Capítulo 19

POR la mañana temprano, Lucifer se puso a contemplar a través de la ventana de su dormitorio el jardín de Horacio. Su visión lo calmaba, lo ayudaba a despejar el pensamiento y aclarar las ideas.

No podía pedirle a Phyllida que se casara con él… todavía no. No mientras el asesino siguiese suelto. Aquel canalla debía de estar cada vez más desesperado, lo cual constituía una poderosísima razón para mantener a Phyllida bajo su cuidado protector. Si le pedía ahora que se casara con él… no. No iba a correr el riesgo. No iba a darle margen para que imaginara que su propuesta obedecía a otros motivos, salvo uno.

Ella quería ahondar en el conocimiento del amor, y él se lo iba a propiciar. Procuraría que lo percibiera con claridad, sin camuflaje ni disfraz. Haría que aprendiera lo suficiente para reconocerlo al instante, de manera que no hubiera posibilidad de confusión cuando por fin él le pidiera que fuera suya para siempre.

Respiró con resolución y dejó vagar la mirada por el abigarrado tapiz vegetal que resplandecía con el rocío al recibir los primeros rayos de sol. Esbozando una leve sonrisa, se volvió, se puso la chaqueta y bajó a la planta baja.

Cuando Phyllida se reunió con él en la mesa para el desayuno media hora después, se encontró con un ramo de flores junto a su plato. Las miró con sorpresa y luego, titubeante, tocó con un dedo el aterciopelado pétalo de una magnífica rosa blanca. Le lanzó una mirada a él, que se disponía a tomar asiento tras haberle aguantado la silla.

—No sabía que habías salido.

—Sólo para recoger estas flores. Para ti. Con este impulsivo acto, he desacreditado mi imagen de señorito de la capital. He birlado las tijeras de podar en la caseta del jardín y cuando he vuelto, los Hemmings estaban revolviéndolo todo buscándolas. Había olvidado que hoy es el día en que la señora lleva las flores a la iglesia.

Phyllida se acercó las fragantes rosas a la cara para disimular la risa. Aparte de la rosa blanca, había lavanda rosa y madreselva, combinadas con lirios violeta.

—Gracias —murmuró—. Te agradezco el sacrificio.

—Aunque suene raro, no me ha dolido nada —replicó él al tiempo que se servía café.

Eso la hizo reír. Tras dejar el ramo, con el propósito de colocarlo en el jarrón junto a su cama —la cama que ahora compartían—, tomó una tostada.

—¿Y ahora qué? No podemos quedarnos mano sobre mano quince días y esperar que todo se solucione solo.

Lucifer vaciló un instante antes de contestar.

—Ayer envié una carta mientras tú estabas ocupada con la visita de los Farthingale. El contenido no es tan importante como los resultados que pueda acarrear.

—¿Resultados?

—Le escribí a mi primo Diablo. Ahora estará en Somersham, en el condado de Cambridge. Le expuse de manera sucinta la situación y le di los nombres de los caballeros que aún no hemos descartado.

—¿Y qué esperas que haga ese tal… Diablo?

—Que haga preguntas. O que encargue a otros que las hagan. Eso se le da muy bien a Diablo. Será discreto, pero si hay alguna información útil en algún punto de Londres, no te quepa la menor duda de que Diablo y sus leales la descubrirán.

—¿Sus leales?

—Los tipos a quienes recurra.

Phyllida lo observó con la cabeza ladeada.

—¿Qué estás evitando decirme?

—Diablo es el duque de Saint Ives —contestó él con una mueca—. Cuando quiere algo, lo consigue.

—Ah. —Phyllida asintió—. Ha de ser un déspota. ¿Es un pariente cercano?

—Primo hermano.

—¿Que eres primo de un duque? —preguntó estupefacta.

Lucifer lo confirmó con la cabeza, agradecido de que Sweet se encontrara fuera, ayudando a los Hemmings.

—Eso no tiene por qué afectarte.

No obstante, estaba claro que la noticia la había alterado un tanto.

—Si eres pariente cercano de un duque…

—Cercano pero a bastante distancia de la sucesión del título, así que puedo casarme con quien quiera. —Enarcando las cejas, añadió—: Aunque en realidad en la familia nadie se casa de otro modo.

Phyllida lo sometió a un atento escrutinio, ceñuda.

—¿Hablas en serio?

—Tampoco soy culpable de mi alcurnia, ¿no?

Phyllida le lanzó una mirada airada, pero prefirió cambiar de tema.

—Así que le has pedido ayuda a tu primo…

—Y además creo que, llegados a este punto, es hora de informar a los colegas de Horacio de su asesinato y solicitar su colaboración.

—¿Otros coleccionistas?

—Sí. Yo conozco a la mayoría. Covey debe de tener sus direcciones. Les escribiré para ver si pueden aportar algún indicio sobre algún elemento de la colección de Horacio que pudiera haber motivado su asesinato, y también por si saben de alguna pieza especial que él hubiera descubierto recientemente.

—¿Quieres que te ayude?

—Bueno, así las cartas estarán listas antes. Tiene que haber alguien que conozca algún dato pertinente.

Phyllida lo miró, tan fornido, moreno y apuesto que dominaba la estancia con su presencia.

—Debería acompañar a la señora Hemmings a la iglesia, para preparar los jarrones. Ayer no los vacié.

—La señora Hemmings puede llevarse a Sweet. Estarán encantadas de librarte de esa carga. —Lucifer le devolvió con firmeza la mirada y, tomándole la mano, se la estrechó—. No es que quiera tenerte encerrada como a una doncella en una torre de marfil, pero hasta que tengamos a raya a ese individuo, no deberías atender tus compromisos habituales. Nada de flores para la iglesia, nada de Compañía Importadora de Colyton. Nada de visitar a la señora Dewbridge ni a ninguna de tus ancianas protegidas. Nada de excursiones que el asesino pueda prever.

—¿Y entonces qué nos queda? —repuso ella, mirándolo con fijeza.

Esa tarde, se encontró en el pescante del carruaje de Lucifer, que circulaba por el camino del pueblo tirado por sus briosos caballos negros. Pese a su reticencia, iba rodeada de hombres: Jonas a un lado y Lucifer al otro, y como Jonas sostenía las riendas, Lucifer le había rodeado la espalda con un brazo. No cabía el menor margen de duda de que estaba a salvo de posibles agresiones. No obstante, viendo cómo Jonas conducía el vehículo, no estaba segura de que su hermano gemelo no acabaría por hacerlos caer en una zanja.

Lucifer, que prodigaba instrucciones y explicaciones con tono relajado, parecía más optimista. Phyllida se limitó a observar y escuchar. Cuando llegaron al final del camino y, tras recuperar las riendas, Lucifer hizo girar el coche, ella adelantó su enguantada mano con autoritario ademán.

—Ahora conduciré yo.

Los dos la miraron con ceño.

Phyllida no hizo caso de esta y otras manifestaciones de masculina desaprobación, y tampoco de los argumentos en que se basaban. Después de conducir el carruaje de regreso, se sintió mucho más satisfecha con el paseo.

Los días siguientes adoptaron un pausado ritmo, aunque cargado de inquietud. Tras mandar misivas a todos los colegas conocidos de Horacio, volvieron a centrar la atención en el ingente número de libros que quedaban por inspeccionar.

—Es asombroso lo que se tarda en revisar sólo un estante.

—Sí —concedió Lucifer—. No quiero ni saber cuántos estantes quedan.

La actividad consumía las horas. Las visitas servían de intermedios que, en cierto modo, aliviaban el tedio. Su padre acudía con semblante alegre y exagerado optimismo, que ella desenmascaraba sin dificultad, pues en sus ojos acechaba una preocupación constante. Lo único que ella podía hacer era sonreír, apretarle la mano y demostrarle que era feliz. Eso al menos parecía animarlo un poco.

Jonas permanecía con frecuencia allí, pero ella no lo consideraba una visita. Era como una sombra, alguien a quien no necesitaba entretener ni dar conversación. Otros aportaron más distracción.

Su tía Eliza llegó con toda la prole, lo que equivalió a una ruidosa invasión. No sin un sentimiento de culpa, Phyllida agradeció para sus adentros que, a instancias de su tía Huddlesford, Lucifer se llevara a los niños al estanque de los patos. Eliza se quedó para expresarle su apoyo, comentar lo apuesto que era Lucifer y tranquilizarla sobre la situación en Grange, donde pensaban quedarse ocho días tan sólo.

Lady Fortemain fue de las primeras en ir a verla. Pese a la consternación que le había producido el atentado contra su vida, la dama estaba convencida de que el destino había cometido un monumental error al hacer que fuera Lucifer y no Cedric quien la rescatara. Aparte de eso, se mostró muy solícita e insistió en mandarle un tarro de mermelada de ciruelas de Ballyclose con un criado.

Cedric y Yocasta acudieron juntos, tal como esperaba Phyllida, irradiando por todos los poros la felicidad recuperada. Estaban preocupados pero no de un modo angustiante, lo que convirtió su visita en un bienvenido respiro.

La de Basil no fue tan afortunada. Llegó cuando Lucifer, ante la insistencia de Phyllida, había salido para hablar un momento con Thompson. Pese a que su desvelo por su salud era genuino, le costaba comprender su presencia bajo el techo de Lucifer. Por suerte, este regresó antes de que ella perdiera la paciencia y se encargó de aclarar el asunto, de tal forma que Basil se fue sin hacerse falsas ilusiones.

Estas fueron sólo las primeras personas. Filing la visitó con regularidad, al igual que los Farthingale. Henry Grisby se presentó dos veces, con un ramo de margaritas; habló con aplomo y no exteriorizó ninguna objeción. Phyllida se forjó un mejor concepto de él. El martes trajo consigo un auténtico diluvio: todas las ancianas y señoras a quienes iba a ver Phyllida acudieron a interesarse por su estado, a proponer consejos y a lanzar ponderativas miradas a Lucifer. Todas le llevaron regalos, pequeñas muestras de afecto, como una funda de tetera hecha con ganchillo, un ramito de retama atado con un lazo y un bote de ungüento para las quemaduras. Cuando la anciana Grisby en persona apareció renqueante por el sendero del jardín, Phyllida se sintió abrumada.

Las damas se hicieron cruces, pródigas en lamentos. Como era evidente que lo pasaban en grande, no tuvo corazón para echarlas. Cuando por fin se marcharon, agasajadoras y admirativas, se dejó caer en un sillón.

—¿Qué mosca les ha picado? —preguntó a Lucifer.

—Eres tú quien las ha convocado —respondió él sonriendo, al tiempo que se sentaba en el brazo del sillón.

—¿Yo? ¡Bobadas! Yo soy la que cuida de ellas y no al revés.

Él la rodeó con un brazo y le dio un beso en el pelo.

—Sí, pero si mal no me equivoco, esta es la primera vez que tú has necesitado que se ocupen de ti. Están aprovechando la oportunidad para expresarte lo mucho que te aprecian. Según palabras de lady Fortemain, para ellas eres un tesoro. Quieren corresponderte.

—Ha sido incómodo ser la que recibe las atenciones.

—A ciertas personas les cuesta mucho dejar que alguien cuide de ellas, pero a veces eso es precisamente lo que los otros necesitan más. Cuidar de ellos significa permitirles cuidar de uno.

Phyllida lo miró. En sus oscuros ojos azules no advirtió asomo de socarronería, pero sonrió, no con ánimo de burla sino invitándola a reírse con él. Al fin y al cabo, la frase era perfectamente aplicable a ellos.

Se oyó un ruido en la entrada y la señora Hemmings fue a recoger la bandeja. Lucifer le dedicó un guiño a Phyllida, le pasó el índice por la nariz y salió.

Los días se sucedían. A pesar de las actividades en que ocupaban el tiempo, experimentaban una sensación de expectante espera, de que el hombre del caballo cayera en la trampa. Era como si vivieran una especie de paréntesis, la calma previa a la tempestad. A medida que avanzaba la semana, la tensión iba en aumento.

El viernes llegó un paquete enviado por «St. Ives», escrito con garbosos trazos en una esquina. Sentado al escritorio detrás de una pila de libros, Lucifer rompió el precinto. Phyllida observó mientras él sacaba las numerosas hojas que contenía.

Leyó la primera, comenzó la segunda y paró. Una vez que hubo vuelto a doblar el segundo papel y los siguientes, los introdujo en el bolsillo, dejando sólo el primero encima del secante.

—Es un informe de Diablo. Ha puesto a Montague a investigar los nombres que le envié. Montague es el hombre que se ocupa de los negocios de la familia. Es sumamente meticuloso. Si hay algún dato de interés en Londres, él lo averiguará. —Volvió a mirar la nota.

»En principio, parece que ninguno de los nombres ha suscitado ninguna información particular. Diablo ha reclutado para la causa a otro de mis primos, Harry, también conocido como Demonio. Como estaba sin nada que hacer en Kent con su hermano mayor, Diablo lo avisó y ahora se encuentra en Londres, frecuentando las tabernas de Whitehall, en busca de los amigos que teníamos en el cuerpo de guardia.

—¿Los guardias? —preguntó Phyllida.

—No los guardias. Él no era un guardia.

—¿Quién? ¿Appleby?

—Es uno de los hombres que tenemos que investigar.

—Pero…

—Pero tú decidiste que no era el asesino porque debía de haberse quedado en el salón de baile cumpliendo con su obligación en el lugar de Cedric mientras el asesino nos atacaba en la planta de arriba.

—Supongo que vas a decir que es una simple suposición y puesto que no sabemos de manera fehaciente que estuviera en el baile, podría ser él el criminal.

—Aparte está el hecho de que la nota de la tal Molly daba la impresión de haber sido escrita por una mano de mujer. Le sirvió el hecho de que para una persona de su condición tenía que ser una letra laboriosa, pero son pocos los hombres que habrían pensado en eso.

—Aunque a alguien que ha pasado la vida escribiendo y leyendo cartas tenía que ocurrírsele de modo casi espontáneo.

—Exacto —corroboró él.

—¿Por qué estabas tan seguro de que Appleby estuvo en el ejército?

—Por su porte, la rigidez de los hombros, la manera como se inclina. Es algo que se aprende en el entrenamiento militar. Apuesto a que estuvo en la infantería.

—Y entonces, ¿por qué el cuerpo de guardia?

—Muchos de los que estuvieron con nosotros en Waterloo son ahora secretarios y ayudantes de campo de generales y comandantes. Ellos son los que tienen acceso a los archivos. Demonio averiguará en qué regimiento estuvo destacado Appleby y quién era su superior inmediato, y sostendrá una conversación con él. Si dice que Appleby era un hombre sin tacha, al menos lo sabremos de buena tinta.

—Tú crees que es él, ¿verdad?

—Creo que el asesino ha demostrado una peculiar capacidad para la planificación meticulosa y los actos sin escrúpulos, pero el ser tan prudente le ha impedido culminar su propósito. Cuando las cosas se tuercen, conserva la sangre fría. Actúa, pero pierde oportunidades y no acaba de lograr su objetivo. Esa es una descripción bastante ajustada de las características de un oficial de infantería inteligente. Siempre tienen un plan, no les gusta obrar de manera improvisada. Son precavidos, y aunque mantienen la calma cuando las cosas se complican, sus reacciones no son siempre las más atinadas.

—Hablas como si supieras mucho sobre el carácter militar.

—Es que vi muchos soldados y muchas batallas de infantería, en Waterloo.

—Tú estabas en la caballería —señaló ella, recordando el sable.

—Sí. Nosotros nos regíamos por reglas distintas. La planificación nunca fue nuestro fuerte. Nuestro estilo era más bien la improvisación.

—¿Por qué no podría ser Basil? Él es precavido.

—Estaba en la iglesia cuando mataron a Horacio. De todas maneras, no voy a descartar nada. Con suerte, pronto tendremos la prueba de quién es.

Llegada la noche del domingo, Phyllida se sentía tensa, cansada de esperar aquella confirmación. Lucifer lo comprendía bien. En aquella sosegada hora posterior al ocaso del sol en que la oscuridad aún no había tomado el relevo, la llevó a pasear por el fragante jardín de Horacio.

Tomados de la mano, caminaron por los senderos de grava. Aparte de los principales que partían de la verja y de la casa, había varios que serpenteaban entre los cuidados arriates.

—Podría estar por aquí. —Phyllida miró las sombras que se profundizaban más allá de los árboles.

—No lo creo. No solemos pasear por el jardín a esta hora.

—Es que ahora ya no tenemos costumbre de hacer nada… —Phyllida calló un instante y precisó—: Me refiero fuera de casa.

Lucifer soltó una carcajada, que fue como una cálida invitación a distenderse. Phyllida inspiró el aire perfumado con el aroma de los alhelíes.

—No se ha ido de los alrededores, ¿verdad?

—No.

Lo sabía porque, precisamente esa mañana, Dodswell había informado de que habían intentado forzar la ventana del comedor, la que antes tenía un cierre defectuoso. Todos habían ido a mirar, incluso Sweet. Había raspaduras en el marco de la ventana y marcas en la tierra dejadas por los pies del intruso, pero ninguna huella clara.

Phyllida suspiró despacio.

—Ya ha transcurrido una semana.

—Sólo una semana. Thompson dijo que podían ser dos. —Lucifer la atrajo a su lado y torció por otro sendero—. ¿Leíste la nota de Honoria?

En el paquete mandado por el duque venía una larga carta que la duquesa le dirigía a ella. Lucifer se había acordado de dársela después de haber descubierto la tentativa de intrusión. Dado el contenido de la misiva de Honoria, no estaba seguro de que en otra circunstancia lo hubiera «recordado».

Había sido, en todo caso, una buena distracción para ella. Honoria había escrito que era consciente de que tal vez fuera un poco precipitada al darle la bienvenida a la familia, pero que si eran tan insensatas como para vivir sus vidas ateniéndose a los caprichos de aquellos hombres… A partir de allí, la carta se volvía aún más interesante.

—Tienes una familia sorprendente —comentó sonriendo.

—Y numerosa, sobre todo si se toma en cuenta a todos los parientes.

—Habías mencionado un hermano… Gabriel.

—Es un año mayor que yo. Se casó hace unas semanas, el día antes de que yo llegara aquí.

—¿El día antes?

—Ajá. Gabriel y Alathea… Solíamos formar un trío de pequeños. Cuando se casaron y se fueron de Londres, tuve la impresión de que partían rumbo a una aventura dejándome relegado. Y mira por dónde, ahora estoy aquí contigo, inmerso hasta el cuello en una aventura. —La miró—. Hasta el corazón en algo más.

Ella aún no estaba preparada para analizar el sentido de la última frase.

—¿Tienes más hermanos?

—Tres hermanas. Yo les doblo la edad. Heather, Eliza y Angélica. Gabriel abriga grandes esperanzas de que Alathea consiga enseñarles que no deben andar todo el tiempo con risitas.

—Se les pasará con la edad.

—Ya, aunque no es una perspectiva que nos guste mucho plantearnos. Nos cuesta aceptar que nuestras hermanas se hagan mayores.

Alertada por su tono, le escrutó la cara.

—¿Y ahora en quién piensas?

Lucifer la miró y esbozó una mueca.

—En dos primas nuestras, las gemelas. Debido a un triste accidente ocurrido hace años, no tienen ningún hermano mayor que vele por ellas, así que todos asumimos el papel. O en todo caso así lo hacíamos.

—¿Todos?

—¿No menciona Honoria el Clan Cynster?

—Pues sí —reconoció Phyllida, desviando la mirada—. Muy interesante.

—No hace falta que sepas mucho sobre el tema —replicó Lucifer con un resoplido—. Esos tiempos han quedado atrás.

—¿Sí?

—Sí, de verdad. —Frunció el entrecejo—. Aunque estoy bastante disgustado con las gemelas.

—Según Honoria, las gemelas son muy capaces de dirigir sus vidas y dice que si pretendes inmiscuirte en ellas, mi deber es recordarte dicha realidad.

—Con el debido respeto, Honoria es una duquesa y Diablo su duque. Ella nunca ha puesto el pie en ningún salón sin tenerlo a él espiritual o físicamente al lado. No es lo mismo que ir frecuentando los bailes sin ninguna protección.

—Pues tus primas parecen jóvenes sensatas que saben desenvolverse muy bien.

—Lo sé, pero de todas maneras no me gusta.

Su tono de enfado casi la hizo reír.

—¿Entonces cómo vas a ser con tus propias hijas?

—Sólo de pensarlo me dan escalofríos. —La miró—. Claro que antes tendré que engendrarlas.

La atrajo hacia sí, rodeándole la cintura para pegarla contra sí. El sendero terminaba en un emparrado enmarcado por un arriate de exuberantes peonías. Allí se detuvieron. Abrazándola por detrás, Lucifer inclinó la cabeza y con un leve roce de los labios trazó una línea desde la sien hasta la oreja, para luego descender por la curva de la garganta hasta el punto donde latía el palpitante pulso de Phyllida.

—¿Cuántos hijos te gustaría tener? —preguntó ella con un tímido susurro.

—Una docena estaría bien —murmuró contra su cuello, antes de hacerla girar para rozarle los labios—. Pero como mínimo un niño y una niña, me parece.

Phyllida se acomodó en sus brazos y le correspondió con un ligero beso.

—Como mínimo.

Permaneció así, con los brazos relajados en torno a ella mientras sus cuerpos se tocaban. Cerca había un arbusto de madreselva que despedía su sutil aroma, el mismo que perfumaba su cama. Lucifer le acarició la espalda y la miró a la cara.

—¿Te he contado la historia de este jardín?

La noche se cerraba en torno a ellos, avanzando lentamente.

—¿La historia? —Todavía quedaba luz suficiente para que se vieran la cara y la expresión de la mirada.

—La primera vez que vine aquí me cautivó el jardín. —Miró en derredor—. Antes de entrar en la casa me paré a contemplarlo. Luego caí en la cuenta de que era el jardín de Martha.

—¿Martha… la esposa de Horacio?

—Sí. Esto es una perfecta imitación del jardín que ella proyectó y plantó junto a su casa, en las orillas del lago Windemere.

—¿Horacio lo recreó aquí?

—Sí, y eso me produjo desconcierto. El primer día, antes de entrar, sentí como si Martha tratara de decirme algo. Más tarde, pensé que debió de haber sido una especie de presentimiento de que Horacio estaba muerto. Más adelante, me di cuenta de que no era eso.

»Era Martha la que creaba, tal como hacen las mujeres. Ella creó la atmósfera que impregnaba su casa y el jardín que la rodeaba. Horacio no sabía nada de jardinería. Aún los recuerdo cuando paseaban del brazo por los senderos y Martha le enseñaba esta o aquella planta. En muchos sentidos el jardín era la personificación de Martha y, más aún, del amor que le profesaba a Horacio. Era una forma más de expresar ese amor, una declaración pública y tangible. Eso fue lo que sentí, lo que todavía siento, en este jardín.

»Te he comentado que me desconcertó encontrarlo aquí. Sabía que Horacio abandonó la casa del lago Windemere porque no soportaba convivir con los recuerdos de Martha. Era demasiado doloroso para él. Sin embargo aquí estaba el jardín de Martha, convertido en el jardín de Horacio. ¿Por qué? Tardé un tiempo en desentrañarlo, pero sólo existe una explicación posible. —Torció los labios con amargura y luego miró a Phyllida—. Ahora ya sé qué quiso comunicarme simbólicamente Martha, ese primer día.

—¿Qué?

—Aquí entras tú. Y no sólo tú, sino también la posibilidad de lo que podríamos compartir. Martha trató de decirme que abriera bien los ojos para no dejar escapar la oportunidad. —Miró en derredor y volvió a posar la mirada en su cara—. Horacio recreó el jardín de Martha porque se dio cuenta, como me ocurre a mí ahora, de que no es posible darle la espalda al amor. Uno no ama por proponérselo… no es así como funciona el enamoramiento… Pero una vez que ama, lo hace para siempre. Por más que se aleje poniendo leguas de por medio, no puede dejarlo atrás, porque permanece con uno, en el corazón y la mente; pasa a integrar la propia alma. Horacio recreó el jardín por la misma razón que Martha lo creó antes, como expresión de su amor por ella y en reconocimiento del amor que ella le había profesado. Martha todavía estaba con Horacio cuando este murió. Lo sé con la misma certeza de que ahora estoy aquí contigo. Los dos siguen aquí, como memorias encarnadas en este jardín. Su amor, el amor compartido, creó este lugar, y mientras perviva, su amor pervivirá también. —Volvió a sonreír, esta vez con gesto de modestia.

»Los hombres de mi familia, por ejemplo, por más que intentemos evitar el amor aduciendo elaborados y razonables motivos, cuando nos alcanza, ninguno a lo largo de las generaciones lo ha rehuido. Para nosotros, esto es más duro, más amedrentador que cualquier batalla, pero si algo he aprendido de mi familia es que rendirse al amor, a las exigencias del amor, es el único camino para la auténtica felicidad.

»Aparte de ser testigo de los efectos del amor en mi familia, también aprendí mucho de Horacio y Martha. El amor existe sin más… no pide permiso. Lo único que pide, lo único que exige es aceptación, pero esta conlleva un compromiso absoluto. Uno puede admitirlo en el fondo de su corazón o rechazarlo, pero no hay otra opción.

Durante un largo momento, escrutó los ojos grandes y relucientes de Phyllida.

—Tú preguntabas qué era el amor, cómo era. Pues bien, te ha estado rodeando durante esta semana. ¿Lo has sentido?

—Sí. Es una realidad que produce temor, terror a veces, pero es tan maravilloso y resplandeciente, tan vital… —Inspiró hondo.

Lucifer inclinó la cabeza, para besarla.

—¿Has tomado ya una decisión? ¿Vas a aceptar el amor o no? —le susurró con los labios pegados a los suyos.

—Ya sabes que sí.

Él le dio un beso suave.

—Cuando llegue el momento, te lo preguntaré y entonces me lo dirás.

—¿Por qué no ahora?

—No es el momento adecuado.

—¿Cuándo será? —alcanzó a articular Phyllida tras emerger del siguiente beso.

—Pronto.

Con el próximo beso le dejó claro que eso era todo lo que lograría esa noche. De todos modos, él le había explicado lo suficiente y con eso se daba por satisfecha.

Se contentaba con dejar que él la despertara poco a poco, con pericia, hasta dejarla flotando con languidez en un mar de expectación. Tomados de la cintura, ella con la cabeza apoyada en su hombro, regresaron con paso sosegado por el jardín —impregnado de perfumes, de nuevos brotes y de la eterna promesa de amor— hacia la casa, la cama, el amor que ya compartían.

El paso de los días no hacía más que aumentar la tensión. Jonas pasaba casi todo el tiempo en la casona y sir Jasper acudía a verlos dos veces al día como mínimo. Incluso Sweetie parecía más nerviosa, aun cuando Lucifer no sabía hasta qué punto comprendía la situación. Era la sufridora más encantadora que había conocido nunca, y eso que había tenido ocasión de observar a unas cuantas. La idea de presentarla a su tía abuela Clara estaba alcanzando dimensiones de obsesión.

Lo único que rompía, aunque sólo fuera de manera transitoria, el tedio y la inquietud creciente eran las respuestas que llegaban de los otros coleccionistas. Las respuestas distraían a Phyllida, y Lucifer sentía alivio por ello. Por desgracia, si bien todos se mostraban horrorizados por el fallecimiento de Horacio, ninguno pudo arrojar luz alguna en relación a los dos misterios que rodeaban la colección de aquel.

Con obstinación, Lucifer y Phyllida la examinaban, en busca de algo inconcreto, algún indicio del móvil del asesinato de Horacio alguna pista de la pieza que había querido que valorase Lucifer. Pese a que nadie lo expresaba en voz alta, eran conscientes de que no tenían ni idea de qué podía ser, lo que no contribuía precisamente a crear un clima de entusiasmo.

El jueves por la tarde, Lucifer comenzó a extrañarse de que no hubiera recibido ninguna misiva más de Diablo, puesto que su primo era una persona bastante expeditiva. La respuesta a su interrogante llegó al atardecer del mismo día, justo cuando terminaba de cenar en compañía de Phyllida y Sweet.

Al traqueteo de unas ruedas en el camino siguió un sonoro repiqueteo de cascos.

—Me parece que ha de ser el mensaje de Diablo —dijo Lucifer a Phyllida.

En cierto modo lo era… aunque presentado en forma de una aparición de rizos dorados y una esbelta figura ataviada de azul celeste.

—¡Felicity! —Lucifer se apresuró hacia ella con los brazos tendidos. Debía de haberlo imaginado, por supuesto, pero no había pensado con detenimiento en todo.

—¡Hola! —La juvenil esposa de Demonio le tomó las manos y presentó la mejilla para recibir un beso, aunque ya su mirada estaba centrada en otra persona—. Y tú debes de ser Phyllida. —Olvidándose de Lucifer, se precipitó hacia ella—. Honoria me escribió y me habló de ti. Soy Felicity. Hemos venido a ayudar.

Phyllida sonrió. Era imposible no hacerlo bajo el encanto de Felicity. Como no veía necesidad de andarse con disimulos, le acarició una mejilla y le estrechó las manos como si ya fueran parientes.

—¡Caramba! Casi estáis en el fin del mundo.

Phyllida reparó entonces en un alto Cynster rubio, ancho de hombros, que saludaba a Lucifer.

—No tanto… aún faltan unos kilómetros. —Sonriente, Lucifer dio una palmada en el hombro a Demonio—. Me alegro de verte. ¿Seguro que podéis permitiros una estancia aquí? —preguntó, lanzando una ojeada a Felicity.

Esta, que acababa de saludar a Sweet, se volvió para dedicar una mirada de advertencia a su marido y erguir la barbilla, antes de enlazar el brazo de Phyllida.

—Estábamos con Vane y Patience cuando llegaron las cartas de Diablo y Honoria.

Demonio se adelantó y, tomando la mano que Phyllida le tendía, le dio un beso en cada mejilla.

—Bienvenida a la familia. Ya le dijimos a Lucifer que no le serviría de nada huir al campo, y aquí está… hechizado.

Phyllida posó la mirada en un par de ojos azules, mucho más claros que los de Lucifer, que traslucían una despreocupada actitud muy propia de la familia.

—Bienvenido a la mansión y a Colyton.

—¿No sé si…? —Lucifer dirigió un gesto interrogativo a Phyllida. Le estaba pidiendo que asumiera las funciones de anfitriona, que actuara como su esposa.

Con una sosegada sonrisa, Phyllida señaló en dirección al salón.

—¿Y si tomamos asiento antes de ponernos al día de las noticias de la familia? Debéis de estar muertos de sed. ¿Habéis cenado?

—En Yeovil —repuso Felicity—. Como no sabía cuánto faltaba hasta Colyton, Demonio ha preferido no correr riesgos.

Lucifer parpadeó pero no dijo nada, y acompañó a Felicity y Demonio al salón. Después de dar órdenes a Bristleford para que preparasen las habitaciones y sirvieran la bandeja del té, Phyllida se reunió con ellos.

—Bueno —se dispuse a explicar Felicity cuando Phyllida se sentó a su lado en el diván—, parece que vosotros dos sois los más entretenidos de toda la familia, así que hemos venido a compartir la distracción. Honoria habría venido también, pero en su estado Diablo no la deja ir más allá de la puerta de la casa. Y Vane se comporta más o menos igual. Por lo visto se imagina que Patience es de porcelana. Escándalo estuvo tentado, pero como Catriona dijo que si iba él, ella también, se han quedado en Somersham. Y nadie sabe dónde están Gabriel y Alathea. Así que sólo hemos podido venir nosotros —concluyó con una sonrisa.

Lucifer, que había ido palideciendo según desgranaba el ingenuo discurso, recuperó el color.

—¡Loado sea Dios! Tampoco esperaba ver aparecer a la familia al completo.

—Es verano… —replicó Demonio con un encogimiento de hombros—. No hay otra cosa que hacer.

Bristleford sirvió el té y las bandejas de pasteles. Phyllida y Felicity se pusieron a sorber y mordisquear con delicadeza mientras charlaban juntas, en tanto que Demonio y Lucifer se dedicaban a tomar coñac y acabar con los pasteles.

—Bueno, vamos al grano —urgió Lucifer cuando Demonio hubo dado cuenta del último—. ¿Qué has averiguado?

Demonio tenía la vista fija en el diván. Siguiendo su mirada, Lucifer se percató de que Felicity había reprimido un bostezo primero y después disimulado otro.

—Aunque bien pensado —rectificó Lucifer—, se está haciendo tarde y aún tenéis que instalaros. ¿Hay algo que no pueda esperar hasta mañana?

—No —respondió Demonio con un gesto de agradecimiento. Reflexionó un instante antes de ponerse en pie—. No hay nada que altere en absoluto la situación esta noche, y aparte preferiría que vosotros nos explicarais qué ha ocurrido aquí antes de que yo os exponga mis hallazgos. Conociendo los detalles podré situar con mejor perspectiva lo que he descubierto.

Phyllida se levantó para acompañar a Felicity. Ella también había advertido el bostezo y captado la vaga referencia anterior.

—Desde luego. Después de un buen sueño reparador, mañana estaremos mejor dispuestos. Ven, Felicity, os presentaré a la señora Hemmings y os enseñaré la habitación.

A la mañana siguiente se reunieron para el desayuno. Descansada y repuesta, Flick —como insistió en que la llamaran todos— estaba impaciente por escuchar su relato. Demonio, liberado de la ansiedad del día anterior, se sentía igual de intrigado. Lucifer y Phyllida comenzaron a detallar los hechos mientras tomaban el té y luego continuaron en la biblioteca. De manera concisa, describieron un incidente tras otro. Demonio los interrumpía de vez en cuando para pedir alguna aclaración, mientras Flick escuchaba en silencio.

—¡Qué atrocidad! —exclamó cuando hubieron terminado—. ¡Qué monstruoso, dejarte para que murieras en una casa ardiendo!

Phyllida se mostró de acuerdo.

—¿Y cuáles son las noticias de Londres? —preguntó Lucifer a Demonio.

—En primer lugar, vuestros vecinos son personas respetuosas de la ley a rajatabla. Montague les ha concedido un sobresaliente. Ni deudas ni episodios raros en su pasado, ni nada de nada. Lo único que hemos descubierto de Appleby es que es hijo ilegítimo de un miembro de la pequeña nobleza, un tal Croxton, ya fallecido. Aunque su padre no le dispensó mucho afecto, sí le dio una educación y le facilitó el ingreso en el ejército. En la infantería, no te equivocabas.

—De modo que —resumió Lucifer— Appleby es un antiguo miembro de la infantería, carente de fortuna propia con una educación suficiente que le permite trabajar como amanuense de un aristócrata.

—Sí, pero hay más. Como Appleby era el único de la lista que estuvo en el ejército, no tuve mucho trabajo en mi indagación. Localicé su regimiento y comprobé que participó en la batalla de Waterloo. Estaba en el noveno. Conseguí encontrar a su superior inmediato, el capitán Hastings. Y ahí es donde se pone interesante la cosa. Tuve que dejar a Hastings prácticamente ciego de alcohol para sonsacarle la pesadilla que esconde, pero por lo visto Hastings sospecha que Appleby cometió un asesinato en el campo de batalla.

—¿Un asesinato durante una batalla? —se extrañó Flick—. ¿Es eso posible?

—Sí —confirmó Lucifer—, cuando uno dispara de manera deliberada a alguien del mismo bando.

—Qué horrible —comentó Phyllida con un escalofrío.

—Sí —abundó Demonio—. Durante una carga de la caballería… —Miró a Phyllida y Flick—. La caballería suele atacar desde el flanco, fuera de la línea de fuego de la infantería. Esta suele aprovechar para recomponerse durante la carga. La mayoría limpia y recarga el arma. Pues bien, durante una de esas cargas, Hastings estaba casi detrás de Appleby, y jura que este causó una baja en nuestras filas. Cree que vio disparar a Appleby y caer a uno de los nuestros, pero era media mañana y aquel fue un día infernal. Al concluir la tarde eran muchos los muertos y todos habíamos sufrido alguna que otra pesadilla. Hastings no estaba lo bastante seguro para presentar una acusación de inmediato, pero sí se tomó la molestia de averiguar quién era el muerto.

»Resultó ser el mejor amigo de Appleby, con quien había compartido incluso tienda la noche anterior. Aunque él también resultó herido, Appleby había ido a recuperar el cadáver y estaba, en apariencia, muy afectado. Hastings concluyó que Appleby había utilizado simplemente la mira para vigilar de cerca a su amigo durante la carga. Eso era lo que se decía a sí mismo. Es lo que todavía se dice ahora, pero cuando se le suelta la lengua por los efectos de un buen coñac, la verdad surge a borbotones. Hastings sigue convencido de que vio cómo Appleby mataba a su mejor amigo, el cabo Sherring. —Demonio miró a Lucifer—. Por cierto, Hastings mencionó que Appleby es un excelente tirador con el mosquete.

—De modo que podría ser Appleby —reiteró Lucifer.

—Pero ¿lo es? —objetó Demonio—. Lo único que tenemos es una posibilidad no demostrable de que ha matado a sangre fría con anterioridad. No hay nada que lo relacione con Horacio ni con su colección.

—Ahí está lo malo —reconoció Lucifer.

La resolución del asunto dependía del misterioso libro que, según creía el asesino, se hallaba oculto en la colección de Horacio. Demonio y Flick aportaron su colaboración en la búsqueda.

Al cabo de una hora, Flick se alejó de la estantería en que trabajaba.

—¿Por qué hacemos esto? —preguntó a Lucifer—. Quienquiera que sea, seguramente llevaba buscando aquí todos los domingos desde hace meses. Sin embargo, si sabe qué libro le interesa, y es de esperar que sí, no le costaría tanto localizarlo.

—Por desgracia, no es tan claro. —Lucifer caminó junto a las estanterías, se paró y extrajo un volumen de aspecto anodino—. Las legiones romanas de Brent. Una bonita encuadernación y valorado en unas cuantas guineas, pero nada extraordinario. —Luego estiró y extrajo la tapa entera—. En realidad, se trata de una primera edición de El tratado de los poderes de Cruickshank, que vale una pequeña fortuna.

—Ah. —Flick examinó la tapa y el libro que ocultaba—. ¿Hay muchos así?

—Cada dos o tres estantes. —Phyllida tomó otro libro.

—Muchos coleccionistas utilizan cubiertas falsas para esconder sus piezas más valiosas —explicó Lucifer—. Por ello, para revisar la colección de Horacio es preciso mirar libro por libro.

Volvieron a ponerse manos a la obra.

Después de la comida, a petición de sus damas, Lucifer y Demonio fueron caminando hasta la herrería para hablar con Thompson. Todavía no habían traído un caballo con la herradura floja. Mientras regresaban con pausado paso, Lucifer lanzó una irónica mirada a Demonio.

—Debo decir que me sorprende que consintieras en traer a Flick aquí… Si mal no me equivoco, se encuentra en estado de buena esperanza, ¿no?

—Así es. —La sonrisa de orgullo de Demonio fue fugaz—. Pero la condenada se negó en redondo a quedarse. Insiste en que está de maravilla y no deja que la traten con miramientos ni nada. Es inútil discutir con ella. Además, Honoria la apoyó, por supuesto.

—¿Honoria?

—Honoria, que está embarazada hasta unos extremos que Diablo ha perdido poco menos que toda su autoridad ducal. Como ella decretó que Flick estaba perfectamente para viajar hasta aquí, él también dijo que sí… ¡y hasta me animó a traerla! ¡No porque lo considerara aconsejable, desde luego, sino porque no quería incomodar a Honoria!

—¡Dios santo! ¿Es esto lo que nos espera?

—A menos que estés pensando en una relación platónica, cosa que no creo, sí. Y eso es lo mínimo que te puede pasar. A juzgar por el estado en que se encuentra Vane en este momento, la cosa no hace sino empeorar.

—¿Por qué haremos esto? —Lucifer sacudió la cabeza con estupor.

—Sabrá Dios por qué.

Cambiaron unas miradas y sonrisas de complicidad y después apretaron el paso.

Fue Flick quien, a última hora de la tarde, se decidió a poner en palabras lo que todos pensaban.

—Si el asesino busca algo de aquí —dijo, señalando las estanterías—, ¿por qué no dejamos que entre y lo coja? No me refiero a dejar que se lo lleve, claro, pero ¿y si organizáramos una merienda campestre con todo el servicio o algo así, asegurándonos de que el pueblo entero se entere de que no quedará nadie en la casa, y entonces nos vamos, pero ocultándonos para vigilar? ¿Qué os parece?

—No es mala idea. Debemos reconocer que existe una posibilidad de que el asesino haya hecho herrar el caballo en otra herrería.

—Faltan dos días para la fiesta del pueblo —anunció Phyllida, atrayendo todas las miradas—. Es el sábado —prosiguió—. Acude toda la gente de los alrededores. Es de asistencia casi obligatoria. —Se dirigió a la ventana y desde allí indicó a Flick que se acercara—. Se celebra en el prado de debajo de la iglesia.

Lucifer y Demonio se reunieron con ellas en la ventana y todos contemplaron la pendiente del prado comunal contiguo a la iglesia.

—Es un plan muy interesante —aprobó Demonio.

—Resultaría fácil coordinar una vigilancia constante de la casa y de los posibles sospechosos. —Lucifer asintió despacio—. Aquí cerramos con llave por la noche, pero durante el día se dejan las puertas abiertas.

—La mañana de la fiesta habrá un montón de idas y venidas, para subir la comida y los caballetes para las mesas —previo Phyllida—. A cualquiera le resultaría sencillo vigilar discretamente hasta que la casa quede vacía.

Reflexionaron un momento, intercambiando miradas, hasta que Lucifer tomó una decisión.

—De acuerdo. Lo haremos, pero tendremos que perfilar con cuidado todos los detalles.

Pasaron el resto de la tarde planificando, y a la mañana siguiente todavía estaban precisando cuestiones como quién vigilaría a quién, cuándo y desde qué lugar, cuando llegó el correo. Bristleford llevó las cartas a la biblioteca en una bandeja que dejó encima del gran escritorio, al lado de Lucifer.

Cuando efectuaron una pausa en las deliberaciones para tomar té y dar cuenta de los pasteles de mantequilla de la señora Hemmings, Lucifer centró la atención en la correspondencia. Tras entregar unas cuantas cartas a Phyllida, comenzó a abrir las demás.

—Más respuestas de más coleccionistas.

Había terminado de abrir y echar un vistazo a las que se había quedado y las arrumbaba a un lado con pesadumbre cuando de repente Phyllida se irguió como un resorte, con la mirada fija en la hoja que sostenía.

—¡Dios bendito! ¡Escuchad esto! Es de un notario de Huddersfield. Escribe que la carta que mandamos hace poco a uno de sus difuntos clientes atrajo su atención y que, dadas las circunstancias, creyó oportuno informarnos de que su difunto cliente, un colaborador de Horacio, murió a manos de un desconocido hace aproximadamente un año y medio.

—¡Cielos!

Todos se pusieron en pie para ir a leer por encima del hombro de Phyllida.

—Dice que a ese otro coleccionista lo estrangularon por la noche y que registraron sus archivos y documentos.

Lucifer alargó la mano para enderezar la hoja.

—Shelby. No sé si… —Volvió a sentarse al escritorio y extrajo un fajo de tarjetas de un cajón—. Horacio siempre anotaba en tarjetas la pieza que había comprado o vendido a cada persona. Las notas remiten a los libros de cuentas. —Repasó con rapidez las tarjetas—. Shelby, Shelby… ¡Uuuy!

Alertados por el asombro de su voz, los otros tres aguardaron en vilo mientras él permanecía paralizado, con la tarjeta en la mano.

—Vaya por Dios. —Miró a Demonio—. Sherring.

—¿Sherring? —Demonio acudió a mirar por encima de su hombro—. El cabo Sherring a quien Hastings cree que disparó Appleby.

—Probablemente su padre. —Lucifer se puso a buscar de nuevo en el fajo de tarjetas—. Tres anotaciones más dedicadas a Shelby, aunque son de hace más de tres años y según parece se refieren a compraventa de mobiliario.

—Libros —informó, volviendo a mirar la tarjeta relacionada con Sherring—. Una compra, hace poco más de cinco años.

—Casi después de Waterloo —añadió Demonio.

—Sí —convino Lucifer—. ¿Dónde están esos libros de registros?

—Antes escribe una carta a su notario —le aconsejó Demonio—. Dale el nombre de Appleby, a ver si lo reconoce.

Lucifer cogió pluma y papel tras pensarlo un momento.

—No nos llegará la respuesta a tiempo, suponiendo que esa herradura se suelte, pero si todo lo demás no da resultado… Incluiré una descripción de Appleby también. Si fue él, es muy posible que no utilizara su auténtico nombre.

La carta quedó lista en pocos minutos. Después mandaron a Dodswell a Chard para no perder el correo de la noche.

A continuación Lucifer sacó los libros de cuentas de Horacio. Esta vez contaban con una fecha y no tardaron en hallar el registro. Constaban nueve libros, que anotaron en cuatro cuartillas. Luego cada uno cogió una y se repartieron la labor en las estanterías.

Jonas llegó. Asombrado por las noticias, se sumó a la búsqueda. Covey también se puso a ayudarlos, cotejando con el inventario realizado hasta entonces, lo cual redujo la cantidad de estanterías que registrar.

Lucifer les indicó que se fijaran en los títulos teniendo en cuenta que ninguno de los nueve libros parecía poseer un valor que justificara su inclusión en una tapa falsa. Aun siendo seis, tardaron prácticamente un día entero en localizar los nueve volúmenes. De paso, encontraron tres falsas encuadernaciones de Los sermones del doctor Johnson, seis falsas encuadernaciones de Los viajes de Gulliver y nada más y nada menos que ocho de las Fábulas de Esopo.

—Como para confundir a cualquiera —comentó Demonio.

—No es de extrañar que el asesino haya tenido que buscar con tanto detenimiento —convino Phyllida—. Y tampoco se puede saber si Horacio, por el motivo que fuera, escondió alguno de los libros de Sherring.

Lucifer negó con la cabeza. Con la tarjeta de Horacio en la mano, estaba cotejando los nueve libros.

—No, estos son los ejemplares de Sherring. Horacio anotaba todos los detalles y nunca duplicaba los volúmenes específicos.

—Sólo para usarlos para tapas falsas —replicó Demonio.

Siguiendo las instrucciones de Lucifer, habían sonsacado los libros en los estantes pero sin sacarlos de su sitio.

A las cinco, Lucifer volvió a examinar por tercera vez los nueve ejemplares, prestando especial atención a los Sermones, los Viajes y las Fábulas. Tras fijarse en el lugar que ocupaba cada uno en su lista, volvió a colocarlos con el lomo parejo al de los demás libros.

Todos los presentes habían escrutado cada uno de los libros. No había absolutamente nada que explicara por qué alguien iba a cometer un asesinato por alguno de ellos.

Demonio se aposentó en el diván al lado de Flick.

—Algo se nos escapa —resopló.

—Seguramente. —Lucifer se instaló en un sillón y observó la lista—. Supongamos que nuestro hombre inició la búsqueda en la biblioteca.

—¿Por qué? —terció Jonas.

—Porque si yo quisiera buscar un libro de valor en esta casa, daría por sentado que Horacio lo guardaría en el sitio consagrado a la lectura —explicó Demonio.

—Exacto —convino Lucifer—. Bien, él había acabado en la biblioteca, después de tropezar con una gran cantidad de tapas falsas, y había empezado aquí —paseó la mirada por las estanterías que casi cubrían por completo todas las paredes del salón— cuando Horacio lo interrumpió. La noche en que Phyllida y yo lo vimos, aún intentaba seguir buscando aquí.

—La mayoría de los libros provenientes de Sherring está en la biblioteca o aquí —señaló Phyllida—. Sólo los Viajes y las Fábulas auténticos se encuentran en el comedor. ¿Por eso has examinado con especial atención los libros de aquí y esos dos? —preguntó a Lucifer.

—Sí. Cuatro libros y, aunque no soy experto en la materia, juraría que no tienen nada que les confiera un valor especial. Las Fábulas de Esopo habían sido utilizadas para esconder algo, porque la tapa tiene doble fondo, pero no se trata de algo infrecuente. En otro tiempo era corriente ocultar testamentos y documentos importantes en las tapas de este tipo de libros. Ahora no contiene nada salvo un relleno de lona. Lo he comprobado levantando una esquina de la cubierta.

Guardaron silencio mientras asimilaban la información. Al final, Demonio exhaló un suspiro.

—También podría ser, claro, que todo se limite a una curiosa coincidencia y que el asesino sea en realidad otra persona.

—Cierto —reconoció Lucifer—, y por eso tenemos que plantearnos muy bien la estrategia que vamos a aplicar mañana.

Volvieron a centrarse en los planes, los argumentos y las sugerencias sobre la manera de atrapar a un asesino.