Capítulo 2

PHYLLIDA posaba la vista en unos ojos de un azul tan intenso que casi parecían negros. Los había visto con anterioridad, pero apagados por el dolor, desenfocados. Si ya la habían impresionado antes, ahora clavados de modo implacable en ella, nítidos y brillantes como oscuros zafiros, la dejaron sin respiración.

Se sentía como si hubiera sido ella la que había recibido el impacto de la alabarda.

—Usted estaba allí. —La mirada la mantenía prisionera—. Usted fue la primera en llegar después de que el asesino me golpeara. Usted me tocó la cara, como acaba de hacer ahora mismo.

Ella mantuvo el semblante inexpresivo. Los pensamientos afloraron y después se hundieron, como maderos arrastrados por el torbellino de su mente. Los dedos se habían cerrado en torno a su muñeca sin darle tiempo a reaccionar. Movió el brazo, tratando de aflojar la presa pero él aumentó la presión, lo justo para que ella tomara conciencia de que no podría zafarse.

Ella notó que le faltaba el aire. Se había olvidado de respirar. Desviando la mirada, inspiró por fin. Con la vista posada en sus labios, se planteó qué iba a decir. ¿Cómo podía tener él la certeza sólo por un roce? Debía de ser una suposición con la que intentaba ponerla a prueba.

Envuelto en sombras, su semblante resultaba aún más imponente de lo que ella recordaba. El impacto de su presencia física era potente; parecía más peligroso, aun cuando antes ya le había transmitido una intensa impresión de peligro. Estaba tapado con toda decencia con uno de los camisones de su padre, pero el cuello desabrochado dejaba al descubierto el nacimiento de un rizado vello pectoral. De repente cayó en la cuenta de que se encontraba junto a la cama de un hombre mirándole el pecho, de madrugada y en camisón. Notó que se ruborizaba. Gladys estaba cerca, pero… Miró al otro lado de la habitación. Como si percibiera su deseo de que Gladys no se despertara, él se tumbó de espaldas, atrayéndola hacia sí.

Phyllida reprimió otra exclamación.

—Cuidado con la cabeza —susurró.

—Descuide —repuso él con ojos ardientes y casi en un ronroneo.

Mantenía extendido el brazo con que le aferraba la muñeca. Ella tuvo que inclinarse sobre él, al tiempo que controlaba la vela con la otra mano. Él la arrastraba de modo inexorable. Phyllida tragó saliva mientras sus senos se aproximaban a aquel musculoso pecho. Con el corazón desbocado, trepó a la cama.

—Ahora podrá decirme —la conminó él con una sonrisa arrogante— qué hacía con tanto secreto en el salón de Horacio.

Phyllida irguió la barbilla ante aquel descaro. A sus veinticuatro años, no estaba dispuesta a dejarse apabullar.

—No sé de qué me habla.

Trató de zafar el brazo, en vano. Arrodillada a su lado en la cama, con una mano apresada en la suya y la vela en la otra, se hallaba en absoluta desventaja.

—Usted estaba allí —reiteró él endureciendo la expresión—. Dígame por qué.

—Me temo que aún delira.

—No he delirado ni ahora ni antes.

—No paraba de hablar del diablo. Después, cuando le hemos asegurado que no se iba a morir, ha preguntado por el arcángel.

—Mi hermano se llama Gabriel y mi primo mayor, Diablo.

Ella lo miró desconcertada. Diablo. Gabriel. ¿Cómo se llamaría él?

—Oh. Bien, pero se le ha metido una idea estrafalaria en la cabeza. Yo no sé nada sobre el asesino de Horacio.

Lo miró por fin a los ojos, y cayó en un abismo azul. Era una sensación rarísima, una especie de hormigueo en los nervios, bajo la piel, acompañado de un calor que le subió por todo el cuerpo. La noción de estar prisionera se acentuó. Descartó, por ridícula, la idea de que su camisón fuera transparente.

—¿Así que no me encontró tumbado en el suelo del salón de Horacio?

Las palabras, quedas, transmitían un sutil desafío; una corriente subterránea de peligro palpitaba bajo ellas. Atrapada por su mirada, por la presa de su mano, Phyllida apretó los labios y negó con la cabeza. No podía decírselo… todavía no. Primero tenía que hablar con Mary Anne y quedar libre de su promesa.

—¿De modo que estos dedos —con destreza, cambió la posición de la mano para sujetárselos con los suyos— no son los que me tocaron la mejilla cuando yo yacía junto al cadáver de Horacio?

Le levantó la mano y la miró; ella miró también. Unos dedos largos y atezados rodeaban los suyos. La mano del hombre cubrió la suya en un cálido apretón. Después, despacio, acercó los dedos a la cara.

—Así. —Hizo que las yemas le tocaran la mejilla y después los deslizó.

Ella notó que le había crecido la barba, lo que no hizo más que recordarle que aquellas facciones de estatua no eran de piedra sino de carne. Fascinada nuevamente, Phyllida observó cómo los dedos descendían hacia la tentadora línea de los labios… entonces se dio cuenta de que él había aflojado la presión. Sus dedos se estaban moviendo por impulso propio.

Apartó la mano de un tirón, pero él fue más rápido y volvió a aferrarle la muñeca.

—Usted estaba allí. —Había una feroz determinación en su voz, vibrante de convicción.

Phyllida miró aquellos ojos de azul profundo; todos sus instintos la urgían a que huyera.

—Suélteme —pidió y dio un tirón para liberarse.

Sólo logró un arqueamiento de aquellas negras cejas. Él estaba reflexionando. Nerviosa, Phyllida se preguntó qué alternativas estaría sopesando. Luego él aflojó los labios, aunque no la intensidad de la mirada.

—De acuerdo… por ahora.

Ella trató de zafar la mano, pero él se lo impidió y le levantó los dedos… hacia sus labios, esta vez con la vista clavada en su cara. Ella rogó que no fuera perceptible su reacción de pánico mezclado con una insidiosa excitación.

Él le rozó los nudillos con los labios y ella se quedó sin aliento. Pese al frescor de aquellos, la piel le ardía donde le habían tocado. Con ojos desorbitados, notó cómo perdía el control de los sentidos. Sin darle margen a recobrar la respiración, él le volvió la mano para estamparle un ardoroso beso en la palma.

Phyllida retiró la mano y él la soltó. Retrocediendo, ella se puso en pie y el camisón cayó tapándole decentemente las piernas. Después de haber contenido el aliento, ahora respiraba con excesiva rapidez.

Los ojos del hombre resplandecían de satisfacción.

Irguiendo la cabeza, ella se ajustó el chal y, tras un instante de vacilación, se despidió con gesto altivo.

—Vendré a verlo por la mañana.

Se volvió hacia la puerta, inundada por una peculiar oleada de calor. Sin atreverse a mirar atrás, optó por escapar.

Lucifer observó cómo se cerraba la puerta. La había dejado huir. No era eso lo que habría deseado. Sin embargo, no había necesidad de darse prisa, y las cosas podrían haberse precipitado más de lo conveniente si la hubiera mantenido de rodillas encima de su cama.

Aspiró hondo y captó todavía su aroma, a tierno cuerpo femenino impregnado del calor de su cama. Pese a su opacidad, el camisón había marcado las hermosas curvas que cubría. Y al soltar las puntas del chal le había brindado una distracción completa. Si la otra mujer no hubiera estado en la habitación…

Transcurrido un minuto descartó tales pensamientos. Desde un punto de vista táctico, no había sido sensato poner al descubierto con tanto descaro sus intenciones. Por fortuna, su ángel de la guarda parecía empeñada en cuidar de él, pese a la amenaza que ahora captaba con toda claridad. Sus últimas palabras habían sido más que nada una declaración, pronunciada ante todo para sí misma. Si lo había encontrado tendido en el salón de Horacio pero se había visto obligada, por algún motivo, a dejarlo allí, su actitud era comprensible: se sentía culpable. Por más que él le planteara complicaciones, procuraría hacer lo correcto. Y era la clase de mujer que perseveraría en hacer lo que consideraba correcto.

Se estiró, relajando los músculos que había tensado y luego se colocó de lado, en la mejor posición para la cabeza. Todavía le dolía, pero lo cierto era que mientras ella había permanecido en la habitación, no se había dado cuenta. Toda su conciencia se había concentrado en ella. Incluso antes de que le tocase la cara.

No obstante, al saber que había sido ella quien se había arrodillado junto a él en el salón de Horacio para tocarle la mejilla con aquel tanteo vacilante, se había intensificado la atracción que él se había esforzado por acallar. La revelación implicaba que ya no tenía que fingir indiferencia; su atracción, la fascinación de ella y su consiguiente aprensión iban a resultarle sumamente útiles.

La joven sabía algo. Lo había leído en sus grandes ojos oscuros. Era fácil leer en ellos; no así en la cara. Pese a lo franco de su expresión no transmitía información, las emociones quedaban veladas. Incluso cuando él le había besado la mano, sólo los ojos habían reaccionado con un chispazo. Parecía circunspecta; a juzgar por todo lo visto, estaba acostumbrada a mandar, a llevar las riendas.

En todo caso, no había peligro de que desapareciera, lo cual le proporcionaría tiempo para insistir con sus preguntas y presionarla. Nadie sabía mejor que él cómo persuadir a las mujeres para que hicieran lo que quería, para que le dieran lo que deseaba… Al fin y al cabo, esa era su especialidad. Y una vez que hubiera averiguado lo que sabía sobre el asesinato de Horacio…

Cerró los ojos, vencido por el sueño.

A las once de la mañana, Phyllida entró en el dormitorio del extremo del ala oeste. Mantuvo la puerta abierta para dejar paso a Sweetie y Gladys, que traía una bandeja.

—Buenos días. —Se dirigió a la habitación en general, como si el cuerpo que yacía en la cama fuese un elemento más del decorado.

Tal vez siguiendo instrucciones suyas, Sweetie se había apresurado a bajar en su busca no bien el paciente había despertado. Phyllida sabía que estaba despierto: sentía aquella mirada de azul nocturno posada en su rostro y en el resto de su cuerpo, ahora ataviado como de costumbre con un vestido de muselina adornado con un ramito. Era muchísimo más fácil mantener la compostura cuando una vestía debidamente.

—Buenos días. Señoras.

El saludo, pronunciado con vibrante y profunda voz, fue acompañado de una airosa inclinación de cabeza. Phyllida se contuvo de fruncir el entrecejo. Aquel directo «buenos días» iba dedicado a ella, mientras que el «señoras» estaba destinado a las demás. Armada con su habitual porte sosegado, siguió a Gladys hasta la cama, haciendo caso omiso del calor que aún persistía en la palma de su mano. También pensaba hacer caso omiso de él. Estaba decidida a no sucumbir a la alocada fascinación que se había adueñado de ella la noche anterior.

—Le hemos traído un poco de caldo, que es lo que necesita para recuperarse. —Paseó la mirada sobre él, con una confiada sonrisa en los labios, si bien puso cuidado en no mirarlo a los ojos.

—¿De veras?

Sweetie y Gladys se irguieron, satisfechas; a Phyllida le bastó con una breve mirada para comprobar que estaba sonriéndolas a ellas.

—Así es —confirmó con cierta aspereza—. ¿Cómo va esa cabeza?

—Ha mejorado de forma considerable. —La miró un instante—. Gracias a usted.

—¡En eso no le falta razón! —apoyó Sweetie—. Phyllida hizo muy bien en insistir en que lo trajeran aquí. Si estaba como si hubiera perdido el sentido y todo.

—Eso tengo entendido. Espero que en mi delirio no haya dicho ninguna inconveniencia.

—Por supuesto que no. No se preocupe por eso. Gladys y yo tenemos hermanos varones, así que no crea que nos sorprendió en lo más mínimo. Y ahora, permítame ayudarlo…

Lucifer trató de incorporarse; Sweetie lo tomó del brazo para subirlo. Phyllida le ahuecó las almohadas, procurando no tocarle los hombros. Una vez que estuvo sentado, Gladys depositó la bandeja en sus rodillas.

—Gracias.

La sonrisa con que acompañó el agradecimiento dejó embobadas a Gladys y Sweetie. Phyllida experimentó una sensación de alarma. Aquel hombre era más que peligroso. Sus siguientes palabras acabaron de confirmarlo.

—Este caldo es excelente. ¿Lo ha preparado usted?

Gladys reconoció que así era. Sonrojada de satisfacción, se excusó por tener que ir a atender sus obligaciones y se fue, no sin antes asegurarle que si necesitaba algo no tenía más que pedirlo.

Phyllida reprimió un gesto de indignación. Luego se apartó de la cama y dejó que él comiera. Lo hacía de forma mesurada, sin dificultad, sin el menor temblor en las manos. Fuertes, de largos dedos, se movían con una gracia natural, sosteniendo la cuchara o partiendo el pan.

—¡Vaya por Dios! —se agitó Sweetie—. Hemos olvidado la mantequilla. Iré a buscarla ahora mismo. —Se precipitó hacia la puerta.

Phyllida se encontró con que la puerta se cerraba ya sin darle tiempo a protestar. No era nada decoroso quedarse sola con un caballero en su dormitorio. De todas formas, ¿qué podía pasarle? Él estaba prácticamente postrado en la cama. Además, ella era perfectamente capaz de mantenerlo en su sitio, con o sin aquella inquietante mirada azul. No había ningún hombre en la zona al que no pudiera mantener a raya y, a pesar de su elegante fachada, él no dejaba de ser un hombre más. Cruzándose de brazos, se encaró a la cama.

—Supongo que tiene algunas preguntas pendientes…

—Oh, sí.

Ella inclinó la cabeza, rehuyendo la mirada.

—Intentaré responder a ellas mientras come. Necesita reponer fuerzas. —Él asintió con la cabeza y ella siguió hablando—. En este momento se encuentra en Grange, la casa solariega de mi padre. Está al sur del pueblo. A usted lo encontraron en Colyton Manor, que como tal vez recuerde se encuentra en el extremo norte del pueblo.

—Eso sí lo recuerdo.

—Mi padre es sir Jasper Tallent…

—¿El juez municipal?

—Sí.

—¿Tiene él alguna idea de quién mató a Horacio?

Phyllida apretó los labios antes de responder.

—Aún no.

—¿Y usted?

Ella lo miró sin pensar y él le atrapó la mirada. Phyllida observó unos ojos de un azul diabólico, captó las duras líneas del rostro, la firme resolución, la implacable máscara que en nada disimulaba sus intenciones.

—Tampoco.

Tras retenerle un instante la mirada, Lucifer acabó por asentir con la cabeza.

—La creo.

Phyllida casi exhaló un suspiro de alivio, pero él añadió:

—No obstante, usted sabe algo. —Su voz reflejó un convencimiento absoluto.

Ella estuvo a punto de darse por vencida; era evidente que no valía la pena discutir. Apoyando los codos en las manos, dirigió la mirada hacia la ventana.

—Parece que está hambriento —dijo al cabo de un momento—, pero en su estado no sería sensato que tome más de lo que pueda masticar. Aunque su constitución es excelente, sufrió un fuerte golpe… Necesitará tiempo para recuperar el uso pleno de sus facultades.

Con el rabillo del ojo atisbo un temblor de labios y cómo le dirigía una mirada ponderativa. Repasó sus palabras, complacida consigo misma. Transmitían una sutil advertencia y una clara afirmación de que no pensaba someterse a la fuerza. Con la mayoría de los hombres, el simple interrogante sobre lo que había querido decir realmente habría bastado para desconcertarlos y anular la amenaza que pudieran suponer para ella.

—Mis facultades están retornando a marchas forzadas —murmuró él.

Sugerente y claramente amenazadora, la asombrosa calidez de su voz resbaló sobre la piel de ella a la manera de una voluptuosa caricia. Phyllida contuvo el aliento y se volvió para encararse a él, como si se tratara de un depredador. De improviso tuvo la certidumbre de que así era.

—Será preciso que vaya con tiento —declaró con semblante inexpresivo y voz monocorde.

Él abrió más los ojos, pero no fue inocencia lo que expresaron.

—¿No debería mirarme la contusión?

—Sólo necesita tiempo para sanar. —Ningún poder en la Tierra la haría acercarse a la cama. Con el entrecejo fruncido, Phyllida se ciñó a su papel. Era ella la que tenía la batuta y no él—. Papá querría que nos acompañara para el té de la tarde, si se encuentra en condiciones.

—Lo estoy —afirmó él con una sonrisa que a ella le provocó un hormigueo.

—Perfecto. —Se volvió hacia la puerta—. Mandaré que le suban el equipaje. Por precaución, lo dejamos abajo.

—¿Precaución?

—Sí, claro. —Al llegar a la puerta, lo miró—. Dejamos la ropa fuera de su alcance por si se obstinaba en levantarse de la cama.

Él curvó los labios, al tiempo que le centelleaban los ojos, en una combinación de efecto malicioso.

—Pues estar en la cama es uno de mis pasatiempos favoritos… No obstante, si hubiera querido levantarme, la mera ausencia de ropa no me habría disuadido. —Y le dio un buen repaso con la mirada—. En lo más mínimo —añadió con voz grave.

Agarrada a la manecilla de la puerta, Phyllida le sostuvo la mirada sin mudar de expresión, rogando que el rubor no traicionara su azoramiento.

—Le comunicaré a papá que se reunirá con nosotros más tarde. ¿Su nombre, por favor?

—Lucifer —contestó él, ensanchando aquella inquietante sonrisa.

Phyllida se quedó mirándolo; aún con la distancia que mediaba entre ellos, su instinto le gritaba que no se lo tomara como una fanfarronada. Algo le decía que no era la clase de persona dada a fanfarronear. Iba contra su naturaleza dejar que jugara con ella sin recibir su merecido, pero ponerse a discutir con él sería caer en su trampa. Venciendo su impulso de replicar, asintió con la cabeza.

—Sweetie, la señorita Sweet, regresará dentro de poco —anunció con altivez—. Ella se llevará la bandeja.

Luego abrió la puerta y se marchó con envarado porte.

Más tarde, tras haberse bañado y vestido, Lucifer se hallaba sentado junto a la ventana de la habitación, contemplando las tierras que se extendían hacia el norte, más allá de un denso bosque. A través del cambiante dosel de los árboles de vez en cuando distinguía el tejado de pizarra de Colyton Manor.

Con la mirada perdida, pensó en Horacio y Martha, y en lo que debía hacer a continuación, en la mejor manera de avanzar. Por más que hubiera aceptado interiormente la muerte de su amigo, el asunto no había hecho más que empezar.

Más allá de la ventana reinaba la tranquilidad. La soñolienta tarde de verano recubría el pueblo y, sin embargo, en medio de aquella paz había un asesino al acecho, preocupado y alerta. La muerte de Horacio no había sido un crimen perfecto. Aparte de él, que había irrumpido en el lugar casi enseguida, Phyllida Tallent también había estado allí. Lucifer sopesó esto último, preguntándose sobre sus posibles implicaciones.

Una llamada a la puerta lo distrajo de sus cavilaciones. Volvió la espalda a la ventana, impaciente por comprobar si su intuición era correcta.

—Adelante.

Phyllida entró y él se felicitó por su acierto. Debía de haberle costado retirarse antes; pese a su recelo, él había previsto que no se mantendría lejos. La joven echó un vistazo a la habitación hasta localizarlo. Tras un titubeo, dejó la puerta abierta y avanzó hacia él. Con ceño, ella escrutó su rostro, sus ojos. Él aguardó a que estuviera cerca antes de levantarse con cuidado; no convenían los movimientos bruscos.

En los hermosos ojos de ella se hizo patente el asombro, al tiempo que se detenía en seco.

—Ah… —Desde un metro de distancia, lo miró con expresión indescifrable. Dejó vagar un instante la mirada, más allá, antes de volver a posarla en su rostro. Entonces él le devolvió el favor. Ella abrió los ojos de golpe, pese a la inalterable pasividad de su semblante—. ¿Está seguro de que se encuentra bastante recuperado para bajar?

Él seguía sonriendo, disfrutando con su resistencia.

—Estoy bastante recuperado como para enfrentarme a todo un salón. —Viendo que el ceño de la joven se acentuaba, agregó—: Todavía me duele la cabeza, pero ya no es un martilleo constante.

—Bien… —Volvió a mirarlo a los ojos—. Siento decirle que mi tía y mis primos han llegado para pasar el verano y están, por supuesto, ansiosos por conocerlo. Prométame que no se excederá.

Pese a que no soportaba que lo atosigaran con atenciones, le producía una curiosa satisfacción la idea de que ella se hubiera erigido en cuidadora suya y estuviese decidida a cumplir con su tarea aun cuando el sentido común le aconsejara mantener las distancias. Lucifer esbozó una encantadora sonrisa, dejando de lado toda afectación.

—Si me siento débil, usted será la primera en saberlo.

Ella lo miró con escepticismo, pero la preocupación que reflejaban sus oscuros ojos era bien real. Como también lo era su recelo.

—De acuerdo. —Irguió la cabeza—. Y ahora, por favor, ¿cuál es su verdadero nombre?

Lucifer la miró, sin hacer ningún esfuerzo por disimular el significado de su sonrisa.

—Ya se lo he dicho.

—Nadie se llama Lucifer.

—Yo sí. —Dio un paso adelante y ella dio otro hacia atrás.

—Es absurdo. Ese no puede ser su verdadero nombre.

Él insistió en su avance y ella siguió retrocediendo.

—Por ese nombre me conocen todos. Muchos asegurarían que encaja con mi personalidad. —Le sostuvo la mirada, sin detener sus pasos—. Si pregunta a alguien por Lucifer en los círculos distinguidos de Londres, enseguida le indicarán cómo encontrarme.

La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, lo miraba con una expresión que denotaba que nunca había conocido a un hombre como él. A la fascinación y el recelo se sumaba seguramente cierta dosis de reprobación. Su deseo se avivó con un fogonazo que él se apresuró a sofocar para que no asomara a sus ojos. Ella no debía saber cuánto le encantaba convertir mojigatas damiselas en lascivas huríes.

Él dio otro paso, obligándola a retroceder hasta el umbral de la puerta, de modo que de pronto se encontró en el pasillo. Envarando el cuerpo, Phyllida se hizo a un lado a la vez que le lanzaba una mirada airada. Y cargada de sorpresa. Él tuvo que reprimir una sonrisa. Todo indicaba que nadie la había dominado de ese modo. La había hecho salir de la habitación sin recurrir a las manos, ni a la voz, con su sola presencia. Y aquel hermoso día de verano todavía no había dado todos sus frutos.

—No debería estar a solas conmigo —dijo mirándola, mientras cerraba la puerta—. Y menos en un dormitorio.

Ella le sostuvo la mirada y él tuvo que esforzarse por mantener la vista en sus ojos en lugar de centrarla en sus turgentes pechos, que se elevaron cuando ella inspiró hondo. Con los labios apretados, Phyllida contuvo la respiración y también la cólera.

Él enarcó una ceja, como si formulara una inocente pregunta.

Los ojos de la joven despidieron chispas. Fue algo tan breve que él casi creyó haberlo imaginado, pero la reacción de su cuerpo le confirmó que no. En cuestión de un instante, los ojos volvían a ser oscuros remansos de compostura, y armada como a menudo de una expresión de engañosa serenidad, inclinó la cabeza y echó a andar por el pasillo.

—Gracias por la advertencia —replicó sin volverse—. Quizás a papá sí le dirá cuál es su verdadero nombre. ¿Tiene la amabilidad de seguirme? —Con la cabeza erguida, se dirigió a las escaleras.

Lucifer observó el natural y seductor balanceo de sus caderas, los exquisitos hemisferios de su trasero y la airosa silueta de las piernas que de vez en cuando el vestido resaltaba. La siguió, contento de obedecerla.

Lo condujo a una estancia que daba a la terraza que bordeaba la parte posterior de la casa, la de los jardines. Los ventanales abiertos dejaban entrar la fragante brisa estival. Un grupo familiar estaba congregado en torno al carrito del té, situado delante de una chaise longue. Una dama de mediana edad y de expresión dura sostenía la tetera; a su lado permanecía tumbado con expresión petulante un dandi que, a juzgar por sus facciones, debía de ser su hijo. En el otro lado se hallaba repantigado un caballero más joven, otro hijo, con semblante malhumorado. No era de extrañar que la dama tuviera un aspecto tan desmejorado.

Al lado de la chaise había otros dos hombres. El más joven, una versión despreocupada de Phyllida, lo recibió con una ancha sonrisa. El mayor, un hombre corpulento de enmarañadas cejas, vestido con el traje de tweed habitual en las zonas rurales, examinó con detenimiento a Lucifer.

Phyllida se acercó a aquel caballero.

—Papá…

Lucifer se apresuró a reunirse con ellos.

—Permíteme presentarte a… —Lo miró de soslayo.

Sonriente, él tendió la mano al padre.

—Alasdair Cynster, señor. Aunque suelen llamarme Lucifer.

—Lucifer, ¿eh? —Sir Jasper le estrechó la mano con calma—. Menudos nombres se ponen los jóvenes. ¿Y qué, cómo se encuentra?

—Mucho mejor, gracias a los cuidados de su hija.

Sir Jasper miró con satisfacción a Phyllida, que se había vuelto hacia el carrito del té.

—Pues claro que sí. Desde luego, recibió usted un golpe tremendo. Bien, ahora le presentaré a mi cuñada. Después tomaremos el té y podrá contarme todo lo que sabe acerca de este preocupante asunto.

La cuñada, lady Huddlesford, logró esbozar una sonrisa al tiempo que le tendía la mano.

—Es un placer conocerlo, señor Cynster.

Lucifer se la estrechó cortésmente, y luego sir Jasper señaló al dandi.

—Mi sobrino, Percy Tallent.

Percy era, por lo visto, el hijo de la señora y de su primer marido, el difunto hermano de sir Jasper. Tras un minuto de afectada conversación, Lucifer ya había catalogado a Percy: estaba pasando una temporada de descanso. Su presencia en el Devon rural no podía deberse a otro motivo. Su sombrío hermanastro, Frederick Huddlesford, estudió sin disimulo la chaqueta de excelente corte de Lucifer, apurado al parecer por encontrar unas palabras para dirigirle un simple saludo.

Lucifer se volvió hacia el joven que tanto se asemejaba a Phyllida, quien lo acogió con una alegre sonrisa al tiempo que le tendía la mano.

—Jonas, el hermano menor de Phyllida.

Lucifer esbozó un gesto de extrañeza observando al desgarbado Jonas que, aún dotado de la misma gracia espontánea de su hermana, le sacaba más de un palmo. Después la miró a ella. Pese a su radiante despreocupación, Jonas no parecía más joven.

—Somos mellizos —explicó Phyllida—. Pero yo soy la mayor —precisó irguiendo la barbilla.

—Entiendo. Siempre en primer lugar.

Phyllida enarcó las cejas con altanería y Jonas rio entre dientes.

—Sí, bastante —abundó sir Jasper—. Phyllida nos lleva a todos a punta de vara… No sé qué haríamos sin ella. —Señaló los sillones dispuestos en un extremo de la habitación—. Vamos allí para que me cuente lo que pueda sobre este lamentable suceso.

—De acuerdo, papá —dijo Phyllida—. Creo que el señor Cynster debería sentarse. Yo les llevaré las tazas.

Sir Jasper asintió y Lucifer cruzó la estancia tras él. Se instalaron en sendos sillones de orejas, con una mesita baja entre ambos. La amplitud de la habitación les garantizaba privacidad; los otros los observaron alejarse con curiosidad, pero tuvieron que conformarse con la compañía que les quedaba.

Apoyando con cautela la cabeza en el respaldo, Lucifer observó a sir Jasper. Su anfitrión encajaba en una tipología de persona bien conocida. Los hombres como él eran el pilar de la Inglaterra rural. Amables y joviales, aunque poco imaginativos, distaban de ser cortos de miras. Se podía contar con ellos para mantener el consenso, para hacer lo necesario a fin de garantizar la estabilidad de su comunidad, pese a que no ambicionaban poder. Su estímulo radicaba más en el apego a su cómoda situación, al que venía a sumarse un impecable sentido común.

Lucifer lanzó una ojeada a Phyllida, ocupada con el té. ¿De tal palo, tal astilla?, se preguntó. Seguramente sí, al menos en parte.

—Y dígame —sir Jasper estiró las piernas—, ¿conoce bien Devon?

Lucifer fue a negar con la cabeza, pero se contuvo a tiempo.

—No. Nuestra casa solariega queda al norte de aquí, al este de Quantocks.

—En Somerset, ¿no? ¿Así que es también de la región del oeste?

—En el fondo sí, pero he vivido en Londres los últimos diez años.

Phyllida llegó con las tazas de té y se las entregó antes de alejarse de nuevo. Sir Jasper bebió un sorbo, al igual que Lucifer, que tomó conciencia de lo hambriento que estaba. Un instante después, Phyllida regresó con un plato de pastel. Tras ofrecerlo a ambos, se instaló en un confidente junto al sillón de su padre, dispuesta a escuchar.

Lucifer consultó con la mirada a sir Jasper, que al parecer no veía ningún inconveniente en que su hija estuviera al corriente de la investigación. Su frívola observación acerca de las dotes de liderazgo de Phyllida no se hallaba, al parecer, desencaminada.

Con las manos en el regazo, se la veía serena y contenida. Lucifer la examinó mientras daba cuenta de un trozo de pastel. Superaba los veinte, pero ¿cuántos años tenía con exactitud? Su fría compostura se le antojaba engañosa. A Jonas era más fácil calcularle la edad, pues su cuerpo era todavía un armazón de largos huesos. Le estimó entre veintidós y veinticinco años, cuatro menos como mínimo que él, que contaba veintinueve. De ello se desprendía que Phyllida tenía los mismos, lo cual presentaba un nuevo interrogante. No llevaba ningún anillo, ni entonces ni con anterioridad. Había reparado en ese detalle la noche anterior; aun en condiciones in extremis, su instinto de libertino siempre permanecía alerta. Así pues, tenía veintitrés o veinticuatro años y seguía soltera. Desconcertante.

Aunque era consciente del escrutinio de Lucifer, ella no se inmutó. A él lo asaltó el impulso de zarandearla, de hacerle perder aquel frío control. Bajando la mirada, dejó a un lado el plato del pastel para tomar la taza. Sir Jasper hizo lo mismo.

—Y ahora entremos en materia. Comencemos por el momento de su llegada. ¿Qué le llevó a Colyton Manor ayer por la mañana?

—Recibí una carta de Horacio Welham. —Lucifer volvió a apoyar la cabeza, en la oreja del sillón—. Me la entregaron en Londres el martes. Horacio me invitaba a visitar su casa solariega en cuanto me viniera bien.

—Es decir, que usted tenía tratos con el señor Weiham.

—Mi relación con Horacio se inició hace nueve años. Lo conocí cuando yo tenía veinte años y me alojaba en casa de unos amigos en Lake District. Horacio me inició en la afición al coleccionismo. Fue mi mentor en ese terreno y pronto se convirtió en un amigo muy querido. Yo lo visitaba con frecuencia, a él y a su esposa Martha, en su casa situada junto al lago Windemere.

—¿Lake District? Siempre me pregunté de dónde había salido Horacio. Él nunca lo dijo y a uno no le gusta ir sonsacando a la gente.

—Horacio estaba muy unido a Martha —contó Lucifer tras un instante de vacilación—. Cuando ella murió hace tres años, no soportó vivir en la casa que habían compartido tanto tiempo, de modo que la vendió y se trasladó al sur. Devon lo atraía por su clima más benigno. Solía explicar que eligió instalarse aquí por sus viejos huesos y porque le gustaba este pueblo. Decía que era pequeño y agradable. —Lucifer lanzó una mirada a Phyllida. ¿En qué concepto la había tenido Horacio?

A ella se le había ensombrecido el semblante.

—Ahora entiendo que nunca hablara de su pasado —comentó—. Debió de amar mucho a su esposa.

—En efecto.

—¿Y lo reconocería a usted alguno de los sirvientes de Welham? —preguntó sir Jasper.

—Ignoro a cuáles conservó. ¿Covey?

—Sí.

—Pues él sí me conoce. —Lucifer frunció el entrecejo—. Si Covey está aquí, ¿por qué sospecha la servidumbre que yo maté a Horacio? Covey conocía muy bien la amistad que me unía a su señor.

—Covey no estaba aquí —dijo Phyllida—. Todos los domingos va a visitar a una vieja tía en Musbury, un pueblo cercano. Cuando regresó, usted se encontraba ya aquí.

—Covey debe de estar muy afectado por la muerte de Horacio.

Phyllida asintió y sir Jasper emitió un suspiro.

—Ayer no hubo forma de que se resignara. Seguro que hoy tampoco está mucho mejor.

—Covey sirvió con absoluta dedicación a Horacio durante todos los años en que yo lo traté.

—Veo que no hay motivo para suponer que Covey tenga algo que ver con la muerte de su amo —apuntó con expresión astuta sir Jasper—. Veamos, pues. ¿Esta es la primera vez que usted viene a Colyton?

—Sí. Hasta ahora, siempre había habido algún inconveniente para una visita. Horacio y yo habíamos hablado al respecto, pero… Nos veíamos cada tres meses, a veces con mayor frecuencia, en Londres y en los encuentros de coleccionistas que se celebran a lo largo del país.

—¿De modo que usted también es coleccionista?

—Mi especialidad es la plata y las joyas. Horacio era un reconocido experto en libros antiguos y una autoridad muy bien considerada en otros terrenos. Era un profesor excelente. Para mí fue un honor aprender con él.

—¿Hubo otros que aprendieron con él?

—Pocos, pero ninguno trabó lazos tan estrechos. Los demás optaron por coleccionar lo mismo que Horacio, lo que los convirtió en cierto modo en competidores.

—¿Podría haberlo matado alguno de ellos?

—No, no creo.

—¿Otros coleccionistas? ¿Por envidia, tal vez?

—No. Por más que los coleccionistas sean capaces de matar en sentido metafórico por determinados objetos, raras veces llegan a tales extremos. Para la gran mayoría, la mitad del placer radica en exhibir las propias adquisiciones ante otros coleccionistas. Horacio gozaba de una alta estima y respeto en el sector, y su colección era muy conocida. Cualquier elemento de esta que apareciera en la colección de otro llamaría de inmediato la atención. Es poco verosímil como móvil de asesinato el que un coleccionista conocido pretendiera hacerse con determinada pieza. No obstante, podemos comprobar que no falte ninguna, si bien llevará su tiempo. Horacio llevaba un registro meticuloso de todo.

—Sabíamos que Welham era coleccionista, pero no imaginaba que estuviera tan bien considerado —comentó sir Jasper. Luego miró a su hija, que lo confirmó con un gesto de la cabeza.

—Todos sabíamos que tenía visitas de gente que no era de la región, pero aquí nadie entiende gran cosa de antigüedades. No teníamos ni idea de que Horacio ocupara una posición tan destacada en ese terreno.

—Me parece que ese era para Horacio uno de los atractivos de Colyton —apuntó Lucifer—. A él le gustaba ser uno más del pueblo.

—Entiendo —asintió sir Jasper—. Ahora que lo dice, se integró con mucha rapidez. Cuesta creer que llegó hace sólo tres años. Compró Colyton Manor y la restauró. Añadió ese jardín, que era su mayor orgullo. Se pasaba horas haciendo de jardinero, hasta el punto de que sus éxitos hacían reconcomerse de envidia a las damas de por aquí. Siempre colaboraba… Iba a misa los domingos y ayudaba de muchas maneras. —Hizo una pausa antes de concluir—: Lo echaremos de menos.

Guardaron silencio hasta que Lucifer preguntó:

—Si iba siempre a la iglesia, ¿por qué no fue ayer? Yo no había avisado de mi llegada.

—Estaba enfermo —explicó Phyllida—. Tenía un resfriado fuerte. Insistió en que sus sirvientes fueran como de costumbre y en que Covey no le diera una decepción a su tía. La señora Hemmings dijo que lo dejó leyendo arriba.

—Repasemos lo que ocurrió según nuestro conocimiento. —Sir Jasper cambió de postura en el sillón—. Usted llegó para realizar una visita de carácter social…

—No exactamente. Puesto que dejé la carta de Horacio en Somerset, tendrá que aceptar mi palabra, pero él me pidió de forma expresa que viniese para darle mi opinión respecto a una pieza que había descubierto. Estaba muy entusiasmado… Me quedó la impresión de que se trataba de un hallazgo totalmente inesperado. Supuse que él estaba seguro de su autenticidad, pero que de todos modos quería recabar una segunda opinión.

—¿Alguna idea de qué pieza se trataba?

—No. Lo único que puedo asegurar es que no era ni plata ni joyas.

—Pero si esas son sus especialidades…

—Sí, pero Horacio escribió que si la pieza era auténtica, podría incluso tentarme a ampliar mi colección más allá de la plata y las joyas.

—Algo muy atractivo, pues.

—Atractivo y valioso. El hecho de que Horacio pidiera mi dictamen sobre algo ajeno a mi especialidad, cuando podría muy bien haber solicitado la opinión de cualquier coleccionista reconocido de esa clase de objeto, indica que era uno de esos hallazgos del que ningún coleccionista habla a nadie hasta haber hecho constar su propiedad y tal vez tomado otras medidas de seguridad. Aunque fuera viejo, Horacio tenía la mente muy clara.

—Pero si se lo confió a usted, ¿por qué no a otros?

Lucifer le devolvió la mirada a Phyllida.

—Porque por diversos motivos, entre ellos nuestra larga amistad, él sabía que no había peligro en decírmelo a mí. Es muy posible que yo sea el único a quien mencionó la existencia de la pieza.

—¿Cabe que Covey estuviera al corriente?

—A menos que haya habido algún cambio en sus funciones, lo dudo. Covey ayudaba a Horacio con la conservación de la colección y la correspondencia, pero nunca participaba en las valoraciones ni en los tratos.

—De modo —concluyó sir Jasper tras reflexionar un momento— que usted vino para ver a su amigo y de paso valorar esa nueva pieza suya. —Lucifer asintió—. ¿Llegó en carruaje al pueblo?

Lucifer se arrellanó, con la mirada más allá de Phyllida.

—No me crucé con nadie en el camino y tampoco vi a nadie. Giré en la entrada del jardín… —Describió de manera sucinta lo que había hecho—. Y después alguien me golpeó en la cabeza y caí al lado del cadáver de Horacio.

—Le golpearon con una antigua alabarda —le informó sir Jasper—. Un arma terrible… Tuvo suerte de no haber muerto.

—En efecto —confirmó Lucifer, posando la vista en el sosegado rostro de Phyllida.

—El abrecartas con que apuñalaron a Horacio, ¿lo recuerda?

—Era suyo, de estilo Luis XV. Lo tenía desde hacía años.

—Hummm… de modo que no es esa pieza especial. —Sir Jasper mantuvo la cabeza gacha—. Así pues, no tiene idea de quién pudo haber matado a Welham, ¿verdad?

Phyllida escrutó aquellos ojos azul oscuro, rogando que no se trasluciese el creciente pánico que sentía. Hasta que él no había comenzado a detallar sus movimientos, no se le había ocurrido que, en realidad, Lucifer la tenía a su merced. Si le contaba a su padre que alguien había estado allí después de la agresión del asesino y que él creía (no, sabía) que esa persona era ella… Su padre inferiría al instante que le había mentido, no por obra sino por omisión. Caería en la cuenta de que el dolor de cabeza que de forma tan inopinada la había aquejado el domingo por la mañana había sido una argucia, que para ella habría sido fácil atajar camino por el bosque y llegar a Colyton Manor sin ser vista. Y que ella sabía que en principio no iba a haber nadie más en la casa. Lo que él no entendería era por qué lo había hecho y por qué después había guardado silencio, engañando a todos. Eso era precisamente lo que no podía explicarle, al menos de momento, hasta verse liberada de su promesa.

La mirada azul no titubeó lo más mínimo.

—Pues no, sir Jasper.

Con respiración agitada, ella esperó, consciente de que él sabía, de que estaba sopesando si debía denunciarla o no a su padre, una de las pocas personas cuya opinión era importante para ella. El tiempo quedó en suspenso. Como desde la distancia, oyó formular a su padre la pregunta fatal, la que había previsto que acabaría por plantear.

—¿Y no hay nada más que pueda añadir en relación con este penoso asunto?

Lucifer mantuvo la mirada clavada en sus ojos. Ella se sentía próxima al vértigo. De improviso se le ocurrió pensar en la alternativa siguiente: ¿qué pasaría si no se lo decía?

—Pues no —dijo Lucifer.

Ella parpadeó. Él le retuvo aún un instante la mirada, antes de dirigir la suya hacia el padre.

—No tengo ninguna noción sobre quién mató a Horacio —añadió—, pero, con su permiso, tengo intención de averiguarlo.

—Un objetivo muy loable —aprobó sir Jasper.

—¡Por Dios, Jasper! —Lady Huddlesford se aproximó a ellos—. Llevas una eternidad interrogando al señor Cynster. Seguro que debe de dolerle la cabeza.

Lucifer se puso en pie, al igual que el anfitrión.

—Tonterías, Margaret, tenemos que aclarar esta cuestión.

—Sí, claro, eso sí. No me había llevado un susto semejante desde hace años. La mera idea de que un asesino londinense se colara en el pueblo y apuñalara al señor Welham basta para producirme escalofríos.

—No hay razón para pensar que sea de Londres.

—¡Hombre, Jasper! —Lady Huddlesford se quedó mirando con asombro a su cuñado—. Este pueblecito es muy tranquilo y todo el mundo se conoce. Por fuerza tiene que ser alguien de fuera.

Phyllida intuyó la reticencia de su padre. Él se aferraba al enfoque lógico, lo que significaba que de un momento a otro iba a volverse hacia ella, su hija, para preguntarle si conocía a alguna persona de la localidad con motivos para desear la muerte de Horacio. Aun cuando no la conocía, su respuesta habría sido lo más parecido a una mentira. Una terrible mentira. Ella evitaba por principio el engaño, salvo si era para conseguir algo bueno. Mientras su mirada rozaba al señor Cynster —a Lucifer—, lamentó haber efectuado una excepción. No había más que ver adónde la había conducido aquello. Primero a los tremedales de la culpa, y ahora estaba con el agua al cuello, apresada en la deuda.

Percy se acercó con paso lento. Phyllida lo observó un momento y luego posó la mirada en Lucifer. Percy habría hecho mejor en no colocarse a su lado, porque allí se veía como un afeminado paliducho y falto de carácter. Percy era pálido pero presentable, era la comparación lo que lo dejaba mal parado.

Su tía seguía proclamando la imposibilidad de que el asesino fuera una persona del lugar. Phyllida aprovechó el momento en que hizo una pausa obligada para respirar.

—Tengo que ir a ver a la señora Hemmings, papá, para comprobar si tiene todo lo necesario para el velatorio. Y luego me pasaré por la iglesia para hablar con el señor Filing.

—¿Tal vez yo podría acompañarla, señorita Tallent? —propuso su justo castigo.

—En… —Traspasada por aquellos ojos azules que la advertían de que no tenía otra opción que aceptar, Phyllida reprimió una negativa y formuló una educada objeción con respecto a la herida de su cabeza.

—Sé que no debo excederme —concedió él con un asomo de sonrisa, sin apartar la mirada de ella—, pero estando en su compañía, seguro que no correré ningún riesgo.

Él había guardado su secreto y ahora ella tenía que pagar el precio.

—Como quiera —aceptó—. Un paseo al aire libre podría ser beneficioso para su cabeza.

—Excelente idea —aprobó sir Jasper y, mientras Lucifer se erguía tras dedicar una reverencia a la cuñada, lo miró un instante—. Eso le servirá para ir conociendo mejor el lugar, ¿eh?

—Así es. —El muy malvado se volvió hacia ella con un brillo triunfal en los ojos. Sonriendo, gesticuló con elegancia—. Usted primero, mi querida señorita Tallent.