Capítulo 15

—¿DICES que Covey ha descubierto algo sobre lady Fortemain? —preguntó Phyllida sin mirarlo—. Olvidé preguntarte qué era.

Sentado al escritorio de la biblioteca de la mansión con una pila de libros delante, Lucifer la observó. Phyllida estaba sentada en una silla de respaldo recto junto a una estantería. Estaba revisando todos los libros de un estante en busca de anotaciones y detalles que después transcribía en un cuaderno. Covey realizaba el mismo trabajo en el salón. Lucifer había comenzado por las estanterías de detrás del escritorio.

—Era una inscripción de un libro. «A mi querida Leticia, con cariñosos recuerdos del tiempo reciente que pasamos juntos, etc… Humphrey». Tengo entendido que el marido de lady Fortemain se llamaba Bentley. Por lo visto Horacio compró algunos volúmenes de la biblioteca de Ballyclose y ese libro estaba entre ellos.

—Hombre, tampoco es un hallazgo tan sensacional —opinó Phyllida—. Seguro que es de cuando lady Fortemain estaba soltera.

—El libro se publicó después de que naciera Cedric.

—Ah.

—De todas maneras, como no hemos hallado otras manifestaciones de afecto por la dama, de momento no le doy mucha importancia.

Phyllida se volvió hacia su estante para enfrascarse en sus libros, en tanto Lucifer hacía lo propio con los suyos.

Su campaña para conquistarla, para llevarla al altar, progresaba de manera lenta aunque no segura. No hubiera querido manifestarle tan pronto su decisión de casarse con ella, pero tras lo sucedido en el anexo era imprescindible que ella lo supiera, para que no atribuyera motivos turbios a su comportamiento. Era muy consciente de que no le había resultado nada difícil seducirla por segunda vez porque ella lo deseaba de una manera directa y espontánea que, al menos cuando estaba entre sus brazos, no se molestaba en disimular.

Había temido que después de abandonar el anexo se mostrara quisquillosa y huraña, ya que eso sugería su calma imperturbable, como si estuviera cavilando fríamente la pregunta que él aún no le había formulado. Pero no pensaba formulársela hasta asegurarse con antelación su respuesta. Esa era la estrategia que iba a seguir. Mientras ella no lo rechazase, continuaría cortejándola, aunque con cautela.

No era tan necio como para creer que su aceptación era cosa hecha. Ella tenía el arraigado convencimiento de que no estaba hecha para el matrimonio. De su fría actitud ponderativa se desprendía que él al menos había logrado que se replantease tal convicción. Tendría que obrar con prudencia. Conquistar a una mujer para pedirle su mano no era un juego al que se hubiera prestado antes y, por ello, no estaba seguro de sus reglas. Aun así, nadie se le había resistido nunca en el juego de la seducción, y Phyllida Tallent no iba a ser la excepción. ¿Cómo había que ganarse a una dama de carácter dominante? Gracias a sus anteriores pretendientes, ella no valoraba demasiado sus encantos femeninos, y menos aún el efecto que ejercían en él, por lo que la constatación de que ella tuviera el poder de cautivarlo probablemente ejercería un efecto halagador. Tendría que esforzarse para ser más sutil de lo que era, pero si ese era el precio para vencer su resistencia, estaba dispuesto a pagarlo. Él le haría cambiar de opinión, le mostraría cómo podía ser el futuro y después dejaría que comprendiera por sí misma cuánto le convenía.

El deseo, en todas sus manifestaciones, estaba de su parte. No tenía más que tocarla para que ella se encendiese; a veces le bastaba con mirarla a los ojos para hacerla tomar conciencia de su mutua atracción. Así pues, podía permitirse darle tiempo para decidir que, a pesar de sus reticencias, casarse con él era una excelente idea.

Durante dos días —aquel y el anterior— había aplicado la estrategia de la proximidad, confiado en que estar constantemente con él iría disipándole las dudas. El día previo, tras concluir el registro del anexo y las bodegas, Phyllida se había reunido con él en la biblioteca. Habían pasado horas examinando la colección de libros de Horacio. Y habían descubierto que compartían una misma afición, por las admirativas exclamaciones que de vez en cuando suscitaba la lámina de un antiguo ejemplar y el gusto con que compartían algún hallazgo curioso. La actitud maravillada con que ella había contemplado el día anterior las iluminaciones de un libro de oraciones había suscitado una sonrisa en él, porque en su expresión había captado un atisbo de su propio entusiasmo juvenil. Así era como debía de haberlo percibido Horacio. Por la tarde, después de que él la acompañara a casa antes de la cena, se habían separado sintiéndose más cercanos, más distendidos, con una mayor comprensión mutua.

La proximidad estaba dando sus frutos. A Lucifer no le pasó por alto que, un momento antes, ella se había sentido lo bastante cómoda como para no molestarse en mirarlo cuando le había hecho aquella pregunta, lo que constituía una señal de creciente confianza. Poco a poco, aun sin darse cuenta ella, se estaba decantando por el sí.

Pararon para la comida, que consistió en una colación fría que la señora Hemmings había dejado en el comedor. Luego, al regresar a la biblioteca, encontraron a Covey depositando libros en el escritorio.

—He terminado una de las paredes del salón. Estos son los libros con notas manuscritas.

—Está bien, Covey. Ahora los miraremos. Eso nos distraerá de la revisión de los estantes.

Lucifer dirigió una mirada inquisitiva a Phyllida, que asintió con la cabeza antes de encaminarse al escritorio. Instalados uno enfrente del otro, ella en un cómodo sillón, se enfrascaron en descifrar las con frecuencia ilegibles anotaciones.

—Ajá.

Phyllida se incorporó y tras pasear la vista por la mesa, tomó un trozo de papel y lo colocó a modo de marca en el libro que tenía en el regazo, antes de depositarlo en el suelo junto a su asiento. Alzó la vista y advirtió la mirada de curiosidad de Lucifer.

—Una receta de salsa de ciruelas —explicó—. Tengo que copiarla.

Él sonrió y volvieron a concentrarse en los libros. Un hogareño silencio los envolvió, acompasado por el tictac del reloj de la chimenea, hasta que Phyllida se irguió de repente en la silla.

—¿Qué ocurre? —inquirió Lucifer.

—Aquí hay otra nota para Leticia del tal Humphrey. «A mi bienamada, el amor de mi vida». Febrero de 1781.

—¿Cuántos años tiene Cedric? —preguntó Lucifer al cabo de un momento.

—Cerca de cuarenta.

—Habrá que apartarlo por si acaso —determinó Lucifer, tomando el libro.

Cinco minutos después Phyllida anunció:

—Aquí hay otra. «A mi querida Leticia». Palabras muy cariñosas, por así decirlo.

—¿De qué fecha?

—De 1783.

Lucifer apartó el ejemplar.

Al cabo de un cuarto de hora había apartado tres más. Phyllida lo miró con consternación al tiempo que le entregaba el último, un libro de poesía enviado a «mi querida Leticia» por un caballero que había firmado como «El amante que te deparaba el destino».

—Esto comienza a ser preocupante.

Lucifer lanzó una ojeada al montón de libros con anotaciones que aún les quedaba por revisar.

—Lo que hemos encontrado da para suponer que Cedric tendría motivos para inquietarse por lo que pueda revelar la colección de Horacio.

—¿Quieres decir que Cedric no es quizás el hijo legítimo de sir Bentley Fortemain?

—Sí. Si se demostrara eso, y si el testamento de sir Bentley se ajusta a la costumbre, Pommeroy podría reclamar para sí la herencia de sir Bentley.

—Pommeroy no le tiene mucho aprecio a Cedric.

—Ya me había percatado. Eso le proporciona a Cedric un sólido motivo para querer hacerse con ciertos libros de la colección de Horacio.

Siguió un silencio cargado de tensión.

—No puedo creerme que Cedric sea un asesino —declaró Phyllida.

—¿Qué aspecto tiene un asesino?

—Y aún peor, Cedric viste de marrón muchas veces. Me consta que lleva sombreros marrones.

—Trata de hacer memoria… ¿Lo has visto alguna vez con el sombrero que había en el salón de Horacio?

—No. No recuerdo haberlo visto con ese en concreto.

—¿Estás segura de que te acordarías?

—¿Del sombrero? Sí, seguro. Lo miré directamente y estuve a punto de cogerlo. Si volviera a verlo, lo reconocería sin vacilar.

—Si Cedric es el asesino, ha de tenerlo —dictaminó Lucifer.

—No. Se habrá deshecho de él. Aunque sea un poco fanfarrón, Cedric no es tonto. —Phyllida frunció el entrecejo—. ¿Le preguntaste a Todd quién salió a caballo de Ballyclose ese domingo por la mañana?

—Fue Dodswell quien preguntó. Por desgracia, después de ir a la iglesia, Todd fue a la granja de su cuñado, por lo que no tiene ni idea de quién salió a caballo esa mañana. —Hizo una pausa—. ¿Podría haber sido Cedric el intruso que perseguimos el otro día?

—Cedric era un hombre atlético —reconoció Phyllida—. En caso de necesidad, seguramente sería capaz de correr tan rápido como ese individuo.

—Es decir, que Cedric es un posible candidato.

Phyllida guardó silencio.

—¿Qué estás pensando? —le preguntó Lucifer al cabo de un momento.

—Cedric quiere… quería… casarse conmigo. Si es el asesino, entonces…

Lucifer miró el reloj, se puso en pie y rodeó el escritorio.

—Vamos —dijo tendiéndole la mano—. Te has olvidado del baile que dan esta noche en Ballyclose Manor —le recordó él.

—¡Dios santo, es verdad! ¿Tal vez…?

—Tendremos que actuar con cuidado, pero como mínimo podemos sondear el interés de Cedric por los libros de Horacio y lo que puedan contener.

Cinco horas después, ataviada con un elegante vestido de seda azul cielo, en el salón de baile de Ballyclose, Phyllida observaba al único pretendiente que había logrado hacerle plantear la posibilidad de casarse con él. Este se encontraba al otro lado de la sala, proyectando su hechizo sobre las señoritas Longdon. Al amparo de una palmera de interior, Phyllida observó los oscuros mechones que enmarcaban su frente, la elegante combinación de chaqueta y pantalón negros que resaltaba el marfil de la corbata y el chaleco de seda. Al igual que la mayoría de las damas presentes, percibía la aureola de fuerza y masculina confianza que con tanta naturalidad irradiaba.

Había creído que la distancia la ayudaría a tomar perspectiva. Mofándose de su propia propensión a estar pendiente de él, realizó un esfuerzo para apartar la mirada. Había mandado a Basil en busca de un cóctel, con la esperanza de que encontrase alguna distracción por el camino.

Necesitaba tiempo para pensar. Pasar un día tras otro al lado de Lucifer resultaba sin duda agradable, pero le dificultaba pensar en él, y era absolutamente necesario que lo hiciera. Tenía que pensar, en él y en la posibilidad de casarse con él, en lo que quería y en lo que le convenía hacer.

Al declarar que nunca la habría seducido si no hubiera tenido intención de casarse con ella, le había abierto los ojos, no tanto con respecto a sus motivaciones como a las suyas propias. En realidad, ella nunca le habría permitido seducirla si no lo hubiera querido ya, aún a pesar de que no comprendía en qué consistía el amor.

La cuestión del amor, el amor entre hombre y mujer, le había producido siempre cierta confusión.

La temprana muerte de su madre le había impedido formarse una idea cabal del matrimonio de sus padres. La otra pareja de casados que conocía bien eran los Farthingale, cuya relación se basaba más en la aceptación mutua que en un sólido vínculo emocional. Las aparentes incursiones de lady Fortemain fuera del matrimonio acababan de enturbiar más el panorama, ya que la señora siempre había sido para ella un modelo de cómo debía ser una dama.

Nadie le había explicado nunca qué era el amor. En lo tocante a su relación con Lucifer, había confiado demasiado en sí misma, movida por su convicción de que ella era inasequible al tipo de implicación emocional como la que parecía haber unido, por ejemplo, a Mary Anne y Robert para el resto de sus vidas. Pero ahora le había ocurrido. Lucifer había aparecido en su vida como un terremoto. Todo había cambiado y seguía cambiando. El nuevo paisaje no había adoptado todavía su forma definitiva, porque ella aún no había tomado una decisión.

Por más que el deseo le hubiera enturbiado el cerebro —como le sucedía aún sólo con un roce, sólo con una mirada de aquellos ojos azules—, seguía siendo una mujer libre, dueña de su actos. Con Lucifer no podía dejar caer en saco roto la cuestión, tal como había hecho con los demás pretendientes. A él no podía obviarlo, pues había ocupado un lugar en su mundo que no habían logrado los demás. Era su amante. Incluso más que eso.

Saltaba a la vista que en el fondo era un pirata despiadado, un tirano protector. Pero también era dulce y tierno. A la hora de mostrarle su deseo y hacerle descubrir el suyo propio había antepuesto, una y otra vez, sus necesidades a sus impulsos. Pese a ser una virgen ingenua e inocente, a lo largo de los años Phyllida había oído más de un comentario y sabía que no todos los hombres eran tan considerados. El no sólo era considerado, sino que también la cuidaba como persona.

Aquel rasgo era tan intrínseco en él que ella lo había reconocido al instante. Ella le importaba. Aquella certeza le causaba desconcierto, porque normalmente eran los demás los que esperaban que ella cuidase de ellos.

Aunque se había planteado la posibilidad de que la hubiera seducido con la pretensión de utilizarlo como un arma para presionarla a fin de que diera su consentimiento, sabía que no era así. Se daba perfecta cuenta de que Lucifer esperaba vencer su resistencia y conseguir que aceptara casarse con él, pero al parecer iba a jugar limpio. Por otra parte, entre sus brazos ella se sentía a salvo de todo, incluso de él. Todavía estaba, pues, en condiciones de elegir por sí misma, pese a que él intentaría influir en su decisión.

Aún era posible decir no y retirarse a un terreno más seguro, pero ya no era la misma mujer de antes, y buena parte de lo que él le ofrecía era en verdad tentador. De hecho, el mayor obstáculo para aceptar ese nuevo futuro se refería a la duda de cómo iba a ser ese matrimonio. Si iba a parecerse al de los Farthingale o al de lady Fortemain, prefería responder que no. Él le había preguntado qué quería del matrimonio. De momento ella estaba segura de lo que no quería.

No podía decidirse sin haber hallado respuesta a esa pregunta capital. ¿Tenía posibilidades de salir bien su matrimonio? ¿Podría mantener su carácter independiente siendo objeto del abrumador carácter de Lucifer, tan protector como posesivo? ¿Podría aceptar ser ella la destinataria de atención y cuidados, en lugar de asumir siempre la parte activa? ¿Sería capaz de adaptarse? ¿Sabría hacerlo él? Si ambos estuvieran dispuestos… Aquello suscitaba la cuestión de hasta qué punto él estaba dispuesto a hacer concesiones.

Cuando él le había preguntado qué quería del matrimonio, ella aún no tenía una idea clara. Ahora ya había perfilado una respuesta. Quería compartir. Quería que trabajaran juntos, se amaran juntos, vivieran juntos y discreparan juntos. Quería compartir su vida y que él compartiera la suya. Ese era el trofeo por el que valía la pena arriesgarse a unir su vida a la de un tirano protector. ¿Cedería él? ¿La dejaría llevar las riendas a veces? ¿Era realmente capaz de compartir el mando?

Sonriendo, se volvió para recibir a Basil, mientras en su cabeza seguían bullendo todas esas preguntas.

Basil le tendió una copa de cóctel y ella lo compensó concediéndole el siguiente baile. Con Lucifer habían acordado esperar un rato antes de ir a sondear a Cedric. Por eso ambos estaban bailando y conversando, haciendo tiempo.

Lucifer la vio intercambiar una reverencia con Basil antes de unir las manos con él. Al punto se vio obligado a centrar la atención en su propia pareja, una tal señorita Moffat. Lady Fortemain se había tomado grandes molestias invitando a todas las señoritas solteras de la zona. Por su parte, él había estado tentado de decirle que no tenía necesidad de esforzarse tanto, porque él ya sabía quién iba a ser su esposa.

Antes esa palabra le producía escalofríos, pero ya no. Había renunciado a oponerse a su destino: era demasiado deseable para rechazarlo. De todos modos, Lucifer conocía su papel social y sabía representarlo, embelesando a las damas, conversando con los caballeros, actuando como el caballero ideal. La multitud oscilaba y se agitaba alrededor de él. Lady Fortemain no había reparado en gastos, y la velada irradiaba un aire festivo. Sus vecinos habían respondido con un entusiasmo que resultaba patente en sus caras.

Grange estaba cumplidamente representada. Sir Jasper charlaba con Farthingale y Filing, mientras la señora Farthingale hablaba con lady Huddlesford. Por su parte, Jonas, Percy y Frederick evolucionaban en la sala de baile. Percy había condescendido a asistir. Frederick se esforzaba por ser amable. Y Jonas exhibía una alegre sonrisa; sólo la mirada que de tanto en tanto posaba en su hermana delataba su inquietud.

Lucifer hacía girar a la señorita Moffat con la soltura de quien es capaz de bailar un cotillón con los ojos cerrados. Al igual que Jonas, estaba pendiente de Phyllida y del hombre que la tenía en el punto de mira. Había hablado con Jonas y decidido que, si por algún motivo, él no podía vigilar a Phyllida, lo haría este. Pese a su miedo, con demasiada frecuencia ella se olvidaba del peligro. El pueblo era su hogar, donde había pasado a salvo veinticuatro años seguidos. Era difícil modificar las costumbres forjadas durante toda una vida. Él y Jonas debían, por consiguiente, velar por ella hasta que ya no corriera riesgo alguno.

Aquel era el segundo cotillón, la cuarta danza; mientras cambiaba de lado en la serie, Lucifer aprovechó para mirar a la gente.

Cedric contemplaba a sus invitados con expresión aprobadora y mirada patriarcal. Lady Fortemain era el centro de un ramillete de volubles damas. Pommeroy bailaba a pesar de las limitaciones que le imponía la ridícula altura de la corbata. Lucius Appleby prestaba su ayuda en atender a los invitados, función que realizaba con mayor eficacia que Pommeroy.

Las damas de la localidad consideraban a Appleby un enigma, tal como advirtió Lucifer sin gran esfuerzo. Appleby pasaba por un hombre atractivo y a pesar de su reserva y de una actitud que sugería que no tenía interés en entrometerse en territorio ajeno, su éxito con las mujeres estaba asegurado. La tal señorita Claypoole, que bailaba con él, lo miraba con arrobo. No obstante, Appleby desviaba su interés con una confianza que dejó algo extrañado a Lucifer.

Una vez concluido el cotillón, Lucifer dedicó una reverencia a la señorita Moffat y, tras excusarse, fue a reunirse con Phyllida. Esta lo recibió con una sonrisa y una mirada tan cálida que lo impulsó a apretarle la mano con afecto. Luego intercambió un saludo con Basil.

—Qué oportuno verlo, señor Cynster. Precisamente iba a mencionar que he sabido que Phyllida se ha visto obligada a pasar dos días en Colyton Manor por motivos de seguridad. Debe de resultar aburrido para Phyllida y lo distraerá a usted de todo el trabajo que implica hacerse cargo de la propiedad de Horacio. —Con un aire de condescendencia que proclamaba con elocuencia que sus palabras eran sinceras, Basil sonrió a Phyllida—. Mañana por la mañana te mandaré el carruaje. Mamá estará encantada de que pases el día en casa.

Lucifer miró a Phyllida y, al ver su expresión imperturbable, reprimió las ganas de aplaudir.

—Gracias, Basil, eres muy amable, pero tengo otros planes para mañana —declinó ella con una sonrisa.

—Vaya. ¿De veras? —Se contuvo de preguntar cuáles eran—. En ese caso, tal vez…

—Pasado mañana es domingo, así que queda descartado. Después… bueno, como la tarea en que estoy cooperando con el señor Cynster estará aún por terminar, seguiré prestándole mi ayuda en la mansión.

El tono con que pronunció la última frase fue suficiente para pararle los pies incluso a Basil. Al cabo de un momento, este inclinó la cabeza.

—Le ruego me perdone, si es que no he comprendido bien… —Su voz no reflejó contrición, sino irritación y un tenue reproche.

Phyllida lo hizo callar moviendo la mano.

—Son muchas las cosas que no alcanzas a comprender correctamente, Basil, la mayoría de las veces porque te niegas a comprenderlas.

Un violín dejó oír sus notas y Phyllida se volvió hacia Lucifer.

—Creo que es nuestro vals. —Lucifer le tomó la mano e inclinó la cabeza en dirección a Basil—. Tendrás que disculparnos.

El otro le correspondió con una rígida reverencia. Apoyada en su brazo, Phyllida dejó que la condujera a la pista. Después, entre sus brazos, se dejó llevar. Al cabo de un momento, sintió que le acariciaba la espalda.

—Relájate.

Ella le lanzó una mirada que sabía él interpretaría correctamente.

—No entiendo de dónde has sacado la idea de que te pertenezco, de que puedes venir sin más a apropiarte de mí y decirme lo que he de hacer.

Lucifer optó por no responder y la atrajo un poco más, lo justo para que sus cuerpos se rozaran ligeramente al girar. Phyllida se distendió.

—No todos los hombres son así, ¿sabes? —Miró alrededor—. No, claro que no, pero no hay más que fijarse en Basil, Cedric y Henry Grisby. Ninguna mujer en sus cabales se casaría con hombres así. —Y tras una pausa añadió—: Igual es algo que tiene el agua de aquí.

Lucifer la estrechó con ademán protector mientras describían un giro.

—Appleby —murmuró a continuación—. ¿Cuánto tiempo lleva con Cedric?

—¿Appleby? Lleva aquí… bueno, parece que hace mucho, pero la verdad es que llegó en febrero de este año. ¿Por qué?

—Ya me había dado la impresión de que había estado en el ejército, y creo que acierto. Parece popular entre las mujeres.

—Sí. Les agrada su estilo y su persona, y tiene modales agradables.

—Se diría que contigo no surte efecto.

—Nunca lo he encontrado atractivo, la verdad.

Lucifer se alegró. Junto con el tono empleado, quedaba claro que para ella era desconcertante el interés que Appleby despertaba en otras damas. Sus comentarios con respecto a Basil resultaron, sin embargo, menos tranquilizadores.

—Me parece que es buen momento para hablar con Cedric —dijo.

Lucifer miró en dirección a su anfitrión, ocupado en escuchar a lady Huddlesford.

—Al final del baile. Sígueme la corriente.

—¿Qué táctica piensas aplicar? No puedes presentarte y preguntarle por las buenas si es consciente de que podría ser hijo ilegítimo.

—Le preguntaré si está interesado en adquirir algunos libros de Horacio. —Lanzó una mirada a Silas Coombe, resplandeciente con una chaqueta de seda verde y un chaleco amarillo—. ¿Crees que Coombe ha mencionado a alguien que no pienso vender la colección?

—Silas es un chismoso incorregible.

—En ese caso, tendré que ir con tiento.

El vals concluyó. Lucifer ir guio a Phyllida, inclinada en la reverencia de rigor, y con su mano apoyada en el brazo se dirigieron hacia Cedric. Este se hallaba en compañía de lady Huddlesford. Tras el intercambio de saludos, la dama, despampanante en su vestido de bombasí dorado, se alejó con majestuoso porte.

—Espero —dijo Cedric a Lucifer— que nuestra sencilla reunión pueblerina no se quede demasiado corta en comparación con lo que está acostumbrado.

—Ha sido una velada perfecta —aseguró Lucifer—. Su madre se merece que la feliciten, tal como he hecho ya.

—Ya. A mamá le encanta este tipo de reuniones. En la capital era toda una figura antes de que la salud de mi padre los obligara a retirarse aquí. Puede estar seguro de que le agrada tener un motivo para recibir con la misma esplendidez de antaño.

—Siendo así, me complace haber sido útil. —Observando la tosca cordialidad de que hacía gala Cedric, Lucifer se preguntó si sería una fachada o si ese era su auténtico carácter—. No sé si se habrá enterado, pero he decidido conservar la biblioteca de Horacio prácticamente intacta.

—Sí. Oí a Silas quejarse de ello. Por lo visto, pensaba que una parte de la colección estaría mejor instalada en su casa.

—Por desgracia para Coombe, mi decisión es firme, en un sentido general. De todas formas, al consultar los registros de Horacio, advertí que había adquirido algunos volúmenes de su biblioteca.

—Sí —confirmó Cedric—. Antes de morir, mi padre, que tenía en gran aprecio a Horacio, le vendió algunos ejemplares.

—Entiendo. Como su padre ha fallecido, y puesto que yo conservaré la colección ante todo para honrar la memoria de Horacio más que por interés propio, pensé que tal vez usted deseara volver a comprar alguno de esos libros. Se los dejaría al mismo precio que Horacio le pagó a su padre, claro.

—Yo no soy muy aficionado a los libros —repuso Cedric con una mueca—. Siempre me pareció que papá había hecho bien en deshacerse de unos cuantos. Todavía quedan muchos, si está interesado.

—No es mi especialidad —declinó Lucifer con una sonrisa.

—Ah, bueno, con intentarlo no se pierde nada. —Cedric desplazó la atención a Phyllida—. Querida, es una vergüenza lo descuidada que te hemos tenido. Me han dicho que has pasado unos días en Colyton Manor.

Cedric lanzó una mirada a Lucifer y Phyllida se puso rígida. Si quería insinuar que había estado sentada mano sobre mano…

—Seguro que habrás estado ayudando al señor Cynster de mil maneras, ¿eh?

Menos tensa, Phyllida asintió con la cabeza.

—Pues sí. En mil cosas —reiteró al tiempo que sonreía a Lucifer.

Este le devolvió la sonrisa antes de mirar hacia otro lado y hacer una reverencia.

—Señorita Smollet.

Phyllida se volvió al tiempo que Yocasta se sumaba a ellos. Tras saludar a Cedric, esta le dirigió una mirada. Phyllida inclinó la cabeza. Ella la correspondió con una sonrisa algo artificial y luego clavó la mirada en Lucifer.

—Tengo entendido, señor Cynster, que está pensando en instalarse como campesino. Basil me ha dicho que habla de poner una cuadra.

—Es una de las posibilidades que estoy barajando. Los campos y prados de Colyton Manor podrían dar mayor rendimiento que el actual.

—Sí, tiene toda la razón. —Cedric frunció el entrecejo—. Suelo olvidarme de que por allí hay mucha tierra, detrás de esos bosques de su propiedad.

—¿Ha estado por esa parte últimamente?

—No. No recuerdo haber ido a ese lado del valle desde hace más de un año. No es un buen terreno para la caza.

—Cedric caza con la jauría del pueblo —explicó Yocasta—. ¿Saldrá con ellos alguna vez, señor Cynster?

—A mí me gusta más sacar los sabuesos a correr que a cazar.

Phyllida captó en la respuesta la observación velada de que, para él, el zorro no era el tipo de presa adecuada. Luego se puso en pie y fingió escuchar la conversación, aunque en realidad estaba reelaborando un plan de acción. Al final, Lucifer se despidió y Yocasta se quedó con Cedric. Con la mano posada en el brazo de Lucifer, Phyllida caminó entre el tupido gentío.

—¿Han sido imaginaciones mías, o Cedric estaba menos… concentrado en ti que la última vez que lo vimos?

—Ahora que lo dices, sí. Se lo veía bastante relajado. No parece haberse perturbado porque te haya ayudado en la mansión.

—Tú lo conoces mejor, pero yo diría que se le ve casi aliviado de que estés pasando tanto tiempo en la mansión.

Phyllida lo pensó un instante. Lucifer tenía razón. ¿Y ella qué sentía al respecto?

—Si él está aliviado, yo también lo estoy. —Miró un instante a Lucifer—. Conozco a Cedric de toda la vida. Siempre lo consideré un amigo; nunca lo quise como pretendiente.

Lucifer le retuvo la mirada y le leyó el pensamiento.

—Y tampoco crees que sea el asesino.

—No. —Exhaló un suspiro—. Es horrible estar seguro de lo que uno siente hacia una persona pero saber que, desde un punto de vista lógico, es posible que sea un asesino.

—Yo no he detectado el menor grado de disimulo en lo tocante a los libros, ni respecto a los campos del otro lado del bosque.

—No, así es Cedric. Carece por completo de doblez.

—Y hablando de fachadas —la condujo hacia un lado del salón—, Yocasta se estaba esforzando por mostrarse conciliadora. Sospecho que debe de ser víctima de alguna triste experiencia. —La percibía como una mujer que había perdido el tren de la felicidad, pero que aún seguía buscándola día tras día—. Quizá sea el motivo de su causticidad.

—Muchas veces he tenido que soportar su causticidad, aunque como es algo que también casi todos los del pueblo han aguantado nunca me había parado a pensar en ello, pero sí es verdad que parece triste. No la he visto sonreír ni reír con alegría desde hace años.

—¿Sabes qué le pasó?

—No. Y es extraño, porque si yo no lo sé, tiene que ser un secreto, cosa que resulta inusual en un pueblo pequeño como este.

Pasaron un momento ponderando la cuestión, hasta que Phyllida salió de su ensimismamiento y dijo:

—Creo que deberíamos registrar la habitación de Cedric en busca del sombrero.

—¿Por qué? Pensaba que había superado las pruebas.

—Yo aprecio a Cedric, y no quisiera que fuese el asesino, ni mi agresor. Aun así, sabes tan bien como yo que detrás de la sencilla cordialidad de Cedric se oculta un hombre inteligente, y la amenaza que suponen esas anotaciones podría ser un motivo de peso para él, ya que podrían destruir su vida. —Abarcó con un gesto la estancia—. Destruiría todo esto, y esta sencilla vida campestre es importante para Cedric. —Escrutó el semblante de Lucifer y luego entornó los ojos—. Además, pese a lo que acabas de decir, no lo has tachado de los primeros lugares de nuestra lista de sospechosos.

—No, pero…

—Por nuestro propio bien, el del pueblo y el de Cedric, no debemos dejar ninguna piedra sin mover a fin de descubrir al asesino.

—Registrar su habitación. —Lucifer le dirigió una mirada demasiado protectora para su gusto—. Tal como tú misma señalaste…

—Ya sé que debería haberse deshecho de él, pero ¿y si no lo hizo? Esto no es Londres. Aquí cuesta conseguir un buen sombrero. Podría haberlo dejado a un lado, con la intención de deshacerse de él, pero como yo no he hecho mención alguna del sombrero, ni siquiera de que estuve allí ese domingo, podría llegar a la conclusión de que el asunto va a quedar ahí. ¿Quién sabe? Hasta podría haberse olvidado del sombrero. —Se volvió hacia la puerta del salón—. Si prefieres quedarte aquí, yo iré a echar un vistazo en la habitación de Cedric.

Dio un paso y él la detuvo.

—No. Sola no.

Las dos palabras sonaron como un retumbo encima de su oído, cargadas de una advertencia que no habría sabido describir con palabras, pero que sus sentidos interpretaron sin esfuerzo. Aguardó, con la mirada fija en la puerta.

Un suspiro le rozó el oído.

—¿Cuál es la habitación? ¿Lo sabes?

—Arriba a la derecha, la última puerta del pasillo.

—De acuerdo. Dentro de un momento, nos separaremos. Yo iré hacia la mesa de las bebidas. Tú caminarás un poco, aunque no mucho para que nadie te entretenga, y después sales como si fueras a la sala de descanso. Yo estaré atento. Te dejaré el tiempo suficiente para que llegues a la habitación de Cedric antes de ir yo.

—Por lo visto, no es la primera vez que haces algo así —señaló Phyllida.

Lucifer se limitó a sonreír antes de despedirse con una reverencia.

Phyllida siguió las instrucciones al pie de la letra, no porque obedeciera a su impulso natural, sino porque no encontró ningún motivo sensato para llevarle la contraria. Él había accedido a registrar la habitación. Eso era lo que contaba, y no sólo en lo tocante a su investigación. De ello se desprendía que se podía razonar con él, lo cual, aunque él no lo supiera, suponía un punto a su favor.

Henry Grisby trató de que bailara con él la siguiente pieza, pero ella declinó cortésmente y se encaminó a la sala de descanso. No había nadie y se escabulló por la escalera. Una vez en la galería, dobló a la derecha. Estaba a punto de accionar el pomo de la puerta de la habitación cuando oyó pasos. Al mirar atrás, comprobó que era Lucifer quien subía.

Él la vio. Phyllida abrió la puerta y entró. Menos de un minuto después, Lucifer apareció y cerró tras de sí. Ella observó cómo se acercaba al tiempo que escudriñaba el dormitorio. Después centró la vista en ella.

La luz de la luna que entraba por la ventana le iluminaba la cara. De pronto Phyllida recordó el aspecto que tenía tres noches atrás, cuando había cruzado una habitación parecida en dirección a ella. Los mismos ojos entornados, los mismos labios sensuales. Él bajó la mirada hasta sus labios; se habría atrevido a jurar que por su cabeza pasaban los mismos pensamientos voluptuosos.

Phyllida contuvo la respiración.

Lucifer se paró a escasos centímetros de ella, de tal modo que alcanzaba a percibir su calor. Luego la miró a los ojos y los escrutó. A continuación alzó la mano; con el pulgar le rozó los labios, provocándole un escalofrío. Luego sonrió como resignándose a que no era momento para eso.

—Bien, sombreros —murmuró—. ¿Dónde crees que guarda los sombreros?

Phyllida pestañeó y, con débil gesto, señaló una puertecilla.

—En el vestidor. Hay un estante para sombreros.

Lucifer enarcó una ceja.

—Este era el dormitorio de sir Bentley —explicó Phyllida—. Estuvo enfermo durante años, y yo lo visitaba a menudo.

Phyllida fue hacia la puerta, haciendo caso omiso de la tentadora calidez que se había deslizado bajo su piel, pero aunque intentó no acusar la presencia que le pisaba los talones, fue un esfuerzo vano.

Lucifer entró en el vestidor, un largo y estrecho espacio adosado a una pared. Fijado en uno de los muros, a la altura de la cabeza, el estante para sombreros aparecía abarrotado.

—De modo que esto no es Londres. —Lanzó una mirada a Phyllida—. Cedric tiene más sombreros que cualquiera de los caballeros adictos a la moda que conozco.

—Razón de más para mirar. Por lo visto, nunca ha tirado uno en su vida.

Era muy cierto. Como Phyllida no alcanzaba hasta los sombreros, él hizo las veces de ayudante y se los iba entregando, uno a uno. Ella lo tomaba, lo observaba y sacudía la cabeza antes de devolvérselo. Con la luz de la luna todos los sombreros se veían del mismo color: marrón.

Poco a poco, fueron avanzando a lo largo del anaquel. Con un suspiro, Phyllida devolvió el último sombrero negando con la cabeza. Él lo estaba colocando en su sitio cuando oyeron un ruido que no era golpe ni chasquido.

Se quedaron inmóviles. Ella lo miró y él le indicó silencio llevándose el índice a los labios, antes de volverse.

El dormitorio tenía dos puertas, la que habían utilizado ellos para entrar, próxima a la pared del vestidor, y otra que daba a la habitación de al lado, seguramente un cuarto de estar. El ruido debía de haberlo producido alguien que se acercaba por el pasillo. ¿Habría entrado alguien por el lado de la sala de estar? ¿Cedric? Era bastante improbable que un anfitrión se ausentara del salón, aunque si era el asesino no cabía descartarlo.

Lucifer decidió salir al dormitorio.

Una corriente de aire acompañada de un quedo silbido lo previno, impulsándolo a agacharse. Una recia vara le golpeó el hombro izquierdo. El impacto lo hizo caer de rodillas. Haciendo acopio de fuerzas, aferrado con el brazo derecho al marco de la puerta, vio a un hombre que al amparo de las sombras se escabullía por la puerta del pasillo. Luego oyeron pasos que se alejaban a toda prisa.

—¡Por todos los santos! ¡Que se escapa! —Atrapada tras él, Phyllida se levantó las faldas para saltar por encima.

Él la agarró a media zancada y la obligó a retroceder.

—¡No!

Ella cayó encima de él.

—Pero… —Se debatió con furia, produciendo un revuelo de seda en su regazo—. ¡Podría atraparlo!

—¡O él podría atraparte a ti! —La retuvo con el brazo hasta que se calmó.

—Ah.

—Sí, ah.

Con la mandíbula apretada, la movió para que no lo aplastara con la cadera y luego trató de relajar el hombro.

—Estaba esperando —dedujo Phyllida.

—Con esto.

Lucifer tomó del suelo un bastón y lo levantó para observarlo. La empuñadura era una cabeza de león de bronce, muy pesada.

—Normalmente está en el rincón, junto a la puerta.

Phyllida miró hacia la puerta del pasillo e intentó no pensar en qué habría ocurrido si Lucifer no hubiera tenido unos reflejos tan acerados. Si no se hubiera agachado y el bastón le hubiese dado en la cabeza, podría haber muerto o perdido el conocimiento. Entonces ella habría quedado a merced del agresor. Al mirar a Lucifer, en sus ojos percibió la misma conclusión.

—Debemos regresar al salón de baile.