RESUELTOS a no dejarse hacer sombra por los Fortemain, los Smollet habían organizado un baile para esa noche, una fiesta especial a la que acudirían invitados de varios kilómetros a la redonda. Lucifer, que no conocía a la mayoría, pasó la mitad de la velada siendo presentado y suscitando exclamaciones, dada su condición de principal atracción de la velada.
Mientras se dejaba admirar, no perdía de vista a Phyllida. Esta había llegado temprano con su padre, su hermano y la señorita Sweet. Lady Huddlesford se había presentado más tarde, con Frederick. Percy Tallen no había asistido.
Con su vestido de seda color bronce, una sencilla gargantilla de oro y unos pendientes con forma de lágrima, Phyllida era la mujer vestida de forma menos ostentosa del salón y sin embargo la más atractiva. Si bien atraía la mirada de muchos hombres, pocos eran, según advirtió Lucifer, los que apreciaban en su justa medida su valor. Cedric, Basil y Grisby la veían como un interesante bien que sería provechoso añadir a sus propiedades. Ninguno parecía verla a ella como persona. Qué necios eran todos…
Con expresión serena, ella hacía lo posible por desentenderse de ellos y hablaba con la mayoría de los invitados, seguramente dispensando ayuda y consejo en modalidades diversas. De todos modos, no podía evitar del todo a sus supuestos pretendientes.
El primer baile lo dedicó a Basil, el anfitrión. Gracias a sus dotes estratégicas, Lucifer escurrió el bulto, de tal modo que Yocasta Smollet bailó con sir Jasper. A continuación Phyllida bailó un cotillón con Cedric, y más tarde la vio como pareja de una danza regional con Henry Grisby.
Su actitud al concluir el baile, de alivio por haber cumplido por fin con su deber, no llegó a abrir brecha en el ensimismamiento de Grisby. Nada impresionada, Phyllida se retiró para hablar con las señoritas Longdon.
Desde un extremo del salón, Lucifer la observaba, planteándose la mejor vía de enfoque.
—¡Ah, aquí está usted! —Era sir Jasper—. Quería preguntarle si ha descubierto algo sobre ese canalla que apuñaló a Horacio.
—Nada de bueno. No hay ninguna prueba de que algún forastero llegara a caballo, al menos por el este. Aún tengo que indagar en Honiton, pero de momento todo indica que el asesino reside en la localidad.
—Oh… ¿Y ese intruso que sorprendió anoche…?
—Podría ser el asesino.
Sir Jasper exhaló un prolongado suspiro y desplazó la mirada por la estancia.
—Confiaba en que no fuera alguien de por aquí, pero por lo que usted me dice…
—No pudo ser alguien de lejos, porque lo habrían visto.
—Por la misma regla de tres, vista la manera como vamos aquí todos de un sitio a otro a caballo, será difícil identificar a alguien.
Lucifer asintió con la cabeza. Sir Jasper permaneció a su lado mientras se ensombrecía su semblante. Al final, respiró hondo, miró a Lucifer y dijo:
—Ese asunto del cazador que disparó a Phyllida…
De pronto vieron a Jonas, que acudía contoneándose. Con las manos en los bolsillos, miró a Lucifer a los ojos. Como de costumbre, parecía relajado y de muy buen humor. A Lucifer se le ocurrió que, de la misma manera que la tranquila serenidad de Phyllida a menudo era una máscara, tras el despreocupado talante de Jonas se ocultaba algo. Sus ojos color avellana no traslucían despreocupación.
—Ya sé que Phyllida dijo que era un cazador, pero yo no lo veo claro. Era una hora y un sitio ridículos para estar cazando. Y además ¿para qué quemó ese sombrero?
—¿Quemó el sombrero? —Sir Jasper buscó con la mirada a su hija entre los invitados.
—Eso dijo Sweetie. —Jonas observó también a Phyllida.
—¿Por qué demonios lo haría?
Porque estaba asustada y la destrucción del sombrero había sido para ella la forma de dejar zanjado el incidente. Lucifer así lo entendía. Pese a su intransigencia, Phyllida era demasiado inteligente para no tener miedo.
—Lo que quiero saber es si ella corre algún peligro —dijo Jonas.
Lucifer constató con alivio que no iba dirigido a él en concreto. Consciente de que no podía responder con sinceridad, se revolvió con inquietud, pues iba contra sus principios dejar a padre y hermano en la ignorancia. En su opinión tenían derecho a saber, derecho a proteger a su hija y hermana. Guardando silencio para no cometer ninguna imprudencia, barajó las opciones, para llegar a la conclusión de que no había ninguna manera de advertirlos sin dar a entender que el asesino quería atentar contra Phyllida, porque entonces querrían saber por qué.
—Hoy la vi salir de la iglesia acompañada por un criado.
—¿De veras? Esa sí es una novedad. Por qué lo habrá hecho.
—Quizá por la conmoción de que alguien le disparase —observó Lucifer—. ¿Quién puede saber cómo funciona la cabeza de las mujeres?
Sir Jasper emitió un bufido y Jonas sonrió.
—No me gusta que haya un asesino suelto entre nosotros —declaró al cabo de un momento sir Jasper—. Todo puede acabar muy mal. Creo que tendré una conversación con los hombres… No hay necesidad de que Phyllida se entere.
—Una actitud más vigilante en general no vendría mal.
—Phyllida se va a enterar —objetó Jonas—, lo sabes muy bien. Lo único que hará entonces es reorganizar las cosas a su manera.
—¡Uf! —Sir Jasper miró ceñudo a su hija—. De todas maneras lo haré. Con suerte, para cuando lo sepa, ya estaremos a punto de atrapar al criminal.
Lucifer rogó que así fuera. Después dejó a sir Jasper y Jonas y fue a hablar con los músicos que tocaban en un rincón. A continuación se dirigió a la chaise longue que Phyllida compartía con las señoritas Longdon.
Dedicó una reverencia a las tres damas. Apenas habían intercambiado unas palabras cuando las primeras notas de un vals resonaron en la sala. Las señoritas Longdon soltaron unas risitas. Aunque ninguna de las dos bailaba, escudriñaron con interés la estancia para ver qué parejas se formaban.
Lucifer volvió a inclinarse ante Phyllida.
—¿Me concede el honor, señorita Tallent?
Ella le dio la mano y, tomándola, él la condujo al centro de la pista. Las señoritas Longdon fueron presa de un sofoco.
Phyllida bailaba bien y en aquel momento se felicitó por ello, ya que al menos no tenía que poner atención en el movimiento de sus pies. Un problema menos que atender. El más acuciante la tenía atrapada en sus brazos y la hacía evolucionar sin esfuerzo por la sala. Obedeciendo algún impulso ingenuo, su inteligencia y sus instintos parecían decididos a dejarse arrastrar a una especie de reino de vertiginoso deleite, lo cual representaba un verdadero peligro.
Había en el semblante de Lucifer un ceño con marcados surcos, una presión en las mandíbulas, una tensión en el cuerpo que de forma tan tentadora rozaba el suyo… todo ello inconfundibles señales de peligro. Ella mantuvo la expresión apacible, sin dejar de mirarlo a la cara.
—Acabo de mantener una conversación muy incómoda con su padre y su hermano.
Vio cómo abría los ojos como platos, al tiempo que se demudaba.
—Pero ¿cómo se ha podido enterar papá, y menos aún Jonas, de lo de anoche?
Lucifer se quedó mirándola y esbozó una sonrisa.
—No hablábamos de nuestro interludio en el bosquecillo. No saben nada de eso.
—¡Loado sea Dios! —exclamó Phyllida con alivio.
Lucifer casi la llevó en volandas mientras emprendían el siguiente giro.
—La cuestión que hemos tratado es si usted corre peligro, que sí lo corre.
—¿No se lo habrá dicho? —Le escrutó los ojos.
—No, pero debería —replicó él.
—No hay motivo para que se preocupen…
—Tienen derecho a saberlo.
—Yo no quiero que lo sepan. No hay necesidad. Como ve, soy muy capaz de tomar las medidas apropiadas, y con suerte pronto estaré en condiciones de explicarle todo a usted y entonces, de una manera u otra, descubriremos al asesino y todo saldrá bien.
La miró a los ojos.
—Sería mejor que me dijera qué fue lo que vio en el salón de Horacio.
Phyllida arrugó el entrecejo y se imaginó el diálogo que seguiría: «Vi un sombrero marrón». «¿Un sombrero marrón?». «Sí. No lo reconocí y desde entonces no se lo he visto a nadie». «Entonces no puede ser eso lo que preocupa al asesino. ¿Qué más ocurrió? ¿Qué estaba haciendo usted? ¿Por qué estaba allí?». Así pues, optó por contestar escuetamente:
—No puedo decírselo. Todavía no.
La mirada de él seguía, como un vibrante foco azul oscuro, fija en sus ojos.
—Yo creo que sí puede.
Su voz queda y susurrante le produjo un escalofrío. La asaltó el impulso de apartarse de sus brazos, pero él la atrajo más. Quedó tan cerca que la seda que le cubría los pechos le rozaba la chaqueta cada vez que respiraba, y los duros muslos de él rozaban los suyos con cada rotación.
De improviso ella cobró una aguda conciencia de la fuerza física de Lucifer. Si bien nunca la ocultaba, tampoco la había proyectado antes, al menos de aquella forma. Una parte de sí la aguijoneaba de manera frenética, diciéndole que aquello era muy amenazador. Aun así, Phyllida no dio el brazo a torcer.
—Todavía no —confirmó con calma—. Se lo diré en cuanto pueda.
Por el semblante de Lucifer pasó una fugaz expresión de sorpresa, como si no diese crédito a lo que oía. El azul de sus ojos destelló. Despacio, con arrogancia, enarcó una negra ceja.
Ella conocía ese gesto y sabía cómo interpretarlo.
—Nada de lo que haga me hará cambiar de intención —le aseguró.
El vals acabó y tras un último giro se detuvieron a un lado de la pista, pero él no la soltó. La mano apoyada en su cintura ardía encima de la seda, amenazando con atraerla hacia sí. Bajó las manos unidas, entrelazando los dedos con los de ella y la miró a los ojos.
—¿Nada?
A Phyllida le pareció que iba a desmayarse. Las rodillas le flaquearon. Si no respondía algo pronto, iba a besarla, allí mismo, en el salón de los Smollet y delante de la mitad del condado. Lo haría y se regocijaría con ello. El corazón le latía desbocado mientras sus ojos seguían apresados en aquel profundo azul. No lograba pensar, como mínimo con la claridad suficiente para idear algún plan de evasión. Y tampoco podía zafarse.
La mirada de Lucifer se intensificó y sus labios se curvaron levemente. La mano apoyada en la espalda de ella se tensó…
—Ah, Phyllida, querida.
Era Basil, que avanzaba hacia ellos entre sus invitados. Lucifer se vio obligado a soltarla, lo que ella aprovechó para apartarse un paso. Al llegar a su lado, Basil le dirigió una mirada superficial y una mecánica sonrisa.
—No sé, querida, si sería un abuso por mi parte pedirte tu opinión sobre el ponche. Es que no estoy muy seguro…
—¡Por supuesto! —Phyllida se prendió del brazo de Basil—. ¿Dónde está ese ponche?
Se llevó a Basil por el salón, lejos de Lucifer, sin volverse ni una sola vez. Aun así, sabía que él la acecharía a la espera de otra ocasión para atacar. Allá donde fuese, sentía su mirada enfocada en ella. Como consecuencia de ello, no tuvo más remedio que reclutar como guardaespaldas a sucesivos caballeros, a sus pretendientes del pueblo e incluso de localidades más alejadas que le habrían hecho con gusto la corte de haber percibido en ella la menor sugerencia. Ellos, por desgracia, ignoraban qué penosa función cumplían en ese momento.
Uno de tales caballeros, Firman de Musbury, insistió en traerle una copa de ponche y la dejó junto a una ventana. Phyllida inspeccionó la estancia. No vio a Lucifer y, sin embargo, la sensación de petar en peligro se acrecentaba… Resolviendo que lo mejor sería retirarse al salón contiguo, se volvió hacia la puerta…
Y se topó de bruces con un pecho ya conocido poco faltó para que retrocediera de un salto.
—¡Ya basta! —le espetó.
—¿Basta de qué? —replicó él con fingida inocencia.
—¡Esto! No puede… eh… seducirme en un salón de baile.
—¿Hay alguna ley en contra? —Le escrutó los ojos, antes de agregar con un sensual susurro—: Reconozco que es un verdadero desafío, pero…
Phyllida le lanzó una mirada reprobadora antes de volverse para observar a los invitados próximos, con la esperanza de detectar al señor Firman o a algún otro que pudiera servir… Robert Collins permanecía con discreción junto a la pared.
—Creía que a las anfitrionas de los alrededores no les gustaba invitar al señor Collins —señaló Lucifer, que había seguido el recorrido de su mirada.
—Así es, y Yocasta tampoco le tiene en gran estima, sólo que es más cruel. Sabe que invitando a Robert irritará al señor Farthingale, reforzando su oposición, lo que acaba por arruinar casi la alegría de Mary por tener a Robert aquí. Robert, claro está, no puede permitirse declinar la invitación, con las pocas oportunidades que tiene de ver a Mary Anne.
Phyllida se dio cuenta de que Lucifer estaba observando a los presentes.
—Aquí tiene, señorita Smollet.
Phyllida resopló quedamente. El regreso de Firman la había salvado. Mientras cogía la copa, para ganar tiempo lo presentó a Lucifer, y entonces resultó que el caballero llevaba toda la noche esperando para hablar con el señor Cynster.
Firman era, al parecer, propietario de un rebaño vacuno. Phyllida se enteró asimismo de que Lucifer estaba interesado en ampliar sus conocimientos sobre ganadería, pues mientras Firman hablaba, él escuchaba y hacía preguntas. La ocasión era demasiado buena para dejarla escapar. Phyllida se alejó y Lucifer no pudo hacer nada, atrapado en la conversación. Además, no le convenía ofender al señor Firman.
Tras dejar la copa a un lacayo, ella se reunió con Robert junto a la pared. Phyllida percibió en sus ojos una dolorosa intensidad que hubiera preferido no ver.
—Mary Anne me ha hablado de las cartas. —Dirigió la vista al otro extremo de la sala, hacia donde Mary Anne charlaba con dos jóvenes damas—. Ojalá nunca la hubiera animado a escribirme —se lamentó con amargura.
—Precisamente quería hablar contigo de esas cartas.
Robert la miró, mostrando un semblante repentinamente esperanzado.
—¿Las has encontrado?
—No, lo siento…
—No… soy yo el que lo siente —suspiró él—. Sé que las buscarás y te agradezco la ayuda. No tengo derecho a presionarte. ¿Qué querías saber? —preguntó al cabo de un momento.
—Tengo que preguntarte esto porque es importante, y cada vez que intento sacar el tema con Mary Anne, se pone bastante histérica. Es que necesito saberlo, Robert…, y si no me dais una respuesta coherente, no sé si podré seguir buscando esas cartas sin que nadie se entere. Dime, pues, ¿qué es lo que contienen que las hace tan peligrosas para ti y Mary Anne?
Robert se quedó mirándola como un conejo acorralado. Tragó saliva y desvió la vista.
—No puedo decírtelo con detalle…
—Con generalizaciones me basta. Ya sacaré mis conclusiones.
Robert guardó silencio un momento.
—Mary Anne y yo nos hemos visto en secreto durante un año —cedió por fin—. Ya sabes todo el tiempo que hemos esperado y… —aspiró hondo—. Pues bien, Mary Anne tenía por costumbre aliviar la espera entre mis visitas escribiéndome cartas en las que hablaba de nuestro último encuentro, de lo que habíamos hecho y de lo que podríamos hacer la próxima vez… El caso es que comentaba las cosas con mucho detalle. —Miró a Phyllida con angustia.
Ella se la devolvió con semblante impávido, y al cabo de un instante respondió con tono neutro:
—Creo que lo entiendo, Robert.
Gracias a Lucifer, ahora tenía cierta noción de lo que podía suceder entre una dama y un caballero cuando había deseo de por medio. Y Mary Anne deseaba a Robert, no le cabía duda. Siempre lo había deseado. Phyllida se aclaró la garganta.
—Yo solía llevar las cartas conmigo cada vez que volvíamos a vernos y entonces procurábamos… bueno… —Robert inspiró antes de proseguir de modo precipitado—. Así que ya ves, si las cartas llegaran a manos del señor Farthingale sería muy… malo. Pero si las enseñara al señor Crabbs, si alguien las enseñara a Crabbs…
—¿Sí? —Phyllida evocó la imagen de conservadora rigidez que transmitía el notario.
—Entonces no podría ascender de pasante, y nunca alcanzaría la posición necesaria para casarme. —Robert la observó, suplicante.
—Las encontraremos —le aseguró ella con una sonrisa.
Robert le estrechó las manos.
—No sé cómo agradecértelo. Eres una verdadera amiga.
Phyllida retiró la mano. Habría preferido no ser tan buena amiga, pero no podía. Además, había dado su palabra. Se volvió hacia Robert, y por poco no chocó contra Lucifer.
En ese momento sonó un violín y ambos desplazaron la mirada hacia los músicos. Luego Phyllida observó a Lucifer y, acercándose, posó una mano en su pecho.
—Baile conmigo este vals.
—¿Por qué? —inquirió él.
—Porque podría serme útil y no quiero bailar con nadie más.
Lucifer la condujo hacia el centro de la pista.
—Está intentando distraerme —refunfuñó.
—Es posible. —También trataba de distraerse a sí misma, y él era la persona más indicada para tal menester.
¿Cómo podía haber sido tan idiota Mary Anne para poner por escrito esa clase de cosas? Seguro que cegada por el amor.
El sol brillaba con fuerza y el aire era fresco y límpido mientras bajaba a paso vivo por la cuesta de la iglesia. A sus espaldas, los asistentes a la misa del domingo se encaminaban a casa. Diez pasos por detrás la seguía Jem, su concesión a las ideas que se formaban los hombres sobre la vulnerabilidad femenina. Su tía y el resto de las mujeres de Grange regresaban a casa en el carruaje, pero ella había preferido volver a pie pasando por el bosque.
Y por Colyton Manor.
Toda la gente de la mansión salvo Lucifer había acudido a la iglesia, incluido su criado recién llegado. Bristleford la había informado de que el señor Cynster había optado por quedarse a vigilar la casa a raíz de la reciente intrusión. Phyllida se preguntó si aquel sería el auténtico motivo o si más bien, haciendo honor a su apodo, sería tan poco aficionado como la mayoría de los otros caballeros de la parroquia a asistir a los servicios dominicales.
Protegiéndose del sol con la sombrilla, cruzó el camino y se encaminó a la casona. Al aproximarse a la verja aminoró el paso, pensando qué excusa podía dar para su visita.
Desde la penumbra de detrás de la puerta principal abierta, Lucifer la observó titubear en la entrada del jardín. Estaba revisando los libros de cuentas de Horacio cuando algo le había interrumpido la concentración, induciéndolo a asomarse a la ventana de la biblioteca. Su mirada se había visto atraída enseguida por la figura que descendía por el prado envuelta en tela color marfil y el rostro protegido por una sombrilla. Era Phyllida, sin duda, y no era difícil adivinar adónde se dirigía.
Había aguardado en la entrada para no dar la impresión de que se moría por verla, consciente de que con ello no ganaría nada bueno para su causa. Demoró la mirada en su silueta, en las suaves curvas del pecho y los hombros, en el oscuro pelo que le enmarcaba la cara. Con el esplendor del jardín de Horacio como marco perfecto, la escrutó antes de decidirse a salir.
Al verlo, ella irguió la espalda y apretó más el mango de la sombrilla. No era una reacción de temor sino de espabilamiento, de preparación expectante. Aunque cruzó el jardín, él se detuvo a corta distancia de la verja, bajo el arco recubierto de rosas, que presentaba un lugar adecuado donde apoyar el hombro. Cruzó los brazos y se puso a contemplarla.
Ella lo observó, tratando de adivinar su talante. Él no reveló ninguna pista.
—Buenos días —saludó Phyllida, inclinando la cabeza—. Bristleford ha dicho que se ha quedado a vigilar la casa. El intruso no habrá vuelto a aparecer, espero.
—No. No ha habido ningún incidente.
Phyllida aguardó un poco, antes de proseguir.
—Me intrigaba saber si Covey habría descubierto algo, algún valioso libro o un ejemplar que pudiera dar motivo para un asesinato.
¿Hasta dónde era pertinente hacerla partícipe de sus hallazgos?
—¿Ha escuchado alguna vez rumores concernientes a lady Fortemain?
—¿Lady Fortemain? —preguntó ella, abriendo con desmesura los ojos—. ¡Oh, no, santo Dios!
—Pues es posible que Covey haya encontrado algo.
Phyllida esperó, pero como él se limitó a seguir allí parado con semblante impasible, sin apartar la vista de ella, acabó por preguntar:
—¿Qué? ¿Qué ha encontrado?
Transcurrió un momento antes de que él respondiera.
—Una anotación en un libro.
—¿Y qué pone?
—¿Qué vio en el salón de Horacio el domingo pasado?
Phyllida envaró el cuerpo, comprendiendo de improviso su juego.
—Ya sabe que no puedo decírselo todavía.
Sus ojos, oscurísimos, seguían fijos en su cara.
—¿Porque el asunto afecta a alguien más?
—Sí —confirmó ella.
Se quedaron mirando, uno a cada lado de la verja del jardín. Él permanecía relajado pero inmóvil, sombrío, peligroso, dotado de un demoníaco atractivo, aureolado de rosas blancas. El sol les prodigaba sus rayos y la brisa los arropaba con su calidez.
Por fin él enderezó el cuerpo, sin dejar de mirarla.
—Espero que algún día confíe en mí.
Y tras un titubeo, inclinó la cabeza, se volvió y se encaminó a la puerta de la casa. Tres pasos más allá, se detuvo y dijo sin girar la cabeza:
—Regrese por el pueblo. Mientras no se haya atrapado al asesino, los bosques y bosquecillos no son sitios recomendables para usted.
Phyllida lo observó hasta que entró en la casa. Después dio media vuelta y, con la máscara bien colocada, dirigió un gesto a Jem que se había quedado esperando, y se pusieron en marcha… por la ruta del pueblo.
¡Por supuesto que confiaba en él, y él lo sabía! Phyllida propinó una palmada al jarrón de bronce que acababa de vaciar en la mesa de la sacristía y después volvió a la iglesia. Se dirigía a la pila.
Las flores que había puesto el sábado habían durado sólo un día. Rodeándola con ambos brazos, levantó la pesada urna y, distribuyendo con cuidado el peso, caminó despacio hacia la sacristía para salir por allí. Lo único que le faltaba era acabar manchándose de agua sucia el vestido de muselina.
Eso sería la gota que colmaría el vaso.
¿Cómo podía afirmar que no confiaba en él? Lo sabía, por fuerza tenía que saberlo, después del encuentro que habían mantenido en el bosquecillo. Lo sabía, pero utilizaba la cuestión de la confianza, de la confianza que ella debía tener en él, como palanca para presionarla.
En realidad él no se refería a la confianza, no, sino a la dominación. Al hecho de que ella no hubiera cedido y le hubiera dicho lo que le interesaba saber. Y ya puestos con el tema de la confianza, ¿acaso confiaba él en ella? ¡Ya le había explicado que no podía decírselo, pero que lo haría en cuanto pudiera, y que de todas formas lo que sabía no tenía ninguna clase de repercusión!
¿Y qué había pretendido insinuar con el comentario de que los bosquecillos no eran recomendables para ella?
—Pienso ir al bosquecillo cada vez que se me antoje.
Las palabras, pronunciadas con la mandíbula tiesa, resonaron en la solitaria sacristía. Tanteando con un pie, localizó el umbral y después salió al patio trasero de la iglesia.
El cielo nublado iba a la par con su estado de ánimo. Asomando la cabeza por un lado de la urna, se encaminó hacia el montón de flores marchitas…
Una negra tela le cubrió la cabeza.
Notó el tirón de una cuerda que le rodeaba el cuello.
Un segundo después, esta se tensó aún más.
La presión iba en aumento.
Soltó el pesado jarrón, que cayó con estrépito contra una lápida, y se puso a forcejear con los codos.
—¡Uf! —oyó con satisfacción.
Era un hombre, y era más alto, más corpulento y más fuerte que ella. No se paró a pensar, mientras a su recuerdo acudían de manera mecánica los años de peleas con Jonas. Tirando de la cuerda con las manos, se inclinó hacia delante para obligar a su captor a trastabillar. Entonces se enderezó con brusquedad y le golpeó la mandíbula con la cabeza. La cuerda se aflojó un poco, permitiéndole deslizar las manos por dentro.
El hombre le aplicó un brutal tirón, pero ella resistió y, respirando con dificultad, lanzó un grito. El alarido resonó en las paredes de la iglesia y en las lápidas.
Se oyó una puerta y unos pasos que acudían con celeridad.
Su atacante profirió un rudo juramento antes de empujarla a un lado. Phyllida cayó encima de una tumba. La áspera piedra le raspó la cabeza y se golpeó el antebrazo con otro duro canto antes de precipitarse a ciegas de espaldas. Aterrizó sobre una losa de mármol, todavía envuelta por la gruesa tela negra, con la cuerda colgando aún del cuello.
—¡Eh! ¡Usted! ¡Alto ahí!
Oyó los gritos de Jem pese al aturdimiento y después que se alejaba corriendo por el sendero. Incorporándose con esfuerzo, tironeó de la negra tela que aún le cubría la cabeza, y el pánico le atenazó la garganta. No lograba soltarse. Entonces oyó otra maldición, más contundente, y luego pasos que se acercaban con rapidez.
Alguien la tomó como a una niña en sus fuertes brazos y, tras sentarse, la depositó en su regazo.
—Deje de forcejear, que no hace más que enredar la cuerda. Quieta.
El pánico cesó de inmediato y no obstante se echó a temblar. La cuerda fue desanudada y un instante después se vio libre de la negra mortaja. Miró a Lucifer, sus oscuros ojos azules velados por la inquietud.
—¿Está bien?
Se deleitó un momento más con la visión de su rostro y después lo rodeó con los brazos y, con la cabeza apoyada en su pecho, se aferró a él. Estrechándola con protector ademán, él apoyó la mejilla en su cabeza y la acunó.
—Ya pasó. —Manteniéndola así abrazada, a resguardo, dejó transcurrir un minuto antes de preguntar—: Y ahora dígame si se ha hecho daño.
Ella negó con la cabeza, sin levantarla, e inspiró de modo afanoso, luchando por hallar la voz.
—Es sólo la garganta…
Se había quedado ronca a causa del grito y de la cuerda. Al llevarse la mano al cuello, notó cómo comenzaba a hincharse la piel maltratada.
—¿Nada más?
—Una rozadura en la pierna y una contusión en el brazo.
No creía que se hubiera golpeado la cabeza en la losa, pero sí sentía escozor en la pierna. Levantando la cabeza, con los puños crispados en la chaqueta de Lucifer, lanzó un vistazo a las piernas… tenía las faldas levantadas hasta las rodillas.
Ruborizada, trató de bajarlas.
Lucifer le agarró la mano y volviéndola a posar en su pecho, estiró con eficacia la muselina. Entonces reparó en la rozadura y paró.
—Es sólo un arañazo. No hay sangre.
A continuación le bajó del todo la falda. Después miró el camino que conducía al cementerio.
—Ahí llegan.
La observó un instante antes de ponerse en pie. Acomodándola en sus brazos, comenzó a andar por el estrecho sendero entre las tumbas hacia la puerta de la sacristía. Se detuvo fuera a esperar al señor Filing y a Jem.
Thompson llegó con ellos, empuñando un pesado martillo.
—¿Qué ha ocurrido?
—Alguien ha atacado a la señorita Tallent. —Lucifer señaló la losa donde había dejado la tela negra y la cuerda—. Filing…, ¿sería tan amable?
Ceñudo y claramente desencajado, Filing no se lo hizo repetir dos veces. Al cabo de un momento estaba de vuelta con ambas cosas.
—Es mi sotana. —Levantó el negro sudario y lo zarandeó hasta conferirle su forma habitual—. ¡Y esto… —añadió con enojo, levantando la cuerda, gruesa y dorada— es el cordón de un incensario!
—¿Dónde los guarda? —preguntó Lucifer.
—En la sacristía. —Filing miró hacia la puerta posterior, que seguía abierta—. ¡Dios Santo! Ese canalla no le habrá atacado en la iglesia, ¿verdad?
Phyllida sacudió la cabeza. Le costaba mantenerla erguida, sin apoyarla en el hombro de Lucifer.
—Estaba arreglando los jarrones. Cuando he salido… —Indicó con un gesto la zona contigua a la puerta y tragó saliva, con dolor.
Lucifer la miró con preocupación.
—Filing, deberíamos llevar a la señorita Tallent a la rectoría para que descanse. Allí podremos hablar con más detenimiento de esto. —Miró a Jem y Thompson—. Ha conseguido huir, ¿no?
—Sí —confirmó Jem—. Apenas lo he visto. Ya escapaba por la verja del cementerio cuando llegué.
—¿Y dónde estaba antes?
—Yo le dije a Jem —lo defendió Phyllida— que podía quedarse sentado delante de la iglesia contemplando los patos. No me imaginaba que…
—Ya. —Lucifer la estrechó un poco más, al tiempo que la inclinaba ligeramente de modo que pareciera natural que se apoyase en su pecho.
—Al oír el grito, cogí el martillo y vine a toda prisa —explicó Thompson—, pero cuando llegué al camino, él ya se escondía en el bosque.
—Lo seguí un trecho por el bosque —dijo Jem—. Pero no sabía por qué lado había huido.
—Habéis obrado bien —aprobó Lucifer—. Si actúa como de costumbre, debía de tener un caballo esperándolo, y no tenía sentido ir corriendo detrás de él.
Agachó la cabeza, aliviado.
Filing, que había llevado la sotana y la cuerda a la sacristía, tomó el jarrón y, tras vaciarlo, fue a dejarlo también en la iglesia. Phyllida observó cómo el párroco cerraba luego la puerta de la sacristía con semblante pálido.
Lucifer echó a andar hacia la rectoría, llevando a la joven en brazos. Filing se colocó detrás y Jem y Thompson se situaron en la retaguardia.
Cuando comenzaban a descender por el sendero, Phyllida le susurró al oído:
—Puedo caminar. No necesita llevarme en brazos.
Lucifer le lanzó una mirada escéptica.
—Es mejor que la lleve —aseguró con determinación—. Créame que sí.
Entraron en la rectoría y Lucifer se encaminó a la chaise longue del salón y depositó a la joven para que pudiera recostarse. Ante la pérdida de su calor, del protector contacto de su musculosa fortaleza, Phyllida se puso tensa. Luchó, no obstante, por reprimir el impulso de aferrarse a él. Jamás en su vida se había aferrado a ningún hombre.
Cuando él retiró los brazos y se irguió, la invadió el pánico. El miedo la recorrió como un escalofrío, produciéndole temblores. Aunque sabía que él estaba observándola con preocupación, no levantó la vista para cruzar la mirada con él.
Filing acudió oportunamente con un vaso de agua, del que ella bebió un sorbo.
Lucifer dio un paso atrás y rodeó el diván. Sin verlo, ella supo que fue a situarse justo detrás de ella, para proyectar su protectora presencia.
—Esto es escandaloso. ¡Inadmisible! —exclamó el cura, paseándose delante de la chimenea—. ¡Que alguien se atreva a…! —Falto de palabras, calló y se puso a rezar en silencio. Después le dijo a Phyllida—: No sé si estará en condiciones de referirnos lo ocurrido.
Ella bebió otro sorbo de agua.
—Estaba vaciando los jarrones… —empezó.
—¿Siempre hace eso los lunes por la mañana? —inquirió Lucifer.
—En esta época del año sí. La señora Hemmings trae flores el martes, y después yo vuelvo a cambiarlas el sábado. Eso es lo que hacemos normalmente… La semana pasada fue distinto a causa del funeral de Horacio.
Lucifer la miró a los ojos, todavía oscuros, enormes y asustados.
—Es decir, que todo el mundo sabía que esta mañana estaría en la iglesia, con toda probabilidad sola y con la puerta de la sacristía abierta.
Phyllida dudó un instante antes de asentir.
—¿Y si empezáramos desde el principio? —propuso Filing—. ¿Llegó a la iglesia y…?
—Como de costumbre, entré por la puerta principal llegando por el prado comunal. Dejé a Jem fuera, sentado en los escalones.
—¿No había nadie dentro? —preguntó Filing.
—No. Cogí el jarrón del altar y lo llevé a la sacristía. Luego abrí la puerta de la sacristía y fui a vaciar el jarrón fuera. Después volví a entrar.
—¿No vio ni oyó a nadie? —intervino Lucifer.
—No. Pero… —Phyllida lo miró un instante—. Estaba… distraída. Aunque hubiera habido alguien cerca, no me habría dado cuenta.
El asomo de cohibición que advirtió en sus ojos reveló a Lucifer en qué había estado absorta: estaba molesta con él, que era precisamente lo que él buscaba. Había querido fastidiarla, sacar a la luz el genio que ocultaba tras su serena fachada y utilizarlo para lograr que le dijera la verdad. En cambio, lo que había conseguido era mermar su atención y convertirla en una presa más fácil para el asesino.
Se habían acabado los juegos. Con la mandíbula apretada, miró a Filing al mismo tiempo que Phyllida.
—¿Y entonces…? —la animó a proseguir el párroco.
—Cogí la urna —continuó ella tras respirar hondo—. Es pesada y voluminosa, así que tengo que rodearla con los dos brazos. Llegué a la puerta y salí… —Hizo una pausa—. Entonces esa tela negra me cubrió la cabeza. Y la cuerda… —Calló y tomó otra vez agua.
—Calma, calma —quiso apaciguarla Filing.
—Estaba detrás de mí —agregó tras un momento—. Me resistí y después grité… Oí el ruido de una puerta.
—Eso fue aquí —dedujo el párroco—. El señor Cynster y yo estábamos repasando la lista de los hombres que no asistieron a misa el domingo anterior cuando oímos el grito.
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Lucifer.
—Me empujó a un lado y huyó corriendo. —Phyllida volvió a mirar a Lucifer—. No lo vi en ningún momento.
—Recuerde. Él estaba detrás de usted… ¿Qué estatura tenía?
—Era más alto que yo, pero no tanto como usted. Más o menos de la altura de Thompson.
—¿Corpulento?
—No tanto como Thompson, aunque no tan delgado como el señor Filing.
Lucifer se volvió hacia Jem, que se encontraba junto a la puerta.
—¿Coincide más o menos con lo que has alcanzado a ver, Jem? ¿Un hombre de la estatura de Thompson y de complexión normal?
—Sí, sí. Y tenía el pelo castaño… o por lo menos, no tan oscuro como usted.
—De acuerdo. ¿Y qué me dicen de la ropa? ¿Alguna idea?
—Bien vestido. No sabría decir si era un aristócrata o no, pero vestía con elegancia. No llevaba sayo ni delantal, ni nada de eso.
Lucifer posó la mirada en Phyllida, que se había quedado absorta. No se movía y apenas respiraba.
—¿Phyllida?
Ella alzó el rostro, mostrando unos ojos que eran oscuros estanques rebosantes de miedo.
—Una chaqueta —dijo, y se estremeció, desviando la mirada—. Cuando forcejeaba… Creo que llevaba una chaqueta de buen corte.
Lucifer dejó a Phyllida con Filing y regresó a pie a la mansión a buscar su carruaje. De nuevo en la rectoría, la llevó en brazos hasta el vehículo, haciendo oídos sordos a sus protestas y la depositó con cuidado en el asiento. Cuando le puso una manta encima de las rodillas, ella lo miró con asombro.
—Es verano —adujo mientras se ponían en marcha.
—Pero ha sufrido una conmoción —replicó él.
El silencio era la opción más sensata en ese momento, porque sólo Dios sabía qué podía aflorar si daba rienda suelta al caos de emociones que bullían en su interior. Se concentró en conducir el coche a la mayor velocidad posible, ansioso por ponerla a buen recaudo sin tardanza. En cuestión de minutos llegaron a Grange.
Cuando detuvo el carruaje ante la puerta, Phyllida retiró la manta y se apresuró a bajar antes de que él pudiera dejar las riendas. Jem, que se había ido antes, acudió corriendo. Lucifer le entregó las riendas y fue tras Phyllida, a quien alcanzó en el umbral.
—No me voy a desmayar, descuide —le espetó ella, conteniéndolo con una áspera mirada.
Aquella era su casa; allí estaría a salvo.
—De acuerdo —concedió él a regañadientes—. La señorita Tallent ha sufrido una agresión —informó cuando Mortimer abrió la puerta—. Necesitará la compañía de Gladys y Sweet. Si sir Jasper está en casa, querría hablar con él ahora mismo.
Una hora después, Lucifer tendía la vista sobre el prado de césped de Grange, desde la ventana del estudio de sir Jasper. Tras él, sentado en el gran sillón frente a su escritorio, este tomó un sorbo de su copa y a continuación emitió un ruidoso suspiro.
Sweet y Gladys habían acudido con celeridad a la llamada de Mortimer y, deshaciéndose en atenciones con Phyllida, se la habían llevado arriba.
Lady Huddlesford había subido con majestuoso porte detrás, al tiempo que declaraba su intención de asegurarse de que a nadie se le alterasen los nervios allí, con lo que Lucifer se quedó con la duda de si se refería a ella o a su sobrina.
Sweet había asomado la cabeza por la puerta del estudio media hora atrás para informarles de que Phyllida descansaba tranquilamente en su cama y había accedido a la sensata demanda de que reposase allí el resto de la tarde. Por lo menos había conseguido algo. Estaba atendida y segura, al menos de momento.
Lucifer se volvió. Sir Jasper había envejecido varios años en el transcurso de una hora. Las arrugas se habían ahondado en su cara y la preocupación se había aposentado en sus ojos.
—¿Adónde vamos a ir a parar en este pueblo? —Sir Jasper depositó con un golpe la copa—. Mal asunto cuando una dama no puede ir a arreglar las flores de la iglesia sin que la ataquen.
Lucifer abrió la boca pero volvió a cerrarla. De nuevo se sentía obligado a morderse la lengua. El saber que la agresión no era indiscriminada sino muy específica apaciguaría su inquietud en tanto que juez, pero agravaría su angustia como padre.
—Por lo que cuenta, no parece probable que se tratase de algún jornalero de paso o de algún gitano.
—No. La impresión de Phyllida de que el agresor llevaba una chaqueta de buen corte coincide con la descripción de Jem. Ha dicho que iba bien vestido, que no llevaba un sayo ni nada por el estilo.
—Humm. —Tras abstraer la mirada un largo momento, sir Jasper preguntó—: ¿Hay alguna posibilidad de que este ataque esté relacionado con el asesinato de Horacio?
Lucifer miró aquellos ojos tan parecidos a los de Phyllida pero que habían presenciado muchísimas más cosas.
—No podría asegurarlo. —Era la pura verdad.
Se giró de nuevo hacia la ventana, con un ánimo más lúgubre aún de lo que daba a entender su sombría expresión.
—Con su permiso, quisiera hablar con Phyllida mañana por la mañana. Hay varias cuestiones que querría tratar con ella, y si puedo verla en privado, creo que podríamos clarificar algunos puntos.
—En privado, ¿eh? Sí, tal vez tenga razón… No es fácil conseguir que se sincere en según qué temas. ¿Quiere que mencione que va a venir para hablar con ella?
—Quizá sea mejor que mi visita la tome por sorpresa.