Capítulo 12

ERA medianoche. Acostada en la cama, Phyllida oyó sonar los relojes de la casa. Acallados sus últimos ecos, quedó envuelta en una plateada oscuridad.

Había dormido la mitad de la tarde y luego, después de la cena, acosada y atosigada de cuidados, se había retirado pronto a su habitación sólo para lograr un poco de paz. Se había dormido, pero entonces estaba completamente desvelada.

No le dolía nada. El arañazo en la pierna y el morado en el brazo eran lejanas irritaciones. Sus pensamientos eran bastante más torturadores.

Había podido superar el hecho de que le disparasen. Aún a pesar de la evidencia del caballo que había descubierto Lucifer, podía haberse tratado de un cazador. Un disparo era algo distante; no había visto a su agresor. En la iglesia tampoco lo había visto, pero lo había sentido. Había sentido su fuerza y sabido que la amenaza era real. Todavía notaba el sabor del miedo en el paladar. No había conocido el auténtico miedo hasta entonces, en toda su pacífica existencia, tal vez no feliz aunque sí placentera.

Esa misma existencia corría peligro; lo percibía como una tensión en la espalda. Nunca antes había temido por su vida. Era algo que había dado por sentado, igual que la de todos. Qué ironía. No quería morir. No sin que hubiera una razón especial, y menos a manos de un cobarde asesino. Lucifer tenía razón. El asesino pensaba que ella sabía más de lo que en realidad sabía. Y estaba decidido a eliminarla.

Respiró hondo y retuvo el aire, para disipar el escalofrío que se le prendía a la piel. No podía continuar así. No soportaba la sensación de no controlar las cosas, de no estar segura. No soportaba el sabor del miedo.

¿Qué podía hacer, pues?

Aquella debía ser, en principio, una pregunta de fácil respuesta, aunque por culpa de la promesa formulada a Mary Anne respecto a las cartas se encontraba en un callejón sin salida. Tumbada de espaldas, se puso a contemplar las sombras que danzaban en el techo.

Apostaría su mejor sombrero a que Lucifer iba a volver por la mañana. Esta vez no iba a ceder. Insistiría en que se lo dijera todo y si ella se negaba, hablaría con su padre. Estaba segura de no equivocarse al prever cómo iba a reaccionar, sobre todo en aquellas circunstancias en que había que someterse al dictado del honor y el deber. Podía ser muchas cosas, un malvado, un calavera, un elegante seductor de dudosa constancia, pero en el fondo era un caballero del más elevado calibre. En su código no cabría la posibilidad de permitir que ella se pusiera en peligro. Así lo vería él, como una cuestión crucial e inapelable, más allá de lo que pudiera opinar ella.

Y, la verdad, después de estar a punto de ser estrangulada, Phyllida no se hallaba en situación de llevarle la contraria. Al día siguiente tendría que explicárselo todo. Le contaría lo del sombrero… y luego tendría que hablarle también de lo demás.

¿Y qué había de la promesa hecha a Mary Anne, el juramento según el cual no iba a decirle nada a nadie sobre esas cartas? ¿Qué precio tenía el juramento prestado a una amiga?

Jamás habría imaginado tener que afrontar semejante dilema. Encontrar las cartas no tenía por qué ser tan difícil. Incluso entonces, sólo le habría bastado buscar en los pisos de arriba de la mansión. Se había planteado ir una noche, cuando la servidumbre durmiese. Sabía qué habitación debía evitar, pero las otras habitaciones… El secreter de viaje de la abuela de Mary Anne tenía que estar en una de ellas, porque le parecía poco improbable que lo hubieran arrumbado en el desván. Tenía que estar expuesto encima de algún arcón, aguardando, hermoso y delicado, a que ella recuperara las cartas…

Levantó la cabeza y paseó la mirada por la habitación. Sólo con el claro de luna veía con claridad el tocador e incluso distinguía las volutas que adornaban el marco del espejo. Se apoyó en los codos. Antes de que amaneciera el día y trajera consigo a Lucifer, le quedaban por lo menos cuatro horas de noche cerrada. Tiempo suficiente para registrar las habitaciones del primer piso de la mansión, localizar las cartas y regresar a casa. Una ventana del comedor de Colyton Manor todavía no cerraba bien.

Apartó las sábanas. Si no encontraba el secreter esa noche, al día siguiente hablaría con Lucifer y le pediría ayuda para lograrlo. A pesar de la aprensión de Mary Anne y de Robert, estaba convencida de que en caso de que se tomara la molestia de leerlas, su contenido no lo perturbaría en lo más mínimo. No se lo imaginaba entregándole las cartas al señor Crabbs. No obstante, por Mary Anne y para hacer honor a su promesa, efectuaría una última tentativa de localizar las cartas.

Poniéndose con precipitación la ropa, lanzó una mirada a las cambiantes sombras del bosque. No le pasaría nada. Nadie, ni siquiera el asesino, imaginaría que ella iba a salir esa noche.

Aún repetía para sus adentros aquel pensamiento tranquilizador cuando llegó al linde del bosque y avistó Colyton Manor. Había bordeado la casa, porque el comedor quedaba detrás. Para llegar a la ventana de la esquina, tendría que atravesar el camino de grava.

Armándose de valor, inició el recorrido, colocando con cuidado el pie en cada paso. Por fortuna, el haber dormido casi por obligación sumado a la rápida caminata por el bosque le habían dejado bien despiertos los sentidos, de tal modo que llegó a los arriates contiguos al comedor sin haber provocado ni un crujido.

El cierre de la ventana estaba efectivamente suelto, por lo que le bastó con una sacudida para abrirla. Después se aupó al ancho alféizar, se sentó y giró.

Ya dentro, cerró la ventana y aguzó el oído. Todo el mundo dormía: percibía el silencio como un pesado manto suspendido en torno a ella. Las sombras envolvían el mobiliario, intensificadas por la luz de la luna que entraba por los ventanales. Al igual que el resto de las estancias de la planta baja, aquella habitación estaba revestida de estanterías. Una vez que hubo adaptado la visión lo bastante para distinguir los libros, avanzó en silencio rodeando la gran mesa.

La puerta del vestíbulo estaba abierta; más allá se extendía un mar de oscuridad. Se detuvo ante el umbral, haciendo acopio de valor.

Algo se movió de pronto, justo al pie de la escalera. Se quedó petrificada.

Unos centímetros por encima del suelo, una especie de penacho ondeó entre las sombras. Era la cola de un gato, que alzó la cabeza con ojos centelleantes. Ella suspiró con alivio. Tras observarla un instante, el felino se alejó con aire imperturbable, sin dejar de agitar la cola en alto.

Phyllida inspiró hondo para calmarse. Aquello tenía que ser una buena señal, porque los gatos captaban la presencia de cualquier persona con malas intenciones. Cabía deducir que esa noche no había más intruso que ella. Aun cuando no había esperado que el asesino estuviera allí, nunca se sabía…

Dejando a un lado la corrosiva preocupación, cruzó el vestíbulo con paso ligero y comenzó a subir la escalera, pegada a la barandilla para evitar posibles crujidos. Una vez en el rellano, se detuvo a mirar.

Arriba, la galería estaba poblada de densas sombras. Tardó un momento en orientarse. La última vez que había subido a aquella planta fue antes de que Horacio comprase la mansión. Él la había remodelado y restaurado en profundidad, pero la distribución de las habitaciones seguía inalterada.

Mientras caminaba por el bosque, había ideado un plan de búsqueda. Horacio llevaba enfermo una semana antes de morir. En ese intervalo había escrito a Lucifer, y teniendo en cuenta que en general mantenía una nutrida correspondencia, cabía suponer que podía haber usado aquel pequeño escritorio. La idea le había infundido ánimos. No valía la pena mirar en otra parte antes de revisar el dormitorio de Horacio. Iría allí primero, aun cuando quedase separado de la habitación que ocupaba Lucifer tan sólo por un estrecho vestidor.

Echó a andar por el pasillo. Pegada a la pared, avanzaba paso a paso, en tensión, rezando por no provocar ningún ruido. La puerta de la habitación de la esquina de la fachada se perfiló en la oscuridad; estaba cerrada.

Se detuvo, concediéndose un momento para respirar. La imagen de Lucifer tumbado boca abajo en la gran cama de Grange acudió a su recuerdo. Ya había salido indemne de aquella visión una vez. Además, esa noche no pensaba abrir su puerta. Desvió la mirada hacia la puerta de enfrente, la del dormitorio de Horacio. Estaba abierta, lo que suponía un golpe de suerte también. La señora Hemmings le había dicho que, aparte de ordenar, habían dejado la habitación tal cual. Con renovada confianza, Phyllida resistió el impulso de precipitarse y, manteniendo su prudente avance, recorrió los últimos metros hasta la puerta.

Una vez dentro, se paró con los sentidos alerta, listos para percibir cualquier indicio de que alguien hubiera detectado su presencia. La enorme casa seguía en silencio, inanimada y a un tiempo dotada de una presencia propia, una presencia en la que no detectó asomo alguno de amenaza.

Respiró hondo para apaciguarse y miró en torno. La estancia era amplia y tenía las cortinas corridas. Veía lo bastante para no chocar contra los muebles, pero no tanto como para distinguir bien sus formas. Tomó la manecilla de la puerta y, con cuidado, la encajó en el marco. No la cerró del todo para no correr el riesgo de hacer ruido. En todo caso, tal como la dejó bastaba para que no se abriera.

Todavía tenía que moverse con sigilo, aunque ya no necesitaba esconderse. El registro minucioso de la habitación le llevaría seguramente un rato.

La enorme cama se erguía entre dos ventanas idénticas que daban al lago. Al pie había un gran arcón, y otro adosado a una pared. A ellos se añadían dos grandes cómodas altas, con profundos cajones inferiores, y tres voluminosos armarios. El secreter de viaje podía encontrarse en cualquiera de ellos.

En un rincón había una zona de estudio y frente a la chimenea, un cómodo sillón. La larga ventana salediza que daba al huerto estaba provista de un asiento de obra.

Tras avanzar más allá de la cama, Phyllida corrió las cortinas de una de las ventanas laterales. Desde su cenit, la luna derramó su plateada luz. Alzó la cabeza y vio que las cortinas pendían de grandes aros de madera que, al igual que la barra, estaban pulidos por el uso. Conteniendo el aliento, terminó de deslizar las cortinas a un lado. Los aros no produjeron ningún roce delator. Espirando, rodeó el lecho y repitió la operación con la otra ventana lateral y luego también con la salediza.

El resultado fue satisfactorio, pues si bien no era lo mismo que contar con la luz del día, le bastaría para buscar sin tener que preocuparse de chocar contra algo. La suerte estaba de su parte esa noche. Rebosante de confianza, puso manos a la obra.

El secreter no se veía a simple vista, pero como la señora Hemmings y Covey habían ordenado la habitación, era posible que lo hubieran guardado en algún mueble. Phyllida comenzó por uno de los armarios. Esperanzada, tomó una silla para registrar el hondo estante de arriba y sólo halló cajas. El arcón de la pared sólo contenía ropa. Pasó varios minutos manipulando los cajones inferiores de las cómodas, sin hacer ningún ruido, para encontrarlos llenos de libros. Los otros dos armarios le procuraron una similar decepción. Para cuando registró el arcón del pie de la cama, empezaba a ceder al desaliento. Allí únicamente guardaban mantas y sábanas.

Tras cerrar el baúl, se sentó en él. La confianza que la había animado hasta entonces, la convicción de que esa noche iba a encontrar las cartas, se había disipado. Paseando la mirada por la habitación, no acababa de creer, con todo, que el escritorio no estuviera allí. Había estado segura de encontrarlo en ese lugar.

Se había ido girando, siguiendo el curso de su mirada, de modo que al final acabó encarada a la cama. Se incorporó y fue a mirar debajo de esta. Nada. Descorazonada, se puso en pie con un suspiro. La punta de la bota rozó los pulidos tablones. Si bien no hizo mucho ruido, se propuso proceder con más precaución, pues aún le quedaba por buscar en las otras habitaciones de aquella planta.

Cuando se dirigía a la puerta, se detuvo de improviso. ¿Y las cortinas, se daría cuenta alguien si no volvía a correrlas? Observó un instante la amplia ventana salediza y acabó resolviendo que, como mínimo, debía cerrar aquellas.

Sólo el temor a ser descubierta le impidió arrastrar los pies con desánimo. En un extremo del asiento de obra, levantó el brazo hacia las cortinas recogidas. Entonces reparó en el asiento y su mano quedó petrificada sobre la tela. El asiento de la ventana era un arcón disimulado. Tenía una tapa tapizada de tela y dotada de bisagras. Sus esperanzas renacieron y, dejando las cortinas tal como estaban, se inclinó sobre el mueble empotrado. Encajó los dedos bajo el borde y tiró. El largo asiento se levantó pero, como era bastante pesado, los dedos le resbalaron. El recubrimiento acolchado amortiguó el golpe de la tapa contra el alféizar. Sin alarmarse por ello, Phyllida observó las profundidades del arcón, rogando: «Por favor, Dios mío, que esté aquí».

El interior del mueble quedaba completamente a oscuras, puesto que la tapa proyectaba en él su sombra y las ventanas laterales estaban demasiado lejos para arrojar apenas luz. Tendría que buscar a tientas.

Comenzó por un extremo. El arcón estaba dividido en tres compartimentos. Al concluir con el primero se irguió y, tras masajearse la espalda, dio unos pasos y se encorvó sobre el del lado opuesto. Nada. De pie ante la sección central, el último lugar de la habitación que le quedaba por revisar, miró la oscura cavidad. Suspiró y, doblando la cintura, tendió la mano.

Notó el tacto de la madera pulida y el corazón le dio un vuelco. Al instante sofocó su entusiasmo, recordando la necesidad de obrar con cautela. Si se ponía a mover objetos de madera, habría choques y roces, la clase de sonidos capaces de despertar a la gente. Como una ciega, palpó con los dedos para formarse una idea de los contornos.

Bastones de diversas clases. Cajas de madera… ¿Podría ser aquella? No… demasiado pequeña. Siguió buscando, tratando de averiguar si había otro objeto de mayores dimensiones debajo. Tocó unas planchas en el fondo del arcón.

En ese mismo instante, percibió junto a su mejilla una brisa que le agitó el pelo. Se quedó paralizada. No había ninguna ventana abierta. La única puerta era la que daba al pasillo, la que había dejado casi cerrada del todo.

Esa puerta, que quedaba a su espalda, estaba ahora abierta.

Se enderezó despacio mientras sus sentidos aguzados le informaban a gritos de que había alguien en el umbral. ¿Sería el asesino?

Sintió que daba un paso y giró sobre sí…

—Vaya, vaya. No sé por qué, pero no me sorprende verla aquí.

Ella soltó el aliento contenido, alborozada de alivio. «Loado sea Dios», se repitió para sí y de pronto abrió los ojos como platos, el entendimiento ofuscado y el corazón en un puño: Lucifer estaba justo a un palmo de la puerta y con sus anchos hombros cerraba la salida. La luna lo iluminaba, resaltando cada músculo, cada oquedad cada plano de su cuerpo. Y estaba desnudo.

Una parte de su mente quiso preguntarle dónde había dejado el camisón, aunque la otra lo consideró irrelevante. Estuviera donde estuviese, lo cierto era que Lucifer no lo llevaba puesto, y eso era lo que contaba. Su mirada se deslizó con voluntad propia sobre él, desde la cara, bañada de plata, hasta los hombros y el pecho. Sus músculos y también los antebrazos estaban sombreados por un oscuro vello, en tanto que los hombros y brazos formaban suaves y esculturales curvas. El vello pectoral confluía en una oscura línea que se prolongaba hacia abajo… La cintura era estrecha, al igual que las caderas. Phyllida bajó la mirada y se le secó la boca… A continuación entreabrió los labios, incapaz de hilar ningún pensamiento coherente. Cuando su mirada acabó en los pies desnudos, tenía el rostro encendido.

Con la mano derecha él empuñaba una espada cuyo filo lanzaba destellos plateados. La sostenía con calma, como si estuviera acostumbrado a usarla. En aquel momento apuntaba al suelo. No ocurría lo mismo con aquella parte de él, igualmente desnuda, igualmente desenvainada, que apuntaba a… Phyllida desplazó bruscamente la vista para fijarla en su cara. Pero aun así fue incapaz de respirar. Sentía la mirada de él como un ser vivo, un cálido peso sobre su piel.

Lucifer la observaba con ojos entornados. Luego esbozó una sonrisa, que fue como un blanco fogonazo en su morena cara. No era una sonrisa tranquilizadora. Con la espada, parecía un pirata, un pirata desnudo, con los instintos exaltados y la mente poblada de maliciosos pensamientos. Dio un paso adelante. Ella retrocedió y chocó los talones contra el arcón.

Sin quitarle la vista de encima, él alargó la mano y cerró la puerta. El chasquido del pestillo resonó en una oscuridad que de pronto ella sintió cálida.

—Supongo —murmuró él con voz grave y lánguido tono familiar— que va a seguir con su obstinación y rehusará decirme qué ha venido a buscar aquí.

¿Qué había ido a buscar? ¿Las cartas? Comenzó a pergeñar una respuesta alternativa, pero desistió.

Lucifer avanzó despacio hacia ella, que se esforzó por mantener la mirada en la espada… la que destellaba a la luz de la luna. Pese a que había visto a Jonas en varios estadios de desnudez, aquello la había tomado desprevenida.

Las cartas. Por la mañana había estado dispuesta a hablarle de ellas. ¿Por qué no ahora? Lo miró a la cara. Ahora que lo tenía cerca, veía el brillo de sus ojos y percibía sutiles cambios, transformaciones que ya conocía de antes. Deseo. La deseaba con una intensidad casi brutal, infirió ella con un escalofrío. ¿Qué se proponía? ¿Qué iba a hacerle si se negaba a decírselo?

—Es que… —Se quedó sin voz; irguió la barbilla y lo miró a los ojos—. No quiero decírselo todavía.

Él se detuvo a un metro de distancia. Sosteniéndole la mirada, curvó los labios con una expresión que no traslucía decepción sino regocijo.

—Entonces tendré que torturarla para que me lo revele.

La intención estaba allí, palpable en su voz, y sin embargo la promesa no era de dolor sino de placer, un placer demasiado tentador, demasiado poderoso para resistirse a él. La amenaza traía evocaciones de tibia piel, duros músculos, sedosas sábanas y ardorosas caricias.

—¿Tortura? —repitió.

Lucifer le escrutó el semblante antes de asentir.

—Manos arriba.

La espada se irguió entre ambos, provocándole un sobresalto.

—Arriba —insistió él, moviendo el arma.

Ella obedeció.

—Más arriba.

La espada volvió a hender el aire. Torciendo el gesto, Phyllida levantó las manos por encima de la cabeza.

La punta del arma quedó suspendida no lejos de su nariz y empezó a descender poco a poco, mientras ella la seguía con la vista. Se detuvo en el botón superior de la camisa, justo encima de los pechos.

Ella bajó la mirada y la espada se puso en movimiento. Boquiabierta, observó el botón que cayó al suelo y rodó hasta debajo de la cama.

—¿Qué…? —La palabra surgió como un chillido ahogado. Volvió a mirarlo a la cara y él sonrió.

—Siempre había querido hacer esto.

La espada entró de nuevo en acción, una, dos veces, zas, zas. La camisa quedó abierta. Instintivamente, ella hizo ademán de cubrirse.

—Ni siquiera lo intente. —Y agitó a modo de advertencia la espada—. Siga con las manos arriba. —Le escudriñó el rostro—. No está dispuesta a confesar, ¿verdad?

Ella lo miró a los ojos, que relucían bajo las pestañas como pura tentación. Si se lo contaba todo, aquello acabaría. Si se lo contaba, él no tendría motivos para continuar… y entonces ella nunca conocería aquello.

—No —contestó.

Lucifer ladeó la cabeza, sólo un poco, y su mirada cobró intensidad.

—¿Está segura? —preguntó.

Las palabras fueron claras, directas, de modo que ella comprendió a qué se refería. La noche relumbraba alrededor de ellos, repleta de un deseo tan potente que hasta podía palparse. No todo provenía de él. Se encontraban a un metro de distancia, bañados por el claro de luna, él completamente desnudo y ella con pantalones y la camisa abierta. Ambos pensaban en dar el siguiente paso, en eliminar la separación, en sentir la piel de uno contra la del otro.

Phyllida notaba un hormigueo en los dedos, un ardor en la palma de las manos y un calor difuso por todo el cuerpo.

—Lo estoy —se oyó responder, íntimamente convencida de su decisión.

Estaba segura, porque quería descubrir y con él podía hacerlo sin sentirse en peligro. Si el asesino hubiera tenido mejor puntería, o si aquella mañana no hubiera forcejeado con tanto ímpetu, habría muerto en la ignorancia, lo que hubiera sido un final demasiado soso y patético. Irguiendo la barbilla, le dirigió una mirada a la que quiso imprimir un aire de desafío. No pensaba arredrarse lo más mínimo.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Él alegró el semblante por un instante, pero enseguida recuperó la gravedad.

—Si no va a confesar, tendrá que hacer exactamente lo que yo diga —repuso, enfatizando la palabra «exactamente»—. Para empezar, tiene que quedarse quieta. —Mientras hablaba bajó la mirada y con un rápido zigzagueo de la espada hizo que los dos botones que le abrochaban los pantalones salieran volando.

La cintura de los pantalones se abrió. Conteniendo el aliento, Phyllida luchó contra el impulso de bajar las manos.

—Manténgalas en alto —murmuró él, como si le leyese el pensamiento—. Veamos qué tenemos aquí…

El ronco murmullo le hizo encoger los dedos de los pies, mientras él mantenía la vista fija por debajo de su cintura. La espada subió y la punta retiró un faldón de la chaqueta. Él ascendió con la mirada hasta clavarla en sus ojos.

—Quítesela. Primero un brazo y después el otro. La otra mano debe seguir en alto.

Ella mantuvo la expresión sosegada, pese a que tenía los nervios de punta y el estómago encogido. La cara de Lucifer era la de un pirata, la de un depredador implacable, pero era deseo lo que refulgía en sus ojos. Ella obedeció, quitándose la chaqueta, que cayó en el asiento de la ventana. Él volvió a mover la espada y enganchó la camisa. Al alzarla, despacio, desprendió el faldón de los pantalones y luego la deslizó por encima del hombro, tirando de ella hacia un lado hasta que la costura quedó por encima del brazo, ciñéndoselo. Repitió la misma operación, inmovilizándole de igual forma el otro brazo.

Acto seguido, en lugar de volver a posar la mirada en su cara, la fijó en los pechos, sujetos en su prieto sostén de lino.

Phyllida tragó saliva.

—Ha sido valiente al venir aquí esta noche —comentó él. Entornando los ojos, apoyó la punta de la espada en el centro de los pechos—. Valiente y temeraria.

La miró un instante a los ojos y después bajó la espada. Phyllida descubrió que había desgarrado el sostén sólo superficialmente.

—Respire hondo… ¡ahora! —ordeno él con tono inapelable.

Ella obedeció sin pensarlo. El sostén se estiró hasta que se soltó y cayó en torno a la cintura. Los pechos quedaron desnudos, expuestos a la mirada de él. Phyllida se estremeció, muerta de vergüenza. Sentía el calor de su mirada. El rubor tiñó el rostro de ella, al tiempo que los pezones se erguían.

Él se aproximó, pasándose la espada a la mano derecha. Como la parte inferior de su cuerpo se hizo entonces visible, ella desvió la mirada y acabó posándola en el pecho, en el fascinante contraste entre músculo plateado y sombra. Lucifer inclinó la cabeza y le rozó la sien con los labios. Luego se acercó más, de tal modo que en todo un lado del cuerpo ella percibió su calor.

Ella respiraba agitadamente, como si hubiera estado corriendo.

Elle recorrió la clavícula con el dorso de los dedos, antes de volver la mano. Phyllida observó cómo le rodeaba el pecho para cerrar los dedos en torno a él.

—Ahora veremos —le susurró, con los labios casi pegados a su oído— hasta dónde soportará mi tortura antes de pedir clemencia.

Le apretó el pecho y ella alzó la vista emitiendo una exclamación. Entonces los labios de Lucifer cubrieron los suyos. Le apresó los labios, la boca entera. Dejó que estallara la pasión, que se encendieran las brasas, para luego retirarse. Actuaba guiado por el instinto, un instinto primario, una primitiva mezcla de querencias, necesidades y deseos. La deseaba, quería poseerla, dejarle la marca que la hiciera suya de forma inequívoca. Después de la conmoción de la mañana, después de haberse dado cuenta de que le había faltado poco para perderla, para no disfrutar nunca de ella, necesitaba hacerla suya.

Pero era necesario que ella lo acompañara, que compartiera plenamente el momento, que lo deseara con la misma intensidad que él a ella. La deseaba como nunca había deseado a nadie, la quería poseer de todas las maneras, algunas totalmente inéditas. Aquella emoción que había esperado no sentir nunca había hincado sus garras en él tan profundamente que ya no quería liberarse.

Estaba cautivo por voluntad propia y quería que ella lo estuviera también.

Se retiró, pues, apenas un centímetro, lo suficiente para respirar. Lo suficiente para que ella tuviera plena conciencia y sintiera. Para que viera.

Sostenía la espada con la mano con que le ceñía la cintura, la hoja pegada a su espalda. La otra le soltó el pecho, para liberarlos del todo y sobárselos ligeramente mientras se desplazaba hasta el hombro. Allí recorrió la desnuda redondez de la pálida piel que relucía a la luz de la luna. Aguijoneado por el instinto, inclinó la cabeza. Con los labios siguió la línea que habían trazado los dedos en el hombro y luego bajó, despejando el camino para los labios, hasta que le tomó un pecho y le succionó el erecto pezón.

El gemido de ella resonó en toda la habitación. Sintiendo que le cedían las rodillas, él la rodeó con más fuerza, atrayéndole la cadera contra su muslo. La había advertido de que iba a torturarla y así lo hizo, raspando el sensible botón con la barbilla para después succionar con fuerza hasta hacerla gritar.

Azuzados por tan excitante sonido, sus instintos se desbocaron. Lucifer movió el cuerpo, atrapándole los muslos entre los suyos, antes de centrarse en el otro pecho, donde repitió el tormento hasta que ella alargó hacia él las manos que había mantenido inmóviles, atrapadas por la camisa. Los dedos crispados se hincaron en sus costados.

Alzando la cabeza, él la besó, tomó todo lo que ofrecía, todo lo que daba, consumiéndose en las llamas del deseo. Después de depositar la espada en el arcón abierto, detrás de ella, posó la mano sobre la parte posterior de sus caderas y la atrajo hacia sí.

Ella exhaló un murmullo que no expresaba protesta sino descubrimiento. Él se restregó contra ella para que percibiera la caliente promesa de su cuerpo, la embriagadora certeza del inminente éxtasis.

Lucifer llevó las manos hasta los hombros de ella y los acarició brevemente antes de deslizar las manos por los brazos, haciendo bajar la camisa hasta las muñecas. Ella tenía los ojos entreabiertos con sensualidad y su respiración era rápida y superficial. Lucifer detuvo las manos sobre las suyas y entonces ella inspiró hondo contuvo la respiración y sacudió las manos para liberarse de la camisa.

Él la recogió antes de que cayese y la soltó sobre el arcón. A continuación, la estrechó y le apretó la espalda con la palma de las manos urgiéndola a pegarse a él para deleitarse con la exquisita sensación de su sedoso cuerpo que, enardecido ya, se rindió por completo.

Lo miró un instante a los ojos y después bajó la vista hasta los labios. Con las manos apoyadas en sus brazos, inició un ascenso, explorando la piel, los músculos, hasta los hombros. Entonces se puso de puntillas y le tocó los labios con los suyos. Él aguardó mientras se entremezclaba su aliento. Entonces ella echó atrás la cabeza y lo besó. Con la boca abierta, él la acogió, excitándola. Y la dejó juguetear, explorar, aprender…

Cuando estaba totalmente embelesada, él cerró las manos en torno a su cintura y después las hizo resbalar, arrastrando los pantalones en su descenso. Aunque no cayeron, obstaculizados por sus anchas caderas, dejaron al descubierto una buena franja. Mientras prolongaba el beso, transformado en candente fusión, la acarició con osadía y deslizando ambas manos bajo los pantalones, las cerró sobre las firmes nalgas. Sobó la ardiente piel y apretó con posesivo gesto. Las manos de ella, tensas sobre su nuca, le acariciaron el pelo y se crisparon.

Se movió pegada a él, arqueando el cuerpo, acariciando, interpretando un canto de sirena tan antiguo como la humanidad. Él comprendió: retirando la mano de la nalga, pasó por la cadera en dirección al bajo vientre, donde presionó hasta que ella gimió y reiteró su instintiva demanda. Entonces él le dio lo que pedía.

Ya le había acariciado antes la blanda zona entre los muslos; Phyllida ansiaba volver a sentir la misma magia. Tras un lúdico vagabundeo, la penetró con un dedo, frotó y llegó hasta lo más hondo, pero no era suficiente. Ella quería más, mucho más, y él sabía muy bien lo que quería.

Interrumpiendo el beso, ella se apartó apenas y miró abajo. Alargó la mano y la cerró con suavidad en torno al tieso miembro, al que empezó a sobar. Lucifer se tensó y ella aminoró, fascinada, el ritmo de sus caricias. Era tan duro, tan masculino y a la vez tan delicado… Acarició, tentó, recorrió, se demoró en la piel más fina que había tocado nunca, antes de volver a cerrar la mano.

Lucifer gimió y ella lo miró a la cara. La luz de la luna resaltaba sus rasgos angulosos, marcados por el deseo. Phyllida apretó un poco más y observó cómo crispaba el rostro y tensaba más el cuerpo. Aquello era demasiado tentador para no seguir. Quería ver hasta dónde podía tensarlo, cuánto placer era capaz de prodigarle sólo con aquella simple manipulación. La rigidez del miembro se acentuó y el cuerpo entero se envaró contra ella.

Lucifer inspiró, la miró y bajó veloz la cabeza para apresarle los labios, la boca, en un beso con el cual le vertió fuego en las venas. Al tiempo, le aferró la muñeca para que lo soltase. A continuación, la levantó en vilo.

Ella no quería que el beso acabara, así que le rodeó la cara con las manos y lo besó con avidez mientras él la llevaba a la cama. Se paró a un lado y haciendo malabarismos con ella, tanteó a ciegas para apartar las sábanas. Estrechándola con fuerza, le devolvió el beso, con lo que se inició un ardoroso duelo que pronto escapó a su control. El deseo rugía a través de ellos en una marea de lava.

Lucifer retrocedió, jadeante. Con la respiración entrecortada, la miró con unos ojos oscuros como carbones. Ella le devolvió la mirada, con el pulso acelerado y el aliento entrecortado.

Él bajó como si fuera a besarla, pero se contuvo a un par de centímetros de sus labios.

—Dime que deseas esto tanto como yo —pidió.

Era una orden y un ruego, y así lo entendió ella.

—Lo deseo aún más —contestó.

Él introdujo la mano en su cabello y lo besó con ansia, dejando fluir sin traba cuanto sentía, dejando que se derramara sobre él aquel violento deseo, aquella avalancha de sensaciones lascivas, la excitación, el goce sensual y la expectación.

Él lo absorbió y después despegó sus labios y la depositó en la cama.

—Eso es imposible —dijo con voz ronca.

Ella no quiso discutir, aunque estaba equivocado. Él había hecho aquello antes y sabía qué venía a continuación, pero ella no lo había experimentado nunca. Y quería vivirlo con él, esa noche. Lo sentía oportuno, correcto, necesario.

Dejó que él le quitara las botas y luego los pantalones, sin dejar de contemplar embelesado su cuerpo. Ahora ella estaba desnuda igual que él, y la excitó que la mirase con avidez. Parecía incapaz de apartar la vista. Se arrodilló en la cama, apoyando primero una rodilla y después la otra. Una oleada de excitación recorrió a Phyllida mientras él avanzaba a gatas. Después, poco a poco, bajó sobre ella.

Fue una conmoción, una conmoción sensual, sentir que depositaba su firme cuerpo encima de ella, percibir su fortaleza, la potencia contenida en su cuerpo, el vello en contacto con su sensible piel. Él le cogió las manos y las llevó hasta sus hombros. La miró a los ojos y bajó la cabeza.

—Vamos a hacerlo despacio —musitó—. Muy, muy despacio.

¿Era un murmullo dirigido a ella o una advertencia que se recordaba para sí? Los labios le rozaron los suyos y después se deslizaron por la mandíbula hasta la garganta. Las manos presionaron el colchón y se introdujeron bajo ella. Recorrieron, acariciadoras, la ruta hasta las caderas, donde la ciñeron con posesivo afán.

—Te va a doler. Lo sabes, ¿no?

Tendida bajo él, sentía el ardor de él y notaba cómo ella misma se encendía. Entre los muslos tenía sus caderas, culminadas por una fogosa erección.

—Sí —susurró cerrando los ojos.

Lucifer no dijo ni preguntó nada más. Bajó las manos por el dorso de los muslos y los separó. Así instalado, adelantó la mano entre ellos. La acarició una y otra vez hasta que ella estuvo casi a punto de ponerse a gritar. Su cuerpo se estremeció bajo él, que seguía tanteando, sondeando. Ella estaba mojada, poco menos que derretida cuando él retiró la mano. Entonces la sujetó por las caderas y se dispuso a penetrarla.

Le dolió, pero desde el primer contacto de aquella piel de increíble suavidad en los hinchados y húmedos labios, donde tanto anhelaba sentirlo, supo que se moriría allí mismo si aquel miembro turgente no la penetraba hasta lo más hondo. La certeza fue tan intensa que, pese al leve dolor, alzó las caderas para animarlo a seguir.

Él se detuvo y, aferrándole las caderas, la ancló.

—No… quédate tumbada —musitó junto a su garganta.

Aguardó a que lo hiciera antes de reiniciar la presión y, poco a poco, la penetró. Se paró y, alzando la cabeza, buscó sus labios y la besó profundamente. Ella respondió con avidez, sin resuello, con un ansia indefinida.

Sólo recibió un aviso de instantánea antelación: la terrible tensión que irradió él antes de retirarse para luego empujar a fondo.

El grito de ella se derramó en ambas bocas. Se contrajo bajo él, pero casi de inmediato el agudo dolor se disipó. Volvió a apoyarse en la cama, relajando los músculos. Inmóvil encima de ella, dentro de ella, él siguió besándola. Ella le correspondió y dejó que llevara la iniciativa, reconociendo su condición de guía.

De experto guía. No tuvo duda de ello cuando por fin él levantó la cabeza. Aunque notaba el cuerpo invadido y el peso de él encima, el dolor había desaparecido. La miró, con los oscuros ojos relucientes y una expresión que nunca le había visto, tensa, desencajada, embargada por la pasión. Él le escrutó la cara. Ella no tenía ni idea de lo que vio, pero al parecer lo tranquilizó. Inclinando la cabeza, él apoyó los labios en los suyos y ella, posando con levedad las manos en sus hombros, se entregó al besó, a él. Entonces él empezó a embestirla con delicadeza pero sin pausa.

Hasta ese momento ella no había tomado plena conciencia de hasta qué punto estaba colmada y de la tensión y flexibilidad que ello requería. Mientras él retrocedía y volvía, cabalgándola despacio, ella se dejó hechizar por aquel sensual descubrimiento.

Su cuerpo se agitó bajo él adaptándose a su ritmo, arqueándose para ir a su encuentro. El espontáneo vaivén, el repetitivo deslizamiento de él en su interior, cobró mayor intensidad. El torso de él se movía sobre el suyo, raspándole con el vello la sensibilizada piel. Lentamente iba inflamando su ardor interior, más y más. Sus sentidos navegaban en un vertiginoso torbellino al tiempo que él movía la lengua en su boca posesivamente.

Era suya… Crispó los dedos, hincándolos en sus brazos y allí se aferró mientras el mundo se alejaba y sólo quedaban ellos, piel contra piel. El deseo era un cálido mar que los inundaba. Él había dicho que lo harían despacio, y ella no tenía ninguna prisa, al menos al principio. En ella crecía una especie de compulsión, de cegador apremio físico. Algo ardiente, tenso, que se iba concentrando… y con cada embestida él lo tocaba, lo alimentaba, avivando más las llamas.

Ella interrumpió el beso con un jadeo y se arqueó, pugnando por respirar, por urgirlo a penetrarla más, a llegar más adentro. Lo necesitaba allí con toda su dureza, en lo más hondo… Él despegó el pecho del suyo y se apuntaló en los brazos; la siguiente embestida la sacudió toda entera.

Ella emitió otro jadeo y, arañándolo levemente con las uñas, bajó las manos por su pecho. El recio vello que le cepilló las palmas reprodujo la sensación del otro recio vello que le raspaba entre los muslos. Extendió las manos y le rodeó los flancos… Entonces el calor se concentró dentro de ella, con una presión cercana al dolor. Se irguió, deslizando las manos hasta la espalda y, aferrándose, alzó los labios hasta los suyos.

Él los tomó con un beso casi salvaje, y entonces modificó la postura. Apoyado en un brazo, colocó la otra mano en una nalga, la atrajo con fuerza hacia sí y la retuvo mientras la embestía, una y otra vez. El calor estalló dentro de ella, al tiempo que se crispaba la parte inferior de su cuerpo. Una cristalina sensación, quebradiza e intensa, la traspasó, y luego el espasmo se disolvió en un glorioso fogonazo. Un río de sensaciones se desbordó y la inundó, aplacando su compulsivo ardor para dejar en su lugar una calidez distinta.

Aferrada a él, fue arrastrada por la ardorosa marea.

Él la siguió, pero después se giró para ponerse de espaldas, llevándola consigo. Acabó tendida encima de él, todavía erecto en su interior. Se había derretido… no podía moverse. Con la cabeza reclinada en su pecho, permaneció así, sumida en un divino deleite.

Ignoraba cuánto tiempo transcurrió antes de recobrar la noción de la realidad y advertir que aún yacía desnuda encima de él, que le acariciaba las nalgas con mano errabunda. De repente tuvo conciencia de ello, y también de algo más: Lucifer aún mantenía la erección, dentro de ella. Todavía tenía el cuerpo rígido con aquella tensión que ella ya reconocía. No había…

Levantó la cabeza y lo miró a la cara. Él le devolvió la mirada y luego enarcó una ceja. Ella se ruborizó, y agradeció que él no pudiera advertirlo en la penumbra.

—¿Y ahora qué? —preguntó, pensando que al parecer quedaba otra etapa.

—Ya te he dicho que nos lo tomaríamos con calma —respondió él, sonriente.

Su piel conservaba el calor, cubierta de un manto de rocío donde él acariciaba, y en contraste el aire era fresco. Se había sentido relajada de pies a cabeza, pero la tensión regresaba junto con el conocimiento. Phyllida se humedeció los labios y preguntó:

—¿Y eso qué significa?

—Es más fácil demostrarlo que explicarlo —contestó Lucifer con una maliciosa sonrisa.

Alargó las manos hasta sus muslos. Tiró y ella dejó que le flexionara las rodillas y la moldeara, de tal forma que acabó sentada a horcajadas, de rodillas, con los tobillos adosados a sus costados, las manos en su pecho, mirándolo. Su rostro reflejó más dolor que regocijo cuando él le levantó levemente las caderas para después bajarla de nuevo.

—Aaah… aaaah. —Espirando despacio, Phyllida cerró los ojos y echó la cabeza atrás.

—¿Te duele?

—¿Si me duele? —Abrió los ojos y lo miró, incapaz de encontrar palabras para describir lo que sentía—. Es pura gloria.

Él sonrió y volvió a recostarse en la cama bajo ella.

—Entonces hazlo otra vez —pidió.

Ella obedeció, elevándose sin su ayuda, pese a que él aún la sujetaba por las caderas. La dejó subir sólo hasta cierta distancia antes de contenerla. Al bajar, ella observó cómo él cerraba los párpados y sus facciones se marcaban transidas de deseo. Presa de una renovada ansia, se movió con lentitud sobre él, concentrada en la sensación de presión que ejercía contra su blanda oquedad, concentrada en acariciarlo a él de ese modo.

La tensión de Lucifer se incrementó, Phyllida lo notaba en las manos, en los muslos, lo veía en su cara. Ella se estaba enardeciendo también. Lucifer le soltó las caderas para acariciarle los pechos, excitándola aún más. Se incorporó y aplicó la boca a los pechos. Una aguda sensación la atravesó con tal violencia que poco le faltó para volver a precipitarse en el éxtasis. Se aferró desesperadamente a la conciencia mientras él humedecía, succionaba, mordisqueaba. Las mojadas orlas eran aureolas de frescor en medio de su encendida piel.

Una mano retornó a las caderas y la hizo aminorar el ritmo. La obligó a ir más despacio hasta volverla frenética, cegada con la necesidad de sentirlo más adentro, más duro, más rápido. Abrió los muslos y bajó sobre él. Volvió a ascender y él la detuvo un instante antes de embestirla en el descenso. Luego atrapó un turgente pezón con su húmeda boca y succionó.

Ella se dejó caer con un grito, apretándolo con fuerza hasta lo más hondo de sí. Su mundo se pulverizó, fragmentado en rutilantes añicos de exquisito goce que le penetraron la piel, se dispersaron y fundieron hasta que no fue más que una masa de candente calor que lo albergaba a él, enhiesto y vibrante, en su núcleo.

Exhalando un sollozo, ella le rodeó los hombros con los brazos, le atrajo la cabeza hasta su seno y se ovilló pegada a él.

Poco a poco, él fue bajando, llevándola consigo. La respiración sonaba rasposa junto a su oído y tenía rígidos todos los músculos.

—¿Por qué? —susurró ella contra su piel.

Lucifer se tendió bajo ella, incapaz de lograr un pensamiento coherente.

—Quería que fueran varias veces, pero… —Perdió el hilo. Consciente tan sólo del cálido cuerpo enredado en el suyo, le dio un leve beso en la sien—. Dentro de un momento —añadió con voz enronquecida por la vehemencia del deseo.

Habría querido hacerle el amor más de una vez, pero era novata e inexperta y si él hubiera obedecido sólo a sus impulsos, al día siguiente ella lo habría maldecido. Por eso, una vez dentro, había permanecido allí para moderar el alcance y la fuerza de sus embestidas a fin de minimizar la abrasión y la presión contra su delicada carne. Con ello había conseguido disfrutar sintiendo que ella culminaba dos veces… por el momento.

Levantándola, salió y se apartó a un lado. Ella murmuró, tratando de retenerlo, pero él la tranquilizó con un beso en la espalda.

—Tienes que hacer todo lo que diga, ¿te acuerdas?

—¿Qué tengo que hacer, pues? —inquirió al tiempo que se volvía boca arriba.

—Absolutamente nada —repuso él, tomando una almohada y volviéndola de espaldas—. Ahora me toca a mí.

Cautivada y exhausta, ella dejó que le elevara las caderas para colocarle la almohada debajo. Luego se arrodilló entre sus piernas y dobló una de ellas, que adosó a su costado, con la rodilla casi a la altura de su cadera. Después le acarició las nalgas, se inclinó sobre ella y la penetró de una embestida.

Phyllida soltó un gritito.

—¿Duele?

Ella negó con la cabeza y reculó contra él. Lucifer tomó lo que le ofrecía, hundiéndose más en ella. Apuntalado en los brazos, bajó la cabeza para depositarle un beso en el hombro.

—No te muevas y déjame amarte.

Phyllida obedeció: él le habría dado las gracias de haber sido capaz de formar las palabras. En lugar de ello, le expresó el agradecimiento con el cuerpo. Yacía ardiente, desnuda, totalmente abierta a él, que embestía sus firmes nalgas, suaves hemisferios que desprendían un pálido brillo a la luz de la luna. Las curvas lo acariciaban, su cuerpo lo acogía, rodeándolo con un dulce calor. Con el almizclado aroma de ella anegando sus sentidos, Lucifer respiró hondo y advirtió que se desataba la fiera que albergaba en su interior.

Sintió que ella se agitaba bajo él. Aunque no se movió, su cuerpo se tensó en torno al suyo. Él reaccionó de modo instintivo, presionando sus posaderas, penetrándola a fondo, aplicando una ligera rotación para darle más placer.

Ella contuvo el aliento y le devolvió la presión para después descender un poco. Con las mandíbulas apretadas, él retrocedió, se detuvo un instante y después la penetró despacio. Una vez dentro, efectuó una rotación, se retiró… Ella lanzó un gemido.

Impregnado de un femenino ruego más primitivo que las palabras, el sonido acabó por desbaratar su control. La embistió con fuerza demoledora, una y otra vez, al tiempo que ella le correspondía reculando y lo animaba a seguir. Pese a que se había propuesto proceder con suavidad, ante la desenfrenada lascivia de ella, Lucifer se dejó arrastrar.

Ella estalló en un clímax tan intenso que él lo sintió hasta el tuétano. Los espasmos fueron tan fogosos y violentos que él creyó que iba a enloquecer. Y así le ocurrió. Perdió toda noción de la realidad mientras se extraviaba en ella. Perdió el alma en medio de su ardor y en Phyllida perdió el corazón.