona. Y después resulta que ese objeto ya no está en el sitio donde se suponía.

—Él no lo sabía. Está obsesionado. —Phyllida cruzó los brazos—. Esa es la única explicación. Está loco.

—Esa pintura que Appleby pensaba que estaba en el libro… ha dicho que no había salido a la luz —comentó sir Jasper—. ¿Os parece lógico?

—Sí —confirmó Lucifer—. El revuelo que se habría producido a raíz del descubrimiento de una miniatura de un antiguo maestro habría sido fácilmente localizable. En eso tiene razón. Yo no he oído nada al respecto.

—Pero si no está en el libro y no lo han descubierto, ¿dónde está?

—¿Recuerdas la pieza que Horacio quería enseñarme? —preguntó Lucifer a Phyllida—. ¿La pieza que motivó mi viaje aquí?

—¿Crees que podría ser eso? —Ella se quedó mirándolo con asombro.

—Es el tipo de objeto para el que Horacio recabaría mi opinión. Yo conozco bien las colecciones privadas dedicadas a los maestros antiguos que poseen varios miembros de la aristocracia, así como la Corona. Además, ese es un tipo de pieza que él habría guardado con sumo cuidado sin comunicarle a nadie su existencia.

—¿Dónde está entonces?

—Escondida. —Lucifer levantó la cabeza al oír que llamaban a la puerta—. Habrá que registrar la casa entera, pero antes tenemos que ocuparnos de Appleby.

Bristleford hizo pasar a Thompson y Oscar y después se acercó a Lucifer.

—Con su permiso, señor —murmuró mientras los demás tomaban sillas para incorporarse a la reunión—, Covey, Hemmings y yo queríamos solicitar con todo respeto que nos incluyeran en cualquier partida que se organice para ir tras ese hombre.

—Sí, desde luego —aceptó Lucifer, viendo el ansioso semblante de Bristleford—. En realidad, si la señora Hemmings puede prescindir de ustedes, quizá puedan acudir de inmediato aquí los tres.

—Gracias, señor. Iré a buscar a Covey y Hemmings.

Phyllida posó la mano sobre la de Lucifer y la estrechó sobre el escritorio.

—Aún no han asimilado el hecho de haber dejado que alguien matara a Horacio.

Lucifer asintió y se dispuso a exponer en líneas generales la situación. Oscar describió la zona donde se reunían los contrabandistas, el montículo adónde había dirigido la banda de Beer al impaciente pasajero. A continuación trazaron un plan.

—Recordad —les advirtió sir Jasper—, nada de temeridades ni violencias innecesarias. No quiero tener que detener a nadie más por asesinato.

—En principio no hay necesidad de ello. Somos demasiados para que pueda escapar y, aparte de ese cuchillo, no dispone de armas. —Lucifer los miró, uno por uno, a la cara—. Nos veremos en el montículo en cuanto anochezca. No os retraséis.

Flick siguió a los hombres al vestíbulo y buscó con la mirada a Phyllida.

—¿Podríamos hablar un momento? —Tomando del brazo a Phyllida, Flick se encaminó a las escaleras.

Al llegar a la puerta de la biblioteca, Lucifer y Demonio vieron a los amores de su vida desaparecer, con las cabezas pegadas, en el piso de arriba.

—Esto no augura nada bueno —vaticinó Demonio.

—Supongo que será mejor que afrontemos la situación como hombres —dijo con una mueca Lucifer.

—Por probar no se pierde nada. —Endureciendo la expresión, Demonio se dirigió a las escaleras.

Veinte minutos más tarde, acompañados de sus damas, Lucifer y Demonio se encontraron en lo alto de las escaleras. Lucifer se quedó mirando con asombro a Flick, al tiempo que Demonio observaba, no menos sorprendido, a Phyllida. Después los primos se miraron entre sí.

—Yo no preguntaré nada si tú no lo haces —propuso Demonio.

—De acuerdo —refunfuñó Lucifer.

Sin dar señales de haberlos oído, Flick y Phyllida comenzaron a bajar las escaleras, ataviadas con pantalones y botas.

Al lado de Lucifer, Demonio las siguió, desplazando la mirada del airoso trasero de su bien amada a las armoniosas piernas de Phyllida. Descendiendo el último tramo, sacudió la cabeza.

—Apuesto la cabeza a que ninguno de nuestros antepasados tuvo que vérselas con esto.

Dodswell y Gillies esperaban, ya montados, junto a la casa, cada uno con un par de caballos ensillados. Ninguno de ellos tenía silla de amazona, tal como observó Lucifer. Había un pequeño grupo congregado a la luz del crepúsculo, ninguno de cuyos miembros pareció encontrar nada de extraordinario en el atuendo de Flick y Phyllida. Mientras ayudaban a subir a sus respectivas damas a caballo y después montaban a su lado, la indignación de ambos Cynster cedió un poco.

Se pusieron en marcha. Lucifer no perdía de vista a Phyllida, que le dedicó una mirada de reojo. Después de que ella saltara el primer seto y lo dejara atrás, dejó de estar continuamente pendiente de ella.

Cruzando un campo tras otro, se dirigieron hacia el sur, hacia la costa. Phyllida iba la primera, pues era la única que conocía la ruta. La brisa salobre arreció. Entre la penumbra se perfiló una casita, adosada a una enorme cuadra. Phyllida tomó el camino que conducía a ella. Habían acordado dejar los caballos allí a fin de no alertar a Appleby.

El viejo granjero y su esposa recibieron a Phyllida con la confianza que da la amistad. Dodswell regresó tras haber atado los caballos.

—Ya hay unos cuantos allí dentro. Parece que son los de Thompson, sir Jasper y los otros.

—Bien. Oscar llegará con la banda y los ponis, como de costumbre —explicó Lucifer.

—¿Cómo vamos a continuar ahora? —preguntó Demonio, que había estado escrutando la arboleda.

—Yendo en fila india, despacio. La cita no es hasta la noche cerrada. Tenemos tiempo para obrar con cautela.

Así lo hicieron. Precedidos por Phyllida y Lucifer, caminaron en silencio por el bosque. Tras bordear dos campos, se adentraron en la última aglomeración de achaparrados árboles próximos al acantilado.

Los demás aguardaban ya allí. Sin mediar palabra, la comitiva de Colyton Manor se dispersó al amparo de las densas sombras de los árboles que casi rodeaban el herboso montículo. El terreno ascendía desde el linde de los árboles hasta el borde del acantilado, y también había subida por ambos costados; más allá, la tierra caía en picado.

Se instalaron agazapados bajo el ramaje y el ruido de sus pasos fue ahogado por el incesante romper del oleaje contra las rocas, allá abajo. El fuerte y frío viento les azotaba la cara. Ningún barco se atrevería a acercarse a aquella traicionera costa con un temporal semejante.

Una hora después, la tormenta había tomado posesión del cielo y la oscuridad había caído como un sudario sobre la tierra. Con los músculos agarrotados y las articulaciones doloridas, seguían esperando.

Después, hasta sus oídos llegó un ruido de pasos. Al cabo de unos minutos, el turno de noche de la Compañía Importadora de Colyton entró en escena. Estaban todos, Oscar, Hugey, Marsh y los demás, que se apiñaron en la falda del montículo, buscando protección frente al viento.

—¿Cuánto rato tendremos que esperar a ese rufián? —preguntó Hugey.

—Más vale que no se haga esperar —refunfuñó Oscar—. Tenemos cosas mejores que hacer.

—Aquí estoy —dijo alguien—. Si es a mí a quien esperan.

Todos se volvieron, escudriñando la oscuridad. Lucius Appleby surgió dando traspiés de la hondonada situada a un lado del montículo. Con la ropa desaliñada y el cabello revuelto por el viento, aferraba las Fábulas de Esopo contra el pecho. Por un momento dio la impresión de que estaba borracho, descontrolado, pero luego, con un visible esfuerzo, se serenó.

—Ya era hora de que llegaran. Estoy impaciente por irme de este maldito lugar —espetó con una amargura concentrada como la hiel.

Se tambaleó con la mirada fija en los supuestos contrabandistas, sin dedicar ni un vistazo a un lado de los árboles.

—¿Qué pasa? —se impacientó—. ¿A qué esperamos? Vamos ya. —Dio un vacilante paso hacia ellos.

Todos los contrabandistas retrocedieron, salvo Oscar, y se colocaron en círculo sin perder de vista a Appleby. Después se unieron con los que avanzaban desde los árboles.

Appleby se quedó pasmado. Aún con la escasa luz, en su cara fue perceptible la conmoción cuando se dio cuenta de que lo rodeaban.

—¡No!

Giró sobre sí para correr hacia lo alto del montículo.

—¡Eh! —gritó Oscar, permaneciendo en la ladera—. No se acerque al borde.

Sir Jasper dio un paso al frente y miró con severidad a Appleby.

—En mi condición de juez, lo acuso, Lucius Appleby, de tres cargos de asesinato y tres de tentativa de asesinato, por usted mismo confesados. —Aguardó un momento—. Baje, hombre. ¿No ve que no puede escapar? No tiene sentido empeorar las cosas.

Apretando el libro contra el pecho con mano crispada, Appleby se lo quedó mirando y después echó la cabeza atrás y se puso a reír a carcajadas.

—¿Empeorar las cosas? —Recobró el aliento y de nuevo observó a sir Jasper—. No tiene ni idea. ¿Ve esto? —Le enseñó el libro mientras retrocedía con paso incierto—. Maté a tres hombres para conseguirlo. Condené mi alma inmortal y aún más. Cinco largos años de paciente búsqueda, ¿y para qué? ¿Cuánto cree que puede valer mi vida, mi alma, eh?

Abrió con furia la tapa y la mostró a todos. La cara interna había sido arrancada, junto con el relleno, dejando al descubierto el cartón.

—Nada. —Appleby redujo la voz a un sollozante susurro, para luego elevarla hasta un agudo chillido—: ¡No contiene nada! —bramó al cielo—. ¡Algún malnacido llegó antes que yo!

Con los ojos desorbitados, arrojó el libro a sir Jasper y después echó a correr montículo arriba.

—¡No! ¡No…! —Oscar empezó a subir la cuesta.

Thompson fue tras su hermano y Lucifer y Demonio avanzaron también. Con expresión amenazadora, Appleby se volvió hacia ellos, blandiendo el cuchillo.

—Venid a atraparme, pues —los retó—. ¿Quién será el primero? —Retrocedía a trompicones, componiendo una grotesca silueta recortada contra el turbio cielo.

Thompson se adelantó y posó la mano en el hombro de Osear.

—No entiende…

—Sois vosotros los que no entendéis. No voy a pagar… y menos cuando no hay nada ahí dentro. —Appleby se echó a reír como un poseso—. Ya he pagado con los últimos cinco años de mi vida.

—También les quitó la vida a otras tres personas —señaló Lucifer, elevando la voz para hacerse oír sobre el estrépito del viento.

—¡Ellos se interpusieron en mi camino! —gritó Appleby. Siguió subiendo, con la mirada enloquecida—. Si no lo hubieran hecho, aún estarían vivos. Fue por su culpa. —La última palabra quedó ahogada por un estruendoso murmullo.

Todo el mundo se quedó petrificado.

Luego Thompson se llevó a Oscar. Entre los árboles, Phyllida agarró del brazo a Flick.

—Oh, no.

Appleby se desconcertó. Permanecía en el borde del acantilado, observando el espanto pintado en los rostros de todos.

—¿Qué demonios…? —preguntó—. ¿Qué…?

De pronto el suelo se hundió bajo sus pies, llevándoselo.

Cayó un relámpago, pero fueron las toneladas de tierra caídas sobre las rocas y el mar las que hicieron las veces de trueno. El viento arreció, obligándolos a ocultar la cara hasta que cedió la racha.

Cuando volvieron a mirar la ladera, el nuevo borde del acantilado cortaba por el medio la cima del montículo.

Lucifer y Demonio regresaron a la arboleda. Phyllida se arrojó mudamente en brazos de Lucifer y lo abrazó con fuerza, agradecida hasta lo indecible por su calor, por la solidez de los brazos que la rodearon, por el contacto de la barbilla contra su pelo.

—¿Estará muerto? —susurró por fin.

—Ese acantilado tiene al menos doscientos metros de altura. No creo que haya alternativa.

Los otros quisieron asegurarse y se pusieron en marcha. Sir Jasper y Oscar iban los últimos.

—El camino que utiliza la banda de Oscar para bajar es seguro —explicó Phyllida.

Junto con Flick y Demonio, fueron tras ellos. Al llegar al rocoso saliente de donde partía el sendero, los recibió una ráfaga de viento. La mayor parte del grupo bajaba ya.

Una serie de relámpagos venidos del Canal iluminó de improviso el escenario. Todos se detuvieron a escrutarlo.

—¡Allí! —gritaron algunos, señalando.

Desde el nido de protección aportado por los brazos de Lucifer, Phyllida miró hacia abajo. El cuerpo de Lucius Appleby yacía con los brazos extendidos, boca abajo encima de las negras aguas. No se percibía un asomo de movimiento. La distancia impedía distinguir los estragos que sin duda le habían causado las rocas y el oleaje. Ante sus ojos, el cadáver se elevó en la cresta de una ola y después dio una vuelta antes de ser absorbido por el oscuro mar.

La luz cesó y la noche regresó, más negra aún.

Lucifer estrechó a Phyllida y le dio un beso en la sien.

—Ya ha terminado —murmuró—. Volvamos a casa.

Para su sorpresa, la llevó de regreso a Grange. Demonio y Flick no los acompañaron. Tal como les había pedido Lucifer, se llevaron sus caballos a la mansión.

Todos se reunieron en el salón. Phyllida, todavía vestida con pantalones, dio instrucciones para que sirvieran bebidas y refrigerios a fin de quitarse el frío que los embargaba, en parte debido al tiempo y en parte al mal encarnado en Lucius Appleby.

Pese a que sacudieron con frecuencia la cabeza con pesar y profusión de exclamaciones, el sentimiento general era de alivio por la conclusión del caso. La amenaza que había enturbiado la paz de Colyton había tocado a su fin.

En el instante en que Phyllida tomó plena conciencia de ello, buscó la mirada de Lucifer y sonrió. Ya no le sorprendía que se encontrasen allí. Por fin había recuperado su sosegada vida… la serenidad y la seguridad habían regresado al pueblo. De nuevo estaba a salvo. Lo único que habían perdido era a Horacio, pero en su lugar tenían a Lucifer.

Lo siguió con la mirada mientras se desplazaba por la habitación, intercambiando comentarios —los más adecuados, estaba segura— con Oscar, Thompson y los demás. La vida daba vueltas, cambiaba y progresaba. El destino se servía a veces de misteriosos procedimientos.

Poco a poco, la gente se fue marchando, de nuevo en paz. Al día siguiente por la mañana, la noticia se propagaría por el pueblo, las mansiones y las granjas.

Phyllida se acercó a Lucifer. Con la mirada perdida en la oscuridad del jardín, este dio cuenta del contenido de su copa antes de mirarla.

—Quería hacerte una pregunta, pero puede esperar hasta mañana. —Titubeó y luego le entregó la copa—. Vendré a verte.

—¿Significa eso que vas a dejarme que regrese sola por el bosque en medio de la oscuridad? —Viendo su expresión de desconcierto, le dio una palmada en el brazo—. Voy a volver a casa… a Colyton Manor.

Lucifer parpadeó y lanzó una mirada a sir Jasper, que estrechaba la mano a Cedric, el último en marcharse.

—Por más que lo deseara…

—No tiene nada que ver con tus deseos —le informó ella—. Te has olvidado de que tengo todas mis cosas allí.

—¿Todas?

—Cuando le dijiste a Sweet que preparase mis cosas, las puso todas. Es una romántica incurable, así que para lo bueno y para lo malo, toda mi ropa está en la mansión.

Lucifer la miró con sus oscuros ojos azules y después le rozó los labios con el pulgar.

—¿Para lo bueno y para lo malo?

Sonriendo, Phyllida lo empujó hacia la puerta acristalada.

—Espérame en la terraza. Tengo que hablar con papá.

Lucifer buscó con la vista a sir Jasper, pero Phyllida sacudió la cabeza y siguió empujándolo. Cuando traspuso el umbral, lo observó, embelesada con sus anchos hombros, con la fuerza que irradiaba aquella desenvuelta gracia, y con una serena sonrisa volvió hacia donde estaba su padre.

En el centro del salón, sir Jasper le tomó las manos.

—Bueno, cariño, es un gran alivio que todo haya acabado. No diré que me dé pena que haya muerto Appleby Era un mal sujeto, de eso no cabe duda.

—Tienes razón, papá.

—¿Y entonces? —Sir Jasper miró a hurtadillas a Lucifer, que esperaba en la terraza contemplando la noche—. Supongo que ahora que ya no hay peligro, vas a trasladarte aquí, ¿no?

Su tono no era insistente ni expectante, sólo curioso. La observó con un destello casi esperanzado en aquellos ojos presididos por las enmarañadas cejas.

—No, papá. —Sonriente, ella se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla—. Mi lugar está en otra parte ahora.

—¿Sí? —inquirió sir Jasper, reprimiendo las ganas de frotarse las manos—. Bueno, en ese caso…, ¿te veré mañana seguramente?

—Seguramente —confirmó con una risita su hija—. Y ahora te deseo que pases una buena noche.

Tras despedirse de su padre, salió a la terraza y deslizó el brazo por el de Lucifer. Como él, se puso a contemplar el cielo, donde las nubes corrían huyendo de los relámpagos.

Luego sintió la mirada de Lucifer en su cara y, al cabo de un momento, lo miró a los ojos. Pese a que con la escasa luz no alcanzó a percibir su expresión, acusó la posesiva actitud protectora que cayó sobre ella como un manto.

—Volvamos a casa —dijo él, tomándola de la mano.

Dejó que la condujera hasta allí por el bosque, invadido por la agitación previa a la tormenta. A medida que el viento arreciaba provocando un frenético vaivén de ramas, aceleraron el paso, hasta que él acabó tirando de ella a la carrera. Phyllida iba riendo cuando la sacó de entre los árboles y la llevó hacia la casa. Imaginaba que se dirigía a la puerta principal, pero después advirtió que no era ese su objetivo.

La arrastró por el jardín de Horacio, guarecido del viento gracias al bosque, la casa, el pueblo y su propia hilera de árboles. En medio de la oscuridad de aquella húmeda noche, era un paraíso de evocadores aromas, de lujuriante vegetación y misteriosas formas. Lucifer la llevó hacia el emparrado recubierto de madreselva, contiguo al arriate de peonías, donde se habían detenido una tarde para hablar de las realidades del amor.

Allí se paró, de cara a ella, con el oscuro cabello alborotado, como si se lo hubiera despeinado con los dedos, y el semblante serio. La observó tal como lo observaba ella a él y a continuación, cogiéndole las manos, hincó una rodilla en el suelo.

—Phyllida Tallent, ¿quieres casarte conmigo? ¿Me ayudarás a cuidar de este jardín durante los años venideros? —Había elevado la voz para que resultara audible entre el rugido del viento y el frenético zarandeo de las hojas.

Phyllida lo miró a la cara. Había trastocado por completo su mundo para estabilizarlo después; le había enseñado mucho y había dado respuesta a un sinfín de preguntas. Sólo le quedaba una por formularle.

—Este jardín necesita un amor constante para seguir floreciendo. ¿Me quieres hasta ese punto?

—Más. —Le besó el dorso de las manos, primero una y luego otra—. Te querré siempre.

Phyllida tiró para que se pusiera en pie.

—Más te vale, porque yo te querré aún más. —Se instaló entre sus brazos, un seguro refugio que ya era suyo—. Yo te querré para siempre, y también después.

Lucifer la estrechó. Sus labios se encontraron y se fundieron mientras sus cuerpos se pegaban en busca de un deleite recordado.

—¿Cuándo podemos casarnos? —preguntó Lucifer, interrumpiendo el beso.

—Hoy es sábado. Si hablamos con el señor Filing esta noche, puede leer las amonestaciones mañana. Entonces podríamos casarnos al cabo de quince días.

Elevaron la mirada hacia la rectoría, envuelta en oscuridad.

—No creo que a Filing le importe que lo despertemos —opinó Lucifer—, en todo caso no por esto.

Lejos de sentirse importunado, el párroco se mostró encantado al enterarse del motivo por el que lo sacaban de la cama, y les aseguró que a la mañana siguiente se harían públicas las amonestaciones. Después de rehusar la copa de jerez que les ofreció para celebrar la ocasión aduciendo que debían apresurarse ante la inminencia del aguacero, se fueron corriendo, con la idea de disfrutar de una celebración de otra clase.

Cuando llegaron al estanque, comenzó a descargar la tormenta. Llegaron al porche de la mansión chorreando y manchados de barro. El aroma de las plantas mojadas y el perfume que rezumaba el jardín —ahora su jardín— llegó hasta ellos mientras recobraban el aliento y Lucifer buscaba la llave.

Phyllida entró una vez que hubo abierto y él la siguió para después cerrar. Al volverse, advirtió que ella se había quedado parada junto a la entrada del salón. Juntos, traspusieron el umbral y luego Lucifer le rodeó la cintura por detrás, atrayéndola contra sí. Apoyando los brazos en los suyos, ella echó atrás la cabeza para susurrarle al oído:

—Ahora reina la paz. ¿No lo notas?

Sí lo notaba.

—Horacio ha ido a hablar de petunias con Martha —dijo al tiempo que restregaba la barbilla sobre la mojada seda de su cabello.

Phyllida volvió la cabeza y sonrió. A continuación giró entre sus brazos y le tocó la mejilla.

—Eres el hombre más fantasioso que conozco.

—A que no sabes qué fantasía tengo ahora —murmuró, después de besarla.

El suspiro, algo trémulo y jadeante de ella, le indicó que sí.

—Mejor será que vayamos arriba.

—Si insistes…

Phyllida se encaminó a las escaleras, precediendo sus sigilosos pasos de ágil y obediente felino. Tras detenerse un momento para coger dos toallas de baño, lo condujo no a su dormitorio, sino al de él. Sin formular objeción alguna, Lucifer fue a encender la lámpara que había encima de una cómoda.

Fuera llovía a cántaros y aún estaban activos los truenos y relámpagos, pese a que el frente de la tormenta se había alejado ya. Frotándose el pelo con la toalla, Phyllida cerró la puerta y se volvió, justo en el momento en que Lucifer graduaba la mecha, de tal forma que la lámpara arrojó un dorado resplandor por la habitación.

—¡Dios del cielo! —exclamó—. ¡Está allí!

Caminó en dirección a Lucifer, con la mirada clavada más allá de él.

—¿Qué está? —inquirió él, volviéndose a su vez. Enseguida cayó en la cuenta de qué se trataba.

—No me digas que siempre ha estado ahí. —Phyllida tomó el secreter de viaje situado en un ángulo de la cómoda.

—Si no quieres, no te lo diré —contestó Lucifer—. Pero tú no especificaste que era un secreter de viaje, así que yo he estado buscando un escritorio con cuatro patas.

—Seguramente te lo dije… —repuso Phyllida con la caja de pulida madera entre las manos—. Bueno, puede que no —concedió por fin—. Pero yo me refería a un escritorio de viaje, sabía qué era lo que buscaba.

—De todas maneras, creía que tú habías revisado toda la casa.

—Aquí no busqué, porque imaginé que no dejarías de ver un secreter de viaje que estuviera en tu habitación. La única vez que estuve aquí era de noche y estaba oscuro.

—No es que no lo viera. Sabía que estaba allí. Lo que pasa es que nunca se me ocurrió que fuera un escritorio de esa clase. —Observó el pequeño mueble—. ¿Dónde está ese compartimento secreto? Por el tamaño, no se diría que tenga uno.

—Por eso es un escondite tan bueno. —Phyllida se sentó en la cama, con el escritorio en el regazo; Lucifer se instaló a su lado—. Está aquí, ¿ves?

Tanteó la madera de atrás y localizando el fiador; apretó. El tablón se abrió. Entonces introdujo los dedos para palpar el interior, de donde extrajo un fajo de papeles.

—¡Santo Dios! —exclamó, dejándolo caer encima de la colcha.

Los dos se quedaron paralizados, no por la visión de las cartas atadas con una cinta rosa, sino por una pequeña tela enrollada junto con ellas. Se había desenroscado un poco, lo bastante para dejar ver los profundos tonos pardos y los suntuosos rojos al óleo, y parte de una mano.

—Cuidado —advirtió Lucifer, que fue el primero en recuperarse—. Estamos chorreando agua.

Phyllida se apartó de la cama al tiempo que él se ponía en pie y cogía la otra toalla. Mientras él se secaba el pelo y la cara, Phyllida cerró el compartimento secreto y dejó el escritorio encima de la cómoda. De regreso a la cama, sacudió su toalla y se secó las manos y la cara, antes de envolverse el cabello con ella. Después tomó con cautela las cartas de Mary Anne y Robert para depositarlas al lado del escritorio.

—No querría que se mojaran y se corriera la tinta, después de lo que ha costado encontrarlas.

Lucifer se reunió de nuevo con ella en la cama. Phyllida señaló la miniatura enrollada.

—Ábrela tú.

Lucifer cogió la tela y, tocando sólo los bordes no pintados, la desenrolló.

Incluso a la tenue luz de la lámpara, los colores relucían como joyas. Una mujer, una dama a juzgar por el esplendor de su atuendo, sonreía desde su asiento. El vestido, de terciopelo burdeos, tenía un escote cuadrado, adornado de encaje, en tanto que el tocado lo constituía una especie de griñón que caía con elegantes pliegues. La frente, muy despejada por efecto de la depilación, evidenciaba los dictados de una moda vigente siglos atrás.

Phyllida contuvo la respiración.

—Esto es lo que había en las Fábulas de Esopo, ¿verdad? Esta es la pieza que Horacio te invitó a valorar. La miniatura, la antigua obra maestra, por la que Appleby mató a tres hombres.

—Sí. No me sorprendería que no haya sido el primero en matar por esta dama.

—¿Es auténtico?

—Es demasiado perfecto para no serlo. Demasiado parecido a sus otros cuadros.

—¿De quién? ¿Quién lo pintó?

—Holbein el Joven, retratista de la corte de Enrique VIII.

Pasaron la hora siguiente charlando y haciendo cábalas, hasta llegar a la conclusión de que la miniatura debía ser expuesta en un museo. Una vez decidida la cuestión, Lucifer la devolvió al compartimento secreto, tras lo cual desplazó la lámpara a la mesita de noche.

Él ya se había quitado las empapadas botas, la chaqueta y la camisa hacía rato. Phyllida, en cambio, conservaba aún la camisa y los pantalones mojados. Lo observó con aire pensativo, fascinada por el juego de luces que producía la vacilante luz de la lámpara en los músculos de su pecho. Luego dejó vagar la vista hacia abajo, hasta donde el húmedo pantalón moldeaba sus perfectas formas, y después devolvió con languidez la mirada a su cara, a sus ojos azules, dotados de un brillo abrasador.

Phyllida enarcó con altivez una ceja.

Lucifer esbozó una maliciosa sonrisa. Después cogió los botones de la pretina y le sostuvo la mirada, como si la retara a no desviar la vista mientras se quitaba los pantalones. Enarcando aún más la ceja, ella aceptó el desafío. Los pantalones cayeron al suelo y él se acercó a la cama con lentos y deliberados movimientos. Con una facilidad que todavía la asombraba —la cautivaba, le cortaba la respiración—, la cambió de postura, dejándola de rodillas, sentada sobre los talones, de espaldas a él. Luego se arrodilló detrás, rodeándola con los desnudos muslos. De cara al pie de la cama, que tenía las cortinas corridas, Phyllida contempló su reflejo en el gran espejo que colgaba de la pared.

La imagen era hipnotizante. Con los hombros de él sobresaliendo por encima y por los lados, prácticamente cercada por él, ella se veía frágil y vulnerable. Hombre y mujer, uno vestido y la otra desnuda, ofrecían un espectacular contraste. Las manos que le aferraban la cintura se veían muy grandes. Lucifer desplazó la mirada hacia abajo. Phyllida observó las manos que se elevaban y después los dedos que se afanaban en desabrocharle la camisa. Esta vez, al menos, no tendría que volver a coserlos.

—Voy a quitarte esta ropa mojada y después te secaré y te calentaré, no sea que pilles un resfriado.

Sin ninguna gana de llevarle la contraria, Phyllida apoyó la cabeza tocada con la toalla en su hombro y, mirando con los ojos entornados, lo dejó hacer.

Dejó que le quitase la camisa empapada y el sostén, y observó cómo cogía una toalla y la aplicaba a sus pechos con un lento movimiento circular. Cuando estos estuvieron no sólo secos sino turgentes, cálidos y enhiestos, dejó la toalla y pasó a los pantalones. Para quitárselos, precisó un poco más de cooperación. Riendo a causa de las maldiciones e inventivas sugerencias que él murmuraba entre los besos que le depositaba en la espalda y las gotas errantes que lamía según las encontraba en su piel, ella lo ayudó a desprender la fría tela pegada a las caderas y los muslos.

Él la levantó para desprenderle a partir de las rodillas la mojada prenda, que luego arrojó al suelo. Acto seguido recogió la toalla al tiempo que la depositaba delante de sí, todavía de rodillas, frente al espejo. Frágil, vulnerable y desnuda, rodeada por su fuerza.

Manejó con eficacia la toalla, valiéndose de su leve efecto abrasivo para despertar y provocar hasta que todo el cuerpo reaccionó, enrojecido, hasta que cada centímetro de la piel quedó sensibilizado y dolorido, hasta que se halló impregnada de un lascivo deseo que sólo él podía saciar.

Después él dejó caer la toalla.

Phyllida estaba seca. Lucifer puso en acción sus sabios dedos, sus expertas manos, sus picaros labios y lengua con el objetivo de excitarla. Así siguió hasta alterarle la respiración, hasta un punto en que ella sintió un hormigueo en la piel y una ardiente necesidad corriendo por sus venas. Con las pestañas entornadas vio su propio cuerpo encendido por el deseo, aureolado de una luz sin igual. Lo necesitaba, lo deseaba… se acurrucó entre sus brazos y hundiendo los dedos entre sus muslos, echó la cabeza atrás.

Ella movió, animándola a seguir, amoldándola tal como era su deseo, mostrándole el modo de actuar sin temor a mostrar su lujuria.

Después se acopló a ella, de una manera fácil, perfecta, completa. Estrechándola en sus brazos, la acunó, se balanceó en su interior. Ella cerró los ojos y saboreó la sensación de tenerlo dentro, en lo más hondo de sí.

Ardiente como el sol, la rodeaba con su calor, al tiempo que flexionaba los músculos, como candente acero, en torno a ella. Después de mostrarle las posibilidades, la dejó escoger, y ella se volvió y apretó las largas piernas en torno a sus caderas y lo recibió en sus entrañas, estrechándolo entre sus brazos y besándolo en la boca. Dejó que ella lo arrastrara al territorio del olvido.

Juntos. Para siempre.

Se casaron un lunes, el día después de que Filing leyera las amonestaciones por tercera vez. El párroco ofició la ceremonia en una iglesia llena a rebosar. Todos los habitantes del pueblo y las granjas y casas de los alrededores asistieron, así como numerosos Cynster, que habían removido cielo y tierra para poder acudir.

Muy contento al lado de su hermano, Gabriel le entregó el anillo. Flick y Mary Anne fueron las damas de honor, y Demonio el segundo padrino de boda.

En la nave de la iglesia se encontraban sentadas, luciendo una tierna sonrisa, la esposa de Gabriel, Alathea, y Celia Cynster, la madre de Lucifer, que no paró de llorar durante el breve servicio. Junto a ella, Martin, el padre de Lucifer, exhibía un aire satisfecho al tiempo que entregaba pañuelos limpios a su esposa. Las tres hermanas de Lucifer, Heather, Eliza y Angélica estaban radiantes.

Después la boda acabó, y el último miembro del Clan Cynster estaba ya casado.

Lucifer se inclinó para besar a Phyllida. El sol asomó entre las deshilachadas nubes para colarse por la vidriera y verter sobre los novios un nimbo de luz dorada. Luego se volvieron sonrientes, ya marido y mujer, a saludar a su familia y amigos.

Por insistencia de los recién casados, el banquete se celebró en la mansión. Los invitados se desperdigaron por la casa, el césped y el magnífico jardín. De pie junto a su padre, Gabriel y Demonio, Lucifer observaba cómo Celia exhibía con orgullo a su nueva nuera, manifiestamente satisfecha con la elección de su segundo hijo. Phyllida había mantenido hasta el último momento la aprensión por la recepción que le depararía aquella dinastía ducal, pero habían bastado tres minutos en compañía de Celia para disipar dicha inquietud. Con ello, la dama se había granjeado la eterna gratitud de su segundo hijo, aunque él no tenía la menor intención de decírselo. En su condición de esposa de un Cynster, Celia poseía ya armas suficientes.

A su lado, Martin rio entre dientes, con cariño y un punto de recelo a un tiempo. Lucifer, Demonio y Gabriel siguieron el curso de su mirada, hasta el lugar donde Celia y Phyllida se habían reunido con Alathea y Flick y habían formado un estrecho corro.

Lucifer enderezó la espalda. Demonio emitió un suspiro. Gabriel sacudió la cabeza. Martin quedó a cargo de expresar lo que pensaban:

—No sé por qué nos molestamos en plantarles cara. Es inevitable: el poder tiene nombre de mujer.

—En nuestro caso, yo creo que sería más bien: tiene nombre de esposa —corrigió Lucifer.

—Tú lo has dicho —murmuró Gabriel.

—En efecto. —Demonio observó cómo sus cuatro damas rompían el círculo para encaminarse hacia ellos—. ¿Y ahora qué va a ser?

—Sea lo que sea, no tenemos escapatoria —repuso Martin—. Oíd mi consejo: rendíos de buena gana. —Y salió al encuentro de Celia.

—Preferiría que no hubiera utilizado esa palabra —comentó Gabriel.

—¿Rendirse? —inquirió Demonio.

—Eso. Aunque sea la verdad, no me gusta oírla. —Tras dicha declaración, Gabriel fue a reunirse con Alathea y con airoso porte se alejaron hacia el bosquecillo.

—Hay un pabellón muy recoleto cerca del lago —murmuró Lucifer al oído de Demonio.

—¿Y tú adónde vas a ir? —quiso saber Demonio.

—Hay un emparrado en el jardín que procuro impregnar de agradables recuerdos.

—Buena suerte —le deseó Demonio.

—Buena suerte a todos —los despidió Lucifer, mientras cada uno se alejaba en busca de su dama.

Y con ello, el Clan Cynster se rindió con alegría, cada cual a su propio destino particular.