AL despertar, Phyllida abrió los ojos y por la ventana contigua percibió un retazo de cielo. Una luz grisácea se superponía a la oscuridad, como un presagio del inminente amanecer.
Volvió a cerrar los párpados, arrebujándose en las sábanas. Tenía distendido y relajado todo el cuerpo y el pesado brazo posado en su cintura le producía una reconfortante sensación… Se incorporó de golpe, o así lo habría hecho de no ser por aquel brazo que se tensó y la contuvo.
Tendida de costado, puso los sentidos en alerta. Lucifer yacía boca abajo a su lado, con un brazo apoyado en ella. Y estaba despierto, y desnudo. Como lo estaba ella. No iba a ser fácil escapar de aquello sin perder la compostura.
Por desgracia, no recordó que le hubieran enseñado ninguna norma sobre cómo comportarse a la hora de abandonar la cama de un caballero. Si hubiera estado dormido, se habría escabullido sin más. Vestida, habría encarado la situación con aceptable serenidad.
Pero ¿desnuda? ¿Y con él desnudo a su lado?
Si seguía allí discurriendo sobre el asunto, acabaría cediendo al pánico. Se volvió y él deslizó el brazo hasta su cintura. Tumbada de espaldas, lo miró de soslayo; tenía la cara medio hundida en la almohada.
—Tengo que irme.
Lucifer abrió el ojo que quedaba visible y la observó, con demasiado detenimiento para su agrado.
—Todavía no me has dicho qué has venido a buscar, que es seguramente el motivo por el cual el asesino la ha emprendido contra ti.
—No lo es. Pronto se hará de día y tengo que volver a casa por el bosque. Si pasa más tarde por la mañana, prometo que se lo contaré todo.
Lucifer negó con la cabeza sin levantarla. Estaba extraordinariamente atractivo con el negro pelo alborotado. ¿Era ella quien lo había despeinado?, se preguntó, con un repentino deseo de acariciarle el cabello.
—Ya pensaba ir a interrogarte esta mañana, pero la actual situación es más propicia para obtener información.
—¿A qué se refiere? —inquirió ella ceñuda.
—Me refiero a que no saldrás de esta cama hasta que me lo hayas explicado todo.
—No sea tonto… Tengo que irme antes de que se levanten los criados. No querrá que sepan que estoy aquí.
—Si a ti no te importa, ¿por qué tendría que inquietarme yo? —contestó él con un encogimiento de hombros. De todos modos iba a casarse con ella. En tales circunstancias, todo el mundo haría la vista gorda.
Ella se quedó mirándolo, pasmada, y luego exclamó:
—¡Claro que me importa!
Trató de zafarse de su brazo. Con un suspiro, él se volvió, atrayéndola hacia sus brazos. Phyllida se quedó inmóvil mientras él la hacía girar hasta depositarla de lado, con la nariz prácticamente pegada a la suya, envuelta en sus brazos, con las piernas enredadas en las suyas y la presión de su erección contra la blandura del vientre.
—En ese caso, más vale que comiences a hablar —dijo, mirándola a los ojos.
Era imposible descifrar su expresión; sólo los oscuros ojos, aún dilatados y brillantes por la saciedad, indicaron que era consciente de su estado. De la amenaza implícita. Apretó los labios, terca hasta el final.
Sosteniéndole la mirada, él aguardó, mientras asomaba el sol.
Phyllida acabó por capitular.
—Estaba buscando un fajo de cartas. No mías, sino de otra persona.
—De Mary Anne. —Era una deducción lógica.
—Sí. Escondió las cartas en el secreter de viaje de su abuela y después su padre vendió a Horacio el secreter, que fue trasladado aquí antes de que Mary Anne tuviera noticia de ello.
—¿Qué contienen esas cartas para ser tan peligrosas?
—No lo sé. Lo que sí sé es que Mary Anne y Robert están desesperados por recuperarlas sin que nadie se entere de su existencia, y mucho menos las lea.
—¿Prometiste no decírselo a nadie?
—Juré no revelar nada a nadie.
Él la observó un momento, antes de asentir.
—Está bien. Así que buscabas unas cartas… —Endureció el semblante—. Por eso estabas en el salón de Horacio el domingo pasado.
—Sí —confirmó ella con un suspiro, aliviada de poder confiarse a él. Además, él había comprendido que ella se mantuviera fiel a su promesa, tal como había previsto—. Buscando, entré en el salón… y vi a Horacio en el suelo.
—¿Dónde estaba yo?
—Aún no había llegado. Acababa de volver a Horacio boca arriba y comprobar que estaba muerto cuando lo oí llegar por el camino.
—¿Y luego?
—Pensé que quizás era el asesino que volvía a recuperar el cadáver, y me escondí.
—¿Dónde? —preguntó con ceño.
—Detrás de la puerta —repuso ella sosteniéndole la mirada.
Lucifer endureció su expresión. Los brazos se tensaron en torno a ella, que se había imaginado cientos de veces reconociendo ante él que lo había golpeado con la alabarda, pero nunca se había figurado que fuera a hacerlo desnuda entre sus brazos.
—¿Fuiste tú quien me golpeó?
—¡Fue sin querer! Cuando me di cuenta de que no era el asesino, di un paso adelante para dirigirle la palabra y entonces la alabarda se vino abajo.
Él la miró a los ojos por un momento que a ella se le hizo eterno y luego relajó los brazos.
—Trataste de pararla, ¿verdad? Por eso no me mató.
Phyllida dejó escapar el aire que había estado reteniendo.
—Lo intenté, pero en vano. Sólo conseguí desviarla un poco. —Revivió el horripilante recuerdo, que debió de plasmarse en sus ojos, porque él inclinó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.
—No pasa nada. —Le frotó la espalda—. Con ese poco fue suficiente.
Sosegada por su tono y sus caricias, depuso toda resistencia y se relajó en sus brazos. Después posó la vista en sus labios.
—Bueno, ahora ya lo sabe.
—Mucho más de lo que sabía antes de acostarme, pero… —esbozó una maliciosa mueca.
Ruborizada, ella volvió a fijar la mirada en sus ojos, para apartarla de aquellos diabólicos labios.
—Aún ignoro por qué el asesino va por ti.
—Creo que es por el sombrero. —Realizó una breve descripción de la prenda—. De todas formas, no sé de quién era, y no he vuelto a verlo desde ese día.
Encima de ellos sonó un crujido de madera, que los hizo levantar la vista.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó ella palideciendo.
Lucifer la atrajo hacia sí y le dio un beso, largo y profundo, al tiempo que desplazaba las manos por su espalda y sus nalgas. Después la soltó.
—Ve.
Pese a su aturdimiento, Phyllida no se lo hizo repetir y se apresuró a bajar de la cama. Tomó los pantalones caídos a los pies de esta y, sentándose, forcejeó para ponérselos. Con la cabeza apoyada en los brazos, él la observó.
Tras calzarse las botas, se apresuró a recuperar la camisa. Tanto esta como los pantalones carecían de botones. Horrorizada, se volvió hacia él para mostrárselo. Lucifer sólo arqueó una ceja.
Enojada, cogió la chaqueta y se la puso. Se encorvó para recoger las sujeciones de los pechos, que guardó en un bolsillo y cerrando con una mano la chaqueta y la otra debajo, sosteniendo los pantalones, se encaminó a la puerta.
—Pasaré a verte más tarde —dijo él—. Hasta entonces, no vayas a ninguna parte.
Su tono la hizo vacilar. Lo miró desde el umbral y, tras asentir, se fue a toda prisa.
Lucifer aguzó el oído, pero ella iba con más sigilo que un ratón. Nadie de la servidumbre se había levantado porque siempre los oía cuando bajaban la escalera. Saldría de la mansión y atravesaría el bosque sin peligro, pues nadie podía saber que había pasado la noche en su cama. Los dos ataques de que había sido objeto habían sido planificados; el asesino no parecía dispuesto a merodear y correr el riesgo de levantar sospechas. Phyllida llegaría a su casa sin percance y alcanzaría su habitación sin ser descubierta. Tampoco era algo de mucha importancia, pero a ella le preocuparía que la vieran.
Aquello le recordó algo. Levantó la sábana y vio que estaba manchada de sangre.
Al bajarla, detuvo la vista en el afiladísimo sable de caballería, apoyado en el arcón. Tenía que pergeñar una historia. La noche anterior se había desvelado, y al oír un ruido había salido a investigar empuñando el sable. Se había hecho un corte en la pierna que no había advertido en la oscuridad. Luego se le había ocurrido probar la cama de Horacio, para ver si le costaba menos dormirse allí. La idea había funcionado. Era una explicación creíble.
Recostándose, cerró los ojos y se puso a repasar lo acontecido esa noche. Enseguida esbozó una picara sonrisa.
—Quiero pedir la mano de su hija. —Curiosamente, no le costó nada pronunciar aquellas palabras. Volvió la espalda a la ventana que daba al césped de Grange y miró a sir Jasper.
—¡Estupendo! —se congratuló desde su escritorio el juez. Luego se puso serio y se aclaró la garganta—. Claro que ella dirá la última palabra. Es una mujer testaruda, que no se deja mandar, ya lo sabe.
—En efecto. —Lucifer se sentó en una silla frente a su futuro suegro—. Por cierto, parece que los pretendientes que ha tenido hasta ahora la han predispuesto contra el matrimonio.
—Oh, sí, así es. Siempre los ha rechazado de manera tajante. —Sir Jasper lo miró con aire meditativo—. No sé si será alguna rareza propia o por no haber tenido madre desde hace tanto, o qué se yo, pero el caso es que afirma que no tiene ningún interés en casarse.
—Con el debido respeto, creo que ninguno le ha dado suficientes incentivos par despertar su interés. Todo el mundo espera que se case, da por supuesto que lo va a hacer, y sus pretendientes han querido sacar provecho de ello. A pocas mujeres les gusta que las consideren como algo que no hay que conquistar. —Sobre todo las damas inteligentes con dotes de mando—. Debido a ello —prosiguió—, aunque deseaba hacerle a usted partícipe de mis intenciones, he preferido no hablar aún del asunto a Phyllida. Nos conocemos desde hace sólo nueve días y pese a que por mi parte no abrigo dudas, me consta que la mejor manera de lograr el consentimiento de Phyllida es dejarle tiempo para que ella misma se persuada de que es lo que desea.
—Es decir, que se propone esperar antes de planteárselo, ¿eh?
—Me propongo cortejarla antes de, metafóricamente, hincarme de rodillas ante ella. Unas semanas… No tengo prisa. —En su mente se disparó una sensual e inoportuna imagen de Phyllida tendida bajo él—. Creo que lo más contraproducente que podría hacer sería pedirla en matrimonio ahora.
Si lo hacía, Phyllida querría saber de inmediato por qué quería casarse con ella. Entonces se vería obligado a esgrimir las razones convencionales que lo colocarían en el mismo plano, tan poco atractivo, de sus otros pretendientes. Aun cuando los motivos fueran de peso, sabía que no eran lo que ella querría oír. No se dejaría convencer por ellos.
Él tenía un motivo obvio, del que carecían los demás. Se había acostado con ella y, según los códigos de honor, debía por tanto llevarla al altar. Si bien en ciertos sentidos, en lo que se refería al honor, aquello tenía su razón de ser, no constituía, desde su punto de vista, un argumento válido en apoyo de su causa.
Ninguna mujer quería escuchar que iba a casarse por exigencias de honor. Dejar que Phyllida creyera tal cosa, o insinuarlo siquiera, sería una crueldad y una cobardía. Además, no correspondía ni de lejos a la verdad. Se había acostado con ella porque tenía intención de casarse con ella y no al revés.
—Me parece que lo más indicado es recurrir a una estrategia de pausada persuasión.
—Tal vez acierte —convino sir Jasper—. En todo caso, nada pierde probando. —Miró a Lucifer con preocupación—. No voy a andarme con rodeos. En este momento, toda la ayuda que pueda proporcionarme con Phyllida será bien recibida. Este asunto de que la hayan atacado dos veces me tiene preocupadísimo. No alcanzo a entenderlo.
—Creo que debemos asumir que el agresor es el asesino de Horacio. Nada mueve a pensar que en Colyton haya dos hombres de malévolas intenciones. Aunque el motivo por el que atacó a Phyllida es desde luego un misterio.
—Ella afirma no tener idea de ese motivo.
—Humm. Yo, por supuesto, continuaré con mis indagaciones sobre el asesinato. Con su permiso, incluiré en ellas los ataques contra Phyllida. Tiene que tratarse del mismo hombre.
—Costará encontrarle un sentido, pero sí, cuenta con mi aprobación. Todo es muy inquietante.
—De nuevo con su permiso —añadió Lucifer, poniéndose en pie—, procuraré vigilar a Phyllida. Me encuentro en mejor posición que otros para hacerlo.
Sir Jasper se levantó también y le tendió la mano.
—El permiso que necesite, puede considerarlo concedido. A nadie acogería con mejor gusto como hijo.
Lucifer le estrechó la mano.
—Ahora ya puede poner manos a la obra con la conciencia tranquila, ¿eh? —agregó sir Jasper.
—Así es —confirmó Lucifer con una inclinación de la cabeza, al tiempo que reprimía una sonrisa.
Dejó a sir Jasper en su despacho, decidido a entrar directamente en materia. Sin embargo, no tenía del todo tranquila la conciencia. Estaba ocultando su verdadera motivación para casarse con Phyllida y así pensaba seguir haciéndolo. Pese a saber lo que era, apenas podía permitir que el concepto tomara forma en su mente, convencido como estaba de que formularlo de viva voz, ante ella o incluso para sí mismo, era algo fuera de su alcance. Sencillamente era pedir demasiado. En ese momento y más adelante.
Encontró el objeto de sus pensamientos —el objeto de su lujuria, de su deseo y de mucho más— en la rosaleda, ocupada en cortar flores que colocaba en un cesto. Se paró bajo el arco de la entrada a contemplarla. El sol incidía en su oscuro pelo arrancando rojizos destellos de las sedosas hebras. El vestido de pálido dorado se agitaba en torno al esbelto cuerpo que esa misma noche había palpitado bajo él.
Avanzó por las losas del sendero.
Phyllida rodeó un arbusto y lo vio. Aguardó, observándolo acercarse con la gracia de un gran felino cazador. Como siempre, era la viva imagen de la elegancia masculina, en aquella ocasión con una chaqueta oscura y ceñidos pantalones claros remetidos en botas de caña alta con borlas. Notando que se le aceleraba el corazón, respiró hondo para sosegarse y dominar sus emociones. Sabía muy bien dónde estaba ella y dónde estaba él, de modo que no pensaba hacerse ninguna ilusión.
—Buenos días —saludó, inclinando la cabeza.
—Buenos días —repuso él deteniéndose a medio metro de distancia.
En la mirada de él había un brillo especial y en su voz un deje arrullador que le aportaron más calidez que el sol. Posó la vista en el rosal y se concentró en cortar una hermosa flor.
—¿Ha encontrado por casualidad las cartas? —le preguntó.
—He mirado, pero no he localizado ningún escritorio, ni en el primer piso ni en el desván. ¿Está segura de que no se encuentra en la planta baja?
—No creo que se me hubiera pasado por alto.
—Quizá debería venir a la mansión esta tarde y mirar en las habitaciones de abajo.
—De acuerdo —aceptó—. Sería un alivio resolver por lo menos un misterio.
—En lo que se refiere a la cuestión de quién mató a Horacio, cuénteme lo que ocurrió desde el momento en que entró en la casa hasta que la abandonó.
—Ya se lo expliqué.
—Hágalo de nuevo, por favor. Podría haber algo, algún pequeño detalle, que recuerde esta vez.
Phyllida se volvió, depositando las tijeras en el cesto. Luego repasó de forma minuciosa todos sus movimientos mientras se dirigían al emparrado del extremo del jardín.
—O sea, que lo último que hizo fue ir en busca del sombrero, ¿correcto? —concluyó él mientras le sostenía la mano para que tomara asiento en el banco de piedra del cenador.
—Sí. Pensaba que era suyo.
—¿Mío? —Se sentó a su lado—. Yo llevo siempre chaqueta negra o azul oscuro. ¿Qué iba a hacer con un sombrero marrón?
—En ese momento desconocía sus preferencias en el vestir. —Calló un instante, aferrada a su calma, prefiriendo mirar las rosas que se inclinaban al calor del mediodía—. Sea como fuere, cuando volví por la tarde para dejar a alguien a cargo de sus caballos, quise recogerle también el sombrero. Pregunté a Bristleford. Él estaba seguro de que no había ningún sombrero en el salón en el momento en que encontraron el cadáver.
—Y a mí.
—Y a usted.
Esperó a que él efectuara algún comentario sobre las circunstancias que lo habían llevado a quedar postrado allí, pero se quedó en silencio, reflexionando.
—Tiene que ser el sombrero —dijo al cabo—. El asesino está convencido de que usted puede reconocerlo.
—Pero no ha sido asir A estas alturas tendría que ser evidente.
—Pues entonces cree que lo reconocerá más tarde, que lo recordará de repente. De lo que se desprende…
—¿Qué? —lo animó a proseguir.
—Que se trata de alguien a quien usted ha visto a menudo con ese sombrero.
—Eso confirmaría que no se trata de un desconocido —infirió ella con angustia.
—Es alguien a quien usted conoce.
Las palabras quedaron flotando entre los dos, escalofriantes pese al calor. Phyllida se mantuvo erguida con rigidez, luchando contra el súbito deseo de buscar refugio en sus brazos. El banco era corto, y él había extendido un brazo en el respaldo, junto a sus hombros. Su pecho se hallaba a una tentadora proximidad. El impulso de apoyarse en él, de apretar el hombro contra él, de sentirse estrechada entre sus brazos, se dejó sentir con fuerza.
Sabía cómo se sentía abrazada por ellos. Se sentía a salvo. De todas formas… ella no era el tipo de mujer pegajosa.
Ella se disponía a centrar la mirada en el jardín, cuando él se movió. Despegó el brazo del respaldo del banco para posarlo en sus hombros y con la otra mano le alzó la barbilla. Después apoyó los labios en los suyos y, sin pensarlo, ella le devolvió el beso.
Luego ella lo miró con ceño.
—¿A qué viene esto? —preguntó, envarándose.
Lucifer la soltó. Quiso hallar una respuesta ingeniosa, pero sólo se le ocurrió la verdad.
—Para tranquilizarla. Parecía asustada.
Ella lo miró a los ojos y se estremeció.
—Sí, estoy un poco asustada —reconoció.
—Es sensato que lo esté un poco, pero el asesino no le hará daño.
—Parece muy seguro —señaló ella, mirándolo de soslayo.
—Lo estoy.
—¿Porqué?
—Porque no lo permitiré.
Antes de que pronunciara el «¿por qué?», que advirtió en sus oscuros ojos, la atrajo hacia sí y volvió a besarla. Tras un instante de vacilación, ella se relajó y se entregó al beso. La rosaleda era un lugar recoleto, demasiado tentador. En cuestión de segundos le abrió el corsé y le estaba acariciando un pecho cuando ella se apartó con una exclamación.
—Pero ¿qué hace?
—Estoy seguro de que puede adivinarlo —contestó él, al tiempo que trazaba un círculo en torno al pezón.
—Pero… si ya le he contado todo lo que sé —adujo ella, atónita.
Retrocedió, y él retiró la mano. Desconcertado, trató de mirarla a los ojos mientras ella se abotonaba el vestido. Todavía conservaba el semblante sosegado, aunque él advertía un aire de determinación cuyo origen no adivinaba.
—¿A qué se…?
—No me he reservado nada. —Con el vestido en su sitio, recogió el cesto y se puso en pie—. Ya lo sabe todo.
Lucifer se levantó a su vez, con la certeza de que su última aseveración no era cierta. En su cerebro comenzó a forjarse una desagradable sospecha.
—Le aseguro que no obtendrá nada más si continúa seduciéndome.
Había dado sólo dos pasos cuando él la aferró por el codo y la obligó a volverse.
—¿Qué ha dicho? —preguntó con los ojos entornados.
Ella le devolvió la mirada con irritación.
—Lo ha oído muy bien. —Movió el brazo y él la soltó.
—¿Por qué cree que la he seducido?
Phyllida se irguió y de repente él no logró leer nada en sus ojos.
—Me sedujo con el fin de averiguar lo que quería saber. Ahora que ya se lo he explicado todo, no es necesario… —Giró sobre los talones.
—No la he seducido por eso.
Sorprendida por su tono, ella respiró hondo antes de volverse hacia él.
—¿Por qué, entonces? —inquirió desafiante.
Era la pregunta que él no quería afrontar, la que tenía tanto reparo en responder con sinceridad. Por otra parte, le repelía mentirle.
Mientras se miraban oyeron sonar un gong.
—Es el aviso para la comida —dijo Phyllida, volviéndose y, tras una brevísima vacilación, echó a andar.
Un momento después, él la alcanzó.
Phyllida guardó silencio hasta que subieron los escalones de la rosaleda.
—Si su ofrecimiento de dejarme revisar la mansión iba en serio, iré esta tarde.
—Hablaba en serio, pero podemos ir juntos. —Lucifer se paró en el escalón de arriba—. Su tía me ha invitado a comer.
—Qué oportuno.
Phyllida se volvió hacia la casa y entonces notó la mano de él en el brazo. Al girarse vio que le tendía una bolsita.
—Antes de que entremos, será mejor que le dé esto.
Ella la cogió, intrigada, y notó la forma de los botones en su interior.
—Gracias —dijo con un súbito rubor en las mejillas.
Rehuyéndole la mirada, guardó la bolsita en el cesto, debajo de las rosas, y luego siguió caminando por el sendero.
Tres horas más tarde, sentada en una silla frente al escritorio de la biblioteca de la mansión, Phyllida repasaba con atención las anotaciones del libro de cuentas que tenía abierto en el regazo. Desde la silla de enfrente, Lucifer la observaba con disimulo.
Después de comer habían regresado por el bosque. Durante el trayecto Phyllida había mantenido su habitual compostura, respondiendo cuando le dirigía la palabra pero tratándolo por lo demás como si él fuera cualquier otro caballero dotado de pasable inteligencia. Si bien era cierto que no lo había tratado con el aire despreciativo que empleaba con sus otros pretendientes, también lo era que no lo estaba tratando para nada como al hombre con quien había compartido el lecho la noche anterior.
Él había pasado suficientes noches con bastantes mujeres como para saber cuál era la reacción previsible al día siguiente. Phyllida no se comportaba como ellas. La irritación lo reconcomía, y también la frustración. Había renunciado a seducirla para que le revelara todo y, sin embargo, debido al temerario comportamiento de ella, y a sus consiguientes reacciones, ahora parecía que hubiera hecho justo eso. La verdad era más bien que ella lo había tentado para que la sedujera. No era responsabilidad suya que se hubiera presentado en Colyton Manor pasada la medianoche para registrar la habitación de Horacio. ¿Qué se suponía que debía haber hecho él? ¿Dedicarle una reverencia y acompañarla hasta la puerta?
Reprimiendo un bufido, trató de concentrarse en las notas que tenía delante. Le fastidiaba tener que reconocer lo innegable: había utilizado su necesidad de averiguar el secreto de ella como frívolo pretexto, como superficial camuflaje para la profunda y compleja verdad. La situación y Phyllida habían conspirado para ponerle la zancadilla; la realidad de su deseo, la impetuosa urgencia de hacerla suya, habían precipitado su caída.
¿Por qué la había seducido? Porque la deseaba, porque lo necesitaba. Si se lo decía así, ella reaccionaría con altiva incredulidad y seguiría convencida de lo peor.
Posó una mirada en ella, procurando que no se notara.
Al menos estaba allí, a salvo y, de momento, ocupada. Había revisado las habitaciones de arriba, pero el maldito secreter no se había materializado; había regresado desanimada, dispuesta a marcharse a su casa. Él había sugerido entonces que repasase los libros de cuentas de Horacio para ver si había vendido el mueble.
Él también estaba repasándolos, en busca de algún registro que pudiera guardar relación con la misteriosa pieza de Horacio. Todavía no había encontrado nada.
Fijó de nuevo la vista en el sosegado semblante de Phyllida. Definitivamente, no le gustaba que lo clasificaran junto con sus otros pretendientes, que la querían por motivos de índole material o social, motivos que poco tenían que ver con su persona. Ellos eran los que le habían hecho perder la fe en el matrimonio. El hecho de que ella creyera que era como ellos le escocía. Y doblemente porque, desde el punto de vista de Phyllida, él la había estado utilizando como mujer, sus emociones, su feminidad, todas aquellas cualidades que los demás no solían valorar. Aun cuando no lo hubiera acusado de tal cosa, le desagradaba la idea de que, en su fuero interno, ella pudiera creerlo.
¿Cómo iba a corregir el malentendido? En realidad sólo había una respuesta. Puesto que la había seducido con éxito una vez, tendría que hacerlo de nuevo. El listón se hallaba, con todo, más alto. Bien mirado, conquistarla era un reto más difícil ahora.
La idea le hizo sentir mucho mejor. Él se crecía ante los desafíos.
Al volver la mirada a la página que tenía delante, cayó en la cuenta de que era la misma que había estado escrutando cuando Phyllida había entrado en la biblioteca. Reprimiendo un suspiro, se decidió a revisarla.
Minutos después, Bristleford apareció en la puerta.
—El señor Coombe desea hablar con usted, señor. ¿Le informo de que tiene una visita?
—¿Coombe? —Lucifer miró a Phyllida—. Hágalo pasar, Bristleford.
Este se retiró, cerrando la puerta.
—Coombe vino hace unos días —explicó Lucifer en respuesta a la muda pregunta de la joven—. Quería tener una opción preferente de compra para los libros de Horacio.
—¿Va a venderlos? —repuso ella con estupor.
Lucifer sacudió la cabeza con un fugaz ceño antes de volverse hacia la puerta que se abría. Silas Coombe avanzó con pasos medidos mientras Bristleford cerraba la puerta.
—Coombe. Ya conoce a la señorita Tallent, por supuesto. —Lucifer se levantó y le tendió la mano.
Silas dedicó una extravagante reverencia a Phyllida, que correspondió con una inclinación de la cabeza, y después estrechó la mano de Lucifer.
—¿En qué puedo servirle? —Lucifer lo invitó a tomar asiento con un ademán.
—No le molestaré mucho rato. —Silas lanzó una ojeada a Phyllida antes de instalarse frente al anfitrión—. Tal como le mencioné, estoy interesado en adquirir una selección de obras de la colección de Horacio. Como usted es un hombre ocupado que debe repartir su tiempo entre múltiples obligaciones, he pensado que podría proponerle un arreglo que nos beneficiase a ambos.
—¿Qué arreglo?
—Estaría dispuesto a actuar en calidad de agente suyo en la venta de la colección —anunció Silas—. Aunque será un trabajo de gran envergadura, claro está, que exigirá mucho tiempo, en las actuales circunstancias considero que el acuerdo sería beneficioso para ambos.
Lucifer guardó silencio un buen momento.
—Veamos si lo he entendido correctamente —dijo por fin—. Me está proponiendo que le confíe la totalidad de la colección de Horacio para que gestione la venta a cambio de una comisión, ¿correcto?
—Correcto —confirmó, exultante, Coombe—. Eso le facilitará mucho la vida, sobre todo teniendo que instalarse en un nuevo condado, una nueva casa… —Miró a Phyllida un instante—. Incluso tomaría las disposiciones para que trasladasen mientras tanto los libros a mi domicilio.
—Gracias, pero no me interesa. —Lucifer se puso en pie—. Contrariamente a sus expectativas, no tengo intención de desprenderme de la colección de Horacio. En todo caso, más bien me propongo ampliarla. ¿Tiene algo más que decirme?
Obligado a levantarse también, Coombe se lo quedó mirando perplejo.
—¿No quiere vender?
—Pues no. —Lucifer rodeó el escritorio—. Y ahora, si nos excusa, la señorita Tallent y yo tenemos que revisar algunas cuentas. —Condujo a Coombe hacia la puerta.
—¡Vaya! ¡Quién iba a pensarlo! En ningún momento se me ocurrió que… Espero no haberle causado una impresión errónea…
Las alegaciones de Coombe quedaron interrumpidas cuando Lucifer lo confió a Bristleford, antes de cerrar la puerta de la biblioteca. Al volver al escritorio, advirtió que Phyllida estaba absorta en reflexiones.
—¿Qué pasa? —le preguntó.
—Sólo pensaba. No creo que Silas haya llevado nunca un sombrero marrón.
Lucifer volvió a tomar asiento. Ella seguía ceñuda.
—¿Qué quería la primera vez que vino?
—Un libro… uno por lo menos. Aparte de eso, tuvo buen cuidado en no revelar ningún indicio.
—Humm.
Lucifer esperó, pero no dijo nada. Tras dedicar otro minuto a la reflexión, volvió a concentrarse en el libro que tenía en el regazo.
Una hora más tarde, Phyllida cerró el último de los libros de cuentas recientes.
—Horacio no vendió ese escritorio.
—En ese caso —infirió Lucifer—, tiene que estar todavía en algún sitio.
—¡Uy! —Tras dejar el libro en la mesa, miró hacia la ventana—. Mañana buscaré arriba, porque ahora tengo que volver a casa.
Lucifer se levantó al mismo tiempo que ella.
—La acompañaré.
—Soy muy capaz de ir por el bosque sola.
—No lo dudo —replicó, y apretó la mandíbula. Luego rodeó el escritorio y le indicó la puerta—. De todas formas, iré con usted.
Sin moverse, ella le sostuvo la mirada. Él permaneció firme como una roca, sin inmutarse. Cuando se hizo evidente que estaba dispuesto a permanecer así toda la noche, ella irguió la barbilla y, volviéndose, se encaminó a la puerta.
Salió de la casa con Lucifer pegado a los talones.
No quería dejar más de medio metro de distancia de por medio. Si algo le ocurriera…
Más valía tenerla delante, porque así ella no le veía la cara. Si reflejaba la mitad de su malestar, seguramente Phyllida se pararía para preguntarle qué le ocurría, y no era algo que pudiera explicarle con claridad sin decirle que ella era algo suyo. Aún no tenía conciencia de ello, pero ya se daría cuenta. Para cuando acabara de seducirla otra vez, estaría más que dispuesta a casarse con él sin pedir más explicaciones.
Por su parte, no necesitaba más discusiones, ni consigo mismo ni con ella. El papel que había asumido le iba como un guante. Proteger a las mujeres había sido siempre su función. Incluso a las que tentaba para atraerlas a su cama, pues al fin y al cabo había muchas formas de protección. De todas maneras, seguir a una mujer con el fin de protegerla de cualquier peligro, era la modalidad que más encajaba con él, la que le era consustancial. Correspondía a una parte de sí que necesitaba y exigía un ejercicio casi constante. Nunca había estado mucho tiempo sin una mujer a la que proteger.
Las gemelas, sus hermosas primas rubias, habían constituido en los últimos tiempos su vía de escape, pero se habían vuelto unas arpías e insistían en que las dejara arreglárselas solas. Sometido a una considerable presión y a la sutil amenaza que se desprendía de la asfixiante atención de las damas de la buena sociedad, se había retirado a Colyton, para hallar precisamente allí la solución perfecta a su necesidad.
¿En qué iba a invertir, a fin de cuentas, su vida si no en tener una esposa y una familia por los que velar? ¿Qué era él, bajo su elegante encanto, si no un caballero protector? Hasta que las gemelas lo habían rechazado y las bodas de sus primos lo habían dejado demasiado expuesto para seguir con sus actividades habituales en la capital, no había acabado de comprender su auténtica naturaleza.
«Tener y mantener», tal era la divisa de la familia Cynster, que ahora entendía en todo su significado.
Para él, significaba Phyllida.
Continuó caminando tras ella entre las sombras del bosque, rumiando cuál sería la mejor manera de decírselo.
Phyllida introdujo un tallo de gladiolo en el centro del jarrón y retrocedió unos pasos. Estudió la composición con ojos entornados, al tiempo que evitaba mirar la figura que ensombrecía la puerta de la sacristía. Después tomó un manojo de acianos y se dispuso a distribuirlos en el jarrón.
Tras su llegada a la mansión a media mañana, había buscado en las habitaciones del primer piso, con excepción de las de Horacio y Lucifer. La primera ya la había revisado y en la segunda no había necesidad, ya que sin ser muy voluminoso, el secreter de viaje tampoco era tan pequeño como para que aquel no lo viera.
—¿Miró con detenimiento en el desván?
—Con mucho detenimiento, sí —confirmó Lucifer, infiriendo lo que pensaba—. Así que ahora que usted ha mirado y yo también, cabe concluir que el escritorio no está allí.
Phyllida optó por no mirarlo. Se había jurado a sí misma no darle pie a ninguna confianza. Si él insistía en pegarse a sus faldas desobedeciendo su voluntad expresa, manifestada con todo vigor, no pensaba molestarse en convencerlo.
Al bajar del desván, decepcionada una vez más, se había encontrado con la señora Hemmings en la entrada. El ama de llaves se hallaba en un apuro. Tenía una olla de mermelada en una fase crucial de la preparación en que no se atrevía a dejarla sin vigilancia, y todavía no había puesto las flores en la iglesia. Su marido había recogido las mejores del jardín esa mañana y las había dejado en un cubo en la lavandería.
Había aceptado con ganas encargarse de los jarrones. La idea de que pudiera haber un asesino merodeando por la iglesia la había descartado por irracional, de modo que la perspectiva de un paseo por la cuesta de la parroquia coronado por el sosegante ambiente del templo le había parecido perfecta. Por desgracia, la puerta de la biblioteca estaba abierta. Lucifer se había presentado en el umbral y había insistido en ir también.
A ello había seguido una breve discusión. Una vez más, había acabado cediendo. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre que ella no solía consentir a nadie. Perder en las discusiones no era su fuerte. No le convenía darle más margen ni siquiera con una palabra.
Introdujo un dedo en el jarrón, para comprobar el nivel del agua.
—Aún falta.
Con una jarra en la mano, se encaminó a la puerta y salió a la luz del sol. Después de cubrir la escasa distancia que había hasta la fuente, aguzó el oído para saber si él la había seguido. Como no oyó nada, dedujo que debía de haberse quedado inmerso en sus sombrías cavilaciones en el umbral.
Lo cierto era que parecía encontrarla igual de irritante —no era esa la palabra adecuada, pero se trataba de algo similar— que ella a él. Irritante, desconcertante, imprevisible. Imposible de comprender.
Tras llenar la jarra se volvió y, al tender la mirada sobre el cementerio, advirtió un jarrón que se había caído. Fue hasta la tumba y, levantándolo, lo llenó con la jarra para volverlo a depositar en la lápida. Luego se giró para volver sobre sus pasos.
En el camino de fuera, Silas Coombe avanzaba haciendo resonar suavemente sus zapatos de tacones altos. Phyllida vaciló un momento antes de saludarlo con la mano. Como él no la vio, depositó, la jarra en una losa y agitó los brazos. Silas reparó entonces en ella, que lo animó a acercarse con un gesto.
Phyllida se devanó los sesos mientras el hombre trasponía la verja y se aproximaba por el sendero. Al detenerse ante ella, le dedicó una rebuscada reverencia realizando un floreo con un pañuelo de seda. Cuando se irguió, ella sonreía.
—Señor Coombe. —Flexionó las rodillas para saludarlo, consciente de que le agradaban los formulismos—. Estaba pensando… Bueno, la otra tarde no pude evitar escuchar su conversación con el señor Cynster. —Recurrió a la expresión más comprensiva que pudo componer—. Por lo visto, está decidido a no vender ninguno de los tesoros de Horacio.
—Pues sí. Es una verdadera lástima —reconoció Silas.
—No había pensado que usted estuviera interesado en los libros de Horacio. —Tomando asiento en la losa de mármol, lo invitó con un gesto a instalarse a su lado—. Yo creía que su propia colección era ya bastante amplia, que se bastaba por sí sola.
—¡Oh, lo es, desde luego! —Silas se levantó el faldón antes de sentarse—. Que desee comprar un par de volúmenes de Horacio no significa que los necesite para dar lustre a mi propia colección.
—Ah, no sabía si era por eso…
—¡No, por supuesto que no! Créame. ¡Mi colección es muy valiosa en su estado actual!
—¿Y entonces qué le impulsa a comprar libros de Horacio?
—Verá… —Parpadeó y se inclinó hacia Phyllida al tiempo que se llevaba el índice a un lado de la nariz—. Los libros no sólo se compran con el propósito de leerlos.
—¿No?
—No puedo añadir nada más. —Ir guio la espalda, claramente complacido con la actitud intrigada de Phyllida—. Aunque yo no soy el tipo de persona que se interese por algo sin tener motivos.
—Vaya, un misterio… Me encantan los secretos. Seguro que puede revelármelo. No se lo diré a nadie.
Procurando aparentar una repentina fascinación, Phyllida se aproximó un poco más, y enseguida se arrepintió de haberlo hecho. La mirada de Silas se alteró. Primero la fijó en sus labios, y después más abajo.
Luchando por no ruborizarse, Phyllida resistió el impulso de retirarse. Con el torso inclinado, el escote del vestido enseñaba más de lo que había sido su intención. De todos modos… Silas sabía algo.
—¿Iba a decirme algo más, Silas? —preguntó con tono sugerente.
Él clavó la mirada en su rostro y después la agarró. Con una exclamación de asombro, ella trató de zafarse, pero Silas la estrechó entre sus brazos.
—Querida, si hubiera sabido que prefería a los hombres más elegantes, más refinados, me habría hincado de rodillas ante usted hace años.
—¡Señor Coombe, por favor! —Aplastada contra su pecho Phyllida se esforzó por respirar entre los efluvios de colonia, que casi la sofocaban.
—Querida, he esperado tanto este momento… Tendrá que perdonar el vigor de mi pasión. Sé que no está versada en el arte de…
—¡Suélteme!
—Coombe. —La palabra sonó como una advertencia terriblemente amenazadora.
Sobresaltado, Silas emitió una especie de chillido y, liberándola, se puso en pie. A punto de chocar con Lucifer, giró como una peonza y crispó la mano en el pecho, con lo que estropeó el holgado lazo de la corbata.
—¡Ay, señor! Me… me ha asustado.
Lucifer no dijo nada más.
Mirándolo a la cara, Silas comenzó a retroceder por el sendero.
—Sólo estaba sosteniendo una amigable conversación con la señorita Tallent. No tiene nada de malo… nada… Tendrán que excusarme.
Acto seguido, dio media vuelta y se fue por el camino a la mayor velocidad que le permitieron sus zapatos de tacón alto.
Todavía sentada en la lápida, Phyllida lo observó alejarse.
—Dios santo.
Notó cuando Lucifer apartó la vista de Silas para posarla en ella.
—¿Está bien? —masculló él.
—Desde luego que estoy bien —repuso ella, levantándose con calma.
—Supongo que Coombe estaba actuando inducido por una impresión errónea, ¿no?
Con gélido semblante, Phyllida se alisó las faldas e, irguiendo la cabeza, pasó con altivez por su lado para volver al sendero.
—Silas sabe algo sobre uno de los libros de Horacio.
Lucifer se situó a su lado, proyectando su dura presencia masculina.
—Tal vez debería hacerle una visita. Estoy seguro de que podría convencerlo de que me revelara su preciado secreto.
Percibiendo la amenaza en su voz, Phyllida agradeció que Silas ya no estuviera allí para oírlo, segura de que se habría desmayado en el acto.
—Sea lo que sea, es posible que no tenga relación con la muerte de Horacio. Es muy difícil que Silas sea el asesino, y no es el hombre que me atacó, porque es demasiado bajo. —Se detuvo ante la puerta de la sacristía para mirar a Lucifer—. No puede ir por ahí intimidando a todo el mundo para que se comporte como usted desee.
El mensaje que le transmitieron los ojos de Lucifer, del color del cielo nocturno, fue muy simple: «¿Cree que no?».
Envarando la espalda, ella dio un paso en el umbral y se detuvo en seco. Él topó con su espalda. Se habría caído de no ser porque la sujetó con un brazo y la levantó sin esfuerzo para depositarla medio metro más allá.
—Me he dejado la jarra fuera —dijo ella, una vez que hubo recobrado el aliento.
Él alzó la mano que sostenía la jarra.
—Gracias —musitó Phyllida.
Al tomarla se rozaron sus dedos. Procurando hacer caso omiso de la sensación, de la reacción que le provocó en su piel, Phyllida se volvió y llenó el jarrón. A su espalda, la impresión de amenaza no se redujo.
—No vuelva a hacer eso.
—¿Hacer el qué?
—Irse donde no pueda verla.
—¿Adonde no pueda…? —repitió atónita—. ¿Quién lo ha nombrado mi guardián?
—Su padre y yo…
—¿Ha hablado de esto con papá?
—Por supuesto. Está preocupado, y yo también. No puede ir correteando por el pueblo como si nadie intentase matarla.
—¡No tiene ningún derecho a mandarme! —Se encaminó a la iglesia despidiendo chispas—. Soy dueña de mis actos desde hace años. Me asombra que papá…
Calló, incapaz de hallar palabras para expresar sus emociones encontradas. No se sentía exactamente traicionada, pero le pareció haber sido entregada a… Depositando con brusquedad el jarrón en el estante contiguo al púlpito, respiró hondo y luego arregló las flores que se habían movido. A continuación se restregó las manos dispuesta a marcharse…
Unos dedos se deslizaron bajo su mentón y la obligaron a volver la cara hacia él. Lucifer le escrutó la expresión.
—Su padre está muy preocupado por usted —repitió—. Yo también lo estoy. Él la quiere mucho… —Calló un instante y endureció las facciones—. Y para que deje de asombrarse de una vez, le diré que su padre ha aceptado que yo la vigile. Estas fueron sus palabras: «El permiso que necesite, puede considerarlo concedido».
Ella se quedó mirando su abrupto semblante, lleno de acerados ángulos, y sus ojos, rebosantes de implacable sinceridad. Se sintió maniatada por una especie de poder despiadado, invencible, ineludible. No tuvo duda de que él decía la verdad, porque lo leyó en sus ojos.
—¿Y qué hay de mi permiso? —Su voz sonó calmada, firme, aunque no era así como se sentía. Los latidos del corazón le pulsaban en las sienes.
Él la miró con fijeza, hasta que por fin desplazó la vista, hasta sus labios.
—Por lo que a mí respecta, ya dispongo de su permiso. —La afirmación sonó queda, como un sombrío mazazo.
El poder que la rodeaba estrechó su cerco. Phyllida se enderezó y, apartando la barbilla, lo miró a los ojos.
—En eso se equivoca completamente.
Dio unos pasos, zafándose de aquel círculo de energía que la retenía, y salió con altivez de la iglesia.