Capítulo 18

CEDRIC se excusó antes de regresar a Ballyclose y, ante la insistencia de sir Jasper, Lucifer se quedó a cenar en Grange.

La cena fue un acto de familia. Todos los presentes estaban absortos, pensando en lo ocurrido. Incluso lady Huddlesford habló en contadas ocasiones y lo hizo en voz baja, lejos de su habitual tono imperioso. El único momento de interés se produjo cuando Percy anunció que había decidido marcharse al día siguiente para disfrutar de «la agradable compañía de unos amigos de Yorkshire». Tras recibir con un inexpresivo silencio la noticia, todos volvieron a concentrarse en la comida.

Cuando las damas se hubieron retirado al salón y el oporto ya estaba servido en la mesa, Percy se ausentó para preparar el equipaje.

Frederick se trasladó a una silla contigua a la de Jonas.

—Qué situación más terrible —comentó—. ¿Puedo hacer algo?

La pregunta, el primer indicio de que Frederick pensaba en algo más que en sí mismo, los sorprendió a los tres.

—Pues no se me ocurre nada, hijo —respondió con amabilidad sir Jasper—. No se puede hacer gran cosa… por lo menos de momento.

Lucifer no estaba tan seguro.

—¿Podríamos hablar un momento a solas? —pidió a sir Jasper.

—Ven, Frederick —dijo Jonas, poniéndose en pie—. Vamos a estirar las piernas un poco.

Frederick murmuró unas palabras de despedida antes de abandonar la sala en pos de Jonas.

—Se te ha ocurrido algo, ¿verdad? —preguntó sir Jasper, expectante.

—En cierta manera, sí. Lady Huddlesford ha mencionado antes que esperan invitados para mañana.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó sir Jasper—. Lo había olvidado. Mi hermana Eliza, su marido, y su prole llegan mañana. Se quedan unas semanas todos los veranos. —Miró a Lucifer—. Tienen seis hijos.

—Aunque estoy seguro de que ella afirmará lo contrario, dudo que Phyllida esté en condiciones de enfrentarse a una invasión así en este momento.

—Sí… las cuatro niñas son una plaga, y suelen pegarse como lapas a Phyllida.

—Esta vez no podemos permitirlo.

—Por supuesto que no. Aunque no veo cómo se puede impedir que la molesten… —Sir Jasper sacudió la cabeza—. Contigo no voy a andarme con disimulos, hijo. Estoy preocupadísimo por Phyllida.

—Igual que yo. Por esa misma razón querría proponer que Phyllida se aloje como invitada en Colyton Manor en tanto el asesino ronde suelto y tengamos motivos para pensar que corre peligro. Soy consciente de que puede parecer algo impropio, pero ya le manifesté mis intenciones con respecto a ella y estas siguen firmes. Phyllida, por su parte, también está al corriente.

—¿Y no lo ha rechazado?

—No, pero aún no ha dado su consentimiento. —Lucifer volvió a sentarse—. De todas maneras, mi interés principal es su seguridad. Después del incidente del intruso que entró por la noche, encargué cerraduras nuevas para todas las puertas y ventanas de la mansión. Ya han llegado. Thompson comenzó a instalarlas ayer y en estos momentos está terminando el trabajo. Con esta medida, la mansión será un sitio totalmente seguro. No se puede decir lo mismo de Grange. Ocurre igual con la mayoría de las casas de campo.

—Cierto. No es que haya necesidad, normalmente.

—Exacto, pero esta es una situación especial. También hay que tener en cuenta que mis criados no tienen ningún invitado que atender, con lo que se ocuparán de que a Phyllida no le falte nada y esté protegida en todo momento. Desde luego, he pensado que la señorita Sweet podría acompañarla para guardar las formas.

—Bien pensado. Por mi parte, dada la gravedad del caso, agradezco la propuesta y me da igual que se guarden las formas o no. Aunque como las damas dan tanta importancia a esas cosas, mejor será que procuremos hacerlo todo en regla.

—Coincido con usted.

—Tal como dije en otra ocasión, el permiso que necesites, puedes considerarlo concedido. —Hizo una breve pausa—. ¿Crees que aceptará?

—Eso déjelo de mi cuenta —repuso Lucifer con semblante impasible.

—¿Adónde me llevas?

Phyllida lo miró a la espera de una respuesta. Lucifer caminaba a grandes zancadas por el bosquecillo, llevándola en brazos. Habían salido a dar un paseo al claro de luna por el prado de césped, pero después él la había alzado en volandas y se había internado entre los setos.

Todavía tenía la garganta dolorida y, pese a haber dormido varias horas, estaba cansada. Había faltado poco para que se olvidara de impartir instrucciones para que preparasen las habitaciones en previsión de la llegada de la familia de su tía al día siguiente. Mientras hablaba con Gladys, Lucifer había estado charlando con Sweet y a continuación se había presentado y la había embaucado haciéndole creer que un paseo por los jardines con el fresco de la noche la ayudaría a respirar mejor.

De pronto rememoró la expresión picara de Sweet cuando, tras despedirse de Lucifer, se había marchado escaleras arriba. Apretó los brazos en torno al cuello de Lucifer, viendo que se hallaban casi al final del bosquecillo.

—Para.

Él no le hizo caso. Siguió hasta cruzar el hueco del seto que desembocaba en el sendero del bosque. Entonces Phyllida se relajó entre sus brazos.

—Me llevas a la mansión. ¿Por qué?

Lucifer guardó silencio un momento y se detuvo en un lugar donde penetraba la luz de la luna. Él le veía la cara bañada de plata, aunque ella apenas percibía un atisbo de la suya.

—Tendrás que dejar que cuide de ti.

Aun sin estar segura de que la frase incluyese la menor interrogación, se planteó cuál sería su respuesta. Ella era la que siempre se ocupaba de los demás, hasta el punto de que no recordaba la última vez que alguien había cuidado de ella.

Lucifer la desplazó un poco en sus brazos, atrayéndola, rodeándola no tanto como para hacerla sentir atrapada, sino sólo a salvo. Totalmente a salvo.

—Tienes que dejar que te proteja. —Esta vez las palabras sonaron más dulces, como un ruego.

Phyllida trató de descifrar la expresión de sus ojos, pero no pudo. No había, con todo, una persona más capacitada para protegerla que él. Además, Lucifer sabía que ella necesitaba protección.

Se había estado preguntando cómo iba a hacer para conciliar el sueño, aún a pesar del cansancio. El miedo y el pánico que la habían invadido en la casa incendiada permanecían al acecho, como una sombra en un reducto de su conciencia. Dormiría mucho mejor sabiendo que él estaba cerca. Por otra parte, si quería que en su matrimonio compartieran todo, que cada cual diera y recibiera, entonces tal vez aquella era una de esas ocasiones en que debía dar… y recibir.

—Muy bien. —Y agregó—: Si así lo deseas.

El quedo bufido que exhaló él le dio a entender lo absurdo de aquella precisión.

—Sweetie está preparando tus cosas —explicó, poniéndose en marcha de nuevo—. Ella también se quedará, para no dar lugar a las habladurías. Llegará en el carruaje. Nosotros no corremos peligro en el bosque, porque nadie podría prever que estamos aquí.

Phyllida reflexionó un momento.

—Ese hombre, el asesino, ha actuado siempre así, ¿verdad? Ha planeado con meticulosidad todos sus ataques. Incluso esa vez en Ballyclose, era casi como si hubiera estado vigilando, como si lo tuviera todo calculado.

—Sí. Sabía que estábamos buscando un sombrero marrón y que Cedric los tenía por montones y que tú lo sabías. Todo el mundo sabía además que esa noche estaríamos en Ballyclose los dos.

—De lo que se desprende que el asesino conoce bien a la gente de Ballyclose. Sabía dónde guarda Cedric los sombreros.

—Sí. Por otra parte, tú mencionaste que sir Bentley estuvo enfermo durante un tiempo. Seguro que recibía a diario en su dormitorio y que allí acudía la mayoría de la gente distinguida de la zona.

—Sí —concedió ella—, pero el asesino conocía también a Molly Y sabía que yo la conocía.

—Tienes razón.

Veinte minutos más tarde salieron de la arboleda. Colyton Manor se erguía ante ellos, pálida y maciza, como un moderno castillo. En la cocina brillaba una acogedora luz y en la puerta de atrás había una lámpara. Se abrió sin necesidad de que llamaran. La señora Hemmings se asomó con cara de regocijo.

—Bienvenida, señorita Phyllida. No sabe cuánto nos alegra que esté sana y salva. —Retrocedió para dejar paso a Lucifer y luego lo siguió pisándole los talones—. Ahora, no tiene más que dejar que el amo la conduzca arriba a la habitación del viejo amo. Es la más grande, y yo me he esmerado en que esté acogedora. La cama es grande y bonita. Lo único que tiene que hacer es acostarse y dejar que nosotros nos ocupemos de todo.

La voz de la señora Hemmings traslucía una ansiosa expectación. Mientras Lucifer iniciaba el ascenso de la escalera, Phyllida observó su impasible actitud y se preguntó a qué se había comprometido en realidad al acceder a quedarse allí.

Tres horas más tarde, permanecía acostada en la gran cama del antiguo dormitorio de Horacio, la misma que, sin que lo supiera la señora Hemmings, había ocupado ya en otra ocasión, escuchando los graves tañidos que expandía el reloj de pared del rellano por la silenciosa casa.

Doce resonantes tañidos precedieron el regreso del silencio, más denso aún que antes. Más allá de la mansión, en el pueblo y las viviendas de los alrededores, todo el mundo dormía. En algún sitio había un asesino, ¿dormido o despierto?

Rebullendo, se colocó de costado, cerró los ojos y aguardó a que viniera el sueño. En lugar de ello, la negrura se adueñó de su pensamiento… la negrura de aquella mortaja… ¡sentía aquellas manos presionándole el cuello! Abrió los ojos de par en par. Tenía la respiración alterada y la piel fría. Se había quedado helada. Estremecida, respiró hondo y a continuación bajó de la cama.

Avanzó despacio por el pasillo, con los ojos bien abiertos, lista para darse a conocer o chillar en caso necesario. Recordaba muy bien la espada que Lucifer empuñaba la última vez que se encontraron a oscuras y no sabía hasta qué punto era precisa su visión nocturna.

La puerta del dormitorio de él estaba abierta. Ella se detuvo en el umbral; nunca había estado allí. Las ventanas, con las cortinas corridas, dejaban entrar el tenue claro de luna. Pese a las densas zonas de sombra, distinguió los arcones que había entre las ventanas, encima de los cuales había diversos objetos que supuso piezas de la colección de Horacio. En las otras paredes había cómodas y armarios adosados. Un largo espejo de pared colgaba delante de la cama, un mueble de cuatro postes provisto de cortinas ceñidas a ellos con cordones de borlas.

La espléndida colcha estaba medio arrugada y la parte superior del lecho estaba cubierta de blancas sábanas y almohadas. En el centro, Lucifer yacía boca abajo, en una postura similar a la que tenía aquella primera noche en Grange. La única diferencia era que esta vez no llevaba camisón. A su cabeza acudió la imagen de la zona que no estaría tapada con nada. Titubeó, sin saber qué hacer pero sin intención de retroceder.

Había tomado ya una decisión, aunque no estaba segura cuándo. Tal vez cuando al despertar en el carro lo había encontrado a su lado, a él, su salvador, su protector que se había enfrentado a las llamas para rescatarla de sus atroces fauces. Tal vez había sido más tarde en el bosque, cuando había escuchado su ruego y lo había oído hablar con el corazón, sin protocolo alguno. O tal vez cuando había tomado conciencia de que era la faceta que más le costaba aceptar de él, su posesiva tendencia protectora, lo que le había concedido una segunda oportunidad para la vida y el amor. En todo caso, fuera en uno u otro momento, la decisión estaba tomada.

Su época de estar sola, de preverlo todo sola, de dormir sola, había tocado a su fin. Había acudido allí a comunicárselo.

Ignoraba si Lucifer estaba dormido o no, pero lo cierto fue que él se incorporó lentamente y, apoyado en un codo, se puso a observarla.

—¿Qué ocurre? —Su voz sonó firme, aunque un poco ronca, ella no supo si a causa del humo o de algo más.

Descalza, cruzó el umbral y se volvió para cerrar la puerta. Arrebujándose en el camisón, se aproximó —con el corazón en un puño— hasta detenerse a unos centímetros de la cama. El lecho era una masa de sombras que le impedían verle la cara.

Tras humedecerse los labios resecos, respiró e irguió la barbilla.

—Quiero dormir contigo —proclamó. No se refería sólo a dormir, pero era de prever que él lo entendería.

Lucifer se la quedó mirando un instante y esbozó una sonrisa.

—Estupendo. —Levantó la sábana a su lado—. Yo también quiero dormir contigo.

Phyllida exhaló un suspiro de alivio, al que siguió una especie de expectante hormigueo. Se quitó el camisón y lo dejó caer al suelo. Consciente de la súbita reacción que produjo en él la visión de su cuerpo desnudo, patente en la rigidez que adoptaron sus músculos, se deslizó con timidez en la cama.

Lucifer soltó la sábana y alargó la mano hacia ella.

—Has hecho realidad mi sueño predilecto.

—¿Crees que podrías devolverme el favor? —replicó ella, atrayéndolo hacia sí.

—Lo intentaré —aseguró mirándola a la cara—. Cuenta con ello.

La promesa quedó sellada con aquel primer beso, que a ella le llegó hasta la médula. Entre ellos se propagó una calidez que disipó el frío previo. Phyllida se abandonó entre sus brazos, ofreciendo la boca y más. Él le retenía los labios, le entrelazaba la lengua, la arrebataba con su lento ir y venir, formando con su cuerpo una caliente línea paralela al suyo, pero sin tocarla.

Ella quería tocar, sentir, explorar. Quería entregarse a él y tomar todo cuanto él le diera a cambio. Había algo liberador en la noción de ese libre intercambio que acabaría con un equilibrio de cuerpo, mente, corazón y alma en ambos lados de la balanza. Se pegó a él y se estiró, acoplando el cuerpo al suyo.

Él soltó una risita no exenta de nerviosismo. Luego la rodeó con los brazos y se puso de espaldas, colocándola a horcajadas encima de él. Phyllida se alegró de acabar en aquella posición que le permitiría tantear mejor el terreno.

Con las rodillas hincadas en el colchón, los tobillos apretados contra sus costados y las manos apoyadas en su pecho, se incorporó para analizar las reacciones de su presa.

Siempre le había fascinado su pecho, con su marcado contraste entre la fina piel ligeramente atezada y el negro vello, el palpable peso de los músculos y las curvas más duras y angulosas de los huesos. Extendiendo los dedos, apretó, maravillada por la elasticidad del músculo y la sólida resistencia del hueso. Luego aminoró la presión y siguió un vago curso de leves y tiernas caricias por los pectorales, las costillas y las ondulaciones del vientre. Sólo su postura le impidió continuar más abajo, pero aún tenía toda la noche por delante.

—No has sufrido ninguna quemadura en el pecho —comentó con satisfacción.

—En realidad casi no me he quemado. Sólo un poco en el dorso de las manos.

Phyllida le examinó las manos, que él levantó.

—¿Te duele?

—No lo bastante como para impedir que te toque —repuso él, dejándolas resbalar por su espalda.

La prolongada y diestra caricia le arrancó un quedo gemido.

Accionadas por voluntad propia, sus manos subieron de nuevo para cubrirle las planas tetillas. Luego los dedos danzaron, resbalaron, se enroscaron, hasta que los pezones quedaron tan erectos como los de ella.

Considerando que era lo justo, sonrió y se inclinó, movida por el recuerdo de aquello otro que a él le gustaba hacerle. Y también de lo mucho que le agradaba a ella. Era de prever que los mismos estímulos tuvieran un efecto similar. La manera en que él se tensó antes incluso de que ella aplicara la lengua confirmó su hipótesis. Lamió, succionó y mordisqueó levemente, con lo que provocó una sacudida. Pese a que crispó las manos en sus caderas, Lucifer no hizo nada para detenerla.

Ella prolongó el juego, apretando con firmeza una tetilla mientras con los labios, la lengua y los dientes torturaba la otra. Después intercambió la posición de la mano y la cabeza, dejando por el camino un reguero de besos en el centro del pecho. Mientras se afanaba en la tarea, le pareció oír un quedo gemido. Lucifer ardía bajo ella; allá donde tocaba, notaba ardiente la piel.

Tuvo una maliciosa idea y la puso en práctica descendiendo el cuerpo, de manera que con los pechos le acarició la parte inferior del tórax y el dorso de sus muslos ciñó las caderas de él, con la cálida y húmeda ingle apenas a un par de centímetros de su plano estómago, justo fuera del alcance del tieso trofeo. Entonces empezó a describir un movimiento oscilatorio, de lado a lado, acariciándolo precisamente allí.

Lucifer contuvo la respiración, al tiempo que se ponía rígido. Ella percibió su lucha por mantenerse inmóvil. Las manos le ciñeron las caderas. Sintiendo que subían por la espalda, hasta sus hombros, succionó un pezón, con ligereza y después con fuerza. Él se arqueó bajo ella. Luego enredó los dedos en su cabellera y la agarró para acercarle la cara a la suya.

Pasó a la carga. Le dio un abrasador y largo beso tan cargado de pasión que la dejó sin aliento. Lucifer se disponía a volverse, para colocarla debajo, pero ella se separó y le presionó el hombro contra la cama.

—Todavía no —dijo con voz tan ronca como la de él.

Estuvo tentado de desobedecer. Ella lo notó en la tensión de su cuerpo, pero al cabo de un momento volvió a recostarse en la cama. La observaba con una mirada que irradiaba un calor propio, mientras su pecho subía y bajaba bajo las manos de ella.

—De acuerdo —cedió—. Por ahora.

Con sonrisa beatífica, Phyllida agachó la cabeza para lamerle un sensibilizado pezón y luego el otro. Después dejó resbalar las piernas y las caderas más abajo, levantándose ligeramente para dejar espacio a la dura asta rampante que con tan agresivo vigor se proyectaba hacia arriba desde la espesura de negro vello para después volver a descender y prodigarle en toda su longitud una caricia con la cara interior de los muslos.

Un largo gemido fue su recompensa.

—¡Maldita sea! Si eres una muchacha inocente… sé que lo eres.

—Ajá… —Tal vez fuera inocente, pero tenía algunas ideas.

Se aplicó en ponerlas en práctica. El pausado y medido movimiento de su cuerpo y su boca sobre él se le hizo casi insoportable. Primero le aferró los hombros y después crispó los dedos en torno a su cabeza, pero tuvo la precaución de evitar el chichón del costado. Phyllida había comenzado a sentir desde el atardecer un persistente dolor de cabeza que sin embargo había desaparecido desde que sus cuerpos desnudos entraron en contacto.

No iba a permitir que unas cuantas magulladuras le impidieran aprender todo lo que quería. Únicamente la dificultosa respiración la limitaba un poco, pero cada vez menos. Sólo tenía que respirar con un superficial jadeo.

Prosiguió la exploración con las manos, seguidas por la boca. Fue bajando y bajando, hasta que los turgentes pechos rozaron sus firmes muslos. La sábana había quedado detrás, dejándolo completamente al descubierto para que ella pudiera adorarlo a la luz de las estrellas. Con la mejilla apoyada en su cadera, rozó, rodeó y por fin cerró la mano en torno al caliente falo. Ya lo había hecho otras veces… No fue eso lo que puso tan tenso a Lucifer, sino la certeza de que los dedos de ella iban seguidos por los labios y la boca. Con maliciosa expresión, Phyllida se demoró jugueteando con los dedos.

Lucifer trató de pensar en Inglaterra, pero la única parte que alcanzó a recordar fue una cama del condado de Devon. Hundía los dedos en el sedoso cabello de Phyllida, los dejaba resbalar, le recorría el contorno de la cabeza… y crispaba las manos cuando no podía más. La manera de tocar de Phyllida era una especie de ingenuo tanteo, entusiasta y natural, exenta de artificio, frente al que su cuerpo reaccionaba indefenso, esclavizado.

Era un cálido, flexible y redondeado peso posado sobre sus muslos. Con la cabeza abandonada a un lado, ella deslizaba los dedos por el objeto de su adoración. Él se sentía poseído, como si al permitirlo —al dejarla obrar a su antojo— se hubiera rendido a ella. Y en efecto lo había hecho, aunque no se lo había dicho con palabras; sólo con gemidos.

Luego ella se movió y él notó su aliento sobre el rígido miembro, una calidez que incrementó hasta dolorosos extremos su erección. Iba a matarlo no de deseo, sino por medio de un violento choque de emociones: las locas ganas de que lo acogiera en su boca, el temor de que no lo hiciera, la sospecha de que ella no tenía ni idea de que eso podía hacerse y el ansia protectora, abrumadora casi, que insistía en que no debía hacerlo. Era como para perder el juicio.

Entonces ella alzó la cabeza. Con los dedos recorrió de nuevo el tenso glande, con evidente fascinación, y luego bajó la cabeza.

Todos los músculos de Lucifer se pusieron rígidos al primer contacto de aquellos labios. Phyllida besó y lamió, con suavidad y luego con creciente avidez, como si le gustase el sabor. Luego empezó a investigar con la lengua y él creyó morir. Con el pecho dolorido, Lucifer jadeó…

Sin más preámbulo, ella lo introdujo en la boca y cerró la húmeda y dulce cavidad, primero sólo un poco y después, con deliberación, más a fondo. Por un instante, Lucifer perdió contacto con el mundo y flotó en un paraíso de lujuria desatada, mientras la lengua de Phyllida se retorcía y jugueteaba con fruición. Él se recostó de nuevo, aflojando los músculos que ni siquiera tenía conciencia de haber tensado. Tenía la respiración jadeante, y no habían hecho más que empezar. Lo sabía con una certeza que le producía vértigo. Con las manos hundidas en su pelo, acariciaba o incrementaba la tensión reaccionando al ritmo que imprimía ella, apretando, succionando, besando o reiniciando el ciclo con renovado brío.

Aferrado a los límites de la cordura, la guiaba poco a poco… El momento era demasiado precioso e intenso para interrumpirlo, pero lo estaba agotando. Se incorporó apenas y la agarró por las caderas.

—Basta… —Apenas reconoció como suyo aquel graznido.

Phyllida lo soltó y levantó la cabeza. La separación de su húmedo calor le resultó casi dolorosa a Lucifer. Ella deslizó las manos por su pecho y presionó para obligarlo a tenderse. Sin embargo, él la tomó entre sus brazos, y, aupándola hasta su pecho, giró y la dejó bajo su cuerpo.

Con una mano apoyada en su hombro, Phyllida lo miró con sus ojos oscuros, grandes y brillantes. Y en aquella mirada a la luz de las estrellas él captó algo más, el peso de una instintiva sabiduría femenina, de una necesidad primaria.

—Aún no he terminado —murmuró ella con un ronroneo, y se humedeció los labios.

La conciencia de que ella obraba de modo instintivo no le puso las cosas fáciles.

—No —admitió—, pero ahora me toca a mí.

Inclinó la cabeza para besarla y ella le entregó sin reticencia la boca. Rodeándole el cuello con los brazos, Phyllida se recostó sobre las almohadas y aflojó el cuerpo bajo el suyo.

Le tocaba a él. Le tocaba adorar, visitar el placer en su ardiente carne, rastrear, lamer y succionar hasta hacerla retorcerse. Cuando tuvo los pechos turgentes y doloridos, fue descendiendo, ungiendo la piel sobre las costillas, la cintura, el ombligo, y luego más abajo, por el vibrante vientre hasta la mata de oscuro rizo púbico.

Ya en el primer delicado tanteo de la lengua, Phyllida le hincó los dedos en los hombros. Él apartó las manos de las caderas para abarcar las nalgas, que sobó un momento antes de descender hasta la cara posterior de los muslos. Con suavidad, empujó para abrir las piernas. Tras un instante de vacilación, con una exclamación que más pareció un gemido, ella las separó. Aferrándole de nuevo las caderas, él bajó la cabeza. Se puso a lamer y ella crispó los dedos en su pelo.

Era una mujer deliciosa, ávida en la pasión, anhelante en su deseo de ser suya. Completamente suya. Sin dejar ni un centímetro de resbaladiza piel por explorar, saboreó hasta el último pliegue. Su esencia penetró hasta la médula de sus sentidos. La fue envolviendo más y más, induciéndola a experimentar para ampliar sus horizontes, insertándola sin piedad en un torbellino para devanarlo justo en el último instante antes de precipitarse por el borde.

Actuaba movido por una urgencia visceral. Ella había acudido a él, le había ofrecido todo cuanto era, sabiendo cuáles serían sus demandas, no sólo físicas sino del alma. Con sus acciones había manifestado que quería sumergirse de pleno en su nueva vida. Aquello era tan propio de ella, un reflejo tan claro de sus maneras directas que él tanto valoraba, que estaba más que dispuesto a enseñarle a volar y expandirse para ser su red, al menos en ese terreno.

En cuanto a lo demás, los reajustes emocionales, los cambios sutiles que tendrían que efectuar, estaba por ver quién enseñaría a quién. Tal vez aprenderían juntos. Aquella noche, en todo caso, ella había optado por entregarse a la pasión. La suya y la de él.

Él la avivó una y otra vez y dejó que aumentara el ardor, la insaciable ansia, la ávida necesidad, el anhelante apremio que circulaba como oro líquido por sus venas.

Y después se acopló a ella. Apoyado en los brazos, se mantuvo por encima y la penetró con un pausado y regular vaivén. Con los ojos cerrados, se concentró en el ritmo, en el cálido abrazo de su cuerpo, en el palpitante anhelo que los guiaba a los dos. Notando que las manos de ella resbalaban por su pecho, entreabrió los ojos para mirarla. Con los párpados bajados, la cabeza echada atrás, presionada sobre las almohadas, Phyllida estaba embebida en su unión. Atrapada en la sensual marea que los inundaba a ambos, se rendía a la inercia del oleaje. Cada embestida la levantaba, le agitaba los pechos y las caderas, le sacudía la cabeza, produciendo un continuado roce de sedoso pelo contra las almohadas.

Con respiración afanosa, alzaba las caderas para acudir a su encuentro y recibirlo en su seno para después retirarse y propiciar un nuevo impulso.

Se estaban ahogando el uno en el otro, arrastrados por una marejada de deseo rayano en el éxtasis que al final los arrebató. Ella alcanzó un clímax voluptuoso y él notó cómo crispaba las manos y el cuerpo. Luego aflojó la tensión y su ardiente y blanda oquedad tembló en torno al tieso miembro, dispensándole la definitiva caricia. Con la cabeza echada atrás y los ojos cerrados, Lucifer saboreó el momento antes de verse zarandeado por su propio orgasmo. Se estremeció y a continuación se inclinó con cuidado, para volverse llevándola abrazada consigo.

No pensaba dejarla ir nunca.

En la cúspide del arrobo, Phyllida sintió la húmeda tibieza vertida en sus entrañas. Con las manos, con los brazos, con el cuerpo, lo retuvo contra sí. Si ella era suya, entonces él era suyo. Y sin margen de duda, había estado a la altura de sus sueños más atrevidos.

Phyllida despertó con la cabeza apoyada en el pecho de él, la cintura rodeada por sus brazos, medio cubierta por su sólido y cálido cuerpo.

Curiosamente, se encontró despejada, sin rastro de sueño o modorra, tal vez debido a la prolongada siesta de la tarde. Estaba relajada, segura de que el espectro de la muerte no la alcanzaría allí, en esa cama. Movió una mano para apartar una oscura mecha de pelo caída sobre la frente de Lucifer y alisarla hacia atrás.

Él rebulló, se tensó un instante y después, sin abrir los ojos, la abrazó y depositó un beso en el pezón que tenía casi pegado a los labios.

—Muy bonito —ronroneó.

Phyllida se echó a reír. Parecía un enorme felino humano rebosante de viril satisfacción. Se movió un poco, liberando la mano que tenía atrapada bajo ella y después volvió a aquietarse, con la cabeza recostada en un pecho y la mano en el otro. La acarició de manera suave y sosegada, no para despertar el deseo sino para proporcionarle gratificación sensual. Phyllida así lo entendió, estableciendo sin dificultad la distinción.

Volvió a acostarse, mientras seguía disfrutando de las tiernas caricias, sumida en el dorado esplendor del momento. Mientras le acariciaba el pelo, dejó la mente libre para sentir, para pensar, para indagar.

—Creo que te quiero. —Tenía que ser eso, aquella aureola de oro.

—¿Por qué no estás segura? —replicó él, deteniendo el errabundo movimiento de los dedos.

—Yo no sé qué es el amor —respondió ella con sinceridad—. ¿Lo sabes tú?

Él la miró a los ojos, oscuros y misteriosos. Bajó la vista a su mano, posada en su pecho, y volvió a acariciarlo. Sonriendo, ella se recostó en las almohadas, con la mirada perdida en el dosel. Prefirió no presionarlo para que le diera una respuesta. Si ella no lo sabía, ¿por qué había de saberlo él?

Enseguida surgió otra pregunta…

—¿Me quieres? —Aun sin verlo, percibió que él alzaba la mirada.

—¿No lo notas?

—No.

Él levantó la cabeza y se apartó un poco. Phyllida sintió que fijaba la mirada en su cara, antes de descender, pasando por los pechos, la cintura, las caderas, hasta recorrer las largas piernas. Después regresó, para detenerse en lo alto de los muslos, al tiempo que incrementaba la presión en el pecho. Había modificado la manera de tocarla.

—Entonces tendré que demostrártelo.

—¿Demostrármelo?

—Ajá. Los Cynster somos mejores con los actos que con las palabras.

Y se lo demostró. La noche se transformó en una ardorosa odisea a través de los estadios de la pasión, el deseo, la sensación, la expectación, el ansia y el anhelo. De ellos extrajo los elementos para crear el paisaje por donde la condujo, más y más lejos, hasta las cumbres coronadas de éxtasis. Cada caricia estaba cargada con algo más que sensualidad o un mero impulso físico. Las sensaciones los acometían, las emociones los embestían, hacia imposibles alturas de beatitud.

Al final, ella se derritió embebida en ella, sintiendo cómo le calaba hasta la médula. Un momento después, él se unía a ella. Permanecieron juntos y el oleaje los bañó hasta que poco a poco se retiró. Phyllida esbozó una sonrisa y, apoyando la frente contra la de él, le recorrió la cara con los dedos para después rozarle los labios con los suyos en un último y casto beso.

Así quedó sellado su pacto.

Con una sensación de vértigo, relajados y fuera del alcance del mundo, se recostaron juntos, apartaron las sábanas y se quedaron dormidos uno en brazos del otro.

A la mañana siguiente, Lucifer salió de Colyton Manor para ir a la vieja casa Drayton. La noche le había dado más de lo que había esperado tener nunca, pero también le había dejado bastantes cosas en que pensar. Para las personas como él, poseer conllevaba cierta responsabilidad, la obligación de otorgar el debido cuidado. ¿Hasta qué grado Phyllida era importante para él? No había palabras para describir esa realidad.

Se alejó a paso vivo, respirando el aire de la mañana, dejando que le despejara la cabeza. Estaba despierto desde el amanecer, cuando había sacado a Phyllida, todavía dormida, de su cama para llevarla a su propia habitación. Ella se había aferrado a él al sentir que la depositaba entre las frías sábanas. Él se había quedado con ella, compartiendo su calor, hasta que los primeros ruidos de los criados lo habían impelido a regresar a su dormitorio.

Sólo Dios sabía las conclusiones que sacaría la señora Hemmings al ver su cama deshecha, como si la hubiera pisoteado un rebaño, pero estaba seguro de que nunca imaginaría la verdad. O por lo menos nada parecido a la verdad al completo, pues incluso a él mismo le costaba creerlo.

Bajo su decorosa y serena fachada, la señorita Phyllida Tallent era una licenciosa. Ahora lo sabía sin margen de error, y estaba muy ufano con el descubrimiento. Después del desayuno había acudido a su habitación, tras ser informado por Sweet de que la damisela a su cargo había decidido quedarse a descansar durante la mañana pero que estaba correctamente vestida para recibir al señor. La había ido a ver, pues, y con sólo una mirada y una sugerente sonrisa le había hecho subir los colores a las mejillas.

Ella le había lanzado una mirada furibunda, que había tenido que reprimir ante la intempestiva aparición de Sweet, que se quedó lo suficiente para cerciorarse de que Phyllida se encontraba en efecto bien. Mediante calculadas respuestas, ella le había dado a entender que padecía más un letargo inducido por la frenética actividad sexual que un trauma inducido por el incendio. Por su parte, él había tenido buena precaución en no adoptar un aire demasiado triunfal ni en dejar entrever su alivio. Después de explicarle adónde iba y por qué, la había, dejado cosiendo los botones que él le había arrancado la semana anterior.

Caminando por los distintos senderos, siguió el acre olor de la paja quemada. El día era fresco y apacible, opuesto al pánico que había presidido el anterior, y que al final había tenido como desenlace la resolución de tantas cosas. Al menos en acciones, en intenciones declaradas no con palabras. Había comprendido lo que Phyllida había querido decirle, o eso creía. Lo que no estaba tan seguro era de por qué había tomado la decisión.

«¿Quién puede saber cómo funciona la cabeza de las mujeres?». Después de tantas experiencias, él ya debería tener cierta idea.

Ella le había preguntado si sabía qué era el amor. Sabía lo que sentía por ella: la imperiosa necesidad de que ella estuviese bien, a salvo y feliz, la alegría que lo inundaba cuando ella sonreía y reía. Sabía de qué modo se le encogía el estómago cuando ella estaba en peligro y cómo se le crispaban los nervios cuando estaba lejos de ella. Sabía del orgullo que sentía al verla ocupada en sus quehaceres diarios, competente y meticulosa, entregada con aquella actitud tan suya, controladora y generosa a la vez. Sabía, asimismo, de su constante impulso de mimarla, protegerla tanto emocional como físicamente, cuidarla, atender a todas sus necesidades, darle todo cuanto pudiera desear.

Sí, sabía qué era el amor. La amaba y la amaría siempre. Ella lo quería también, pero aún no lo sabía. No podía saberlo, por más que deseara comprender y conocer.

¿Podía él enseñarle qué era el amor?

Otra vez se le antojó que el destino se reía de él y de nuevo hizo oídos sordos con determinación. Si eso era lo que Phyllida quería, alguien que le enseñara, que le indicara el camino de la verdad de tal manera que ella pudiera verla también, en aras del buen funcionamiento de su matrimonio le correspondía a él satisfacerla en ese sentido.

Ya había tomado la decisión, sin más complicaciones. No era ella la única persona capaz de actuar con resolución.

Salió del último bosquecillo y miró hacia arriba. La renegrida ruina de la casa todavía humeaba en lo alto de la loma, exponiendo la incongruente imagen de sus carbonizadas vigas bajo el fondo del cielo de verano. Oyó un gruñido y vio a Thompson manipulando una palanca en un lado del calcinado esqueleto. Un instante después, Oscar se sumó a él.

Lucifer acabó de subir y se acercó a la única pared que se mantenía en pie, donde trabajaban los dos hombres. Estos se volvieron para saludarlo.

—¿Y la señorita Phyllida? —se interesó Oscar.

—Está bien. Aún descansa, pero dudo que le quede alguna secuela.

—Más vale que no —refunfuñó Thompson—. Tenemos que encontrar a ese loco, porque no parece dispuesto a parar.

—Yo he venido a echar un vistazo. ¿Necesitáis una mano? —se ofreció, observando la pared medio derribada.

—No, gracias. Sólo tenemos que derribarla sin más. Si la dejáramos tal cual, tan cierto como que el cielo es azul, vendría más de un chaval a jugar aquí y luego tendríamos un accidente.

Se apoyó en la palanca y una viga quemada se partió.

—Os dejo que sigáis, pues —dijo Lucifer.

Miró alrededor antes de emprender la bajada por el camino cubierto de maleza que conducía a Dottswood, por el que había acudido corriendo la mayoría de los lugareños el día anterior. Un poco más abajo, se detuvo y giró. Con los ojos entornados, observó la casa. De haberse hallado en el lugar del asesino…

Al cabo de unos minutos reinició el descenso y se desvió para dar un rodeo a través de los árboles y arbustos que había detrás de la casa. Encontró lo que preveía encontrar, y también algo más, en un pequeño claro que quedaba retirado detrás de unas grandes matas de rododendros asilvestrados. Se agachó para mirar con más detenimiento, casi sin atreverse a dar crédito a su buena suerte. Después se irguió para ir en busca de Thompson.

Este acudió en compañía de su hermano. De pie detrás de los rododendros, los tres escrutaron el suelo, observando las definidas huellas de cuatro herraduras de caballo.

—Un animal de tamaño normal, aunque de muy buena planta. —Thompson se acuclilló para inspeccionar las muescas y palpó una con un grueso dedo—. ¿Y sabe qué? Estas las puse yo, sí señor.

—¿Estás seguro?

—Segurísimo. —Thompson se enderezó con un resoplido—. Soy el único de por aquí que usa esa clase de clavos. ¿Habéis visto que tienen una cabeza un poco rara?

Lucifer y Oscar observaron y asintieron.

—¿Y esa herradura de atrás, la de la izquierda? —señaló Lucifer.

—Eso aún está mejor. Hace tiempo que no veo ese caballo, pero pronto lo veré y ya tendremos al asesino. Esa herradura se va a caer cualquier día de estos.

Lucifer tuvo que aguardar para hacer partícipe de la noticia a Phyllida hasta la noche, cuando después de retirarse Sweet se quedaron solos en la biblioteca.

—No lo menciones a nadie —le advirtió—. Como Thompson tiene clientes de sitios aún más alejados que Lyme Regis, no es posible localizar el caballo. Tendremos que esperar a que la herradura caiga y lo lleven a herrar. Sólo estamos al corriente tú, yo, Thompson y Oscar. Hemos acordado no decir nada, para que no haya posibilidad de que el asesino se entere y lleve el caballo a otra parte.

Sentada en el sillón contiguo al escritorio, Phyllida dejó traslucir un raudal de emociones en el rostro.

—¿Thompson ha dicho que se le caerá pronto?

—Depende de la frecuencia con que monten al animal. Si cabalga cada día, Thompson calcula que en menos de una semana. En cualquier caso, no cree que la herradura se mantenga mucho más de dos semanas.

—¿Y todas las veces ha sido el mismo caballo? —preguntó ella tras reflexionar un momento.

—Creo que sí. —Lucifer frunció el entrecejo—. De todos modos, para asegurarme, mandaré a Dodswell a que mire las últimas huellas. Las otras ya deben de haberse borrado.

—Yo tampoco creo que tengamos más de un jinete fantasma en el pueblo —corroboró ella—. Y siempre esconde el caballo, ¿verdad?

—Se cerciora de que esté en un sitio donde no pueda verlo nadie que pase por allí. Eso indica que el caballo también podría delatarlo, con lo que las perspectivas se presentan por fin favorables. —La miró a los ojos—. Es curioso. Intentó matarte y consiguió destruir la única prueba tangible que teníamos, pero con ello nos ha dado otra prueba aún más contundente. Aunque tal vez nunca hubiéramos logrado llegar hasta el propietario del sombrero, difícilmente se nos escapará el jinete de ese caballo.

—No lo había pensado.

Lucifer se levantó y rodeó el escritorio.

—Creo que debemos verlo con este enfoque. —Deteniéndose delante de Phyllida, se inclinó para situar la cara a la misma altura que la de ella—. Sea quien sea, este asesino ha demostrado que es capaz de las mayores infamias. Matar a Horacio e intentar matarte a ti. —Le alisó el pelo y después le rodeó la cara con las manos—. No podemos correr ningún riesgo durante las próximas semanas.

Phyllida lo miró y sonrió. Adelantándose, le rozó los labios.

—Tienes razón.

Lucifer parpadeó. Sin soltarle el rostro, le dijo:

—No pienso perderte de vista.

—¿Es una promesa? —repuso ella con una tierna sonrisa.

—Un juramento en toda regla —declaró Lucifer escrutándole los ojos, antes de atraerla hacia sí.

Cinco minutos después ella se echó atrás, jadeante, y con fingida expresión adusta cogió el libro que había quedado olvidado en su regazo.

—Aún no hemos terminado esto. —Esgrimió el libro como un escudo entre ambos.

Lucifer lanzó una ojeada a la pila de volúmenes con inscripciones que Covey había depositado entre el escritorio y la silla.

—Aunque es posible que estemos a punto de identificar al asesino de Horacio, no hemos encontrado ninguna explicación de su interés por sus libros. —Phyllida tomó el tomo de arriba y con él le dio un golpecito en el pecho.

—Como prefieras —obedeció él con una mueca.

—¿Tienes alguna idea sobre esa pieza que Horacio quería que examinaras?

—No. Eso también sigue envuelto en el misterio. Es posible que nunca lo dilucidemos.

—No pierdas las esperanzas. —Le tendió dos libros más—. Todavía quedan muchos sitios donde buscar pistas.

Lucifer regresó, sonriente, a su lado de la mesa.

—Hablando de buscar, tú todavía no has descubierto ese escritorio y aquellas cartas supuestamente tan importantes.

—Ya sé. —Phyllida sacudió la cabeza—. Mary Anne vino a visitarme esta tarde y no mencionó para nada las cartas, ni siquiera cuando la señora Farthingale nos dejó a solas. No sabía hablar más que del incendio y de que yo estoy aquí en tu casa.

—Perspectiva —dictaminó Lucifer, al tiempo que tomaba asiento y abría un libro—. A todo el mundo le llega en un momento u otro.

—Hummm —murmuró Phyllida, antes de concentrarse en descifrar las anotaciones.

Una hora después dieron por terminada la tarea. Dodswell les había comunicado que ya estaban cerradas todas las ventanas y puertas. Sólo les quedaba apagar las lámparas, tomar los candelabros de la mesa del vestíbulo y subir la escalera.

Continuaron por el pasillo, en silencio. Sweet ocupaba una habitación situada al fondo del otro pasillo. Cuando llegaron al punto donde debían separarse para ir a sus dormitorios respectivos, Phyllida lo miró.

—Tú eres el experto. ¿Tu habitación o la mía?

Lucifer la miró a los oscuros ojos, iluminados por la vela. Estuvo a punto de informarle de que en aquel punto en que se encontraban no tenía mayor experiencia que ella. Aunque, bien mirado, no era del todo exacto. Él era un Cynster y tenía generaciones de matrimonios celebrados por amor a sus espaldas. En ese momento, a su alrededor abundaban las parejas unidas por vínculos de amor. Era algo inherente a su familia, algo a lo que ni él mismo había podido resistirse. Se había criado con ese único modelo de pareja, el único que podía servir para él.

Inclinó la cabeza y le dio un ligero beso.

—¿Estás segura? —musitó casi encima de sus labios, antes de apartarse.

Agarrándole la solapa, ella lo miró con fijeza. Después bajó los ojos hasta sus labios.

—Sí —susurró—. Lo estoy.

—En ese caso, tu habitación. Ya tendremos el resto de nuestra vida para disfrutar de la mía.