EL día de la fiesta amaneció claro y apacible. Durante toda la mañana, los hombres y muchachos fueron subiendo tablones y caballetes por la cuesta de la iglesia. Thompson y Osear ayudaron a Juggs a trasladar rodando dos grandes toneles desde la puerta del cementerio hasta la pendiente detrás de la iglesia. Hacia las nueve una continua procesión de mujeres ataviadas con vestidos y delantales de vistosos colores transportaba en cestos toda clase de alimentos.
En torno a las once, cuando los ocupantes de la mansión subieron por el prado, se había formado una calima y no corría ni una gota de aire. Hacía un bochorno que se pegaba a la piel. Deteniéndose junto a la iglesia en el punto más elevado de la loma, Phyllida contempló el horizonte.
—Tendremos tormenta esta noche.
Lucifer siguió el curso de su mirada, hasta la lontananza emborronada de plúmbeo gris.
—Y parece que va a ser fuerte.
—Sí —confirmó Jonas—. Aquí las tormentas son dignas de verse. Llegan desde el Canal con un brío espectacular.
En la hondonada detrás de la iglesia se estaban concentrando los lugareños y las familias de los alrededores. Los habitantes de la mansión bajaron, prodigando saludos y presentando a Demonio y Flick; luego se confundieron entre el gentío y, tal como hubieran hecho de forma natural, se dispersaron. Cada uno tenía un papel que desempeñar.
Sólo los implicados estaban al corriente de sus planes. Cuanta más gente lo supiera, más posibilidades habría de que por inadvertencia alguien dijera o hiciera algo que pusiera sobre aviso al asesino. Habiendo llegado a la conclusión de que no había que dar por seguro que Appleby era el asesino, tendían una red destinada a cubrir otras posibilidades.
Habían fraguado una estrategia sencilla. Pese a que Phyllida estaría segura rodeada del pueblo al completo, Lucifer y Demonio habían establecido que ella y Flick debían permanecer juntas en todo momento y de que ambas debían llevar puestos sus sombreros de paja de ala ancha, una atado con un pañuelo de color lavanda y la otra con uno azul, para poder identificarlas fácilmente entre la multitud.
Lucifer y Demonio compartían la vigilancia de sus damas y de Appleby de forma disimulada. Lucifer iba presentando a Demonio y lo dejaba charlando. Aunque se cruzaron varías veces con Appleby y hablaron un poco con él, se guardaron bien de dar el menor indicio de que estaba sometido a observación.
Jonas fue asignado a merodear sin objetivo, atento a cualquier comportamiento inusual en algún hombre, por poco verosímil que resultara como asesino. Pese a la compañía de varias señoritas del lugar, que le sirvió para disfrazar sus intenciones, se mantenía despierto y alerta.
Los demás se ocupaban de la tarea más ardua. Dodswell, el criado de Demonio, Gillies, Covey y Hemmings se turnaban en la guardia de la casa, que vigilaban por parejas en todo momento, uno en la parte posterior y otro en la frontal. Permanecían ocultos en el bosquecillo y el bosque, pero tenían que relevarse con frecuencia para que todos se dejasen ver a menudo entre los asistentes a la fiesta.
A medida que avanzaba el día, el calor se hacía opresivo. Phyllida presentó a Flick a las damas del pueblo y, desplazándose con ella por el prado, charlaba animadamente con unos y otros. En múltiples ocasiones, una mirada, una velada alusión, los pensamientos que había detrás de una sonrisa, hicieron tomar conciencia a Phyllida del profundo cambio que Lucifer había operado en su vida.
Pese a que no hubiera respondido a ninguna pregunta ni formulado promesa alguna, por sus actos y sus pensamientos —por su deseo— era ya su esposa. Las pequeñas modificaciones en su posición social, los reajustes en la manera como se relacionaban con ella las otras damas, se habían producido ya. Parecía de consenso general que el reciente atentado contra su vida, combinado con la presencia entre ellos de su agresor, justificaba con creces un período de espera previo a la publicación de las amonestaciones. Nadie abrigaba dudas de que la boda tendría lugar en breve.
Sin embargo, el cambio más radical se había producido en sí misma. Lo notaba dentro mientras sonreía y escuchaba la continuación de las historias que había oído contar durante toda su vida. Se había apartado de la gente, sin descartarlos, pero ya no constituían el eje central de su vida; se habían trasladado a la periferia, que era el sitio que les correspondía. Su vida ya no era una acumulación de la de ellos, de sus penas y alegrías, problemas y necesidades. Había iniciado una nueva vida para ella y Lucifer en Colyton Manor.
Por primera vez en veinticuatro años se sentía realmente identificada con la función que le correspondía desempeñar, sin resquemores, sin deseos inalcanzables, sin ansias indefinidas.
Después de comer bocadillos regados, por cortesía de Ballyclose Manor, con champán ella y Flick ayudaron a Filing con las carreras infantiles y después, de buena gana, supervisaron algunos juegos.
—Estoy que me derrito. —Flick se apartó un poco el sombrero de la cara—. Ahora me alegro de que nos hayan obligado a llevar estos sombreros.
—Es más cómodo de manejar que una sombrilla —convino Phyllida.
Entonces vio a Jonas que pasaba con una señorita del brazo y le dedicó un gesto inquisitivo, al que él correspondió con una mirada y un semblante tan campechano como de costumbre.
—¿Qué novedad hay? —preguntó Flick.
—Jonas no sabe nada. —Phyllida exhaló un suspiro y apretó los dientes—. Si hoy no ocurre nada, me va a dar algo. Por lo menos un ataque de histeria.
—Los dejarías a todos patidifusos —comentó, riendo, Flick.
Phyllida bufó al tiempo que localizaba a Mary Anne y Roben entre el gentío. Ya antes se habían parado a hablar con ella y, si bien se habían interesado por las cartas, habían aceptado sin pánico la ausencia de avances en ese sentido. Era casi como si por fin se hubieran dado cuenta de que las cartas eran sólo una complicación menor por la que no valía la pena desesperarse. En todo caso, no eran nada en comparación con la, presencia de un asesino.
El día siguió su curso.
Appleby se detuvo a hablar un momento con el mayordomo de Ballyclose y luego se alejó, en apariencia en dirección a Ballyclose Manor. Lucifer y Demonio lo estaban observando.
—¿Para dar un rodeo, tal vez? —apuntó Demonio.
—Lo más probable —convino Lucifer.
Se separaron y avanzaron entre la gente. Aunque observaron a sus respectivas damas, no se acercaron a ellas y siguieron abriéndose paso entre la multitud, con intención de llegar al lado de la iglesia, al amparo de cuya sombra podrían observar con discreción la mansión. Esa era su intención, pero antes de llegar al cementerio, Osear llegó a su lado y dijo a Lucifer:
—Pasa algo que tiene que saber.
Lucifer avisó a Demonio con una mirada y retrocedió un poco para alejarse del gentío.
—¿Qué es?
—Pues… —Osear calló al ver aparecer a Demonio.
—Es mi primo —explicó Lucifer—. Puedes hablar en confianza.
—De acuerdo —asintió Osear—. Pues que acabo de recibir este mensaje y me ha puesto en un aprieto. No sé si la señorita Phyllida le ha contado lo de la banda que opera en Beer…
—Me dijo que eran unos contrabandistas poco menos que legendarios en la región.
—Oh sí, sí lo son, eso está claro. Un poco brutos también, pero siempre nos hemos llevado bastante bien, y ahora me han mandado un mensaje. Dicen que una persona se puso en contacto con ellos para que la pasaran al otro lado del Canal. Por lo visto, tiene que ser esta noche. Los de Beer no tienen el cargamento listo para esta noche y como saben que nosotros más o menos sí, le hablaron del barco que esta noche tiene que encontrarse con nosotros en los acantilados. Hasta aquí todo bien, pero como usted sabe, el carguero con el que nosotros trabajamos se dedica al comercio legal, o sea que no es un barco de contrabandistas. El capitán no querrá saber nada de ningún pasajero sospechoso.
Oscar lanzó una mirada a Phyllida, que en compañía de Flick charlaba con tres jóvenes.
—No quería molestar a la señorita Phyllida con este asunto, y no sé si el señor Filing serviría de algo.
—Tienes razón. —Lucifer frunció el entrecejo—. ¿Vais a embarcar la carga esta noche?
—En principio sí. —Oscar observó el horizonte, cada vez más negro—. Aunque dudo que se pueda. Esta tormenta se nos va a echar encima, y ninguno querrá salir con un tiempo así.
—En tal caso, esperemos a ver qué ocurre… —Lucifer calló al ver acercarse a Thompson.
Este llegaba jadeante, con aire de excitación.
—¡Ya lo tenemos! Mi chico acaba de decirme que esta mañana han traído un caballo para cambiarle la herradura de la pata izquierda trasera. El chico se había olvidado, con la fiesta y todo. Acabo de ir a mirar y es el mismo caballo. Lo juraría sobre la tumba de mi madre.
—¿De quiénes?
—De Ballyclose Manor. No es uno de los de sir Cedric, ni un jamelgo de los que montan todos. He zarandeado al criado que lo trajo para hacerle hablar, y dice que nadie lo ha montado mucho últimamente, que él supiera. Sólo el señor Appleby de vez en cuando.
—¿Es suficiente con esto? —dijo Demonio a Lucifer.
—Creo que sí. Vayamos en busca de sir Jasper.
—¡Cynster! ¿Dónde se había metido?
Cedric se acercaba presuroso entre la gente. Al verlos, agitó la mano y apretó aún más el paso. Yocasta Smollet lo seguía. Otras personas, intuyendo algo extraño, se apresuraron a acudir.
—¡Es Appleby, Appleby! —Cedric se detuvo, sin resuello, delante de ellos—. Burton, mi mayordomo, acaba de darme la noticia. Appleby le ha dicho que se iba a casa porque tenía una insolación. El muy tonto vino sin sombrero. Y entonces me he acordado. ¡El sombrero! El sombrero que Phyllida dijo que era el del asesino. Es de Appleby. Lo he visto en sus manos un sinfín de veces, aunque muy pocas lo lleva puesto. Justo ahora he atado los cabos. Desde que mataron a Horacio no ha llevado sombrero.
—Es verdad, señor —apoyó Burton, el mayordomo de Ballyclose—. Aunque no puedo afirmar nada sobre ese sombrero en concreto, el señor Appleby no ha llevado sombrero desde entonces.
—Estoy segura de que Cedric no se equivoca —terció Yocasta—. Ese día no me fijé bien en el sombrero, pero sí sé que Appleby se estaba quitando siempre el suyo, con actitud de caballero. No ha llevado sombrero durante estas últimas semanas.
—Iremos por él. —Cedric se irguió y miró en derredor—. Lo acorralaremos y lo llevaremos ante sir Jasper.
—¡Excelente idea! —aprobó Basil con una vehemencia que sorprendió a todos—. Disponemos de muchos hombres aquí. Esta vez no escapará.
—¡De acuerdo pues! —zanjó Cedric—. Finn, Mullens… vamos, muchachos.
Basil ya reunía a sus hombres. Grisby concentraba asimismo sus fuerzas para sumarlas a la creciente multitud, de donde brotaban gritos y atropelladas exclamaciones.
—¡Cedric! —Sir Jasper se abrió paso—. ¿Qué es esto? No va a haber justicia sumaria aquí, ¿entendido?
—Ya sé, ya sé. Sólo se lo traeremos aquí, y después ya podrán ahorcarlo.
Los congregados lanzaron un coro de aclamaciones. Sin dar margen a más preámbulos, partieron como una marea detrás de Cedric, Basil y Grisby, y tras culminar la loma iniciaron el descenso en dirección a Ballyclose Manor.
—No está allí —murmuró Demonio.
—Seguro que no.
Lucifer se volvió hacia Phyllida y Flick, que tras verse abandonadas por los niños subían la cuesta. En el prado de la fiesta no quedaban más que ellos y las damas y lugareñas de mayor edad.
Sir Jasper observó a Lucifer con suspicacia.
—¿Qué os traéis entre manos?
—Creemos —explicó Lucifer, indicando con un gesto que debían separarse un poco más de las mujeres aún presentes— que si Appleby es, según parece, el asesino, realizará otro intento de llegar hasta los libros de Horacio. Lo ha estado probando una y otra vez. Por eso hemos dejado la mansión vacía y sin cerrar con llave.
—¿Una trampa, eh?
—¡Oh, no! —exclamó, con ojos desorbitados, la señora Hemmings.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lucifer.
—¿Ha dicho que ese asesino del señor Appleby va a entrar en la mansión?
—Eso creemos, pero no hay nadie…
—Sí, sí. Amelia volvió hace una hora, porque hacía demasiado calor para ella.
—¿Amelia? —inquirió, perplejo, Lucifer.
—¡Dios mío! —Phyllida lo tomó del brazo—. ¡Sweet!
—¿Ha vuelto?
—Según parece, sí —repuso Phyllida—. Yo no tenía ni idea.
—Se ha ido hará una hora —intervino lady Huddlesford—. Estaba un poco abatida, pero como no quería preocupar a nadie, se fue sin decir nada.
Lucifer maldijo entre dientes.
—Más vale que nos pongamos en marcha —propuso Demonio.
Iniciaron el ascenso y, antes de llegar a la iglesia, Jonas se sumó a ellos.
—Filing acaba de entrar en la mansión. Lo vi subir por aquí y después no volvía, así que fui a mirar. Acabo de verlo entrar por la puerta principal.
—¿Filing? —se extrañó Demonio—. ¿Qué pinta en todo esto?
—Dios lo sabrá, estoy seguro —murmuró Lucifer—, pero sugiero que vayamos a averiguarlo. Por si no os habéis dado cuenta, nuestro plan maestro está haciendo aguas.
—Nunca me han inspirado mucha confianza los planes.
Demonio cerró la mano en torno al codo de Flick mientras rodeaban la iglesia.
—¡Ay!
Volvieron a detenerse al ver a Dodswell salir corriendo de la rectoría.
—¿Adónde van? —Se acercó presuroso—. Appleby ha llegado y entrado por atrás. Ha pasado por el bosque. Lleva dentro un cuarto de hora o más. He tenido que dar un rodeo por el bosquecillo para evitar que me viera.
Lucifer y Demonio intercambiaron una mirada.
—Bien. —Lucifer miró pendiente abajo—. Sólo podemos hacer una cosa: ir allí e improvisar sobre la marcha.
Observó a sus acompañantes. Aparte de Phyllida, Demonio y Flick, Jonas, sir Jasper y Dodswell, estaban lady Huddlesford, Frederick y los Hemmings.
—Entraremos todos juntos. Somos bastantes para que se sienta intimidado y no intente pasarse de listo, aunque no tantos como para darle pánico, por lo menos si mantenemos la calma. —Miró a Frederick y lady Huddlesford, y luego a Jonas y sir Jasper—. Otra cosa: si van a venir con nosotros, deben actuar exactamente como yo les diga. A estas alturas, lo más importante es que Appleby salga de la mansión sin que Sweet ni nadie resulte herido. Nada de heroísmos, ¿de acuerdo?
Todos asintieron.
Al final, Lucifer miró a Phyllida.
—Nunca haría nada que supusiera un riesgo para Sweet.
—Por supuesto que no. —Lucifer le tomó la mano y miró a los otros—. Vamos allá.
Al llegar al estanque, vieron a Covey apostado entre los árboles. Dodswell le indicó que se acercara.
—La señorita Sweet ha vuelto a casa —musitó Covey—. Antes de que me diera tiempo a avisar, he visto al señor Filing mirando desde arriba, al lado de la iglesia. Después ha bajado y no he podido salir. También ha entrado.
—Sí —asintió Lucifer—. Ven con nosotros. Vamos a aclarar la situación.
Pese a que no era lo mismo que dirigir una carga, con Demonio a su lado y Phyllida y Flick a sus espaldas, contó con el mismo ímpetu. Lucifer abrió la verja, sin reparar en el chirrido de los goznes. Tomó el sendero principal y rodeó la fuente…
—¡Alto! —Se detuvo y los demás lo imitaron.
La silueta de Lucius Appleby era apenas visible en la penumbra de la entrada. Atenazada por uno de sus brazos ante él, Sweet era más perceptible debido al color de su vestido. También advirtieron el destello de un cuchillo.
—¿Lo veis? —gruñó Appleby.
—Sí. —Lucifer no precisó añadir nada más. Con el tono de su voz bastaba.
—Si hacéis exactamente lo que os diga, no os pasará nada.
—Así lo haremos —afirmó con calma Lucifer—. ¿Qué quiere?
—Entrad uno a uno, despacio, en fila india.
Phyllida agarró el faldón de la chaqueta de Lucifer y se negó a soltarlo. Torciendo el gesto, Demonio se colocó detrás de ella. Todos subieron detrás de Lucifer el escalón de la puerta y entraron en el fresco vestíbulo de la mansión.
—Quietos.
Pestañearon, deslumbrados. Luego Phyllida enfocó la mirada en Sweet. Su antigua institutriz tenía los ojos como platos y la tez tan pálida que casi se confundía con el tono marfil de su delicado vestido veraniego de volantes. Appleby la sujetaba por los hombros, delante de sí, y cuando tiró de ella para retroceder se movió con rigidez. Con la otra mano, Appleby empuñaba un cuchillo de aspecto escalofriante.
Un gruñido atrajo las miradas. Filing yacía boca abajo junto a la escalera, pugnando por apoyarse en un codo, con un hilillo de sangre en la barbilla. Algunos hicieron ademán de acudir a socorrerlo…
—¡Quietos!
Todos se quedaron petrificados al oír la orden.
—Tú, Covey —escogió Appleby—. Ayuda a ese cura entrometido.
Covey se apresuró a obedecer y trató de incorporar a Filing. Con un bufido, Jonas lanzó una mirada de desafío a Appleby y abandonó la fila para ir junto a Filing.
—Covey no puede solo.
Appleby lanzó a Jonas una airada mirada que este devolvió sin inmutarse.
—De acuerdo —concedió Appleby—. Sólo para ponerlo de pie y traerlo con los demás.
Appleby retrocedió hasta situarse casi pegado a la pared, a la derecha de la puerta del salón.
—Entrad. —Señaló con la cabeza—. En fila y despacio. —Apretó el cuchillo contra el cuello de Sweet—. No os conviene ponerme nervioso.
—No —le dio la razón Lucifer—. No nos conviene.
—Colocaos delante de la pared de estanterías, enfrente de las ventanas.
Así lo hicieron. Jonas y Covey ayudaron a Filing a entrar en la habitación, y Appleby los siguió arrastrando a Sweet.
—Perfecto. —Los contó—. Dos por cada estantería. Quiero que busquéis un libro, las Fábulas de Esopo. Tendréis que sacar uno por uno los volúmenes y mirar dentro de la cubierta, porque algunas tapas son falsas.
Todos lo observaban fijamente.
—Venga, manos a la obra —ordenó—. ¡Ahora mismo! No tengo todo el día, y la señorita Sweet tampoco.
Se encararon a las estanterías. Mientras levantaba la mano para coger un libro, Phyllida cruzó una mirada con Lucifer y enarcó una ceja a modo de interrogación. Ellos dos, Demonio y Flick, Jonas y Covey, todos sabían que las Fábulas de Esopo se encontraba en el comedor. Lucifer inclinó la cabeza, apuntando a los libros antes de extraer el primer volumen del estante de arriba.
Phyllida comenzó por el del medio. A su lado, Flick y Demonio se aplicaron también en su cometido.
Al cabo de unos minutos, Lucifer miró por encima del hombro.
—¿Por qué no deja que se siente la señorita Sweet? —Señaló la silla de respaldo recto que había cerca de la ventana—. De todos modos, a la distancia en que está, ya no le sirve como escudo. Y si no se sienta pronto, podría desmayarse, lo que resultaría perjudicial para todos —advirtió, enfatizando la palabra «todos».
—Ya —admitió Appleby—. No sería útil para nadie. —Tras calcular la distancia hasta la silla, arrastró a Sweet hasta ella y antes de soltarla, los miró—. ¡Seguid buscando!
Todos se volvieron hacia las estanterías.
Lucifer siguió sacando y examinando libros, para devolverlos luego a su sitio. Ocupada con igual quehacer, Phyllida reparó en Lucifer y vio que intercambiaba miradas con Demonio. Estuvo observando el intercambio. Era como si se comunicaran sin palabras, como si sus pensamientos resultaran obvios, cuando menos entre sí.
Phyllida miró a Flick, que también había advertido aquella silenciosa comunión. Con un encogimiento de hombros, esta le dio a entender que ella tampoco sabía qué estaban pensando.
—¿Fue este ejemplar de las Fábulas de Esopo el motivo por el que mató al cabo Sherring? —murmuró Lucifer un minuto después.
Pese a que había hablado en voz baja, la pregunta fue audible para todos. Se volvió para mirar a Appleby, como también hizo Phyllida. Demudado, el hombre abrió la boca varias veces antes de contestar.
—¿Cómo…? —Calló un instante—. Qué más da ya. —Hizo una pausa, pero no pudo contenerse—. ¿Cómo os enterasteis?
—Hastings lo vio —repuso Demonio.
—Nunca dijo nada.
—Hastings es una persona honrada. No podía concebir que hubiera alguien capaz de matar a su mejor amigo.
—Sherring era un idiota —espetó con rigidez Appleby—. Un don nadie de provincias con un padre enriquecido gracias al comercio. Habían conseguido a base de dinero un título y una propiedad, y todos los lujos que acompañan tal posición. Yo tengo mejor cuna que él, pero nunca habría tenido ni la mitad de lo que iba a disfrutar él.
—¿O sea que se ocupó de equilibrar la balanza? —Como Demonio, Lucifer no interrumpió la metódica búsqueda, dando ejemplo a los demás.
Al ver a todos ocupados, Appleby se calmó un poco.
—Sí, en cierto modo. Aunque ellos me mostraron la manera de conseguirlo, él y su padre. La noche antes de la última batalla llegó el correo al campamento. A mí nunca me llegaban cartas, claro, así que, para ser amable, Jerry Sherring me leyó en voz alta la suya. Su padre había llenado la biblioteca de costosos libros y la galería de valiosos cuadros.
»A su heredero, el hermano mayor de Jerry, le traía sin cuidado todo lo que no fuera dinero en mano. Aunque ya estaba débil de salud, casi antes de morir, el anciano había realizado un fantástico descubrimiento. Había topado con una miniatura de un antiguo maestro. Estaba convencido de que era auténtica, pero carecía de fuerzas para llevar a cabo las indagaciones. Como no quería que su heredero se enterase y lo malvendiera, lo escondió a la espera de que, a su regreso de la guerra, Jerry, que tenía las mismas aficiones que él, lo ayudara.
—¿Así que escondió la miniatura en el libro? —inquirió Lucifer.
—Sí. —Appleby se hallaba justo detrás de Sweet. Por más que resultaba obvio que se había retrotraído al pasado, estaba demasiado cerca de la silla para que Lucifer intentara reducirlo—. Todo estaba en la carta. El viejo advertía incluso a Jerry de que no se lo contara a nadie. A él ni se le ocurrió pensar que me había leído la carta a mí.
—Confiaba en usted.
—Era un tonto. Confiaba en todo el mundo.
—Y por eso murió.
—En el campo de batalla. Lo más probable es que hubiera muerto de todas maneras. Yo sólo me aseguré de que fuera así.
—Y después acompañó el cadáver hasta la casa de su familia, interpretando el papel de amigo apenado. —Lucifer pasó la mirada por los estantes. Los demás permanecieron de cara a los libros, pero habían aminorado la actividad; todos estaban pendientes del diálogo—. ¿Qué fue lo que falló pues?
—Todo… todo lo que podía fallar y más —replicó con amargura Appleby—. Tardé dos semanas en verme libre del ejército y cruzar el canal de la Mancha, para después efectuar todo el recorrido hasta Scunthorpe. Los Sherring vivían más lejos aún. Cuando llegué me encontré con que el padre había muerto y el hermano había tomado posesión de la herencia.
—Me sorprende que eso supusiera un problema.
—No lo era en sí mismo, pero la esposa del hermano resultó una complicación imprevista.
—Las mujeres a menudo plantean complicaciones.
—No tanto como esa —espetó Appleby—. Era una tacaña, la muy maldita, igual que el hermano. Como sabían que Jerry se opondría a que vendieran las colecciones del padre, hicieron venir a los comerciantes antes de que el cadáver del anciano se hubiera enfriado en la tumba. Y vendieron las Fábulas de Esopo.
—¿Ha estado buscando en todas las colecciones de Inglaterra? —inquirió Lucifer.
Appleby dejó escapar una amarga carcajada.
—Hasta eso habría hecho, en caso necesario. De todas maneras, tal como ha ocurrido más de una vez en mi búsqueda de este tesoro, la esperanza ha resplandecido en las horas más sombrías. La mujer del hermano tenía una lista de las personas que invitaron para la venta de la biblioteca. Quince coleccionistas y profesionales. Yo se la pedí aduciendo que quería comprar algún libro como recuerdo de Jerry y me la dio. —Volvió a soltar una carcajada—. Como todo en mi vida, esa lista fue a la vez una bendición y una carga.
—¿Estaba por orden alfabético? —inquirió Lucifer.
—¡Sí! —exclamó Appleby con rabia—. Si hubiera iniciado las averiguaciones por el final, ahora sería un hombre inmensamente rico. En lugar de ello, comencé por el principio.
—A esas indagaciones cabe atribuir, supongo, el repentino fallecimiento del señor Shelby de Swanscote, cerca de Huddersfield.
Siguió un prolongado silencio.
—No ha perdido el tiempo —dijo Appleby. Lucifer se mantuvo callado, sin volverse, y el otro prosiguió—: Shelby habría vivido muchos años si no hubiera sido un viejo memo y desconfiado. Me sorprendió en su biblioteca una noche. Si hubiera entrado de inmediato, yo hubiera podido salir del aprieto, porque tenía preparada una excusa, pero no, se quedó mirando cómo revisaba en las estanterías. Después de eso, tuve que matarlo.
»Nunca le di margen a ninguno para que sospechara que buscaba algo… Por eso he tardado cinco largos años hasta llegar a la biblioteca de Welham. En los catorce casos anteriores tuve que conseguir un empleo, unas veces con el coleccionista y otras, la mayoría, en casa de algún vecino, y después enterarme de las costumbres de la casa del coleccionista para saber cuándo colarme. Me he convertido en un experto en leer los libros de ventas de los intermediarios. Eso era lo primero que consultaba. Ninguno había vendido ese libro, sin embargo, y la pintura oculta en él nunca ha salido a la luz, y créame que estuve bien pendiente del tema. Sé que el libro está aquí y que la pintura sigue en su interior. Y vosotros lo vais a localizar… Esta noche lo tendré en mis manos —afirmó con febril intensidad.
—Siendo asilas cosas… —suspiró Lucifer— le confesaré que hemos terminado de catalogar esta habitación, y también la biblioteca. No hay ningún ejemplar de las Fábulas de Esopo ni aquí ni allí. Tapas falsas sí, pero no el libro auténtico.
Appleby lo observó con ojos entornados.
—Si quiere mirar el inventario… —propuso Lucifer, señalando la biblioteca.
—No, no será necesario, ¿verdad? —Pese a su expresión de recelo, Appleby habló con tono confiado—. Lo único que le interesa es que me vaya de aquí, ¿no? Es tan rico que le importa un comino cualquier cuadro, sea de un maestro antiguo o no.
—Bueno, yo no diría tanto, pero en todo caso la pintura vale menos que la vida de la señorita Sweet, lo que viene a ser lo mismo.
—De acuerdo —aceptó Appleby tras escrutarle el rostro—. ¿En qué habitación sugiere que busquemos?
—Yo seguiría por el comedor. El salón de atrás parece más bien dedicado a los libros de jardinería, cocina y hogar.
Todos pararon de buscar mientras Appleby paseaba la vista por todos y cada uno.
—Nos trasladaremos en orden inverso. Yo retrocederé hasta la puerta y después esperaré en el vestíbulo. Quiero que salgáis en fila india, que crucéis el vestíbulo y entréis en el comedor.
Volviendo a poner en pie a Sweet, la retuvo contra sí para encaminarse a la salida. Todos lo siguieron en silencio. Hacia el final de la fila, Phyllida fijó la mirada en la alabarda colgada en el hueco detrás de la puerta.
—No —susurró Lucifer—. No la necesitamos. Lo único que necesitamos para que libere a Sweet es ese ejemplar de las Fábulas de Esopo.
Aunque torció el gesto, Phyllida pasó de largo.
Cuando entraron en el comedor, con su gran mesa central y estanterías de libros en todas las paredes, Appleby repartió a las mujeres a un lado y los hombres al otro. Phyllida vaciló un instante, pero Lucifer le dio un apretón en la mano. Ella se dirigió a la estantería contigua a la ventana del rincón. Era una ironía que en una casa repleta de estanterías, la que contenía el ejemplar vital era aquella junto a la que Appleby había pasado más veces, la que estaba situada al lado de la ventana que tenía un cierre defectuoso. Phyllida se puso a buscar en los estantes, mientras Flick lo hacía en la estantería contigua.
Appleby se retiró a una esquina de la estancia, donde situó una silla en la que obligó a sentarse a Sweet. Tenía una pared repleta de libros a la espalda, la puerta a cierta distancia, y la persona más próxima era la señora Hemmings, que no suponía ningún peligro.
—¿Y cómo murió Horacio? —preguntó Lucifer una vez que todos hubieron puesto manos a la obra.
—Fue un accidente. Nunca tuve intención de matarlo. Ni siquiera sabía que estaba en la casa. No lo oí bajar por la escalera ni nada… iba descalzo, por eso no hizo ruido. De repente apareció en la puerta y me preguntó qué demonios hacía allí. Había visto que estaba buscando algo. Me levanté y caminé hacia él. Como era bastante robusto y gozaba de buena salud, no pensé que pudiera estrangularlo. Se quedó parado, mirando cómo me acercaba. Entonces vi el abrecartas encima de la mesa. —Hizo una pausa—. Es sorprendente lo fácil que resulta si uno sabe cómo utilizarlo.
—¿Por qué intentó matar a Phyllida? —Sir Jasper se volvió, ceñudo, y con un esfuerzo de voluntad, se puso otra vez a revisar los libros.
—¿La señorita Tallent? —contestó con sorna Appleby—. Fue un verdadero sainete, ella tropezó con el cadáver y después llegó Cynster y se le cayó la alabarda encima. Yo estaba tan nervioso que poco me faltó para echarme a reír. Vi que se fijaba en el sombrero. Cuando me fui de la casa, con el sombrero y la identidad a salvo, sabía que ocurriera lo que ocurriese, por más contratiempos que aparecieran, acabaría haciéndome con esa miniatura. Con ella podría vivir tal como me merezco, con las comodidades dignas de un caballero.
—¿Por qué se empeñó en atacar a Phyllida, entonces? —preguntó Jonas.
—Porque regresó en busca del sombrero.
Phyllida se volvió para mirar a Appleby, que esbozó una tensa sonrisa.
—Yo estaba en el vestíbulo cuando le preguntó a Bristleford por el sombrero. No lo había olvidado, ni era previsible que se olvidara de él.
—Pero yo no sabía de quién era.
—No podía fiarme de que al final no le viniera a la memoria. Me había visto muchas veces llevando ese maldito sombrero, que era el único que tenía. Claro que, al estar aquí Cynster, que la tenía muy distraída, cabía la posibilidad de que no lo recordara, pero no era seguro.
Lucifer miró a Phyllida y frunció el entrecejo. Obedeciendo a la advertencia, esta omitió replicar que nunca había reparado lo bastante en Appleby para recordar su sombrero.
—Me deshice de él enseguida, por supuesto. Lo metí en un seto en los fondos de Ballyclose. Más tarde, lo pensé mejor y volví a buscarlo con intención de quemarlo, pero ya no estaba. Supuse que lo habría cogido algún vagabundo, así que consideré que no corría peligro, o que no lo correría en cuanto me hubiera asegurado de que la señorita Tallent no recordara nada más.
—Así que intentó dispararle.
—Sí —confirmó con exasperación Appleby—. Después traté de estrangularla. Lo único que conseguí fue que Cynster la vigilara más de cerca, pero esperaba que con eso también la asustaría y le impediría recordar. Volví a intentarlo durante el baile en Ballyclose, porque sospechaba que quizás iría a mirar los sombreros de Cedric. Mi plan fracasó, pero después ella misma me llevó fuera, a la terraza, para preguntarme por Cedric. No podía creer en mi buena suerte. Estuve a punto de estrangularla y esconder el cadáver entre los arbustos, aunque me contuve pensando que quizá nos habían visto salir juntos. Entonces llegó Cynster y tuve que ver cómo se la llevaba de nuevo.
Phyllida lanzó una breve mirada a Lucifer.
—Después encontró el sombrero. Y aún peor, se lo enseñó a Cedric. Si no actuaba de inmediato iban a descubrirme. Por eso escribí la nota de Molly, dejé inconsciente a Phyllida y prendí fuego a la casa. El sombrero se quemó, pero Phyllida no —resumió con irritación—. Tras eso renuncié a tratar de matarla. Por lo menos, el sombrero había desaparecido y ya no tenía una prueba para relacionarme con nada. Lo malo es que habían puesto cerrojos en esta casa, y aún existía la posibilidad de que las sospechas recayeran sobre mí. Tenía que actuar de manera contundente y decisiva para culminar con rapidez mi búsqueda. La fiesta de esta tarde me procuró la oportunidad perfecta. De modo que aquí estamos todos.
—Tenía previsto tomar un rehén —dedujo Lucifer.
—Por supuesto. Era la única manera de poder terminar. Era demasiado arriesgado buscar en un estante o dos cada vez. Quiero tener ese ejemplar de las Fábulas de Esopo en mis manos antes del anochecer.
Phyllida tuvo que reprimir el impulso de preguntarle por qué, y también advirtió idéntica curiosidad en los ojos de Flick. Ambas optaron por respirar hondo para fingir que continuaban revisando libros.
Siguió un tenso silencio, puntuado por el ruido que hacían al sacar los libros y revisar sus tapas. Al cabo de unos minutos, Phyllida consultó con la mirada a Lucifer y este asintió con la cabeza.
Phyllida se movió frente a la estantería como si iniciara un nuevo estante y extrajo el ejemplar marrón forrado de bucaron en cuyo lomo se leía «Fábulas de Esopo» en sencillas letras doradas. Lo sopesó en la mano antes de abrir la tapa, donde advirtió la esquina que había levantado Lucifer. Palpando, con la yema de los dedos notó algo blando bajo el papel. Lucifer había dicho que lo había revisado y ella no tenía motivos para creer que se hubiera equivocado.
Cerró el libro, asombrada de que un objeto de tan inocente aspecto pudiera ser la causa de tres muertes. También de privar a Lucius Appleby de cordura, y de humanidad, y casi de acabar con su propia vida. Enderezó la espalda y miró a Appleby.
—Me parece que este es el ejemplar que busca —anunció, tendiéndoselo.
Faltó poco para que Appleby no se precipitara a cogerlo, dejando atrás a Sweetie, pero se contuvo. No alcanzaba a leer el título. Observó con ansiedad el volumen, se humedeció los labios y lanzó una mirada de advertencia a Lucifer y Demonio.
—Que nadie se mueva. —Puso a Sweet de pie y la sujetó por los hombros empuñando el cuchillo con la mano derecha—. Déle el libro a la señora Hemmings y después regrese a donde está ahora —ordenó a Phyllida—. Los demás, quedaos en vuestro sitio.
Phyllida obedeció. Luego Appleby indicó a la señora Hemmings que avanzara.
—Déle el libro a Sweet.
La señora Hemmings se acercó con cautela y depositó el volumen en las trémulas manos de su vieja amiga. Luego retrocedió.
—Bien. —Tembloroso, Appleby echó un vistazo al libro—. Abra la tapa.
Sweet lo hizo con torpeza. Sin perder de vista a Lucifer, Demonio y los otros hombres, Appleby palpó sin mirar la tapa hasta localizar la bolsa oculta. Por su rostro cruzó, rauda, una fugaz expresión de inefable alivio y triunfo.
—Quiero que todos os trasladéis al fondo de la habitación y os quedéis allí, al lado de las estanterías —ordenó, cerrando el libro.
Tras un instante de vacilación, Lucifer obedeció. Los demás lo siguieron, salvo lady Huddlesford, que no se movió ni un palmo.
—La señorita Sweet está agotada —declaró con voz imperiosa—. Si necesita un rehén, tómeme a mí.
Sweet pestañeó. Atrapada contra Appleby como un pobre pajarillo, mirando a lady Huddlesford, recobró un tanto la compostura.
—Gracias, Margaret. Es un ofrecimiento muy amable, pero… —Pese al brazo de Appleby, Sweet irguió la espalda—. Creo que resistiré. No hay de qué preocuparse, de verdad.
Lady Huddlesford tardó un momento en ceder.
—Si estás segura, Amelia. —Acto seguido dio media vuelta con porte majestuoso y fue a reunirse con los demás.
—Si ya está solucionada la cuestión, me despediré de vosotros —anunció Appleby con un tono tenso, mezcla de una desaforada excitación y algo parecido al pánico—. Me llevaré a Sweet hasta el bosque. Mucho antes de que alguien me dé alcance, oiré los pasos, y si tal cosa se produce, es posible que Sweet lo pase mal. No obstante, si os quedáis exactamente donde estáis hasta que ella vuelva, tenéis mi palabra de que saldrá ilesa. —Calló un momento para dedicar una breve mirada a Lucifer, Demonio, Jonas y sir Jasper, tal vez en busca de una comprensión que no halló—. Nunca tuve intención de matar a nadie, ni siquiera a Jerry. Si hubiera habido otra manera… —Parpadeó y enderezó el cuerpo. Arrastrando a Sweet, se encaminó a la puerta—. Mataré a todo aquel que se interponga en mi camino.
—Esperaremos aquí —aseguró con voz calmada Lucifer.
—Bien. En ese caso, adiós.
—Hasta la vista —murmuró entre dientes Lucifer.
Aguardaron. Lucifer levantó una mano para que nadie se moviera.
—Está al límite. No le daremos motivos para que ceda al pánico.
Los minutos se sucedieron con lentitud extrema. Luego sonó un crujido de gravilla que fue mitigándose a medida que Appleby se alejaba con Sweet por el sendero del jardín. Intercambiaron mudas miradas, inquietos por la suerte de la anciana institutriz.
Después oyeron ruido de gravilla, que sonó cada vez más próximo a la casa. Era un sonido tan ligero que temieron estar imaginando que eran pasos. A continuación la puerta de atrás se abrió de golpe y, precedida de unos pasitos precipitados, Sweet apareció en el umbral del comedor.
—¡Se ha ido! —anunció agitando las manos—. ¡Ha echado a correr por el bosque! —Alargó un brazo en la dirección del bosque y después se desmayó.
Lucifer la sostuvo antes de que cayera al suelo y la llevó al diván del salón.
Más tarde, ya recuperada, cuando contó su peripecia a las damas del pueblo, la señorita Sweet fue, por primera vez en su vida, la protagonista del día.