—JONAS, ¿podría hablar un momento contigo? —Con Phyllida a su lado, Lucifer sonrió a las dos señoritas con que conversaba Jonas.
Las damiselas soltaron unas risitas y, tras efectuar una reverencia, se alejaron, lanzando tímidas miradas por encima del hombro.
—¿Algún problema? —inquirió Jonas.
—Pues lo cierto es que sí. —Lucifer sonrió como si estuvieran hablando sobre banalidades.
—Creía que Phyllida estaba contigo.
—Y estaba con él —confirmó esta—. Pero el problema no está ahí.
Viendo la expresión de perplejidad de su hermano, ella optó por dejar a Lucifer a cargo de las explicaciones.
—¿Te has percatado si algún caballero se ha ausentado hará cosa de un cuarto de hora?
—Cedric ha salido, y después Basil —repuso Jonas con extrañeza—. Filing ya se había ausentado antes, y Grisby también. Seguro que faltaban otros, porque en la pista evolucionaban pocas parejas y se veían escasos hombres de pie. Lady Fortemain estaba que no sabía qué hacer.
—¿Ha vuelto Cedric?
—Sí, hace unos minutos, y Basil ha entrado un minuto antes. Los dos parecían un poco enfadados. No he visto otros que regresarán, pero no estaba pendiente de eso. —Jonas los miró—. ¿Qué ha pasado?
Lucifer se lo relató sucintamente. Entretanto Phyllida paseaba la vista por la sala, tratando de precisar qué caballeros estaban presentes. El baile estaba aún muy concurrido.
—¿Creéis que podríamos idear una trampa? —propuso cuando Lucifer terminó de hablar.
Los dos la miraron con idéntica expresión de masculina incomprensión, como si les hubiera hablado en chino.
—¿Qué clase de trampa? —preguntó Lucifer.
—Yo esta vez no he visto para nada al asesino y tú apenas has percibido un atisbo. Él debe de saberlo, así que no tiene motivo para huir. Suponiendo que todavía esté aquí, tal vez podríamos animarlo a que se manifieste de nuevo.
—¿Utilizándote como anzuelo? —adivinó Lucifer.
—Si los dos vigiláis, no correré ningún peligro.
—Si los dos vigilamos él no hará nada. Ya sabemos hace tiempo que no es tonto.
—No tenéis por qué rondarme de manera que se note. Todavía quedan muchos bailes. Todo el mundo prevé que nos separemos.
Sofocando el temor que crecía en su interior, Lucifer escrutó el apacible rostro de Phyllida. Su propuesta no era descabellada, y él no podía ceder al instintivo impulso de cerrarse en banda y decir que no. No se atrevía.
—Si prometes que no saldrás del salón…
—Os aseguro que no me perderéis de vista. —Alzó, desafiante, el mentón, al tiempo que sus oscuros ojos lanzaban un destello de advertencia—. Soy perfectamente capaz de hacerlo. Lo único que tenéis que hacer es mirar desde lejos. Y ahora, me voy.
Cuando retiró la mano de su brazo, él tuvo que contener el impulso de agarrarla. Con una airosa inclinación de la cabeza, Phyllida se volvió sonriendo y se mezcló con la gente.
Mientras se alejaba, Lucifer maldijo entre dientes.
—Ojalá le hubieras dicho que no —se lamentó Jonas.
No había tenido opción. Si quería casarse con ella, debía aprender a ceder.
—Me apostaré en el otro lado de la sala —dijo Jonas y se alejó sin prisa.
Phyllida bailó, charló y volvió a bailar. Circulaba entre los congregados, radiante y encantadora. Volvió a hablar con Cedric, Basil y Grisby y hasta fingió un lapsus de memoria y conversó con Silas como si el incidente del cementerio no hubiera tenido lugar.
Todo fue en vano. Ningún caballero se acercó a ella con ninguna proposición impropia. En cierto momento, Lucifer se detuvo a su lado.
—Ya basta. No me gusta esto. Debe de sentirse presionado, y podría ser más peligroso que nunca.
—Lo más probable es que esté desprevenido y más vulnerable que nunca. —Acto seguido, siguió caminando sin esperar a oír qué opinión le merecía a él su razonamiento.
Un cuarto de hora después, Lucifer se sumó al corro de personas que la rodeaban y, con pericia de experto, la sacó de allí. Ofreciéndole el brazo, caminó con ella por el salón.
—Creo que deberíamos dar por terminada la velada. —Estaba cansado de aquello. Notaba la tensión acumulada en la nuca y le dolía el hombro—. Si no se te ha acercado a estas alturas…
Phyllida se paró y lo miró. Aunque tenía el semblante sereno, en sus ojos había un peligroso relumbre.
—Sabes tan bien como yo que, si no localizamos ese sombrero, no disponemos de ninguna prueba para identificar al asesino. Y aquí, rodeada de amigos, es el mejor sitio para probar. Tú estás aquí, y Jonas también. Es una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar.
Lo miró fijamente y Lucifer, con una creciente sensación de acorralamiento, tuvo que reprimir un gruñido.
—No me parece una buena idea.
—Es mi idea, y es sensata —se obstinó Phyllida, irguiendo la barbilla.
A continuación, se fue con aires de reina.
Lucifer apretó los dientes y la dejó marcharse. Era eso o arriesgarse a demostrarle lo poco posesivos que en realidad eran sus otros pretendientes. Al lado de un Cynster, eran mansos corderillos. El destino debía de estar riéndose a mandíbula batiente.
Frustrado, fue hasta una pared, donde apoyó el hombro sano. Desde allí observó a Phyllida ejecutar otro baile regional, antes de ponerse a charlar con un grupo de damas. Luego se alejó. Entonces vio que dudaba, con la vista fija en algo. Él siguió el curso de su mirada, pero no vio nada extraño.
A continuación ella echó a andar resueltamente. Al parecer había visto algo o tenido alguna idea. A él le producían más bien terror sus ideas. Con una opresión en el pecho, decidió seguirla.
La perdió entre la multitud. Se detuvo a mirar por encima de las cabezas y reparó en Jonas. Este sacudió la cabeza. Tampoco sabía dónde estaba. Con una maldición, Lucifer dio media vuelta y entonces la vio un instante. En el otro extremo del salón, salía a la terraza con Lucius Appleby.
¿Appleby? Lucifer no quiso desperdiciar el tiempo adivinando su razonamiento. Dudaba mucho de que Appleby la hubiera invitado a salir. De haber sido así, Phyllida debería haber rehusado. No, era ella la que lo había engatusado, sabía Dios por qué. El caso era que estando fuera con un solo caballero corría un peligro considerable, porque en la oscuridad podía acechar cualquiera.
La distancia hasta la puerta más próxima se le antojó enorme, y para colmo estaba plagada de obstáculos, todos sonrientes y deseosos de charlar. Cuando por fin llegó, estaba cerrada. Tuvo que precipitarse por el lateral del salón hasta la vidriera por la que habían salido Phyllida y Appleby, con la precaución de no suscitar sospechas.
Salió a la terraza; Jonas, que se encontraba aún más lejos en la sala, iba detrás. Miró en derredor y vislumbró una falda azul que desaparecía por el extremo de la terraza. Echó a andar hacia allí, sin realizar el menor esfuerzo para amortiguar sus pasos. Tras doblar la esquina, localizó a Phyllida unos metros más allá, apoyada contra la balaustrada, hablando con Appleby, que se mantenía de pie delante de ella.
Detrás de la balaustrada había un macizo de arbustos, justo la clase de sitio idóneo para ocultar a un individuo con un puñal. Sin dudarlo, Lucifer agarró a Phyllida por la cintura y de un tirón la apartó de los arbustos. Haciendo caso omiso de la expresión de ultraje de esta, se volvió hacia Appleby.
—Discúlpenos, Appleby. La señorita Tallent ya se va.
Appleby lo miró con semblante impasible, como la personificación del empleado que sabe cuál es su sitio. Con una somera inclinación de la cabeza, Lucifer se volvió para que Phyllida le viera bien la cara, y después se alejó a grandes zancadas, arrastrándola consigo.
—¡Pero qué haces! —susurró esta. Forcejeó para soltarse, con lo que sólo logró que él le apretara aún más la muñeca.
—¡Te estoy salvando de tu temeridad! ¿Qué diantres pretendías hacer, saliendo fuera de ese modo? —La acercó al tiempo que moderaba el paso, con el propósito de escudarle el cuerpo con el suyo en la medida de lo posible—. ¡Ahí fuera es noche cerrada! —Abarcó con el gesto los prados y árboles que se extendían más allá de la terraza—. Podría dispararte sin correr el riesgo de que lo vieran.
Phyllida dirigió la mirada hacia el jardín.
—No había pensado en eso.
—Pues yo sí. Por eso te he hecho prometer que no saldrías del salón.
—No lo he prometido. —Irguió el mentón—. He dicho que procuraría que no me perdierais de vista. Pensaba que estabais vigilando.
Percibiendo en su tono un amago de súbita vulnerabilidad, él contuvo los reproches.
—Y lo hacíamos, Jonas y yo, pero te hemos perdido un momento, y cuando te he visto ya estabas saliendo fuera. Ha faltado poco para que te perdiéramos por completo. —Sólo de pensarlo se le heló la sangre. Su voz sonó más grave y amenazadora—: Repito, ¿qué diantres pretendías?
Se detuvo y ella se paró también, con la cabeza erguida y la mirada directa.
—Reconozco que no he pensado en la oscuridad, pero por lo demás tenía mis motivos de peso. No se me ha ocurrido otro sitio para llevar a Appleby.
—¿De modo que ha sido idea tuya?
—¡Claro! Appleby es la persona más indicada para saber qué hombres han salido y regresado a la sala. Es la mano derecha de Cedric, lo ayuda en todo y lo sustituye en caso necesario. Si Cedric ha abandonado el salón, Appleby debía de saberlo para ocuparse de los invitados en caso necesario.
—Es decir, que es poco probable que Appleby sea el asesino —concluyó de mala gana Lucifer—. Habría estado de servicio…
—¡Exacto! Por eso no corría peligro con él. Y como yo no le resulto más atractiva a Appleby de lo que él me resulta a mí, tampoco me arriesgaba a recibir ninguna demostración efusiva. Además tú dijiste que ha estado en el ejército, de manera que aparte de ti, debe de ser la persona con la que podía estar mejor protegida en la terraza.
Lucifer optó por callarse que con Appleby no habría estado protegida… de que ni siquiera lo estaba con él, y señaló en dirección al salón.
—Entremos.
Con un airado bufido, Phyllida se encaminó hacia la puerta. Lucifer caminó a su lado. Jonas había asomado la cabeza y, al verlos, había vuelto a entrar.
—¿Y bien? —inquirió Lucifer cuando se hallaban ya cerca de la cristalera abierta—. ¿Sabía algo de interés Appleby?
Phyllida traspuso el umbral.
—Pues no.
—Venía a proponerte que me acompañaras de paseo con el carruaje hasta Exeter.
Phyllida levantó la cabeza y apenas logró contener una exclamación de sorpresa. Lucifer se encontraba a medio metro de distancia. ¿Cómo había llegado tan cerca?
Él alargó la mano para coger el cesto de las flores, que ella sostenía con repentina falta de vigor. Para disimular, miró el rosal y, tomando una rosa, la cortó.
—Si puedes esperar a que las ponga en agua… —respondió mientras la depositaba en el cesto—. Sería agradable, y tengo que ver a algunas personas en Exeter.
Lucifer asintió.
—Por el placer de tu compañía, esperaré.
Veinte minutos más tarde, la ayudó a subir al carruaje y se pusieron en marcha. Cuando el vehículo abandonaba la propiedad, Lucifer sintió alivio: Phyllida iba reservada y algo distante, pero sentada a su lado. Después de su comportamiento de la noche anterior, no estaba muy seguro de cómo iba a recibirlo. Había llegado dispuesto a raptarla si no hubiera accedido a acompañarlo, pero afortunadamente había aceptado. Había acudido incluso sin sombrero.
Mientras los caballos dejaban atrás Grange, la miró un momento. Pese a que había abierto una sombrilla para protegerse del sol la blanca piel, podía verle la cara. Le escrutó el rostro, repasó la línea de los labios y el contorno de la barbilla antes de volver a centrarse en el camino. Después de lo ocurrido, tendría que proceder con mucha cautela.
Avanzaron por la campiña en silencio, un silencio que a medida que discurrían los minutos se volvía más afable. El sol pareció disolver el envaramiento de Phyllida, que al llegar a Honiton se puso a señalar de modo espontáneo los lugares más destacados.
Habían tomado la ruta del norte a fin de realizar pesquisas en las posadas de aquella localidad, por si acaso alguien hubiera alquilado un caballo el domingo que habían matado a Horacio. Phyllida le dio instrucciones para llegar a los establecimientos indicados y después dejó que se encargase de las preguntas. Tal como preveían, nadie había visto nada. Dejando atrás Honiton, prosiguieron camino hacia Exeter.
Dado que la carretera estaba en buen estado y los caballos se encontraban en óptimas condiciones, Lucifer les dio rienda suelta, y el carruaje circuló a una marcha considerable. El viento azotaba el cabello de Phyllida. La velocidad era estimulante, la calidez del sol deliciosa… Phyllida presentó la cara a la brisa y sonrió.
—¿Por qué vamos a Exeter?
Aguardó, con los ojos entornados y un resto de sonrisa. Sintió que Lucifer la escudriñaba antes de responder.
—Tengo que ver a Crabbs y, para dar por concluido el asunto, deberíamos preguntar en las cuadras. Después podríamos comer al lado del río y regresar por el camino de la costa.
—De acuerdo, parece agradable.
—¿Has dicho que querías ver a alguien?
—Quisiera ir a la oficina de Aduanas, a hacerle una visita de cortesía al teniente Niles, para mantener el contacto. Y mientras tú hablas con Crabbs, yo charlaré con Robert. —Lo consultó con la mirada y Lucifer asintió.
—Si quieres, podemos ir primero a Aduanas.
—No, primero a la cuadra de caballos de alquiler, después el señor Crabbs y a continuación la oficina de Aduanas y por último la comida en La Sirena. —Volvió a lanzar una mirada de soslayo a Lucifer, que le correspondió. Ella sonrió y volvió la vista al frente—. Jonas me ha dicho que tiene la mejor cerveza de Exeter. Desde allí podemos salir directamente por el camino de la costa.
—Muy bien —sonrió Lucifer. Después aminoró la marcha pues ya aparecían las primeras casas—. Y ahora ¿por dónde?
Phyllida le dio las indicaciones con un alegre entusiasmo que le aportó más calidez que el sol.
En las cuadras, recibieron la misma respuesta: ningún caballero había alquilado un caballo ese domingo. En la oficina del señor Crabbs, Lucifer entró en el despacho del venerable notario, dejando a Phyllida en la sala de fuera, donde Robert Collins tenía su escritorio. Quince minutos después, al salir, se encontró a Phyllida exhibiendo una serena sonrisa y a Robert con un semblante menos tenso que antes.
Tras intercambiar una reverencia con Crabbs, que se despidió con formalidad de Phyllida, salieron a la acera, donde un muchacho se ocupaba de los caballos. Lucifer le lanzó una moneda antes de ayudar a montar a Phyllida.
—¿Qué le has dicho a Robert? ¿Sabe que estoy enterado de la existencia de las cartas?
—No exactamente. —Phyllida se recogió la falda para dejarle espacio en el asiento—. Le he dicho que me estabas dejando buscar el escritorio. Está muy preocupado con todo este asunto.
—Ya. —Lucifer optó por no exteriorizar la extrañeza que aquello le producía—. ¿Dónde está Aduanas?
Estaba en el muelle, a unos minutos bajando por una empinada calle empedrada, por la que hizo descender Lucifer el carruaje. El muelle bordeaba el río Exe, en el que se bamboleaban con la marea los barcos amarrados. Lucifer paró frente a un elegante edificio de ladrillo de dos plantas. A un grumete que holgazaneaba por allí se le iluminaron los ojos al ver los negros y elegantes caballos. Lucifer lo animó a acercarse con un gesto.
Un poco más lejos había una posada, en el pie de una colina, en cuya puerta colgaba un letrero con una sirena. Lucifer dio instrucciones al muchacho para que llevara los caballos allí y los dejara a cargo del mozo de cuadra.
—No tardaré mucho —prometió Phyllida mientras la ayudaba a bajar del vehículo.
Entrando en la oficina, se dirigió al mostrador.
—Con el teniente Niles, por favor. ¿Tendría la amabilidad de decirle que la señorita Tallent está aquí?
El individuo que se encontraba detrás del mostrador la miró mientras se quitaba los guantes.
—El teniente está ocupado. Aquí sólo atiende cuestiones de trabajo.
Irguiendo la cabeza, Phyllida le dirigió una severa mirada.
—Es por un asunto de trabajo.
Situado justo detrás de ella, Lucifer lo fulminó con ojos amenazadores. El hombre tragó saliva, apurado.
—Voy a avisarlo —se apresuró a decir—. La señorita Tallent, ¿ha dicho?
—Así es. —Phyllida esperó a que el individuo hubiera desaparecido por una puerta antes de volver la cabeza hacia Lucifer—. ¿Qué le has hecho?
—Nada de especial —repuso él con fingida inocencia—. Es que yo soy así.
Phyllida lo observó un instante. Cuando se volvió hacia el mostrador, se abrió la puerta contigua. Un caballero uniformado acudió sonriente, tendiéndole la mano.
—Señorita Tallent. —Tras estrecharle la mano, reparó en Lucifer.
—Buenos días, teniente Niles. —Phyllida señaló a Lucifer—. Permítame que le presente al señor Cynster. Se ha instalado a vivir en Colyton.
—Ah ¿sí? —Niles saludó con curiosidad a Lucifer—. ¿Significa eso que va a colaborar con la Compañía Importadora de Colyton?
—Sólo una moderada colaboración —replicó Lucifer—. Sólo en calidad de asesor.
Percibió cómo Phyllida dejaba escapar el aliento contenido. Después esta reclamó la atención de Niles.
—Sólo quería cotejar las cuentas finales con usted y averiguar si debemos alterar algunos pagos.
—Desde luego, desde luego. —Niles les mostró la puerta—. Si tienen la amabilidad de pasar…
Con una reverencia, los hizo entrar en su oficina, donde él y Phyllida se entregaron a una animada conversación que versó sobre los diversos productos que la empresa había importado y preveía recibir en un futuro próximo, y los porcentajes de tasas aplicables a las diferentes mercancías. Lucifer escuchaba sentado, admirado de ver cómo, una vez que se le había concedido la iniciativa, Phyllida dirigía con tanta habilidad la entrevista y a su interlocutor. Era una mujer de negocios de pies a cabeza.
Cuando terminó de hablar con el teniente, sonreía para sí. Después de guardar las últimas tarifas en el bolso de redecilla, Phyllida se levantó y al volverse reparó en la expresión de Lucifer. Aguardó, con todo, a haberse despedido de Niles antes de interrogarlo.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia?
—Nada, nada. No es gracia sino admiración. Tanto que se me acaba de ocurrir que, de la misma manera que podría ayudarte con la empresa, tú podrías serme muy útil con mi negocio. —Tomándola del brazo, se encaminó a La Sirena.
—¿Negocio? ¿Qué negocio?
Tardó toda la comida y la sobremesa en explicárselo. Se hallaban ya en el carruaje siguiendo el camino que en dirección este los llevaría hacia la costa, y ella aún no había salido de su asombro.
—Vaya, vaya. Yo creía que eras un ricacho de Londres que lo único que hacías era ir de baile en baile deslumbrando a damas.
—Eso también, pero hay que tener algo que hacer para pasar él tiempo.
—Ya lo veo. —Le lanzó una mirada ponderativa—. ¿Así que ese interés en establecer una cuadra es auténtico?
—Puesto que ahora poseo la tierra, sería una lástima no sacarle provecho, y montar una cuadra parece el equivalente campestre del coleccionismo.
—No lo había pensado, pero supongo que tienes razón.
Phyllida miró al frente y de pronto lo agarró del brazo.
—¡Para!
—¿Qué? —Lucifer tiró de las riendas.
Ella se había girado para mirar atrás. Lucifer se volvió también y vio a un calderero que se dirigía con paso cansino a Exeter.
—¡El sombrero! —Phyllida lo miró con los ojos como platos—. ¡Ese calderero lleva el sombrero!
Lucifer hizo girar el carruaje y retrocedieron al trote.
—Con calma —advirtió a Phyllida cuando llegaron a la altura del hombre.
Esta lanzó una dura mirada al individuo, pero no replicó. Lucifer avanzó un centenar de metros y luego volvió a girar el vehículo. De regreso, se detuvo casi al lado del calderero.
—Buenos días.
El hombre se llevó la mano al ala del sombrero, que hasta el más superficial observador habría advertido que no era suyo.
—Buenos días tengan ustedes, señor y señora.
—Ese sombrero, ¿hace tiempo que lo tiene? —preguntó Phyllida.
—Me lo encontré, lo juro —aseguró con actitud recelosa el hombre—. No lo robé.
—Ni yo creía tal cosa —lo tranquilizó, con una sonrisa, Phyllida—. Sólo querríamos saber dónde lo encontró.
—Cerca de la costa, un poco lejos.
—¿Muy lejos? ¿Antes de Sidmouth?
—Sí, bastante antes. Yo había salido de Axmouth y decidí ir un trecho hacia el interior. Hay un pueblecito tranquilo allí, Colyton.
—Lo conocemos —dijo Lucifer.
—Yo afilo cuchillos. —Señaló los hatillos que llevaba colgados a la espalda—. Cuando terminé en ese pueblo, proseguí la ruta, primero en dirección oeste y después noroeste… Hay un camino que va a Honiton, donde yo quería ir. Encontré el sombrero por allí, poco después de la salida de Colyton.
—Sí. Debió de haber subido por el callejón, pasar la iglesia y la herrería, por la pendiente…
—Sí, eso es.
—Y luego hay una bajada suave, con una hondonada que acaba en una loma (ya me dirá cuando llegue al sitio donde encontró el sombrero), y después hay unos postes muy altos, a partir de los cuales el camino se estrecha y se vuelve más sinuoso a medida que se acerca al mar…
—¡Exacto! Allí lo encontré. Yo iba caminando por el borde del seto poco antes de donde acaba ese desvío del lado del mar. Lo recogí, le quité el polvo… no tenía ningún nombre. Miré alrededor pero no había ninguna casa ni cabaña. Después caminé un poco más y el camino se convirtió en un sendero en dirección noroeste.
El afilador miró, radiante, a Phyllida, que le correspondió con una luminosa sonrisa.
—Tenga. —Lucifer le tendió dos guineas—. Una por el sombrero y otra por su colaboración. Con eso podrá comprarse un buen sombrero, pagarse una habitación, disfrutar de una buena cena y tomarse unas copas a nuestra salud.
—Realmente fue mi día de suerte —exclamó el hombre, con la mirada clavada en las monedas— el día que encontré este sombrero.
Entregó la prenda a Phyllida y Lucifer le dio las monedas.
—¿Y qué día fue ese?
—A ver, yo me fui de Axmouth un lunes, y pasé un día entre llegar a Colyton y hacer unos trabajos allí. Dormí al lado del cementerio y salí para Honiton a primera hora de la mañana siguiente…
—O sea que lo encontró el martes.
—Sí, pero no este martes. Tuvo que ser el anterior, porque yo estuve casi una semana en Honiton, y después fui a Sidmouth.
—El martes de la semana pasada —confirmó Lucifer—. Muchas gracias.
—Soy yo el que les está agradecido —dijo el afilador, observando las monedas.
Tras dejarlo perplejo por su buena suerte, Lucifer imprimió un ritmo ligero a los caballos y lanzó una mirada a Phyllida. Esta mantenía la vista fija en el sombrero, que llevaba en el regazo.
—No es de extrañar que no lo encontráramos. Debió de deshacerse de él enseguida.
Lucifer frunció el entrecejo.
—Esos postes altos que has mencionado son los de la verja de Ballyclose Manor, ¿no?
Phyllida asintió.
—¿Y qué hay al final del desvío en dirección a la costa?
—Es la entrada posterior de Ballyclose. No hay ni siquiera una puerta, sólo una abertura en el seto, pero siempre ha estado allí. Todo el mundo entra y sale a caballo de Ballyclose por allí a menos que vaya directamente al pueblo.
—Es decir, que si alguien saliera a caballo de Ballyclose y no quisiera regresar pasando por el pueblo, utilizaría esa entrada.
—Sí.
Él volvió a mirarla a la cara.
—¿Qué piensas? —No había logrado averiguarlo en su rostro.
—Que, después de todo, tiene que ser Cedric —repuso ella con un suspiro.
—Hay otras posibilidades.
—¿Cuáles?
—Que no sea el sombrero de Cedric, por ejemplo.
Phyllida hizo girar el sombrero.
—El que yo no recuerde habérselo visto no significa que no sea suyo. Ya viste cuántos sombreros tiene. Yo no reconocí ni la mitad.
—De la misma manera, sólo porque sea un obseso de los sombreros no se desprende que este sea suyo. —Lucifer miró de nuevo la prenda—. La verdad es que no creo que lo sea.
—Si yo no estoy segura, no veo cómo puedas estarlo tú.
Lucifer optó por obviar la explicación de por qué creía que el sombrero no era de Cedric… al fin y al cabo, se basaba sólo en suposiciones.
—Bueno —planteó al cabo de un momento—, piénsalo de este modo. El asesino, alguien que no es Cedric, sabe que los libros de la biblioteca de Horacio procuran a este un motivo de peso para matar a Horacio, cosa que, lo reconozco, no hemos podido descubrir con respecto a nadie más. El asesino, no obstante, tiene otro móvil que nosotros ignoramos. Llegado el momento de desprenderse del sombrero, lo coloca en un sitio bastante transitado, de modo que tarde o temprano alguien lo encuentre y todo apunte en dirección a Cedric.
—Es un razonamiento muy retorcido —objetó Phyllida—. ¿De veras crees que alguien puede planificar algo así?
—Nuestro hombre nos ha despistado varias veces. Es implacable, inteligente y sin escrúpulos. Probablemente tiene el tipo de mente retorcida que funciona así.
—Ya. —Phyllida volvió a mirar el sombrero—. O podría ser Cedric.
—A mí me cuesta mucho creerlo. No porque no crea que pudiera hacerlo, sino porque no pienso que sea un hombre de esa clase.
—Yo tampoco lo imagino como un asesino, pero… —Phyllida miró al frente—. Creo que deberíamos ir directamente a Ballyclose.
—¿Porqué?
—Por esto. —Agitó el sombrero—. No soporto seguir con esta incógnita, pensando que Cedric podría ser el asesino. Quiero salir de dudas ahora mismo.
—¿Qué demonios te propones? ¿Entrar sin más y preguntarle si es suyo el sombrero?
—Exactamente —confirmó ella con el mentón erguido.
—Phyllida…
Lucifer trató de disuadirla, primero con calma y después de manera más tensa, pero se obstinó en su propósito. Quería dejar zanjada aquella cuestión ese mismo día.
—De acuerdo —gruñó al final Lucifer—. Iremos a Ballyclose, y serás tú quien hable.
Phyllida asintió con rigidez, aceptando la condición.
Media hora después llegaron a la gravilla que rodeaba los escalones de la puerta de Ballyclose. Lucifer entregó las riendas al criado y ayudó a bajar a Phyllida, que comenzó a subir delante.
El mayordomo los invitó a entrar con una sonrisa y una reverencia. Después los dejó en el salón para ir a avisar a su amo. Al cabo de un momento estaba de regreso.
—Sir Cedric se encuentra en la biblioteca, si tienen la amabilidad de reunirse con él allí. Señorita, señor…
Lucifer ofreció la mano a Phyllida, que se levantó de la silla en que acababa de instalarse. Con el sombrero por delante, se encaminó a la biblioteca. El mayordomo abrió la puerta de par en par y Phyllida irrumpió con paso regio. Sentado a su escritorio, Cedric se puso en pie sonriente. Phyllida fue hasta la mesa y depositó el sombrero encima del secante.
Cedric lo miró fijamente.
Con expresión impasible, Phyllida le lanzó una mirada casi colérica.
—¿Es tuyo, Cedric?
—No —respondió este, sobresaltado.
—¿Cómo puedes estar seguro?
Cedric miró a Lucifer, que se había detenido detrás de Phyllida y luego, con cautela, volvió a fijar la vista en ella. Con ademán pausado, tomó el sombrero y se lo colocó en la cabeza.
—Ah. —Fue todo lo que pudo decir Phyllida.
El sombrero le quedaba posado a buena distancia de las orejas. Saltaba a la vista que era demasiado pequeño para él.
A Phyllida la abandonaron las fuerzas y tuvo que buscar un sillón para dejarse caer. Después se cubrió la cara con las manos.
—¡Loado sea Dios!
Lucifer le apoyó la mano en el hombro antes de decir a Cedric:
—Existe una explicación coherente.
—Me alegra oírlo. —Cedric se quitó el sombrero y lo observó—. Pues no me resulta desconocido.
Phyllida se descubrió la cara.
—¿Sabes de quién es?
—Ahora mismo no lo recuerdo, pero ya me vendrá a la memoria. Yo suelo fijarme en los sombreros.
Lucifer cambió una breve mirada con Phyllida.
—Es muy importante que averigüemos a quién pertenece, Cedric —aseguró esta.
—¿Por qué?
Le hicieron una breve exposición de los hechos.
—Las anotaciones —explicó Lucifer, tras haber aludido con tacto a ellas— te otorgaban un motivo para querer retirar ciertos libros de la biblioteca de Horacio y, teóricamente, eliminar a Horacio.
—¿Porque podrían poner en cuestión mi filiación? —se asombró Cedric.
—Sí. En ese caso, Pommeroy podría reclamar la herencia de sir Bentley.
Cedric la observó un momento, después tosió y paseó la mirada por la habitación.
—En realidad, eso no serviría de nada —afirmó, bajando la voz—. Papá redactó el testamento nombrándome heredero principal. Y en lo que respecta a Pommeroy, si existen dudas acerca de mi filiación, en su caso no las hay. No es hijo de papá.
—¿No? —Phyllida enarcó los ojos.
—No es algo para ir contando por ahí, claro. A mamá no le gustaría nada.
—Ya. —Phyllida sacudió la cabeza.
—Así que ya ves, elucubrando sobre una pista errónea…
Lucifer prosiguió con la explicación, sin omitir nada. La ridícula visión del sombrero encaramado en la cabeza de Cedric lo había tachado definitivamente de la lista de sospechosos. Cedric se tomó con una sonrisa el que durante un tiempo hubiese ocupado el primer lugar. Cuando, con las mejillas ruborizadas, Phyllida le presentó sus excusas, él le restó importancia.
—Tenías que sospechar de todos lo que no estuvieron en la iglesia ese domingo. En realidad, yo no puedo justificar en qué pasé el tiempo…
—Tú quizá no, pero yo sí.
Lucifer y Phyllida se volvieron. Yocasta Smollet se levantó de un sillón que había encarado a las ventanas unos metros más allá. Había permanecido todo el tiempo allí sin que la vieran.
Cedric se puso en pie.
—Yocasta…
Ella le sonrió. Fue la expresión más natural que hasta entonces le había visto Lucifer.
—No te preocupes, Cedric. De todas formas, no voy a quedarme cruzada de brazos viendo cómo se mancilla tu reputación, aunque sólo sea por una sospecha, simplemente para preservar el orgullo de mi hermano. Si debemos dar a conocer lo nuestro, esta es una ocasión tan buena como cualquiera para empezar.
Situándose al lado de Cedric, Yocasta miró a Phyllida y Lucifer, que se había puesto en pie también.
—Cedric estaba conmigo ese domingo —anunció—, la mañana del domingo que mataron a Horacio.
La noticia tomó tan desprevenida a Phyllida que se quedó sin habla. Con un carraspeo, Cedric acercó una silla a Yocasta.
—Siéntate.
Una vez que lo hubo hecho, Cedric y Lucifer tomaron asiento.
Con las manos juntas en el regazo, Yocasta los miró con serenidad.
—Cedric quería hablar conmigo de nuestro futuro. El domingo por la mañana, cuando mamá y Basil estaban en la iglesia, era el único momento posible. Vino a caballo poco después de que ellos se fueran en el carruaje. El mozo que se hizo cargo de su montura lo recordará. Aunque nos vimos en privado, nuestra ama de llaves, la señora Swithins, estaba en la habitación de al lado y la puerta permaneció entornada. Ella puede confirmar que Cedric estuvo conmigo más de una hora. Se fue justo antes de que volviera mi familia de misa.
—Querida, si les hemos contado todo eso, ya tanto da hacerles partícipes del resto —intervino Cedric—. Yocasta y yo mantuvimos relaciones durante… bien, durante muchos años. Pero cuando hace ocho años le pedí su mano, Basil se negó en redondo. Él y yo tenemos nuestras diferencias. —Cedric se encogió de hombros—. Como Basil no quería ni hablar de matrimonio, yo me puse violento y nos dijimos unas cuantas cosas. Después mamá se enteró y tampoco estuvo a favor de la boda, y todo se complicó. Jocasta y yo dejamos de vernos… nos hemos evitado durante años. Después mamá comenzó a insistir en que me casara, concretamente contigo, Phyllida. Pero cuanto más tiempo pasaba contigo, más pensaba en Yocasta. Me di cuenta de que ella era la única mujer que quería como esposa. —La miró y le tendió una mano, que ella tomó sonriente.
—Cedric intentó hablar con Basil anoche —dijo con el semblante iluminado—, pero todavía se opone a nuestro enlace. De todas formas, hemos decidido que no vamos a desperdiciar más años. Pese a lo que digan Basil o mamá…
—O la mía —agregó Cedric.
—Con o sin su consentimiento, hemos decidido casarnos —concluyó Yocasta.
Conmovida, Phyllida se puso en pie y la abrazó, pegando la mejilla a la suya.
—Me alegro por ti —le dijo.
Con la sonrisa algo forzada, Yocasta se apartó y la miró a los ojos.
—Gracias. Sé que no he sido un modelo de simpatía durante todo este tiempo, pero espero que lo entiendas.
—Por supuesto. —Radiante, Phyllida se volvió para dar un abrazo a Cedric—. Os deseo toda la felicidad del mundo.
—Muy amable por tu parte. —Cedric le dio una palmada en la espalda—. Bueno, al menos ahora ya sabrás el motivo, si mamá viene hecha una furia a llorar en tu hombro.
Lucifer estrechó la mano a la pareja, haciéndolos partícipes de sus mejores deseos, y después se despidieron.
—¡Vaya por Dios! —exclamó Phyllida ya en el carruaje—. ¡Yocasta y Cedric! ¡Quién lo hubiera dicho! A Basil le va a dar un ataque —añadió un instante después.
Sonriendo, se apoyó en el respaldo del asiento, con el sombrero del asesino, de momento relegado a un segundo plano, en el regazo.