PHYLLIDA aguardaba en el lugar donde la había dejado, justo detrás de la entrada. Con los brazos cruzados, era posible que lo mirase con cara de enfado, pero la oscuridad le impidió confirmarlo.
Se paró a su lado, en toda su estatura, con deliberado aire amenazador. Ella no retrocedió ni un paso.
—¿Siempre le cuesta tanto obedecer?
—Son muy pocas las personas que me dan órdenes.
Permanecieron un instante así, sosteniéndose la mirada, hasta que él retrocedió y señaló el prado.
—La acompañaré por el bosque.
—Quizá sea mejor ir por el bosquecillo y salir por el sendero del lago —sugirió ella.
Lucifer la animó a avanzar con un ademán y después echó a andar detrás.
Phyllida volvió a entrar en el bosquecillo, muy consciente de la contenida energía varonil que la seguía. Por más que trató de convencerse de que lo hacía sólo para intimidarla, para presionarla a fin de que le revelase todo y en adelante siguiera sus órdenes, sabía que no era eso. Si hubiera querido intimidarla, lo habría hecho de una manera más directa. Tampoco era que la sensación de tener pisándole los talones a un hombre peligroso, algo violento y no sometido a completo control no le resultara intimidatoria.
Bordearon el lago y atravesaron el bosque en silencio. Phyllida se detuvo cuando llegaron al bosquecillo de su casa, pero él le indicó que continuara.
El prado trasero de Grange se abría ante ellos cuando él la agarró del brazo y la condujo por uno de los senderos interconectados. La soltó junto al seto, que por suerte era de una conífera de hoja pequeña. Recortada con precisión, formaba una especie de almohada tras ella. Lucifer apoyó un hombro en la barrera vegetal, justo a su lado.
—¿Cuándo me va a contar lo que sabe?
Le habría gustado poder leer algo en sus ojos, pero estaban inmersos en sombras. Se hallaba allí, tan cerca, y aun así no tenía ahora ninguna impresión de amenaza. Invitación era más bien lo que ella percibía, ajena a simulaciones y engaños, como una simple transacción entre ambos. Para ella, aquello resultaba muchísimo más atractivo.
—Pronto.
—¿Cuándo con exactitud?
—No puedo precisarlo, pero pronto. Unos cuantos días, tal vez.
—¿Y yo puedo hacer algo para reducir ese tiempo?
—Si pudiera decírselo… —Hizo una pausa—. Pero no puedo. Di mi palabra.
—¿Significa que el asesino la ha puesto en su punto de mira porque usted sabe algo que podría constituir una amenaza para él?
—No creo. No veo cómo podría representar una amenaza para él.
—Bien —asintió él tras reflexionar un momento—. Haremos un trato.
Phyllida se irguió y de improviso volvió a experimentar aquella sensación de amenaza física. Ante ella tenía una fiera apenas sujeta por un collar.
—Que yo sepa, no hay ninguna necesidad de tratos.
—La hay, créame.
El sordo rumor de su voz le advirtió de que no convenía poner en entredicho tal afirmación.
—¿De qué se trata, pues?
—Quiero que me prometa que hasta que hayamos atrapado a ese asesino, no va a deambular por ahí sola, ni de día ni de noche.
—¿Y a cambio? —Adelantó la barbilla.
—A cambio no le diré a su padre que usted estuvo allí y que sabe algo importante.
—De todas maneras no se lo diría a papá —afirmó ella.
—¿Está tan segura como para correr el riesgo? —repuso él entornando los ojos.
Lo estaba, pero no consideró prudente reconocerlo en aquel momento.
—Tendré cuidado —cedió, y habría reiniciado la marcha de no ser porque él le obstruyó el paso.
—Cuidado —repitió él con semblante grave—. ¿Alguien intenta matarla y a usted sólo se le ocurre tener cuidado? Debería decírselo a su padre para que la deje encerrada en su habitación.
—¡Tonterías! No tenemos ni de lejos la certeza de que fue el asesino quien me disparó.
—¿Y quién si no? No me venga con que fue un cazador.
—¡El asesino no tiene ninguna razón para matarme!
—Pues él parece pensar que sí. —Le escrutó el rostro—. Eso que usted sabe debe de poder identificarlo.
—No se trata de eso —afirmó ella, sin disimular su contrariedad—. Al principio creí que sí, pero ahora no veo de qué puede servir.
—Lo que importa no es que lo identifique o no, sino que él crea que sí. Eso es suficiente para ponerla en peligro. —Mientras pronunciaba esas palabras, Lucifer sintió su peso; por primera vez adquirió plena conciencia de su implicación. Ella corría peligro, un peligro real, acuciante. Podía matarla el mismo hombre que le había arrebatado a Horacio—. Tiene dos posibilidades —añadió, sintiendo una opresión en el pecho—. O bien me promete que no va a poner los pies fuera de su casa salvo para asuntos de urgencia, y en tal caso sólo con compañía masculina, o ahora mismo podemos entrar y hablaré con su padre para ponerlo al corriente de todo.
—Esto es ridículo —replicó ella, dando rienda suelta a su irritación—. Usted no es mi guardián.
Él la miró con fijeza y se limitó a decir:
—Voy a entrar. —Sin embargo, no se movió.
Ella sí intentó echar a correr, pero él le rodeó la cintura con un brazo y, depositándola de nuevo contra el seto, la inmovilizó. La miró a los ojos, ardientes de rabia.
—No está a salvo. —Se refería al asesino, pero de pronto se le ocurrió que aquello tenía un doble sentido. Bajó la cabeza—. Usted es una mujer y el asesino es un hombre —musitó recorriéndole la mejilla con los labios para bajar hasta la mandíbula.
Su aroma ascendió, envolvió sus sentidos y se apoderó de él. Su cuerpo se tensó. La tentación de saborearla creció en su interior, más apremiante que nunca. Encima del seto, detrás de la espalda de ella, crispó el puño mientras mantenía un pulso con su apremio, un pulso que ganó.
Él era un hombre también. En cierto momento, había pasado por alto aquel hecho. Recurriendo a su fortaleza, se hizo cargo de sus riendas, dispuesto a retirarse.
—Béseme —pidió ella de pronto.
Sonó como un susurro en la oscuridad, un quedo ruego tan imprevisto que lo desconcertó. Ella miró a la cara, dudando de haber oído bien.
Tenía la chaqueta abierta y ella había posado las manos en su pecho, cubierto sólo por la camisa. Entonces las deslizó a los lados, urgiéndolo a acercarse.
—Béseme otra vez. —Lucifer vio que movía los labios al tiempo que se estiraba, hasta que le tocaron la barbilla—. Béseme como el otro día… sólo una vez más…
No tuvo que repetírselo. No iba a ser un solo beso, no obstante. Mientras inclinaba la cabeza para alcanzar sus labios, dio por sentado que ella lo sabía, que sus últimas palabras eran sólo una fórmula inherente a su ruego. Quería besarla un millón de veces, sin parar. Nunca se cansaría de su sabor, de aquella manera dulce, inocente y confiada con que le entregaba los labios, la boca.
Y así lo hizo de nuevo, enardeciéndole los sentidos. Se sumergió con avidez en el beso, en ella.
La apretó contra el mullido seto y el contacto de su flexible cuerpo tenso contra el suyo avivó su anhelo. Ella deslizó las manos, tanteando, hasta apoyarlas abiertas en su espalda, aferrándolo. Él ahondó el beso y su ansia estalló. Arqueada bajo él, ofreciéndose de modo instintivo, ella le devolvió el beso.
Ella era todavía novata en el juego, lo que bastaba para distraerlo un poco. Se tomó su tiempo para excitarla, para juguetear, para enseñarle, hasta que, con los labios fundidos y las lenguas entrelazadas, hallaron satisfacción en la profundidad de la intimidad compartida.
No era sin embargo suficiente… no para él.
Tampoco para Phyllida. Como él no proponía nada más y permanecía como un ardiente, vibrante y excitante varón que prácticamente la envolvía en la oscuridad, dedujo que le correspondía a ella tomar la iniciativa. Deslizando las manos por la espalda, deleitándose en la firmeza de los músculos, la tensión que sentía acudir a ellos a medida que tocaba, buscó y halló los botones de su camisa. Con destreza fue subiendo, liberando los pequeños botones de los ojales, sin dejar de besarlo, acogiéndolo y correspondiendo a sus abrasadoras caricias con otras no menos fogosas. El dar y recibir, la reciprocidad que lo impregnaba todo, era algo que la intrigaba y la incitaba a seguir. Él había visto sus pechos, los había acariciado, había jugueteado con sus pezones, proporcionándole un glorioso placer. Ahora le tocaba a ella corresponderle. El último botón cedió; introdujo las manos bajo la suave tela. Extendiendo los dedos, presionó con las palmas la amplia caja torácica.
Él reaccionó igual como lo había hecho ella, con una súbita tensión que se convirtió casi al instante en calor, en una curiosa vibración de la carne. Complacida, Phyllida prolongó la caricia, moviendo las manos, hincándole los dedos, al tiempo que se preguntaba si aquel palpitante retumbo era de deseo… de él.
Notó la aspereza del vello pectoral en la palma de las manos. Luego encontró las aureolas, tan distintas de las suyas aunque coronadas también por pezones. Las toqueteó intrigada por el descubrimiento, por la creciente reacción que captó en él. Sus labios seguían fundidos, con su boca atrapada bajo la de él. Percibía su control, su contención. Osadamente, lo acarició con las manos y la lengua, excitándolo aún más.
La compuerta cedió y el calor la inundó con una ardiente oleada.
Estaba en lo cierto: aquello era su deseo. Lo sentía hasta la médula, colmándola, calentándola. Y ella lo absorbía con deleite y arrojo, sin precaución alguna. Deseaba seguir adelante, anhelaba con desesperación conocer todas aquellas cosas que había temido no llegar a sentir nunca. Quería saber cómo era el deseo mutuo, cómo era arder en esa llama. Una vez que encontrara las cartas, tendría que explicárselo todo a él, y entonces ya no volvería a repetirse aquel breve momento: la oportunidad de ser el objeto del deseo de un hombre.
No quería dejarlo pasar. Con perplejidad, tomó conciencia de ello pero no quiso pensar, pues en ese momento tenía demasiadas sensaciones nuevas, no sólo físicas sino etéreas, que registrar. Que experimentar, que comprender… Era como sumergirse en un mundo inédito de maravillas desconocidas. Desde luego tenía muchísimo que aprender.
Él la presionó para que se recostara de nuevo en el seto y tiró de su camisa. No se abotonaba delante. Ella lo dejó hacer, aflojando su abrazo. Él le soltó la camisa del pantalón y coló las manos debajo. Al topar con la prieta prenda que le sujetaba los pechos, se detuvo un instante y ella creyó oír un gruñido. Luego las llevó hasta su espalda y la acercó a él. Y Phyllida, liberando las manos, las entrelazó en su cuello y se pegó a él, devolviéndole los tórridos besos y las fogosas caricias. No sabía muy bien si aún tocaba el suelo con los pies, ni le importaba. Lo único que quería era acercarse más, aunar su ardor con el de él.
Él volvió a desplazar las manos por sus caderas hasta abarcarle las nalgas. Entonces la levantó y la posó sobre él, con un deseo manifiesto. Ella dejó que su cuerpo se amoldara a él a la manera de una mano, como si con su mullido vientre pudiera acariciarlo allí.
Algo cambió. No se trató de una especie de fogonazo, sino de un flujo constante de energía. Entre ellos surgió algo nuevo, algo tan vital, tan intenso, que ella ansió experimentarlo a fondo. Le estrechó con fuerza el cuello y lo besó aún con mayor hondura, compartiendo aquel impetuoso apremio. Él le devolvió el beso. La energía creció y se desparramó a través de ellos hasta dejarla rebosante, dolorida, y a él le ocurría lo mismo.
Los labios se despegaron. Ambos necesitaban respirar. En aquel curioso paréntesis que los retenía, ella lo miró a la cara. Tenía los ojos cerrados y la respiración tan trabajosa como la suya. ¿Qué venía a continuación? Ella no tenía la menor idea, pero estaba segura de que él sí sabía. Volvió a rozarle los labios con los suyos y musitó:
—Enséñeme.
Su súbita carcajada sonó más como un gemido.
—Maldita sea… Si lo que intento es preservarla.
—No lo haga. —Habría fruncido el entrecejo, de no ser porque él tenía los ojos cerrados. ¿Actuaba con rectitud caballeresca? ¿O con terca actitud protectora? ¿Existía alguna diferencia? ¿Importaba acaso?—. Deje de tomar las decisiones por mí.
—Si ni siquiera sabe…
—Deje de discutir y enséñeme.
Lo besó de nuevo, con ímpetu. Él se inflamó al instante y la correspondió. La cabeza comenzó a darle vueltas. No retrocedió, se negó a batirse en retirada. Siguió besándolo, hundiéndose contra él, utilizando su cuerpo contra él. Percibió el momento de su victoria, cuando el deseo triunfó sobre los escrúpulos masculinos que lo refrenaban. Lo recorrió un escalofrío, tras el cual el ardor y la gloria volvieron a fluir entre ellos, con más brío que antes.
Su beso adquirió otro matiz, en el que la reciprocidad se daba en un nivel más profundo de intimidad. Ella daba con generosidad y recibía sin remilgos, sin acobardarse.
Un hondo suspiro brotó de la garganta de él al tiempo que incrementaba la presión de las manos en las nalgas. Después las masajeó, provocándole una oleada de calor por toda la piel. La hizo retroceder un poco más contra el seto. Sosteniéndole las nalgas con una mano, la mantuvo allí, inmovilizada, en tanto que, con mano diestra y segura, le desabrochaba los pantalones.
Ella debería haberse escandalizado, pero no fue así. Quería descubrirlo, en ese momento mismo, esa noche, allí, con él.
Unos largos dedos se extendieron por su ingle, y su suave presión le quitó el aliento. Él apretó con más fuerza los labios y entonces ella inspiró en su boca, inmersa en la vertiginosa sensación de su contacto, de su exploración.
Él iba lento. Se tomaba su tiempo para disfrutar, para reconocer. Con los nervios tensos hasta intolerables extremos de sensibilidad, ella seguía cada uno de sus movimientos. Siguió el curso de sus dedos a través de la rizada espesura del pubis, sintió el apremiante descenso entre los muslos. Notó el calor, la curiosa humedad que él encontró y se estremeció con el fogonazo de pura sensación que la traspasó cuando la acarició.
Con pericia de experto, él la tocó, le separó las piernas, la sondeó, inundándola con oleadas de placer. A lomos de ellas Phyllida cabalgaba en dirección a algo, con una urgencia de llegar cada vez mayor, hasta sumirse en un desenfrenado anhelo. Ignoraba qué quería, pero estaba segura de que él lo sabía. Asida a él, al anclaje de su beso, adelantó las caderas, abriéndose a su mano, suplicando… no sabía muy bien qué.
Sosteniéndola, él deslizó los dedos en una apaciguadora caricia y después, muy despacio, se introdujo en su interior. Tan despacio que a ella la excitó aún más… No hubo fuerza ni presión, sólo la entrega de su cuerpo a su penetración. Tras llegar bien adentro, Lucifer inició un movimiento de vaivén.
El calor de su interior se juntó, se fundió y se contrajo todavía más. Él volvió a mover el dedo dentro de ella, con el pulgar rozándole apenas el sublime botón… Ella habría emitido una exclamación o un grito, pero él absorbió el sonido. Y prolongó la caricia.
La cabeza le estalló, primero con una explosión y luego una erupción. Un exultante placer se desparramó por todas sus venas. Un ardiente deleite, tangible en su intensidad, le recorrió toda la piel, dinamitando su conciencia y dejando una suprema languidez en todos sus sentidos. Aferrada a todo ello, se entregó a él, al esplendor del deseo.
Lucifer le observaba la expresión mientras la asaltaba el placer, concentrado en ella, saboreando las ondulantes caricias que la volvían loca de excitación. Cada uno de sus demonios particulares estaba en pie de guerra, reclamando su habitual recompensa. Él ignoraba cómo iba a contenerlos: sólo sabía que tenía que hacerlo. En algún momento había cruzado una línea, un Rubicón más allá del cual no había posibilidad de retorno. Aun sin estar seguro de dónde ni cuándo fue, no valía ya la pena fingir que no hubiera dado, de una manera más o menos deliberada, el paso definitivo. Tanto daba que hubiera sido un cuarto de hora antes, cuando había tomado conciencia de que había estado casi a punto de perderla, que fuera el jardín de Horacio el responsable, o aquella herencia inesperada… o que lo hubiera decidido ya la primera vez que la había visto. Lo cierto era que ella era suya. Así pues, en ese momento debía centrarse en no ceder a sus demonios. Esto es, en no bajarle más los pantalones, levantarla y poseerla allí, sin dilación, contra el seto.
En ese sentido lo ayudó observar su rostro, con los ojos cerrados y expresión de beatífica dicha, y también extraer los dedos de su interior y sacarlos poco a poco de entre los muslos, aunque su aroma almizclado se propagó, tentador, y provocó a sus demonios. No obstante, Lucifer prestó oídos sordos a sus aullidos.
La haría suya, sí —lo había decidido hacía días, aunque no se hubiera permitido pensar en ello—, pero no allí, esa noche. Por más que ella hubiera insistido, se merecía algo mejor que un seto. Además, él abrigaba serias dudas de que, llegado el momento, fuera suficiente con una sola vez. Desde el principio había sabido que la abstinencia no era una buena idea. Para empezar necesitaría una noche entera. Si obraba con suficiente cautela y habilidad…
Apoyado en el seto a su lado, la observó con los pantalones abrochados, la mano aún posada en su cadera sobre el faldón de la camisa. Ella respiró hondo y abrió los ojos.
Pestañeó y lo miró a la cara.
Aun en la penumbra, él advirtió que volvía a la tierra y que la tensión volvía a instalarse en su espalda. Ella lo miró a los ojos, antes de escudriñarle el rostro, para volver a fijar la vista en sus ojos.
Él arqueó los labios, esbozando un amago de sonrisa, al tiempo que se inclinaba hacia ella.
—Esto ha sido sólo un aperitivo. —Depositó un suave beso en sus labios hinchados y después sostuvo su mirada de desconcierto—. La próxima vez estarás desnuda en una cama, conmigo, y no te dejaré escapar hasta haberte poseído. No una vez, sino muchas.
A las once de la mañana del día siguiente, Phyllida cerró la puerta lateral de la iglesia y enfiló el sendero. Los jarrones estaban listos para el próximo servicio religioso: una obligación más que podía tachar de su lista.
Jem, el criado más joven de Grange, que aguardaba apoyado contra la verja del cementerio, se irguió al verla acercarse. Ella había requerido su presencia para que la defendiera del asesino, o tal vez para protegerse de Lucifer, no sabía bien. Si era lo segundo había fracasado, puesto que en ese momento, delante del cementerio, corveteaban dos caballos negros, y no tenía la menor duda respecto de quién tiraba de las riendas.
Jem le aguantó la puerta mientras salía al camino. Lucifer hablaba con Thompson, que se encontraba al lado del carruaje, aunque no apartaba la mirada de ella. Al verla, Thompson calló para dedicarle una inclinación, lo cual aprovechó Lucifer para saludarla también.
—Buenos días, señorita Tallent. ¿No preferiría regresar en coche a Grange?
Nadie la creería si respondía que no; en realidad, no tenía ningún inconveniente en volver a estar con él, al menos en público.
—Gracias.
Tras enviar a Jem a casa, se aproximó a un lado del coche. Aunque inmerso todavía en su conversación con Thompson, Lucifer le tendió una mano. Después de una breve reflexión, ella la aceptó, permitiendo que la ayudara a subir. En público no tenía nada que temer. Una vez sentada, se puso a escuchar con descaro el diálogo de ambos hombres.
—O sea, que quiere cambiar los cerrojos de todas las puertas y ventanas, para poner de los que no ceden así como así.
—Sí. No sé cuántos se van a necesitar, pero quiero que todas las ventanas queden bien atrancadas.
—Ya; de lo contrario no sirve de nada. Esta tarde iré a contarlos. Ya sé de qué clase le conviene, aunque tardarán una semana más en llegar, porque hay que encargarlos en Bristol.
—Bien —asintió Lucifer—. Haga el trabajo con la mayor rapidez posible.
—No se preocupe. —Despidiéndose respetuosamente de ambos, Thompson se apartó del vehículo.
Lucifer hizo chasquear las riendas y el carruaje se puso en marcha. Después la miró, pero tuvo que volver a concentrarse en los caballos. Pasaron junto a Jem, que bajaba alegremente por el camino.
—No tiene ni idea —dijo Lucifer— de la agradable sorpresa que me he llevado al verla acompañada por Jem.
—¿Por qué? Yo no dije que no iba a llevar a nadie.
—Tampoco dijo que lo haría, y la verdad es que nunca he conocido a una mujer a quien le guste tanto llevar la contraria como a usted.
No supo si tomárselo como un cumplido o un insulto.
—¿Por qué va a cambiar los cerrojos? ¿Por lo de anoche?
—Por el intruso —contestó él, mirándola fugazmente.
Ella se estremeció, asaltada por el recuerdo. No obstante, puso todo su empeño en disimularlo. No iba a permitir que lo ocurrido la noche anterior la inhibiera de proseguir con la investigación en curso. Sospechaba que él se alegraría de verla batirse en retirada, víctima del temor. De todos modos, aquello se había producido a causa de su propia insistencia, de que él le hubiera dado precisamente lo que ella quería, aun cuando, tal como bien había observado él, no supiese con certeza qué pedía. Pero no por eso iba a convertirse en una boba timorata.
Asimismo, estaba resuelta a no preocuparse por la advertencia que le había hecho él a propósito de la próxima vez. Dependería de ella que hubiera o no una próxima vez, y todavía no lo había decidido.
Era chocante, desde luego, pero allí estaba ella, sentada a su lado, con cierto recelo pero con calma. Por más que no hubiera calculado las posibilidades de la noche anterior, al menos hasta encontrarse inmersa en ellas, tenía veinticuatro años y sabía a qué se había referido él con sus últimas palabras. Las había pronunciado como un juramento, impregnado de una poderosa convicción. Tras un tenso momento, con semblante sombrío y abrupto, había dado unos pasos atrás y la había dejado ir más allá, hasta regresar el césped. La única vez en que se volvió a mirar lo había visto parado, como una oscura e imponente sombra en el linde del bosquecillo. Como una representación de Lucifer, sin duda, irradiando un candente deseo.
Tentación era, en efecto, su segundo nombre.
Con todo, en sus brazos se había sentido a salvo, de una manera absoluta, no sólo en el plano físico sino a un nivel mucho más profundo. El porqué era un misterio en torno al cual no valía la pena cavilar. Ignoraba hasta dónde podría tentarla ese sentimiento de seguridad, pero en sus veinticuatro años de vida, él había sido el primero en hacerle sentir a su alcance la experiencia de ser una mujer deseante y deseada. Y abrigaba el presentimiento de que, así como había sido el primero, también podría ser el último.
—El intruso… —se agarró a la barandilla del carruaje mientras él doblaba el recodo para desembocar en el camino principal—, ¿cómo entró?
—Había una ventana con un pestillo flojo, la de la fachada lateral del salón.
—Ah, por eso salió tan deprisa. —Calló un momento, antes de preguntar—: ¿Cree que volverá?
—No enseguida, pero sí algún día. Sea lo que sea que buscaba, no lo encontró. Si fue motivo suficiente para cometer un asesinato, volverá.
—¿Está seguro de que el intruso es el asesino?
—No —reconoció con una mueca—, aunque a menos que el domingo por la mañana hubiéramos sido cuatro las personas que fueron a visitar a Horacio (el asesino, el intruso, usted y yo), y teniendo en cuenta que no hemos encontrado el menor rastro del primero, cabe concluir que el intruso es el asesino.
La verja de Colyton Manor apareció tras el siguiente recodo, pero Lucifer no aminoró la marcha.
—Deberá tener la paciencia de escucharme. Aparte de su padre y su hermano, usted es la única persona cuerda y libre de toda sospecha con la que puedo hablar de esto. Por razones obvias, todavía no puedo hablar con su padre ni con su hermano.
Phyllida lo contempló mientras él iba pendiente de los caballos.
—Creo que a Horacio lo mataron a causa de un libro. Todo el mundo sabía que el domingo por la mañana no solía haber nadie en la mansión. Las puertas de abajo nunca estaban cerradas con llave. El asesino, una persona del lugar que no fue a la iglesia, dejó el caballo detrás del bosquecillo y se dirigió al salón. Se puso a examinar los libros, sacándolos de las estanterías… y entonces Horacio lo sorprendió. El domingo por la tarde advertí que había tres libros mal colocados.
—¿Dónde?
—En la parte de abajo de la última estantería de la pared interior.
Cerca del hueco donde ella había sospechado que podía haberse ocultado el asesino.
—Es decir, que el asesino está buscando un libro.
—O algo que hay dentro de un libro.
—¿Podría ser ese libro la pieza que Horacio quería que usted examinase?
—No. Horacio no me habría pedido que valorase un libro, porque él era la máxima autoridad en ese terreno. Si hubiera descubierto un libro espectacular no habría necesitado mi opinión para estar seguro.
Al llegar a la carretera de Axmouth, redujo la marcha e hizo girar el carruaje.
—¿Por qué ha dicho algo que hay dentro de un libro? —preguntó Phyllida cuando volvían en dirección a Colyton.
—Muchos libros son valiosos no por el libro en sí, sino por lo que más tarde alguien ha escrito en ellos. A veces es la información contenida en las notas lo que le agrega el valor, aunque lo más frecuente es que se deba a la identidad de quien las ha escrito.
—¿Se refiere a inscripciones y cosas así?
—Inscripciones, instrucciones, mensajes… hasta testamentos. Le asombraría lo que uno puede llegar a encontrar.
—¿Quiere decir que el móvil del asesinato podría ser alguna clase de información anotada en un libro?
—Esa es mi deducción.
Con destreza, maniobró para hacer pasar el vehículo por la alta verja de Grange.
—¿Y la pieza que Horacio quería enseñarle?
—Eso sigue siendo un misterio. El hecho de que a Horacio lo matasen justo después de haberla descubierto parece una extraña coincidencia, porque aparte de Covey y yo nadie estaba al corriente de su hallazgo. Covey sabe aún menos que yo al respecto.
—Tendremos que buscar en todos los libros.
—Ya he puesto a Covey a hacerlo. Está acostumbrado a manejar volúmenes antiguos y valiosos, de modo que lo hará con cuidado y meticulosidad.
Detuvo el carruaje delante de la escalinata de la casa solariega. Phyllida bajó sin aguardar ayuda. Ya en los escalones, se volvió y sostuvo la mirada de aquellos ojos azules.
—Gracias —dijo escuetamente.
Enarcando la ceja a modo de interrogación, él le escrutó la cara con expresión pensativa. Sonriente, ella inclinó la cabeza antes de volverse hacia la puerta.
—Hasta la próxima vez —añadió.
No giró la cabeza para ver la reacción de él, pero el carruaje no se puso en marcha hasta que ella hubo traspuesto el umbral y Mortimer cerró la puerta. Sin dejar de sonreír, se encaminó a su habitación. Ignoraba por qué le estaba tomando el pelo, aunque sabía que era un juego peligroso.
En realidad ni siquiera sabía que le estaba tomando el pelo.
Cuando llegó a su dormitorio, la sonrisa se había trocado en gesto de preocupación. Lucifer se estaba concentrando en los libros de Horacio, de lo que se desprendía que había pocas posibilidades de que se dedicara a inspeccionar un escritorio. El problema era que había encargado pestillos nuevos y ordenaría que los instalaran en toda la casa, como mínimo hasta que descubriesen al asesino.
Le quedaba pues una semana, el tiempo que tardarían en llegar los pestillos. Tendría que registrar las habitaciones del piso de arriba de Colyton Manor una noche de aquellas. La señora Hemmings le había dicho que Lucifer se alojaba en la habitación de la esquina derecha de la fachada principal y que había dejado la de Horacio tal como estaba.
«Lo único que puedo hacer es rezar porque ese maldito escritorio no esté en el dormitorio de la esquina de la fachada principal».