DESPUÉS de comer solo, Lucifer atravesó el bosque en dirección a Grange. Phyllida había insistido en irse a su casa después de salir de la iglesia y, sin dar el brazo a torcer, él la había acompañado. Una vez que ella traspuso la verja de entrada, había regresado a Colyton Manor. Ahora volvía sobre sus pasos de nuevo, porque no soportaba saberla en peligro y tenerla fuera de su vista.
Sólo habían transcurrido diez días desde que se conocieron, y ya se veía reducido a un lamentable estado.
Había ido a ver a Coombe. Pese a su incoherencia, este le había dicho lo suficiente para convencerlo de que no sabía nada sobre ningún ejemplar específico de la colección de Horacio. El simplemente esperaba hacerse con algunos tesoros a precios de ganga. Silas no era el asesino.
Lucifer avanzaba en silencio por el sendero cubierto de hojarasca, con el instintivo sigilo de un cazador. En cierto punto el camino trazaba una marcada curva y quedaba tapado por unos espesos matorrales. Al doblarla, tuvo que detenerse en seco, justo a tiempo para no chocar contra Phyllida.
Ella, en cambio, se abalanzó sobre él.
Él la sujetó para que no cayera, pero contuvo el impulso de estrecharla entre los brazos. La presión de los pechos contra su torso era un deleite que recordaba muy bien. La lujuria, el deseo y aquella necesidad primaria que sólo ella le suscitaba lo estremecieron.
Ella debió de notar su reacción instantánea. Conteniendo el aliento, se puso rígida, inspiró y dio un paso atrás.
—Disculpe —dijo, casi jadeante. Evitó mirarlo a los ojos, mientras se recomponía la falda—. Me dirigía a su casa.
Notó que ella lo miraba un instante a la cara mientras él escudriñaba el camino más allá de ella. No había traído ningún escolta infirió con creciente enojo. Tuvo ganas de reprochárselo, de soltarle un responso. Pero se contuvo con un esfuerzo que lo dejó como una bestia enjaulada. Al menos acudía a verlo a él. Después de lo ocurrido por la mañana, seguramente debía darse por satisfecho.
Se hizo a un lado y le indicó que avanzara con un gesto. Luego echó a andar detrás, pisándole los talones, a la espera de que le explicara para qué quería verlo. ¿Para decirle que había entrado en razones? ¿Para reconocer que obraba mal yendo por ahí sola y que agradecía su solícita protección?
Llegaron al linde de la arboleda y Phyllida salió al soleado césped.
—Venía a preguntarle —dijo entonces— si le importaría dejarme mirar en el anexo y las bodegas. Están llenos de mobiliario… es posible que el secreter se me pasara por alto cuando los revisé ese domingo.
Lucifer la miró, pero ella le rehuía la mirada. Al cabo de un momento, resopló.
—Si es lo que desea, adelante… —Con una seca y cortés reverencia, la animó a avanzar—. Aunque tendrá que excusarme; otros asuntos reclaman mi atención.
Tras dedicarle una altanera inclinación de la cabeza, Phyllida se encaminó al anexo. Él la miró hasta que hubo entrado antes de ir hacia la casa. Allí atravesó la cocina y, dando escuetas instrucciones a Dodswell para que vigilara el anexo, se retiró a la biblioteca, con la estricta prohibición de que fueran a molestarlo.
Una vez en el anexo, Phyllida logró por fin respirar libremente. Con los nervios todavía alterados, se quedó parada en medio del silencio, esperando a que se calmaran.
¿Qué estaba ocurriendo? En cuestión de unos días, su vida había pasado de monótona a imprevisible, de mundana a apasionante, de rutinaria a intensa. El asesinato de Horacio tenía poco que ver con ello. Por más que influyera en los acontecimientos en curso, no constituía el origen de aquel torbellino de cambios.
Este derivaba de un cálido viento llamado Lucifer.
Por fortuna, la había dejado sola. Si se hubiera quedado, cualquiera de los dos habría sido incapaz de resistirse a reanudar la precedente discusión, y el desenlace habría sido malo. Todavía le escocía que él hubiera tratado la cuestión de su seguridad con su padre en lugar de con ella. Nadie, ni Cedric, ni siquiera Basil, había asumido de una forma tan directa y arrogante el control sobre ella.
La idea le producía tal enojo que optó por apartarla, y con ella a Lucifer. Miró en torno. El largo anexo estaba lleno de cajas y muebles apilados contra las paredes, así como en el centro, de modo que formaban una especie de pasillo oblongo.
Ya había buscado allí aquel fatídico domingo. Aun cuando creía haberlo hecho a fondo, mientras examinaba aquel batiburrillo de cosas se renovaron sus esperanzas. El secreter de viaje no era grande… Tendría unos treinta centímetros de ancho por treinta de profundidad y tal vez veinte de altura en la parte posterior. La tapa inclinada estaba revestida de cuero rosa. Se trataba de una pieza realmente hermosa, que recordaba haber visto sobre las rodillas de la abuela de Mary Anne incontables veces.
Podría habérsele pasado por alto. Comenzó a revisar todos y cada uno de los muebles y las cajas, avanzando en sentido opuesto a las agujas del reloj. Con la mirada atenta, tocaba, palpaba y hurgaba hasta el último hueco.
Entretanto, dejó vagar el pensamiento hacia otra cuestión.
Nunca debió haber permitido que la sedujera, desde luego, pero aun así no lamentaba lo ocurrido esa noche. Ella deseaba vivir la experiencia, ansiaba acceder a ese conocimiento, y gracias a él lo había logrado. No obstante, allí debería haber acabado todo. Habían hecho una especie de trato: una noche de pasión por las revelaciones que él quería. Pero el intercambio se había llevado a cabo y, pese a ello, persistía algo. Algo de otro orden, que no sabía si había nacido esa noche. La actitud posesiva de él era bien tangible y, a la luz de su reciente comportamiento, no era descabellado preguntarse si ya existía antes y si su noche de pasión había tenido origen tanto en su deseo de información como en su deseo de…
Sacudió la cabeza, con los labios apretados. Si él había creído que con eso adelantaría algo, tendría que replantearse la estrategia. Ella no era una posesión, ni de él ni de nadie, ni siquiera de su padre. Ella era dueña de sí misma y pensaba seguir siéndolo pasara lo que pasase.
Mientras permaneciera lejos de sus brazos para no verse sometida a aquella irresistible compulsión de apoyar las manos en su pecho, estaría a salvo. A salvo de él. En cuanto al asesino, tendrían que trabajar juntos para desenmascararlo. En eso coincidían los dos. Al margen de lo que se interpusiera entre ellos, atrapar al asesino seguía siendo un objetivo común.
Aquella idea le resultó reconfortante. No obstante, prefirió no pararse a pensar por qué y, concentrándose de nuevo en la tarea que tenía entre manos, prosiguió la meticulosa búsqueda.
Se hallaba casi en el extremo del edificio cuando Lucifer apareció en la puerta. Al verla se detuvo, vacilante. No sabía a qué había ido allí, ni siquiera qué iba a hacer ahora. Actuaba siguiendo un puro instinto, un instinto que le decía que ella no comprendía. Ella creía que él la había seducido para conseguir información. Dejando a un lado lo que hubiera de verdad en ello, ¿suponía que después de esa noche él se alejaría sin más? ¿Que dejaría de desearla? Pese a que ella no mostraba interés en indagar, en desentrañar las auténticas motivaciones de él, Lucifer estaba más que dispuesto a aclarar aquel malentendido en concreto.
Así pues, una vez traspuesto el umbral, cerró la puerta. La luz caía sesgadamente por los ventanucos situados cerca del techo. Sin que Phyllida advirtiera que la luz menguaba a sus espaldas, caminó hacia ella, observándola mover una caja y mirar debajo de una mesa. Acercándose, reparó en la muselina lila que le moldeaba las caderas al encorvarse.
Phyllida se enderezó con un suspiro. Después de colocar la caja en su sitio, retrocedió y chocó de lleno contra él.
Había tropezado con sus botas. Lucifer la estabilizó atrayéndola hacia sí. Ella contuvo el aliento y con el oscuro pelo desparramado como seda sobre sus hombros, alzó la cabeza para mirarlo al rostro.
Se escrutaron un instante y después ella bajó los ojos hasta sus labios. Él la imitó, pero siguió hasta los marfileños pechos que asomaban por el escote, tiernos montículos que palpitaban con la respiración. Inclinando la cabeza, la atrajo hacia él. Ella lo contuvo posando ligeramente los dedos en su mejilla.
—¿Por qué? —susurró. La pregunta expresaba genuina perplejidad.
Él la miró a los ojos, tratando de hallar una respuesta sincera.
—Deseo —contestó con voz ronca—. ¿Nadie le ha hablado de eso?
Y la besó, y ella lo correspondió a modo de tanteo. Sus labios, carnosos y cálidos, se abrieron tentadores en titubeante invitación. Él aceptó de inmediato y se rindió en sus brazos, ofreciéndole la boca, animándolo a ahondar en su conquista, pese a que no estaba claro quién era el conquistado y quién el conquistador. Lucifer prefirió no demorarse en la cuestión y se sumergió en ella, dejándose enardecer por el gozo de tenerla, liberando el deseo que ella le inspiraba. Fue un delicioso momento, sobre todo por la promesa que contenía. Cerró los brazos en torno a su talle, atrayéndola más. El beso se demoró, sumiéndolos en un estado sensual y embriagador.
Cuando se separaron para respirar, Phyllida no se apartó. Con sus ojos oscuros, le escrutó la cara y luego se detuvo de nuevo en los labios.
—¿Esto es el deseo?
—Sí. —Le rozó los labios con los suyos—. Aunque hay más. Has oído la música, pero esto es sólo la obertura. Es una danza con muchos más pasos y fases.
Phyllida titubeó mientras el deseo rebullía, como un plateado anhelo flotando en un compás de espera… Inspiró hondo y musitó:
—Enséñame.
La aproximó a él y ella no opuso resistencia. Dejó que la mantuviera así, recibiendo la caricia de su pecho y sus muslos. Él presionó las manos en su cintura, en tanto ella deslizaba las suyas hasta sus hombros. Cada uno tenía la mirada fija en la cara del otro; poco a poco, él se inclinó y le cubrió los labios con los suyos.
Phyllida se entregó sin reparos, demasiado intrigada para retirarse. ¿De veras la deseaba? Nadie lo había hecho hasta entonces. ¿Era posible? ¿Era deseo lo que persistía después de su noche de pasión? Por más apremiantes que fueran aquellos interrogantes, no era aquello lo único que la atraía, que la urgía a extender las manos e hincar los dedos en los amplios músculos de sus hombros al tiempo que se estiraba para ahondar en su boca. El beso era cada vez más profundo, más fogoso, y ella quería fundirse con él, experimentar su deseo hasta las últimas consecuencias.
El deseo fluía entre ambos, no sólo el de él, sino también el de ella nuevo y delicado como un capullo. Él lo espoleaba con destreza, y ella así lo notaba, consciente de que aguardaba a que se desplegase a la manera de una flor. Cuando se abrió, en forma de una avalancha de calor y avidez que se desparramó por su piel, él recorrió la barbilla y la garganta con los labios, como si pudiera percibir su sabor.
Su aliento se entremezclaba, cálido y afanoso, aunque controlado aún. Él volvió a tocarle los labios.
—Ábrete el vestido —le dijo.
Un tibio hormigueo se expandió por la piel de Phyllida. Miró el cuerpo del vestido, cerrado con tres botones. Él aflojó su abrazo y, oyendo el martilleo del pulso, ella bajó las manos para desabrocharse los botones. Sabía lo que hacía, y también por qué lo hacía. Ambos compartían algo que lo explicaba todo, lo excusaba todo. Algo que la incitaba a dar curso a su deseo, al de él y al propio.
El tercer botón quedó libre, dejando ver la camisola interior, ceñida por una hilera de diminutos botones. Phyllida los desabrochó también y tras un instante de vacilación abrió la camisola. La mirada de él se fijó en sus pechos, y al punto el ardiente contacto de sus manos los puso turgentes.
La había tocado durante la noche de pasión, por lo que apenas había visto gran cosa. Ahora, en cambio, percibía el deseo desatado en su cara, tan próxima, en el brillo de su piel, en el refulgir de sus ojos entornados, en el sensual contorno de sus labios.
La acarició con suavidad; las yemas de los dedos le rodeaban las aureolas, tensando los pezones con sólo rozarlos. Lucifer observaba cómo su piel se encendía y cobraba vida gracias a las atenciones que él le dispensaba, y ella miraba también, captando la devoción que él le ofrecía con cada caricia, transmisora no de afán posesivo sino de adoración… Aquel era un aspecto desconocido del deseo.
Phyllida le tocó la mejilla y le giró la cara para verle los ojos. Estos ardían con un oscuro resplandor, turbulentos y centrados a la vez, controlados. Él volvió la cabeza y le besó la palma de la mano. Entonces ella se puso de puntillas y le dio un beso suave y profundo para luego retroceder y presionar el pecho contra su mano. No tuvo necesidad de explicitar su invitación. Él bajó la cabeza y le besó húmedamente los senos. Estremecida, ella enredó los dedos en su pelo. Cerró los ojos, expectante, y se estremeció cuando él le frotó un pezón con la lengua. Luego lo atrapó en su boca y Phyllida se derritió y se tensó sucesivamente con cada succión.
El ardor crecía y crecía, acompañado de un ávido deseo. Phyllida lo notaba en toda la piel. Lucifer la atrajo más hacia sí, con la respiración entrecortada igual que ella. Respiró hondo, expandiendo el pecho, rozándole con su chaqueta los desnudos pechos.
—¿Quieres más? —murmuró cerca de su oído.
—Sí…
La respuesta surgió al tiempo que bajaba las manos. Tras desprender la aguja de zafiro de la corbata, que ancló en la solapa, tiró de las puntas de esta. De soslayo, vio que él sonreía. Una vez suelta la corbata, comenzó a desabrocharle la camisa y le dedicó una mirada.
—¿Qué ocurre? —le dijo.
La sonrisa se acentuó maliciosamente.
—No es lo que tenía previsto, pero… sigue —respondió.
Así lo hizo, dejándole el torso al desnudo. Se quedó mirándolo. La luz de la luna no le había hecho justicia, ni de lejos. Su piel tenía una cálida tonalidad que le produjo una desazón en la palma de las manos; las apoyó en la firme musculatura y las deslizó hacia el hombro. Él cerró los ojos. Luego prosiguió hacia abajo, fascinada por los contornos, las hondonadas, por el contraste de la lisa piel y la aspereza del vello. Era corpulento y delgado a la vez, esbelto pero compacto.
Phyllida desplazó las manos hasta los pectorales y, haciendo gala de una gran osadía, se acercó aún más a él, apretando sus desnudos y sensibles senos contra el tórax de él. Ella sentía un hormigueo en la piel, una comezón en los pechos. Apaciguándolos con su contacto, le rodeó los pezones con los pulgares.
Él tensó las manos en su cintura e inclinó la cabeza… Le lamió la sien y la oreja, antes de exhalar una breve risa, algo áspera y temblorosa.
—Ahora me toca a mí.
La atrajo hacia sí al tiempo que deslizaba las manos por su espalda. Le fue subiendo la falda por la parte posterior de los muslos arrugándola, hasta que desbordó por encima de sus manos, que quedaron bajo ella, directamente sobre la piel.
Phyllida contuvo la respiración. La siguiente caricia le produjo una oleada de calor. Apoyando la cabeza en su pecho, lo rodeó con los brazos y dejó que sus sentidos la guiaran. Lucifer le recorrió las nalgas, explorándolas hasta que, estremecida, ella se aferró a él y empezó a lamerle el pecho. Él crispó las manos y le sobó las nalgas con lujuria.
—¿Más? —musitó con la boca pegada a su mejilla.
Phyllida asintió con los ojos cerrados al tiempo que saboreaba la sensación de estar rodeada por él y el creciente deseo que la embargaba.
—Quiero tenerte dentro —susurró sin pensar. Tal vez se ruborizó, pero ya estaba tan encendida que no lo percibió. De todas maneras, no se arrepentía de lo dicho. No podía mentir, no en aquella situación—. ¿Todo esto es deseo?
—Sí, cariño. —Y añadió—: Esto y lo que vendrá.
Lucifer alzó la mirada y, bajo el vestido, subió las manos para sujetarla por las caderas. La hizo retroceder unos pasos, hasta una mesa que le llegaba a la altura del talle.
—Supongo que no se trata del escritorio en cuestión.
Ocupada en desabrocharle el pantalón de ante, ella apenas le dedicó una ojeada.
—No. No es esa clase de mueble.
Él bajó la vista y le ciñó las caderas.
—No… aún no —suplicó ella.
—Sí. Ahora mismo.
Con una mano le aferró una nalga y le modificó la posición de las caderas. La otra descendió por el vientre hasta los rizos del pubis. Después hurgó más abajo. Transida por la sensación, ella abatió la cabeza sobre su pecho.
—No —protestó sin vigor. Otra discusión de la que salía perdedora. Se humedeció los labios, con los sentidos a la deriva, pendientes del recorrido de los dedos—. Si sigues… Luego ya no podré ni pensar.
—Sí, podrás. —Le dio un beso en la sien—. Te lo prometo. Esta vez, tendrás conciencia de todo. —Con cuidado, sondeó la suave hendidura del vértice formado por los muslos y a continuación la besó con ardor—. Ábrete para mí.
Las palabras la recorrieron como un suspiro. Movió los pies y, al notar la mano entre sus muslos, enlazó un tobillo en su pantorrilla, afianzando el equilibrio.
—Así, muy bien. —La palabra de aliento le llegó junto con otro beso.
Phyllida le rodeó el cuello con las manos. Bajo aquel áspero vello pectoral, que le producía un exquisito hormigueo, sus pechos estaban tensos y ardientes. Una vez concluido el beso, él apoyó la mejilla contra la suya. Ella se entregó, a él, a la escalofriante sensación que le provocaba con los dedos, al deseo que latía entre ambos, cada vez más intenso. Él lo mantenía a raya, la mantenía anclada, protegida de un súbito embate que lo consumiera demasiado pronto. Ella quería saber, aprender, experimentar el deseo en todo su esplendor, y por eso él se refrenaba a sí mismo y a ella también, para que sintiera y conociera todo cuanto sucedía y previera lo que estaba por llegar.
Pese a que con anterioridad la había tocado como hacía ahora, Phyllida no había sentido plenamente la auténtica intimidad del gesto. La piel húmeda y lábil, su hinchazón, la creciente impresión de lacerante vacío, todo ello había estado presente antes, pero sólo ahora lo apreciaba.
—Deseo… —musitó. No era una pregunta ya.
Alzó la cabeza para mirarlo a la cara. Después se estiró y le dio un beso, breve y anhelante. Una vez separados sus labios, ella apoyó la frente en su mandíbula, mientras él le introducía, despacio, un dedo.
Phyllida cerró los ojos y sintió que su intimidad se contraía, estrechando el dedo de Lucifer. Cuando abrió los ojos y se relajó, él inició el movimiento.
—Haz eso cuando te penetre —le murmuró rozándole la sien.
Prosiguió con la lenta fricción. Luego se retiró y exploró fuera un momento, antes de deslizarse de nuevo en su interior. Ella no estaba segura si era él el que enseñaba o aprendía con su indagación. Lo cierto era que notaba cada roce, cada deslizamiento, cada círculo trazado.
Irradiaba calor por oleadas, montada en la marea del deseo. Lo percibía en torno a ellos como un desbordado mar que amenazaba con sumergirlos. Latía en las venas de ambos con un repiqueteo cada vez más compulsivo.
—Ahora —musitó él con los ojos entornados, de un azul tan oscuro que parecía negro. Sus dedos mantenían su lento y repetitivo movimiento—. ¿Eres capaz de pensar?
Al principio ella no comprendió, luego se acordó. Inspiró con dificultad antes de asentir. Después bajó la mano por el pecho de él, palpó la cintura y comenzó a desabrocharle los botones.
Duro y candente, el miembro brincó y le llenó la mano. Ella cerró los dedos despacio y empezó a desrizarlos abajo y arriba, maravillada de nuevo con la aterciopelada suavidad que envolvía la rígida turgencia. Acarició con un dedo el grueso glande. Oyó el aliento estremecido de Lucifer y lo miró. Tenía los ojos cerrados y la expresión tensa, atormentada.
—¿Duele?
—No —graznó él.
Sonriendo, volvió a poner en acción la mano. Él soportó la tortura sólo un minuto más.
—Ya basta —jadeó.
La tomó por las caderas y, levantándola, la colocó en el borde de la mesa. Ella se agarró a sus hombros, pues apenas había quedado apoyada. La embargó un regocijo desbocado. Sin embargo, no quería perder la noción de las cosas. Todavía le quedaba mucho por ver, por valorar. Quería comprenderlo todo, en cada una de sus fases. Aspiró con afán antes de preguntar:
—¿Cómo lo haremos?
Él la miró a los ojos y ella percibió la lucha que libraba para contener su apremio, para mantenerlo bajo control. Lucifer respiró hondo e inclinó la cabeza.
—Espera.
Hincando los dedos en sus hombros, Phyllida se dispuso a aguardar.
Él le levantó la falda y la enagua y las echó atrás. Ella bajó la vista y se ruborizó al ver la oscura mata de rizos que formaba un suave nido en su ingle. Rodeando con las manos los desnudos muslos por encima de las medias, él le abrió las piernas y se encajó entre ellas. Ya se había bajado los pantalones.
Phyllida le recorrió el pecho con la mano y siguió descendiendo hasta envolver el ardiente miembro. Él la agarró por la muñeca para disuadirla y, tomándola por las caderas, la desplazó hasta el borde de la mesa. Luego se acercó y ella contuvo la respiración.
—Mira.
Phyllida así lo hizo.
Lucifer reparó en la absoluta concentración de su semblante mientras él presionaba sus hinchados labios. Una vez que halló la entrada, dejó que ella sintiera la presión del glande antes de deslizarse apenas en el interior con una suave embestida. Entró sólo lo suficiente para que ella contuviera el aliento, estremecida, y se pusiera en tensión. Aguardó a que se relajara y le susurró:
—No te va a doler esta vez. Ya no te dolerá nunca más. —Él poseía un grado de control excepcional, pero también ella era excepcional en su fogosidad, que lo ponía a prueba—. Cuando te hayas relajado, entraré del todo… Ya sabes que cabe…
—Sí, lo sé —repuso ella con la respiración entrecortada.
Él notó cómo se aflojaba poco a poco y dejaba de estrangularle el glande. Por fin estaba receptiva. Despacio, muy despacio, la penetró.
Con la cabeza inclinada, ella observó cómo se introducía hasta el fondo, y se estremeció. Él apretó y después retrocedió. Como ella miraba, salió y volvió a entrar. Phyllida observó cómo la penetraba dos veces más hasta que, jadeante, se dejó ir.
Él la esperaba cuando, colgada de sus hombros, ella levantó súbitamente la cabeza. Atrapó sus labios con un beso abrasador. Ella se abandonó con ávida pasión, pegada a él. Con cada embestida los erguidos pezones de los pechos lo rozaban provocativamente.
—Rodéame las caderas con las piernas —susurró Lucifer.
Phyllida obedeció y después enlazó los brazos por encima de sus hombros, reclinándose contra él. Lucifer la sostenía por las nalgas mientras la embestía cada vez con mayor ímpetu. Ella se aferraba a él, que le colmaba la boca y el cuerpo, bañado en su húmedo ardor.
El ardor era tan exquisito, tan candente, que podía reducir a cenizas los sentidos. Él se desintegró en sus honduras, ahogado en su gloria. Un instante después, ella lo seguía, estremeciéndose en sus brazos. La mantuvo abrazada, mientras se ovillaba en torno a él, con la cabeza apoyada en su hombro. Ambos tenían el pulso desbocado; él hinchaba el pecho con cada jadeante aspiración. Apoyando el dorso de las manos en la mesa, la bajó y le depositó un suave beso en el pelo.
Permanecieron largo rato inmóviles, en silencio, unidos en aquel íntimo abrazo.
Phyllida no acababa de dar crédito a la hondura del placer que la embargaba. Flotaba en un mar de rutilante gozo, anclada, retenida en la seguridad de sus brazos. Durante todo el acto había disfrutado de ello, de una combinación de deseo, intimidad, placer y gozo, al abrigo de sus brazos. En la mejilla percibía el potente latir del corazón de Lucifer, que se iba aminorando a medida que retornaban a la tierra. Lo único que lamentaba era que no se hallaran desnudos en su dormitorio. Entonces no tendrían necesidad de moverse, de interrumpir aquel momento mágico. Ella podría quedarse entre sus brazos para siempre, gozar de su calidez para siempre. Repetir el juego del deseo con él para siempre.
Sin embargo, no se había tratado de un juego. El deseo que los había atrapado, impulsado y consumido al final, había sido algo muy real. Tanto para ella como para él. Phyllida se preguntó cuál era la auténtica lección que Lucifer había pretendido enseñarle.
—¿Qué pretendes con todo esto? —le preguntó.
—Ya lo sabes.
En el fondo lo sabía, pero no había querido creerlo. Ahora no tenía más alternativa que afrontarlo.
—Dímelo tú. —Era mejor que lo dijera él, porque de ese modo no podría obviarlo.
—Nunca te habría hecho el amor si no tuviera intención de casarme contigo.
Ella lo miró fijamente.
—Yo no he dado mi consentimiento.
Él dejó que se prolongara el silencio antes de besarla en el pelo.
—Ya sé… pero lo darás.