AL día siguiente, domingo, Lucifer subía a paso vivo por el prado comunal mientras en el cielo azul una brisa marina empujaba las nubes aborregadas. Lucifer se sumó a los parroquianos más rezagados para entrar en la iglesia, donde se situó en un banco de atrás.
Escrutó a los congregados, en busca de Phyllida. La había acompañado a casa la tarde anterior, pero no habían acordado un próximo encuentro. Por ello había dejado a Dodswell vigilando en la mansión, para ir a pedirle que pasara el día con él, mirando libros, leyendo anotaciones, paseando por los jardines… lo que le apeteciera.
Localizó a sir Jasper, sentado al lado de lady Huddlesford y Frederick. La señorita Sweet se halla presente también, pero no vio a Phyllida ni a Jonas.
El órgano subió de volumen y los fieles se pusieron en pie cuando, acompañado de un reducido coro, Filing inició su recorrido. Tras un breve titubeo, Lucifer abandonó su asiento y, con sigilo, se acercó a sir Jasper.
El juez lo recibió con una sonrisa.
—¿Y Phyllida? —susurró Lucifer.
—Tiene jaqueca —repuso en voz baja su padre—. Se ha quedado a descansar.
Jaqueca. Lucifer respiró hondo y retrocedió. Ya en el fondo de la iglesia, se quedó un momento junto al último banco y poco después abandonó el recinto.
Con expresión sombría, bajó por el prado más deprisa aún que de subida. Era lo más normal que Phyllida tuviera una jaqueca Las mujeres solían tenerlas y, además, utilizaban ese término para referirse a otros trastornos que no era de buen tono mencionar Cuando llegara a Grange y encontrara a Phyllida acostada en la cama, daría por cierta su indisposición y entonces se liberaría de la corrosiva preocupación que crecía como una marea en su interior.
Hasta entonces, con un criminal suelto que la tenía en el punto de mira, su imaginación estaba lista para dispararse por cualquier cosa. Al llegar al camino, apretó el paso.
Desde la iglesia, se llegaba más rápido a Grange por el pueblo. Al cabo de unos minutos trasponía la verja. Una vez en la puerta, hizo sonar la campanilla y entró sin aguardar.
—¿Phyllida?
Se abrió la puerta de la biblioteca y apareció Jonas, que lo miró con consternación.
—¿No está contigo?
Lucifer se dispuso a responder, pero Jonas se adelantó:
—La he acompañado a la mansión por el bosque. Acabo de volver. Ha dicho que tú normalmente no vas a la iglesia y que estarías en casa.
—Normalmente, pero hoy he ido para recogerla. No obstante, he dejado a Dodswell en la mansión, así que no hay motivo de preocupación. —Se encaminó a la puerta y, una vez en el umbral, se volvió—. ¿Tenía algún motivo concreto para querer verme?
—No. En todo caso no me lo ha explicado. Aunque llevaba ese sombrero marrón, el bolso y una sombrilla, de modo que he deducido que quería que la llevaras a algún sitio.
—Bien. Me enteraré pronto. —Lucifer salió y cerró la puerta tras de sí.
Que la llevara a algún sitio. Mientras abandonaba Grange y se adentraba en el bosque, trató de adivinar qué se traía entre manos Phyllida. Él había asumido que por el momento se hallaban en un punto muerto en lo relativo a su investigación, que necesitaban plantearse el siguiente paso. Por lo visto, ella ya lo había hecho y había encontrado una respuesta. Él sabía muy bien adónde le gustaría llevarla, pero para eso no necesitaba ni sombrilla ni bolso. Habitualmente no llevaba ni lo uno ni lo otro cuando lo visitaba en Colyton Manor.
Apuró la marcha, y al poco echó a trotar. El sendero del bosque era demasiado escabroso para arriesgarse a correr. Lejos de remitir, el pánico no paraba de crecer.
Cruzó a la carrera el huerto y sólo aminoró el paso cuando se halló dentro de la casa. Dodswell salió a su encuentro en el vestíbulo, muy nervioso.
—Gracias a Dios que ha llegado. —Dodswell le tendió un papel—. La señorita Phyllida vino a buscarlo aquí.
—Y yo la buscaba a ella.
Lucifer desplegó el papel y en sus manos cayó otra nota contenida en él. Leyó:
Lucifer:
La mandadera ha traído esto justo antes de salir hacia la iglesia. Ha dicho que oyó llamar a la puerta de atrás y al ir a mirar, la encontró en la escalera. Como podrás ver, parece que quizás hemos encontrado por fin al asesino de Horacio, o por lo menos a alguien que sabe a quién pertenece el sombrero. Molly es la modista de lady Fortemain. Quería pedirte que me acompañaras a la cita, pero no ha podido ser. Jonas ya se había ido cuando descubrí que tú no estabas, y no quería llevarme a Dodswell y dejar la mansión sin vigilancia. Si no he regresado cuando vuelvas de la iglesia, podríamos encontrarnos allí o en el camino de regreso.
PHYLLIDA
A continuación había una serie de instrucciones para llegar al lugar. Se centró en la otra nota, la que había recibido Phyllida. En la parte de delante se leía «Señorita Tallent» con una letra inconfundiblemente femenina. Leyó:
Señorita Tallent:
Como sabrá, trabajo en Ballyclose, y oí que usted estaba preguntando por el propietario de un sombrero marrón. Yo conozco a un caballero que ha perdido un sombrero marrón, pero no sé si está bien decir quién es, por lo menos sin estar segura si ese es su sombrero.
No quisiera que se enterase nadie, y menos ese caballero que he hablado con usted. No tengo casi tiempo libre, pero puedo escabullirme de la casa el domingo mientras todos están en la iglesia. Si quiere que mire ese sombrero que tiene para ver si es el que yo pienso, venga a verme a la vieja casa Drayton durante la misa, y procuraré ayudarla.
Atentamente,
MOLLY
La nota parecía auténtica. No era difícil imaginarse a una modista trazando con minucia las letras.
Lucifer aguardó a que el pánico cediera, pero no fue así. Su parte visceral se encontraba en estado de alerta máxima, azuzándolo cual diabólico demonio con un candente tridente para que actuara de inmediato. Tenía el cuerpo tenso a causa de la acuciante necesidad de pasar a la acción.
Con un juramento, plegó las notas.
¿Era intuición lo que le susurraba que Phyllida no estaba a salvo, que en realidad se precipitaba hacia el peligro? ¿O era un instinto primario el que insistía en que ella no estaba a buen recaudo si no se hallaba a su cuidado? ¿O era simple pánico, el miedo cerval a que, cuando la perdía de vista, pudieran arrebatársela?
Apartando esos interrogantes, trató de descifrar las instrucciones de Phyllida. La vieja casa Drayton se encontraba al norte, más allá de los campos que bordeaban el camino que conducía a Dottswood y Highgate. Había oído comentar que estaba abandonada. Pese a que la lógica le decía que todo estaba en orden, que el asesino no podía saber que Phyllida se había ido caminando sola por ese lado, también le decía que la casa Drayton era un lugar de cita algo extraño para que lo propusiera una mujer que tenía que ir a pie desde Ballyclose.
«¿Quién puede saber cómo funciona el cerebro de las mujeres?». Ese era el comentario que había efectuado él unos días antes en relación a Phyllida.
—Iré a buscar a la señorita Tallent —anunció, guardando los papeles en el bolsillo.
—Yo esperaré aquí, por si viene alguien —dijo Dodswell.
El itinerario estaba claro hasta la confluencia del estrecho sendero de la loma con el camino del pueblo. A partir de allí, Lucifer consultó varias veces las indicaciones de Phyllida mientras recorría caminos y campos, trasponía cercas y rodeaba bosquecillos. El sol caía vertical. Habría sido un agradable paseo si no hubiera estado tan tenso. Después de sortear un grupo de árboles, se detuvo para mirar las instrucciones. La brisa cambió de dirección, trayendo olor a humo. Irguió la cabeza para olisquear el aire y de nuevo percibió el mismo olor. Tras lanzar una somera ojeada a la nota, la guardó en el bolsillo y echó a correr.
Le quedaba otro campo por cruzar, puesto que la casa abandonada estaba en el claro del otro lado. Atravesó a la carrera el terreno cercado, pese a que la vegetación le llegaba hasta la rodilla. Los árboles tapaban lo que había más allá, pero el humo se distinguía en la brisa. Traspuso la verja y mientras se precipitaba entre los árboles oyó un crujido.
Al salir de la arboleda, vio la casa en llamas. La puerta estaba abierta. Corriendo por el camino enlosado de lo que antaño fuera el jardín, advirtió que alguien la había apuntalado. Las ventanas estaban abiertas también.
Del viejo tejado de paja reseca ya emergían las llamas. El aire que entraba por las ventanas y la puerta alimentaba la hoguera.
De la puerta brotó una bocanada de humo, como si tratara de disuadirlo de entrar. Tras un acceso de tos, se volvió para llenarse los pulmones antes de abalanzarse al interior.
El inmediato lagrimeo de los ojos le enturbió la visión. Aun así, apenas habría visto algo a causa del humo, arremolinado como una tangible mortaja, más densa a cada segundo. Palpó las paredes a derecha e izquierda. Se encontraba en un pasillo. Con la cabeza gacha y la nariz y la boca protegidas por un pañuelo, avanzó a tientas.
Madera… el marco de una puerta. Se adentró por ella. Tropezó con algo que le hizo caer de rodillas. El fuego avanzaba con un crepitante rugido por el techo de la habitación, hasta lamer con voracidad el montante del marco en busca del oxígeno de fuera. A gatas Lucifer tuvo otro acceso de tos. Había perdido el pañuelo y apenas lograba respirar. Le escocían los pulmones.
¿Contra qué había chocado? Palpó un bulto, y poco faltó para que diese un grito de alivio cuando notó el contorno de una pierna una pierna de mujer. ¿Sería Phyllida o la modista? Siguió tentando a velocidad febril, recorriendo el cuerpo, hasta llegar a la cabeza. Era Phyllida. El tacto de su sedoso pelo era un deleite que recordaba muy bien. La forma de su cabeza apoyada en su mano había quedado grabada en su mente. El alivio fue tan grande que permaneció quieto, tratando de asimilarlo. Tendida boca abajo, Phyllida respiraba aún, pero a duras penas. Él mismo tenía dificultades para respirar; le costaba concentrarse, pensar.
En el techo sonó un largo y lastimero crujido, seguido de un chasquido semejante a un disparo. Otra lengua de crepitantes llamas abrasó el aire por encima de ellos, consumiéndolo. El calor se acentuó con intensidad. Ya no podía llenar el pecho. Aspirando a pequeños soplos, se puso en pie, tambaleante, sin erguir la espalda. Después tomó a Phyllida por la cintura y, trastabillando, se la echó al hombro.
Una lluvia de cenizas descendió del techo cuando se volvió hacia la puerta. Dio dos pasos vacilantes hasta percibir la jamba. La cabeza de Phyllida oscilaba tras él, chocando contra su espalda. Sujetándola por las piernas, salió al pasillo y con trabajoso paso se encaminó a la puerta. No valía la pena mirar arriba: el techo tenía un rojo candente tras la espesa capa de humo que los envolvía.
Topó contra la pared del pasillo y después tropezó y cayó. Alargó una mano y tocó el borde de una puerta. La cabeza le daba vueltas. Se paró, mareado y aturdido. Arriba sonó un chasquido, que precedió a una lluvia de madera ardiendo. Un trozo le alcanzó la mano y otros cayeron sobre la falda de Phyllida. Inspiró sin alcanzar a tragar aire y luego sacudió los fragmentos encendidos de la falda de Phyllida. Aunque quedó chamuscada, la tela no había prendido. Una ráfaga de aire fresco llegó hasta él, mientras por detrás y por arriba rugía el fuego.
Lucifer inspiró hondo el oxígeno de la supervivencia, lo retuvo y pugnó por levantarse. Franqueó tambaleante el umbral y dio tres pasos por el sendero antes de derrumbarse. Habían superado lo peor, pero no estaban libres de peligro. Todavía se encontraban demasiado cerca.
Tosiendo, casi a punto de vomitar, miró atrás y pestañeó para apaciguar el escozor de los ojos. El hueco de la puerta estaba rodeado de voraces llamas. Las ventanas escupían humo y detrás de los alféizares bailaba el fuego. Si la modista Molly estaba dentro no podría salvarla. Observó a Phyllida, que yacía inconsciente a su lado. Inspiró hondo y sintió cómo el aire penetraba hasta los pulmones. Jadeante, se incorporó de rodillas tan sólo. No logró ponerse en pie.
Mareado, rodeó a Phyllida con un brazo y pegada a su costado, la arrastró consigo reptando por la hierba, tomando la ruta más directa para alejarse de la casa. Llegó a un punto donde el terreno iniciaba una pendiente hacia los árboles. Entonces se tumbó boca arriba, atrajo a la inconsciente Phyllida hasta él y con la cara apoyada contra su pecho y la cabeza y los hombros protegidos bajo sus brazos, se puso a rodar.
El impulso los llevó casi hasta abajo. Se detuvieron en una repisa cubierta de mullida hierba, por fin a salvo de las llamas. Lucifer alzó la cabeza para mirarla. Las llamas que asomaban por todas las ventanas lamían con voracidad las paredes. Se había convertido en una trampa mortal. A su lado, Phyllida seguía inconsciente, respirando apenas, pero viva.
Exhalando, Lucifer cerró los ojos y se dejó caer sobre la hierba.
El viento cambió de dirección, llevando el olor a humo hasta el pueblo. En aquella época del año, los incendios suscitaban una reacción inmediata. Los hombres acudieron corriendo portando horcas, sacos, cubos y todo cuanto sirviese para sofocar el fuego.
Los hermanos Thompson fueron los primeros en llegar. Unos fueron a pie, otros a caballo. Mozos de cuadra, gañanes, criados y amos, todos se presentaban por igual. Lucifer atisbo a Basil, que iba de un lado a otro gritando órdenes. En mangas de camisa, Cedric empuñaba una horca con la que desmenuzaba la paja caída, dispersándola de manera que los otros pudieran sofocar las llamas golpeándolas con sacos.
Concentrados en el incendio, nadie los vio. Lucifer permaneció con la cabeza palpitante, demasiado débil para moverse, escuchando la casi inaudible respiración de Phyllida. Ese sonido era lo único que lo mantenía consciente, con cierto grado de lucidez.
Después las llamas comenzaron a vacilar, perdiendo fuelle. La casa se había quemado casi hasta los cimientos. Thompson, que se alejó por el jardín para tomarse un respiro, fue el primero que los vio. Con una exclamación de sorpresa, echó a correr pendiente abajo. Otros lo imitaron. Lucifer hizo acopio de fuerzas e indicó por señas a Thompson que se acercase. Con la ayuda del fornido herrero, consiguió incorporarse. Tenía quemaduras en el dorso de las manos y en los dedos. Si bien el pelo había sufrido apenas estragos, la chaqueta había quedado estropeada, con un sinfín de chamuscaduras en los hombros y la espalda. Enseguida se formó un corro en torno a ellos. Oscar, Filing, Cedric, Basil, Henry Grisby y otros, todos con la consternación patente en la cara. Lucifer se aclaró la garganta.
—La he encontrado sin conocimiento en la casa —logró articular—. El incendio ya estaba bastante avanzado.
Filing se abrió paso entre los demás y se acuclilló junto a Phyllida, que estaba boca abajo. Con suavidad, el sacerdote la movió lo justo para comprobar que aún respiraba. Después la depositó sobre la blanda hierba.
—Tendremos que sacaros de aquí —observó—. Phyllida necesita que la lleven a su casa.
Lucifer cerró los ojos. Todavía le daba vueltas la cabeza.
—¿Y sir Jasper?
—Los de Grange han salido de misa antes de que dieran la alarma.
Lucifer no supo si era lo mejor. Sir Jasper se habría quedado conmocionado, pero aun así habría tomado las riendas de la situación. Él no se hallaba en condiciones de hacerlo en ese momento.
Basil se puso de cuclillas al lado de Phyllida y le retiró un mechón de pelo que le había caído en la cara. Estaba desencajado, Phyllida tenía chamuscaduras en el cabello. Su vestido azul había salido peor parado, peor aún que la chaqueta de Lucifer. Por fortuna, llevaba un vestido de paseo de batista y no uno de los muchos que tenía de muselina. Con suerte, tal vez no hubiera sufrido ninguna quemadura de consideración. Basil palideció. Lo mismo les había ocurrido a los otros. Henry Grisby contuvo la respiración antes de adelantarse a ofrecer sus servicios.
—Dottswood es la propiedad más próxima. Tengo un carro que puedo subir por el camino viejo. No es que esté muy cerca, pero…
—Sí, Henry —aprobó Filing—. Es la mejor propuesta. Vaya, rápido.
Henry retrocedió, con la mirada fija en Phyllida. Luego se volvió y comenzó a subir la cuesta, cada vez más deprisa. Al llegar arriba echó a correr.
—Terrible, terrible. —Igual de afectado que los demás, Cedric se enderezó, esforzándose por recobrar la compostura—. ¿Ha tenido algo que ver con ese sombrero? —preguntó a Lucifer.
Este lo miró, antes de posar la vista en la casa calcinada.
—Creo que Phyllida lo llevaba.
Phyllida recuperó el conocimiento en el trayecto hacia la granja. El suave traqueteo, unido a la fresca brisa, la devolvieron a la realidad. Abrió los ojos y de inmediato se vio aquejada por un acceso de tos.
Una firme mano le estrechó la suya.
—Tranquila. Ya ha pasado.
Alzó la vista y con los ojos escociéndole vio aquella cara, la única que había tenido presente en el momento en que pensó que sería el último de su vida. Su último instante de lucidez había estado cargado de pesar por lo que ya no tendrían ocasión de compartir. Cerró los ojos y, dejando caer la cabeza, dio gracias en silencio. El destino había sido bondadoso, concediéndoles otra oportunidad.
Deslizó los dedos entre los de él.
—¿Quién me ha salvado? —preguntó, reparando en que tenía la chaqueta quemada de modo irreparable.
—Chist… No hables.
Oyó un roce procedente del pescante del carro y luego identificó la voz de Henry Grisby:
—Lucifer la ha salvado… Gracias a Dios.
Lucifer había sido elevado, al parecer, de la condición de demonio a la de dios, cuando menos a ojos de Henry. Y no sólo a ojos de este. Phyllida le apretó los dedos, aliviada hasta lo indecible por el hecho de sentirlos fuertes y firmes en torno a los suyos.
Las horas posteriores fueron una confusión de sonidos vagamente percibidos. Al borde del mareo, sentía una opresión en el pecho y era incapaz de mantenerse en pie, de hablar y moverse apenas, ni siquiera la cabeza. Los ojos le escocían, pero por lo menos veía… por lo menos estaba con vida. Cada vez que lo pensaba, se echaba a sollozar con lágrimas de gozo, alivio y una emoción demasiado abrumadora para reprimirla.
Su padre estaba apabullado. Ella intentó tranquilizarlo, aunque no sabía si hablaba con coherencia. Jonas la trasladó arriba, pero fue Lucifer quien se quedó junto a su cama. Tras él, Sweet, Gladys y su tía iban y venían, se agitaban y hablaban en susurros. Lucifer se inclinó hacia ella, con la cara tiznada y la expresión más tierna que había visto nunca en él.
—Descansa —le dijo tras rozarle los labios con los suyos—. Cuando despiertes estaré aquí. Entonces hablaremos.
Los párpados de Phyllida se cerraron por impulso propio. A ella le pareció que había asentido con la cabeza.
Las sombras del atardecer se alargaban en su dormitorio cuando despertó. Se quedó tumbada sin más, saboreando la sensación de estar viva.
Con la ayuda de Sweet y de su tía, se había quitado la ropa estropeada y luego se había bañado. Le había pedido a Sweet que le cortara las mechas de pelo chamuscadas. Gladys había traído un ungüento. Después de untarse todas las quemaduras superficiales, se había puesto un camisón de algodón fino y se había acostado. La habían dejado sola y se había dormido. Había sido como caer a un profundo pozo negro, silencioso y calmado.
Se encontraba mucho mejor. Con prudencia, trató de incorporarse y, ya sin aprensión, sacó las piernas de la cama. Agarrada a esta, se puso en pie. Las piernas parecían ilesas. Notaba alguna punzada que otra, las quemaduras y magulladuras, pero nada que le imposibilitara el movimiento.
Tuvo un acceso de tos y un dolor lacerante le atenazó el pecho. Se aferró a la cama, tratando de controlar la respiración. Sentía la garganta como una llaga, hasta el punto que le dolía respirar hondo, con la tos al acecho. Una vez que se calmó esta, se puso en pie y caminó con cuidado hasta la campanilla.
Su doncella, Becky, acudió a ayudarla. Veinte minutos más tarde, Phyllida se volvía a sentir humana, resucitada. Ataviada con un vestido lavanda claro orlado con un volante y una cinta de tono más oscuro, un pañuelo de gasa en el cuello, perfumada con colonia, con el pelo liso y aliñado de nuevo, se encontraba lista para afrontar lo que hubiera más allá de la puerta de su habitación.
La doncella la abrió. Antes de cruzar el umbral, Lucifer se hallaba ya delante.
—Deberías haber avisado —la reprendió ceñudo—. Habría… Le habría dicho a Jonas que te bajara.
Phyllida sonrió con toda el alma y lo miró a los ojos. Después dejó vagar la mirada, reparando en que él también se veía descansado y recuperado. Vestía una chaqueta de aquel azul oscuro que tan bien armonizaba con los ojos y confería a su cabello la negrura del azabache. El examen disipó la tenue desazón que se había instalado en su corazón y de la que no había tenido conciencia hasta ese momento.
—No deberías caminar —le advirtió él con voz ronca.
Phyllida le observó el duro semblante antes de responder.
—¿Por qué no? Tú bien que caminas.
Lucifer frunció el entrecejo, intentando leer en sus ojos.
—A mí no me han dejado sin conocimiento de un golpe.
—¿A mí sí?
—Sí.
—Bueno, pues ahora estoy consciente. Si me das el brazo, estoy segura de que conseguiremos llegar abajo.
Lucifer lo hizo y la acompañó con solicitud por la escalera y el recorrido hasta la biblioteca, pero, tal como había predicho Phyllida, llegaron sin percance.
De pie ante la puerta de la biblioteca, Phyllida lo miró a los ojos. Después adelantó un dedo y le recorrió la mejilla, tal como había hecho por vez primera dos semanas atrás.
—Cuando actuamos juntos somos invencibles. —En principio quería hacer alusión sólo al descenso a la planta baja, pero se dio cuenta de que el comentario tenía implicaciones más amplias. Alzó la vista y se topó con su mirada azul.
Él le tomó la mano y le dio un beso en la palma.
—Eso parece —dijo.
Le retuvo un momento la mirada antes de adelantarse para abrir la puerta.
Su padre se levantó cuando entraron, y Cedric también. Jonas se hallaba de pie junto a los ventanales.
—¡Querida hija! —Sir Jasper se acercó con cara de preocupación.
—Papá. —Phyllida puso las manos entre las suyas y correspondió a su beso—. Ya me encuentro mucho mejor y quiero explicarte lo que ha ocurrido. —Tenía la voz igual de rasposa que Lucifer.
—¡Ay! —Sir Jasper la miró, dubitativo—. ¿Seguro que estás en condiciones?
—Completamente.
Apoyándose de nuevo en el brazo de Lucifer, dejó que la condujera hasta la chaise longue. De camino saludó con la cabeza a Cedric.
—He creído que Cedric debía estar presente —murmuró Lucifer al tiempo que la depositaba en el diván—. Puede ser útil para clarificar ciertos puntos.
Phyllida asintió y recostó la espalda. Lucifer le había asido los tobillos para depositarlos sobre el acolchado asiento. En otra ocasión, ella habría vuelto a bajarlos con airada actitud. Ahora, en cambio, se limitó a moverlos un poco para encontrar la postura más cómoda.
—Bueno. —Su padre carraspeó y tomó asiento en un sillón cercano—. Si estás decidida a explicarlo esta noche, mejor será que empecemos, ¿no?
—Tal vez, para que Phyllida no fuerce la garganta —intervino Lucifer, instalándose al lado de la chaise longue—, yo podría exponer las líneas generales, de modo que sólo tenga que describir los acontecimientos que únicamente ella conoce.
Sir Jasper asintió, lo mismo que Cedric. Jonas no se movió de su posición junto a la ventana, expectante ante las palabras de Lucifer.
—Para empezar, aclararé que en nuestras investigaciones hay ciertos elementos que afectan a otras personas no involucradas ni en el asesinato de Horacio ni en las agresiones sufridas por Phyllida, por consideración a las cuales tanto yo como ella debemos guardar discreción. Si estáis dispuestos a aceptar algunos de nuestros descubrimientos sin explicaciones detalladas acerca de su desarrollo, podremos mantener la confidencialidad que se merecen sin que ello redunde en perjuicio de nuestra exposición.
—Por supuesto —aprobó sir Jasper, que no en vano era juez—. A veces, las cosas son así. Si la mención de detalles innecesarios puede perjudicar a alguien que no ha hecho nada malo, no es preciso que se aireen.
—De acuerdo, pues —asintió Lucifer—. Phyllida vio un sombrero en el escenario del crimen poco después del asesinato, pero luego dicho sombrero desapareció. Ni Bristleford ni los Hemmings alcanzaron a verlo. No era de Horacio. Cuando las agresiones contra Phyllida resultaron a todas luces intencionadas, ella llegó a la conclusión de que el sombrero podía delatar al asesino, o que al menos eso cree este. Aparte de eso, Phyllida no sabe nada más que pueda explicar el interés del asesino por ella.
—¿Reconoció Phyllida el sombrero? —inquirió sir Jasper.
—No. Ignora a quién pueda pertenecer, pero aun así las agresiones contra ella demuestran que el asesino cree que, en un momento u otro, lo recordará, y que por tanto constituye una amenaza para él.
—¿Cómo supo el asesino que Phyllida vio el sombrero? —preguntó Jonas.
—Lo ignoramos. Cabe suponer que estaba escondido y que vio cómo ella reparaba en él. Phyllida se mantuvo alerta por si volvía a ver el sombrero, que era marrón —prosiguió Lucifer—. Mientras tanto, yo me basé en la hipótesis de que la muerte de Horacio fue consecuencia de algo que hay en su biblioteca, por ejemplo, alguna información oculta en un libro que el asesino quiere eliminar. Pues bien, encontramos información comprometedora, y también, contra todo pronóstico, el sombrero marrón.
»Tanto la información como el sombrero apuntaban a Cedric pero cuando fuimos a hablar con él quedó claro que él no es el asesino. El sombrero le iba pequeño y la información no tenía la importancia que parecía en principio. Además, Cedric disponía de una sólida coartada para el lapso de tiempo en que mataron a Horacio. Ayer lo aclaramos todo. Esta mañana, antes de ir a la iglesia, Phyllida recibió esta nota.
Lucifer extrajo el papel del bolsillo y lo tendió a sir Jasper. Tras leerlo, este lo ofreció con expresión sombría a Cedric.
—¿De modo que no tenías jaqueca? —le dijo a su hija.
—No —reconoció esta, ruborizándose—. Molly exigió que nadie lo supiera. Le pedí a Jonas que me acompañara a la mansión, con la intención de enseñarle la nota a Lucifer y que él fuera conmigo hasta la casa.
—Pero yo no estaba. Había ido precisamente en tu busca.
—Yo había dado por sentado que la nota era auténtica, así que como no encontré a Lucifer fui sola, pensando que no corría peligro, puesto que el asesino no podía saber que me había ido caminando por ese lado.
Cedric devolvió el papel a sir Jasper.
—Quienquiera que lo haya escrito, no fue Molly. Se ha ido a Truro a visitar a su familia y, además, esa muchacha no sabe leer ni escribir más que unas palabras. Mamá no para de lamentarse porque tiene que escribir ella misma la lista de las cosas que hay que comprar.
—El caso es que —continuó Lucifer— alguien escribió la nota tomando la precaución de darle una apariencia inofensiva y creíble al mismo tiempo. Phyllida conocía a Molly, y habíamos encontrado el sombrero cerca de Ballyclose Manor. Nadie vio quién dejó el mensaje aquí. Jonas ya ha preguntado a toda la gente que trabaja fuera y dentro de la casa.
—Hummm —murmuró sir Jasper—. Sea quien sea, es listo y tiene mucho cuidado en que nadie lo vea.
—De lo que se desprende —dedujo Jonas— que si lo vieran, la mayoría de la gente sabría quién es.
—En efecto —coincidió Lucifer—. Yo pienso lo mismo. Es alguien muy conocido en el pueblo. Eso seguro.
—¿Y qué ocurrió después? —preguntó sir Jasper a su hija.
Phyllida respiró con precaución.
—Cuando llegué a la casa, la puerta estaba abierta, como si hubiera alguien dentro. Entré llamando a Molly, pero nadie respondió. Fui hasta el salón y no encontré a nadie… —Hizo una pausa para inspirar a fin de aflojar la tenaza paralizante del miedo y recordarse que había sobrevivido.
Lucifer se levantó y rodeó la chaise longue para situarse detrás. Le tomó la mano y la estrechó. Phyllida alzó la vista. Aunque tenía el semblante desencajado, el contacto de su mano le dio fuerzas.
—Estaba a punto de volverme —prosiguió—, cuando me cayó en la cabeza una tela negra. El hombre me agarró por el cuello con las dos manos y apretó. Intenté resistirme, pero en vano. La presión continuó, pero como la tela era demasiado gruesa no conseguía estrangularme.
Lucifer le miró el cuello y advirtió los morados incipientes, en gran medida tapados por el pañuelo que se había puesto.
—Creo que perdió los nervios, porque se puso a proferir maldiciones y murmurar diciendo que yo llevaba una vida regalada. De todas maneras, tenía la voz tan… tan cargada, que a través del paño no pude reconocerla.
—Pero ¿era el mismo individuo que te atacó antes? —inquirió sir James.
—Sí, el mismo que me agredió en el cementerio. —Vaciló un instante antes de continuar—. Todavía me sujetaba, pero soltó una mano. Entonces me eché atrás. Creo que me golpeó con algo.
Lucifer tocó el chichón que tenía detrás de la oreja y que había descubierto mientras iban en el carro.
—Aquí. —De haberle dado dos centímetros más adelante, como al parecer era su intención, la habría matado.
—No recuerdo nada más —dijo Phyllida mirándolo—, hasta que desperté en el carro.
Lucifer querría haber sonreído, sólo un poco, para reconfortarla, pero no pudo.
—Estabas inconsciente. Ese canalla dio por supuesto que morirías en el incendio.
—Ha faltado bien poco.
Lucifer le estrechó la mano y después se dirigió a sir Jasper.
—Yo iba a la casa para reunirme con Phyllida cuando noté olor a humo. —Describió con brevedad cómo la había encontrado—. Y después, por suerte, llegaron los demás.
Con la cabeza inclinada, sir Jasper meditó un momento.
—¿Y el sombrero? —preguntó.
—Quedó en la casa —repuso Phyllida.
—Yo no lo vi —dijo Lucifer—. El humo era tan espeso que a Phyllida la encontré a tientas. Cabe suponer que el sombrero ha quedado reducido a cenizas.
—¿Serviría confeccionar una lista de todos los hombres de la zona que llevan sombrero marrón? —planteó sir Jasper.
—Ya lo intenté —dijo su hija—. Incluso con el sombrero en la mano, no conseguí recordar a ninguno tocado con él.
—En ese caso, no creo que tenga sentido declarar sospechosos a todos cuantos llevan sombrero marrón, porque eso podría representar la mitad del condado. Hasta yo mismo llevo sombreros marrones.
—Tiene razón —asintió Lucifer—. Mal que me pese admitirlo, seguimos tan desorientados como el día en que murió Horacio. Cuando teníamos el sombrero, yo quería proponer que lo enseñáramos por todo el pueblo, ya que aunque Phyllida no lograba identificarlo, cabía la posibilidad de que alguien sí lo reconociera. A Cedric le resultó familiar. Sin embargo, el asesino pasó a la acción. Quienquiera que sea, es inteligente y posee recursos para reaccionar. Si hubiéramos enseñado el sombrero a la gente, es posible que lo hubiéramos desenmascarado, pero él se adelantó y lo quitó de en medio, y por poco no elimina también a Phyllida. Es implacable y peligroso.
—Lo único que sabemos —apuntó Jonas— es que probablemente sigue creyendo que, en un momento u otro, Phyllida recordará a quién pertenecía el sombrero.
—La verdad es que nunca lo recordaré —se lamentó ella con un suspiro—. Es como si la primera vez que lo vi hubiera sido en la mesa del salón de Horacio después de su asesinato.
Dicha conclusión no remedió en nada la desazón de todos. Lucifer fue quien expresó con palabras su impotencia.
—Lo único que nos queda hacer es rezar para que el asesino se dé cuenta de que Phyllida no representa una amenaza para él.