Junio de 1820
Devon
«ABSTINENCIA».
La sola idea le produjo una sensación de incomodidad.
Alasdair Reginald Cynster, a quien muchos llamaban, y no sin motivo, Lucifer, ahuyentó aquella palabra nefasta y con un bufido pasó a concentrarse en la conducción del par de corceles negros por un recodo del estrecho camino. Este continuaba hacia el sur, en dirección a la costa. Colyton, su punto de destino, quedaba más allá.
A su alrededor, el incipiente verano expandía su esplendoroso abrazo sobre el campo. El maíz se ondulaba con la brisa y en lo alto las golondrinas planeaban impulsadas por las corrientes, cual negros dardos recortados contra el cielo azul. Desde el pescante del carruaje, Lucifer apenas veía algo más allá de los densos setos que bordeaban el camino. De todas formas, no había mucho que ver en aquellos remotos parajes rurales.
Sin otra distracción, volvió a ensimismarse en sus cavilaciones. Imprimiendo a los caballos un paso sosegado pero regular, acorde con lo sinuoso de la ruta, se replanteó la molesta perspectiva de tener que sobrevivir sin la clase de compañía femenina a que estaba acostumbrado. Aunque no era de su agrado, prefería sufrir aquella tortura a correr el riesgo de sucumbir a la maldición de los Cynster.
No era una maldición que hubiera que tomarse a la ligera. Ya habían sido víctimas de ella cinco de sus parientes varones más cercanos, los restantes miembros del famoso grupo que durante tantos años había campado a sus anchas en la alta sociedad londinense. Los Cynster habían causado estragos entre las filas femeninas, dejando un gran número de embelesadas y exhaustas damas a su paso. Habían sido temerarios, diabólicos, invencibles… hasta que, uno tras otro, habían sucumbido a la maldición. Ahora él era el último componente del grupo libre, sin ataduras, un auténtico soltero impenitente. No tenía nada contra el matrimonio en sí, pero la triste realidad —la cruz de la maldición— era que los Cynster no sólo se casaban, sino que se casaban por amor.
Sólo de pensarlo le daban escalofríos. La vulnerabilidad que ello conllevaba era algo que no estaba dispuesto a aceptar.
El día anterior, su hermano Gabriel había dado el sí.
Ese era uno de los dos motivos por los que se encontraba allí, decidido a recluirse en las profundidades del condado de Devon.
Él y Gabriel habían estado siempre muy unidos; sólo se llevaban once meses. Aparte de Gabriel, la otra persona que conocía mejor que nadie en el mundo era su amiga y compañera de juegos de infancia, Alathea Morwellan. Ahora Alathea Cynster. Gabriel acababa de casarse con ella y con ello Lucifer había tomado plena conciencia de la fuerza, del irresistible carácter de la maldición. El amor había florecido en el terreno más imprevisible. La maldición se había abatido sobre Gabriel con poderosa y desconsiderada osadía y había salido vencedora contra todo pronóstico.
Pese a que era sincero en sus deseos de felicidad para Gabriel y Alathea, no tenía ninguna intención de seguir su ejemplo, ni entonces ni posiblemente nunca.
¿Qué necesidad tenía de casarse? ¿Qué iba a conseguir que no tuviera ya? Las mujeres —las damas— estaban muy bien. Le gustaba flirtear con ellas, disfrutaba con las sutilezas que entrañaba conquistar a las más difíciles, atraerlas hasta su cama. Le gustaba enseñarles todo cuanto sabía acerca del placer carnal. Hasta allí llegaba, no obstante, su interés. Estaba implicado en otros terrenos y sentía apego por su libertad, su capacidad de no tener que rendir cuentas a nadie. Prefería proseguir su vida tal como era y no sentía necesidad de cambiarla.
Estaba decidido a evitar la maldición; podía perfectamente prescindir del amor.
Con tal resolución se había escabullido del banquete de boda de Gabriel y Alathea para abandonar Londres. Con la boda de este, había heredado el título de principal soltero de oro para las damas de la buena sociedad; como consecuencia de ello había declinado todas las invitaciones para las fiestas veraniegas de las casas de campo y se había ido a Quiverstone Manor, la propiedad de sus padres en Somerset. Dejando a su criado Dodswell con su hermana, aquella mañana había salido temprano de Quiverstone, cruzando campos en dirección sur.
A su izquierda se hicieron visibles tres casitas en torno a la intersección con un camino aún más estrecho que discurría al amparo de una loma. Redujo la marcha y, pasando junto a las viviendas, se desvió junto a esta. Mientras el pueblo de Colyton aparecía ante él, tiró de las riendas para observar.
Esbozó una mueca de disgusto. No se había equivocado. A juzgar por el aspecto de Colyton, las posibilidades de encontrar alguna dama local con la que flirtear, una señora casada que se ajustara a sus exigentes gustos y con la que poder apaciguar la persistente ansia que acuciaba a todos los Cynster, eran nulas.
Tendría que conformarse con la abstinencia.
Pulcro y ordenado bajo el luminoso sol de verano, el pueblo parecía la imagen artística de un rústico paraje ideal, impregnado de paz y armonía. Más adelante, a la derecha, el prado comunal se prolongaba pendiente arriba hasta la iglesia, un sólido edificio de estilo normando flanqueado por un cuidado cementerio. Tras el camposanto descendía otro camino que seguramente convergía con la carretera principal. Bordeada por una hilera de casas contiguas al terreno comunal, esta se curvaba hacia la izquierda, dejando atisbar el letrero de una posada antes de perderse de vista. Más próximo se hallaba un estanque de patos, cuyos graznidos inquietaron a los caballos.
Una vez que los hubo calmado, Lucifer dirigió la mirada a la izquierda para observar la primera vivienda de la población, rodeada de jardines. En el pórtico había grabada una leyenda: «Colyton Manor». Aquel era su punto de destino, la casa solariega de su amigo.
Se trataba de una hermosa mansión de pálida piedra arenisca, de estilo georgiano, de dos pisos más los desvanes, con hileras de largas ventanas dispuestas en torno al pórtico y la puerta principal. Encarada al camino, la mansión quedaba a distancia de la pared que delimitaba un espacioso jardín de rosales y diversas plantas de flor. En el centro, una fuente circular interrumpía el sendero que unía la puerta de la casa y la verja exterior. Más allá del jardín, una arboleda protegía la propiedad de la vista desde el otro lado del pueblo.
Un camino de grava bordeaba el lado más próximo de la casa, para desembocar sin duda en un establo situado detrás de otra masa de árboles. Una explanada de césped salpicada aquí y allá de viejos árboles de hoja caduca terminaba en un bosquecillo de arbustos algo descuidado que se prolongaba casi hasta donde se encontraba el carruaje. Del sonido de agua que se percibía más allá cabía deducir la existencia de un lago ornamental.
Colyton Manor tenía la apariencia de lo que era, una próspera residencia señorial. Era el hogar de Horacio Welham y por eso Lucifer lo había elegido como refugio temporal.
Había recibido la carta de Horacio tres días antes. Su viejo amigo y mentor en todas las cuestiones relativas al coleccionismo lo invitaba a visitarlo en Colyton en cuanto le viniera bien. Le había venido bien de inmediato. Como las grandes damas estaban centrando sus miras en él, era una buena excusa para desaparecer del torbellino social.
En otra época había frecuentado la casa de Horacio, en Lake District, pero aun cuando su relación con él había seguido igual de estrecha que siempre, durante los tres años posteriores al traslado de Horacio a Devon se habían visto sólo en encuentros de coleccionistas, en el campo o en Londres. Aquella era la primera vez que iba a Colyton.
Los caballos agitaron la cabeza, produciendo un tintineo de arnés. Mientras tomaba las riendas, Lucifer cobró conciencia de la impaciencia que crecía en él. Impaciencia por ver a Horacio, por estrecharle la mano, por disfrutar de su erudita compañía. Había además otro aliciente, que había sido el motivo de la invitación de Horacio. Este quería recabar su opinión sobre un artículo que, según sus palabras, podría incluso hacerle caer a él en la tentación de ampliar su colección más allá de sus categorías predilectas, la plata y las joyas. Había pasado el trayecto desde Somerset haciendo conjeturas sobre qué artículo podría ser aquel, pero no había llegado a ninguna conclusión.
Pronto lo averiguaría. Con un chasquido de riendas, puso en marcha el carruaje. Tras realizar un impecable giro entre los altos pilares de la entrada, lo condujo junto a uno de los lados de la casa haciendo crujir la grava.
Nadie acudió, sin embargo.
Aguzó el oído, pero no oyó nada salvo los sonidos de los pájaros e insectos.
Entonces recordó que era domingo; Horacio debía de estar en la iglesia con todo el servicio. Alzó la mirada hacia lo alto de la loma y vio que la puerta de la iglesia estaba abierta de par en par. Luego miró la puerta de la mansión, entreabierta. Al parecer, había alguien dentro.
Descendió del carruaje y caminó por el sendero de grava hasta el pórtico. Magnífico con la floración de verano, el jardín lo atrajo y retuvo la mirada. Su visión invocaba un recuerdo enterrado hacía mucho. De pie ante el pórtico, se esforzó en traerlo a la conciencia.
Aquel era el jardín de Martha.
Martha, la difunta esposa de Horacio. Ella había sido el ancla en torno a la cual había girado la casa de Lake District. Le gustaban las plantas y trabajaba para lograr en todas las estaciones del año espléndidas combinaciones como aquella. Lucifer las observó con atención. La disposición era similar a la del jardín de Lake District. No obstante, Martha había muerto tres años atrás.
Aparte de su madre y sus tías, Martha había sido la mujer mayor por quien había sentido más apego. Había ocupado un lugar especial en su vida, hasta el punto de que había escuchado con frecuencia sus sermones, mientras que a los de su madre siempre había prestado oídos sordos. Martha no era pariente suya, y por ello siempre había sido más fácil escuchar la verdad de su boca. Su muerte había sido la causa de la mengua de entusiasmo de Lucifer por visitar a Horacio en casa. Demasiados recuerdos y un sentimiento compartido de pérdida demasiado agudo.
Le produjo una sensación extraña ver el jardín de Martha, como una mano posada en su brazo cuando no había nadie allí. Frunció el entrecejo… casi alcanzaba a oír a Martha susurrándole algo con su suave y sosegada voz.
Giró bruscamente sobre sí y entró en el pórtico. La puerta de la casa estaba entreabierta pero no había nadie en el recibidor.
—¡Hola! ¿Hay alguien?
No hubo respuesta. Lo único audible era el zumbido de los insectos de fuera. Franqueó el umbral y se detuvo. La casa estaba fresca, silenciosa y en calma… como a la espera. Avanzó por el suelo de losas blancas y negras, en dirección a la primera puerta de la derecha. La empujó sin obtener resistencia.
Percibió el olor de la sangre antes de llegar. Después de Waterloo, le resultaba inconfundible. Aminoró el paso, con el vello de la nuca erizado.
A su espalda, el sol lucía cálido y resplandeciente, intensificando el frío silencio de la casa.
Se paró en el umbral, fijando la vista en el cadáver tendido unos pasos más allá.
Se quedó inmóvil. Tras un breve instante, hizo acopio de fuerzas para pasear la mirada por el anciano y arrugado rostro y los rebeldes cabellos blancos cubiertos por un gorro con borlas. Con su camisón blanco, el chal de punto encima de los fornidos hombros, tumbado de espaldas con un brazo separado del cuerpo, los pies desnudos encarados hacia la puerta, el muerto parecía dormido, allí en su salón rodeado de sus viejos libros.
Pero no estaba dormido, ni siquiera desmayado. La sangre manaba aún de una pequeña herida en el costado izquierdo, justo debajo del corazón.
Lucifer respiró hondo. «¡Horacio!».
De rodillas, le tentó el pulso en la muñeca y la garganta. En vano. Al posar la mano en el pecho, notó un resto de calor, y las mejillas del anciano aún conservaban un asomo de color. Lucifer se quedó en cuclillas, desconcertado.
Horacio había sido asesinado hacía sólo unos minutos.
Se sentía aturdido, insensibilizado. Una parte de su cerebro continuó registrando los hechos, como correspondía al competente oficial de caballería que había sido en otro tiempo.
El golpe mortal había sido una estocada asestada al corazón desde abajo, lo que había dejado una herida similar a la de bayoneta. No había mucha sangre, sólo un poco… tan poco que parecía raro. Volvió a mirar, extrañado. Había más sangre debajo del cadáver. Alguien había vuelto a Horacio de cara con posterioridad; primero había caído de bruces. Vislumbrando un destello dorado bajo el chal, Lucifer alargó una trémula mano y extrajo un largo y fino abrecartas.
Con los dedos crispados en torno a la ornada empuñadura, escrutó la zona contigua pero no detectó ningún vestigio de lucha. La alfombra no estaba arrugada y la mesa se hallaba correctamente colocada, en su sitio habitual.
El aturdimiento comenzaba a ceder. Las emociones afloraban y la conciencia reclamaba su lugar, con violenta furia.
Se puso a maldecir para sus adentros; se sentía como si le hubieran propinado una patada en el estómago. Después de la serenidad del exterior, encontrar a Horacio muerto parecía obsceno… una pesadilla de la que sabía que no iba a despertar. El sentimiento de duelo lo embargó, el anterior entusiasmo reducido a amarga ceniza en su lengua. Con los labios prietos, respiró hondo…
De pronto intuyó súbitamente que no estaba solo. A continuación oyó un sonido metálico y un arrastrar de pies detrás de él.
Se levantó de un salto, aferrando el abrecartas…
Algo muy pesado se abatió sobre su cabeza.
Sintió un dolor terrible.
Se encontraba tendido en el suelo. Debía de haberse desplomado como un saco, pero no alcanzaba a recordar el impacto. No tenía idea de si había perdido el conocimiento y acababa de recobrarlo, o de si había caído justo en ese momento. Recurriendo a toda su fuerza de voluntad, entreabrió los párpados. La cara de Horacio apareció borrosa un segundo, para disiparse de inmediato. Cerrando los ojos, reprimió un gruñido. Con suerte, el asesino pensaría que estaba desmayado. Lo estaba, casi. La negra marea de la inconsciencia subía y bajaba, tratando de engullirlo.
Todavía tenía el abrecartas en la mano, pero el brazo derecho le había quedado atrapado bajo el torso. No podía moverse. Sentía el cuerpo como un lastre de plomo que lo apresaba, incapaz de defenderse. Debería haber registrado antes la habitación, pero al ver a Horacio en el suelo desangrándose… «¡Maldita sea!».
Aguardó, con una curiosa indiferencia, para ver si el asesino le daría el golpe de gracia o simplemente se marcharía. No había oído salir a nadie, pero tampoco estaba seguro de estar en condiciones de oír algo.
¿Cuánto tiempo llevaba tendido allí?
Desde detrás de la puerta, Phyllida Tallent observaba con ojos desorbitados al caballero que ahora yacía inerte junto al cadáver de Horacio Welham. Un chillido de espanto brotó de su garganta. Espoleada por aquel ridículo sonido involuntario, decidió pasar a la acción. Tras respirar hondo, se inclinó para agarrar con las dos manos el asta de la alabarda que había caído de la pared.
Contó hasta tres antes de tirar. La pesada punta de la alabarda se levantó mientras ella trastabillaba pugnando por depositarla a un lado.
No había sido su intención hacerla caer.
Acababa de entrar y descubrir el cadáver de Horacio, por lo que no pensaba con mucha claridad cuando oyó los pasos del desconocido en la gravilla de fuera. Se había dejado dominar por el pánico, ante la idea de que el asesino regresara a retirar el cadáver. Estando todo el pueblo en la iglesia, no se le ocurría quién podía ser si no.
El individuo había llamado, «Hola», pero también podría haber hecho lo mismo el asesino para comprobar si había aparecido alguien más en escena. De modo que había buscado con frenesí un lugar donde esconderse, pero el largo salón estaba revestido de estanterías y el único hueco que la habría ocultado se hallaba demasiado lejos. Desesperada, se había refugiado en el único sitio disponible, en la sombra que procuraba la puerta abierta, entre el marco y la última biblioteca, acomodándose a duras penas al lado de la alabarda.
El escondite había resultado útil. Una vez que se hubo dado cuenta por su forma de actuar y sus juramentos contenidos que aquel hombre no era un asesino, se planteó la conveniencia de dejarse ver. Había que tener en cuenta que ella era la hija de un magistrado del lugar y que a su edad resultaba un despropósito introducirse a hurtadillas en una casa ajena en pantalones para buscar las pertenencias extraviadas de otra persona. No obstante, visto que se hallaba ante un asesinato, descartó los escrúpulos y se decidió a abandonar su escondite. Dio un paso al frente y fue entonces cuando descolgó sin querer la alabarda con el hombro.
La caída había sido inexorable.
Ella la había agarrado en un intento por detenerla o desviarla, pero lo único que había logrado era torcerla un poco para que la pesada hoja no golpeara la cabeza del desconocido. De lo contrario, habría muerto. Sin embargo, la bola contigua al hacha le había proporcionado un estremecedor golpe.
Cuando por fin tuvo la alabarda desplazada a un lado, la depositó en el suelo. Sólo entonces tomó conciencia de que había estado susurrando sin parar: «¡Dios mío! ¡Dios mío!».
Enjugándose las manos en los pantalones, observó con el estómago encogido a su inocente víctima. El ruido que había provocado la alabarda al chocar contra su cabeza resonaba aún en sus oídos. Para acabar de arreglarlo, él había elegido ese preciso momento para levantarse de un salto. Se había incorporado como impulsado por un resorte para topar con la alabarda en su descenso. Se había desplomado con un horripilante sonido, y desde entonces no se había movido.
Armándose de valor, pasó por encima del asta.
—¡Ay Dios mío, que no lo haya matado, te lo suplico!
Horacio había sido asesinado y ahora ella había asesinado a un desconocido. ¿Qué estaba pasando? Presa del pánico, se dejó caer de rodillas; el caballero yacía boca abajo, al lado de Horacio…
Lucifer notó que alguien se arrodillaba a su espalda. El asesino. Tenía que ser él. Si al menos pudiera reunir fuerzas para levantar los párpados… Pero no lo consiguió. La inconsciencia crecía, reclamándolo, pero él se resistía. Sentía un rugido en la cabeza. No obstante, percibió cuándo el asesino alargó la mano. El estruendo se intensificó en su cabeza…
Unos dedos, unos dedos pequeños, le tocaron con suavidad la mejilla, vacilantes.
El contacto le prendió una hoguera en el cerebro. «No es el asesino». El alivio lo inundó y se lo llevó sin contemplaciones al reino de la negrura.
Phyllida recorrió la mejilla del hombre, cautivada por la belleza de su rostro. Parecía un ángel caído, con aquellas facciones clásicas tan puras que más parecían propias de una estatua. Tenía frente ancha, nariz aristocrática y un pelo espeso y negro azabache. Los ojos eran grandes bajo el negro arco de las cejas. A la joven se le encogió el estómago al ver que los párpados no se movían. Después reparó en los labios, delgados y móviles, que se aflojaron como si hubiera expirado.
«¡No se muera, por favor!». Frenéticamente, le buscó el pulso en la garganta, desaliñándole la corbata. Poco le faltó para desmayarse de alivio cuando identificó el pálpito, fuerte y regular. «¡Gracias a Dios!». Se dejó caer un instante. Luego, sin pensarlo, volvió a arreglarle con cuidado la corbata, alisando los pliegues. Era tan guapo y afortunadamente no lo había matado…
En el camino de grava sonó un crujido de ruedas.
Phyllida se incorporó de un brinco, con ojos desorbitados. ¿Sería el asesino? Pese al terror guardó la calma suficiente para distinguir las voces que acompañaban la llegada de un carruaje. No era el asesino, sino los criados de la casa. Volvió a mirar al desconocido.
Por primera vez en su vida, le costaba pensar. Tenía el corazón desbocado y una sensación de mareo. Respiró hondo buscando concentrarse. Horacio estaba muerto y ella no podía hacer nada para remediarlo. Tampoco sabía nada relevante respecto al crimen. Y aquel desconocido estaba inconsciente y tardaría bastante en recobrar el conocimiento. Tendría que asegurarse de que se ocuparan como se debía de él. Era lo menos que podía hacer.
El problema era que se encontraba en el salón de Horacio, en pantalones, en lugar de estar acostada en su cama de la granja aquejada de un terrible dolor de cabeza, y no podía explicar por qué si no quería revelar el motivo de su presencia allí… aquellos objetos personales extraviados. Lo peor era que ni siquiera le pertenecían a ella. Ignoraba por qué eran tan importantes, por qué había que evitar a toda costa que se supiera nada al respecto. Y ella había jurado guardar el secreto.
«¡Maldita sea!». Iban a descubrirla de un momento a otro. La señora Hemmings, el ama de llaves, debía de estar entrando ya en la cocina. «¡Piensa!». ¿Y si, en lugar de quedarse esperando y caer en una maraña de imposibles explicaciones, se iba a casa por el bosque, se cambiaba y luego regresaba? Ya se le ocurriría algún recado como excusa. En cuestión de diez minutos estaría de vuelta. Entonces se cercioraría de que hubieran descubierto el cadáver de Horacio y de que el desconocido recibía los cuidados necesarios.
Era un plan sensato.
Phyllida se puso en pie. Le temblaban las piernas y todavía se sentía mareada. Se disponía a volverse cuando el sombrero que había encima de la mesa contigua al cadáver de Horacio reclamó su atención. ¿Llevaba sombrero el desconocido cuando entró? No se había fijado, pero era tan corpulento que podría haberlo depositado en la mesa sin que ella lo hubiera visto. Los sombreros de hombre solían llevar bordado el nombre de su propietario en el interior. Sorteando el cuerpo de Horacio, Phyllida tendió la mano hacia el sombrero marrón…
—Iré arriba un momento para ver al amo. Vigila esa olla, por favor.
Phyllida se olvidó del sombrero y se marchó como una exhalación. Salió por la puerta y corrió por el césped hasta adentrarse en el bosquecillo de arbustos.
—Juggs, abra esa puerta.
Las palabras, pronunciadas en un tono que Lucifer solía asociar con su madre, lo devolvieron a la conciencia.
—Ni hablar —contestó una recia voz masculina—. Puede ser peligroso.
—¿Peligroso? —La mujer elevó la voz. Tras una pausa, durante la cual Lucifer casi alcanzó a percibir cómo se contenía, preguntó—: ¿Acaso ha recuperado siquiera un instante el conocimiento desde que usted lo recogió en la mansión?
De modo que ya no estaba en la mansión. ¿Dónde diablos se encontraba, pues?
—¡No, no! Está como un tronco.
No le faltaba razón al hombre, porque aunque oía no le funcionaban muy bien los sentidos. Lo único que notaba era un punzante dolor de cabeza. Estaba tendido de costado en una superficie muy dura. Hacía frío y el aire tenía un atisbo de polvo mohoso. Todavía era incapaz de realizar el menor movimiento, ni siquiera abrir los párpados.
Estaba indefenso.
—¿Y cómo sabe que está vivo? —A juzgar por su imperioso tono, la mujer debía de ser una aristócrata.
—¿Vivo? Pues claro que está vivo. ¿Por qué no iba a estarlo? Está desmayado, nada más.
—¿Desmayado? Juggs, usted que es tabernero, dígame, ¿cuánto tiempo les dura el desmayo a los hombres, y más si están expuestos al traqueteo de un carro a la intemperie?
—Este es un ricachón —bufó Juggs—. Vaya usted a saber cuánto les dura el desmayo a ellos, con lo delicados que son.
—Lo han encontrado tendido al lado del cadáver del señor Welham. ¿Y si en lugar de un desmayo hubiera padecido una agresión?
—¿Que hubiera padecido…? ¿Se refiere a que le hubiesen dado una paliza?
—Quizá forcejeó con el asesino, en un intento por salvar al señor Welham.
—¡Qué va! Entonces tendríamos a este señorito de aquí y al asesino en otra parte. Y eso nos daría dos personas venidas de fuera el mismo día sin que nadie los viera ni a uno ni a otro, y eso sí que no puede ser.
—¡Juggs, abra esa puerta! —exigió con impaciencia la dama—. ¿Y si el caballero muere porque usted se obstina en creer que está desmayado cuando no es así? Tenemos que comprobarlo.
—Que está desmayado, le digo. Ni yo ni Thompson le hemos visto ninguna marca.
Lucifer hizo acopio de la escasa fuerza que le quedaba. Si quería ayuda, iba a tener que apoyar a la dama; no le convenía que se fuera, dejándolo con aquel desconsiderado tabernero. Levantó una mano y con el brazo tembloroso logró llevarla hasta la cabeza. Oyó un gemido y luego cayó en la cuenta de que lo había emitido él.
—¡Mire! ¿Lo oye? —exclamó con actitud triunfal la dama—. ¡Rápido, Juggs, abra la puerta! Aquí pasa algo.
Lucifer dejó caer la mano. De haber podido, habría reclamado a voces que Juggs abriera la maldita puerta. Por supuesto que pasaba algo… el asesino le había asestado un porrazo. ¿Qué demonios creían que había pasado?
—Igual se ha golpeado la cabeza al caer —concedió Juggs.
¿Por qué diantre imaginaban que se había caído? El tintineo de unas llaves distrajo los pensamientos de Lucifer. Acudían en su ayuda. Después del ruido de la cerradura, sonó el chirrido de una pesada puerta. Unos pasos rápidos se acercaron a él.
Una mano menuda le tocó el hombro. Una cálida presencia de dulzura femenina se detuvo a su lado.
—Todo se arreglará —dijo en voz baja—. Sólo le miraré un momento la cabeza.
Se había inclinado hacia él. Su percepción se había afinado lo bastante como para advertir que no era tan mayor como había pensado. Aquel descubrimiento le confirió vigor para abrir los ojos, aunque sólo una fracción de segundo.
Ella se percató y lo animó con una sonrisa, al tiempo que le apartaba un mechón que le había caído sobre la frente.
El dolor de cabeza se esfumó. Volvió a abrir los párpados para observar con detalle la cara. Sin ser ya una muchacha, todavía entraba en la categoría de joven. Con poco más de veinte años, en su rostro se traslucía más carácter, más fortaleza y determinación de lo que era común a esa edad. Si bien no dejó de notarlo, no fue aquello lo que lo retuvo, lo que despejó su conciencia hasta el punto de excluir el debilitante dolor de cabeza.
Los ojos pardos eran grandes, imbuidos de compasión y de una franca empatía que traspasó su coraza de cinismo, conmoviéndolo. Aquellos hermosos ojos estaban enmarcados por una frente amplia, delicadas cejas curvas y un cabello oscuro, casi tanto como el suyo, que llevaba bastante corto a la manera de un esbelto yelmo. Tenía nariz recta, barbilla afilada y labios…
Alto ahí. No era momento para dejar afluir pensamientos e impulsos sensuales: Horacio estaba muerto. Dejó que se le cerraran los ojos.
—Pronto se sentirá mejor —prometió la joven—, en cuanto lo traslademos a una cama más cómoda.
—Bah —bufó a su espalda Juggs—, apuesto a que es de esos caballeros finolis. Y encima, un asesino.
Lucifer no le hizo caso. La dama sabía que él no era un asesino, y ahora era ella la que tenía las riendas. Le deslizó los dedos por el pelo para palparle la herida. Él se tensó y reprimió un gruñido al notar la tenue presión.
—¿Ve? —Le apartó el cabello, poniendo al descubierto la herida—. Le han golpeado la cabeza con algo… alguna arma.
—Hummm. Insisto en que se golpeó con la mesa del salón de la mansión. Cuando se desmayó.
—¡Juggs! Sabe tan bien como yo que esta herida es demasiado profunda para eso.
Con los ojos cerrados, Lucifer respiró afanosamente. El dolor lo asaltaba en horribles oleadas. Presa de la desesperación, evocó el rostro de la dama e intentó concentrarse en él para mantener el dolor a raya. Tenía la garganta esbelta y grácil, lo que constituía un buen augurio en lo tocante al resto del cuerpo. Había mencionado una cama… Se contuvo, de nuevo molesto con la dirección de sus pensamientos.
—A ver, déjeme ver —masculló Juggs.
Una mano le tocó sin mucho miramiento, y la cabeza le estalló de dolor.
—Papá, este hombre está gravemente herido.
La voz de su ángel de la guarda devolvió a Lucifer al mundo de los vivos. No tenía noción del tiempo transcurrido desde que se había ausentado de él.
—Ha recibido un golpe muy fuerte en la parte posterior de la cabeza. Juggs ha visto la herida también.
—Ah. —Sonó ruido de pasos—. ¿Es así, Juggs?
Era otra voz, profunda, de pronunciación cultivada aunque impregnada con el acento del condado. Lucifer se preguntó quién sería el tal «papá».
—Sí. Por lo visto le han arreado bien. —Juggs, el paleto, seguía con ellos.
—¿Y la herida está detrás de la cabeza, decís?
—Sí… aquí. —Lucifer notó cómo la dama le separaba el cabello—. Pero no lo toques. —Su padre se abstuvo de hacerlo, por fortuna—. Parece muy sensible… Había recuperado el conocimiento un momento, pero se desmayó cuando Juggs le tocó la cabeza.
—No me extraña. Ha recibido un golpe de consideración. Administrado con esa antigua alabarda de Horacio seguramente. Hemmings dice que se encontraba al lado de este caballero. Dado el peso de esa arma, es un milagro que no esté muerto.
—Entonces es obvio que él no es el asesino —declaró la dama, soltando el pelo.
—No con esa herida y la alabarda tirada a su lado. Se diría que el asesino se escondió detrás de la puerta y lo agredió cuando él descubrió el cadáver. La señora Hemmings jura que ese trasto no podría haber caído por sí solo. Parece bastante claro. Así pues, tendremos que esperar a que este caballero pueda contarnos algo una vez que recobre el conocimiento.
Bien poco, respondió para sus adentros Lucifer.
—Bueno, pues no va a mejorar mucho si continúa aquí en esta celda —replicó con tono tajante la dama.
—Es verdad. No entiendo qué le ha dado a Bristleford para pensar que este hombre era el asesino y que se había desmayado al ver la sangre.
«¿Desmayado al ver la sangre?». De haberse hallado en condiciones, Lucifer habría lanzado un bufido burlón, pero seguía sin poder moverse ni hablar. El dolor de cabeza estaba acechando una oportunidad para arrastrarlo a la inconsciencia. Lo más que podía hacer era escuchar y enterarse de lo máximo posible. Mientras la dama llevara la batuta estaría a salvo, pues por lo visto se había tomado a pecho protegerlo.
—Creía que Bristleford había dicho que tenía el abrecartas en la mano.
La observación provenía de Juggs, por supuesto.
—Pura cuestión de autodefensa —replicó el «papá»—. Dispuso de un momento cuando el asesino apareció por detrás y agarró la única arma que había a mano. No es que sirva de mucho contra una alabarda, por desgracia. No, es evidente que alguien encontró el cadáver y le dio la vuelta. No veo por qué el asesino iba a tomarse esa molestia. No parece que Horacio hubiera llevado efectos de valor en el camisón.
—Por consiguiente, este hombre es inocente —reiteró la dama—. Deberíamos trasladarlo a Grange.
—Regresaré a caballo y haré que envíen el carruaje —respondió su padre.
—Yo esperaré aquí. Dile a Gladys que ponga cojines y almohadas en el carruaje y…
Dejó de oír las palabras de la joven cuando esta se alejó. Había dicho que se quedaría a su lado. Todo indicaba que Grange debía de ser la residencia de su padre, de modo que probablemente ella vivía allí. Deseó que así fuera, porque tenía interés en seguir viéndola una vez que hubiera remitido el dolor. El dolor de cabeza y el dolor en el corazón.
Horacio había sido un gran amigo. Hasta ahora, que había muerto, no se había dado cuenta de hasta qué punto lo quería. Rozó la pena, pero estaba demasiado débil para bregar con ella. Desechó esos pensamientos y trató de hallar una forma de sortear el dolor, pero era como si este se alimentara del esfuerzo.
No tuvo más remedio que seguir inmóvil, esperando.
Oyó que la dama regresaba, acompañada de otra gente. Lo que ocurrió luego no resultó muy agradable. Por fortuna estaba medio inconsciente y sintió sólo vagamente que lo levantaban. Esperaba notar el traqueteo de un carruaje, pero el vaivén no logró hacer mella más allá del dolor.
Después lo pusieron en una cama y lo desvistieron. Alcanzó a percibir que había dos mujeres, de mayor edad que su ángel de la guarda, a juzgar por sus manos y voces. Las habría ayudado de haber podido, pero incluso aquello quedaba fuera de su alcance. Las señoras insistieron en introducirle un camisón por la cabeza, pero tuvieron mucho cuidado de no rozarle la herida.
Después, tras acomodarlo entre mullidos cojines y olorosas sábanas, lo dejaron solo disfrutando de una bendita calma.
Phyllida fue a visitar a su paciente en cuanto Gladys, el ama de llaves, la informó de que ya estaba acostado.
La señorita Sweet, su antigua institutriz, bordaba instalada en una silla junto a la ventana.
—Descansa tranquilo —musitó.
Phyllida asintió antes de aproximarse a la cama. Lo habían dejado tendido boca abajo para no exponerle la cabeza al roce. Era más corpulento de lo que había advertido antes. Con los anchos hombros, la extensa espalda y las largas piernas, su cuerpo ocupaba toda la cama. Aun sin ser el hombre más robusto que había visto, sospechó que sí era el más vital. Sin embargo, una tensa pesadez le agarrotaba brazos y piernas. Le observó la cara; la parte que quedaba visible estaba pálida y pétrea, y pese a que conservaba su belleza, aparecía carente de vida. Los labios, que deberían haber conservado el rescoldo de una maliciosa sonrisa, estaban apretados, reducidos a una fina línea. Sweetie se equivocaba: estaba inconsciente, pero no descansaba en realidad.
Phyllida se enderezó, atenazada por la culpa. Ella había sido la responsable de que recibiera aquel golpe.
—Voy a la mansión —anunció a Sweetie—. Volveré en cuestión de una hora.
Sweetie asintió sonriendo. Tras mirar una vez más en dirección al lecho, Phyllida abandonó la habitación.
—Pues no sabría decirle, señor.
Al entrar en la mansión, Phyllida se encontró con Lucius Appleby, que interrogaba a Bristleford, el mayordomo de Horacio, justo delante de la puerta del salón. Los dos se volvieron hacia ella.
—Señorita Tallent —la saludó Appleby con una inclinación.
—Buenas tardes, señor —correspondió ella, inclinando también la cabeza. Las damas de la localidad consideraban atractivo al rubio señor Appleby, pero ella lo encontraba demasiado frío para su gusto.
—Sir Cedric me ha pedido que investigue los detalles relativos a la muerte del señor Welham —explicó Appleby, consciente de la necesidad de justificar su intrusión. Era secretario de sir Cedric Fortemain, un terrateniente de la zona. Nadie se sorprendería del interés de sir Cedric—. Bristleford me estaba diciendo que sir Jasper cree que el caballero descubierto junto al cadáver no es el asesino.
—En efecto. El asesino está aún por descubrir. —Sin ganas de entablar más conversación, Phyllida se dirigió a Bristleford—. He pedido a John Ostler que se ocupe de los caballos del caballero. —Sus magníficos caballos. Incluso para ella, que distaba de ser una experta, era patente que se trataba de un par de hermosos y caros ejemplares. Su hermano gemelo, Jonas, correría a verlos en cuanto se enterara de su existencia—. Los pondremos en los establos de aquí, porque los de Grange están llenos a causa de la llegada de mi tía Huddlesford y mis primos.
Habían llegado esa tarde, justo cuando se disponía a acudir a rescatar al desconocido. Por culpa de los inútiles de sus primos, había llegado demasiado tarde para salvarlo de las garras de Juggs.
—Si usted cree que es lo mejor… —concedió, frunciendo el entrecejo, Bristleford.
—Sí. Parece obvio que el caballero venía de visita a esta casa. Seguramente es un amigo del señor Welham.
—No lo sé, señorita. Los Hemmings y yo no llevábamos tanto tiempo con el amo como para conocer a todos sus amigos.
—Sí, claro. Covey lo conocerá sin duda. —Covey era el criado de Horacio y había estado a su servicio durante muchos años—. Todavía no ha vuelto, ¿verdad?
—No, señorita. Se quedará desconsolado.
—Ya. Bien, sólo he venido a recoger el sombrero del caballero.
—¿Sombrero? —repitió Bristleford, extrañado—. No había ningún sombrero.
—¿Está seguro?
—No había nada ni en el salón ni aquí fuera. —Bristleford miró en derredor—. ¿Y en el carruaje?
—No, no —repuso, con una sonrisa forzada, Phyllida—. Sólo he supuesto que debía de llevar sombrero. ¿Tampoco había bastón?
Bristleford negó con la cabeza.
—Bien, en ese caso, me voy.
Tras dirigir un mudo saludo a Appleby, que se lo devolvió con cortesía, Phyllida salió de la casa. Se detuvo bajo el pórtico y, observando el esplendoroso jardín de Horacio, sintió un escalofrío en la espalda. Había un sombrero… un sombrero marrón. Si no pertenecía al caballero y si ya no estaba allí cuando los Hemmings y Bristleford habían descubierto el cadáver… El escalofrío se intensificó. Levantando la cabeza, paseó la mirada en derredor y luego echó a andar para regresar presurosa a su casa.
El dolor de cabeza había empeorado.
Lucifer se revolvía en su afán por escapar de aquellas agujas que se le clavaban en el cerebro. Unas manos trataron de contenerlo, al tiempo que unas suaves voces procuraban apaciguarlo. Se dio cuenta de que querían que permaneciera inmóvil. Lo intentó, pero el dolor no se lo permitía.
Entonces regresó su ángel de la guarda. Oyó su voz al borde de la conciencia y gracias a ello encontró fuerzas para quedarse quieto. Ella le lavó la cara, el cuello y el hombro con agua de lavanda y después le aplicó unos paños fríos sobre la herida. Lucifer emitió un suspiro. El dolor había disminuido.
La joven se marchó y entonces la agitación lo ganó de nuevo. No obstante, antes de que el dolor llegara a su punto culminante, ella volvió a cambiarle los paños y se sentó junto a la cama, apoyando una fresca mano en su muñeca.
Se relajó y acabó por dormirse.
Cuando despertó, ella se había ido.
Estaba oscuro. En la casa reinaba el silencio. Lucifer alzó la cabeza y el dolor lo detuvo. Apretando los dientes, se puso de costado y estirando el cuello un instante miró en torno. Una mujer mayor con cofia dormitaba en un sillón junto a la ventana. Aguzando el oído, alcanzó a percibir unos leves ronquidos.
Lo tranquilizó el hecho de poder oírlos. Apoyándose de nuevo en la almohada, analizó su estado. Si bien aún le dolía al moverse, la cabeza estaba mucho mejor. Era capaz de pensar sin tormento. Se estiró y flexionó los brazos, procurando no mover la cabeza. Relajando el cuerpo, hizo lo mismo con las piernas; todo parecía funcionar bien. Aunque no se encontraba en óptimas condiciones, estaba entero.
Una vez realizada dicha comprobación, examinó lo que lo rodeaba. Poco a poco, el pasado inmediato fue adquiriendo forma y los recuerdos se ordenaron con coherencia. Se hallaba en una habitación de lujoso mobiliario, propio de una vivienda aristocrática. Recordando que habían llamado a «papá» para que se pronunciara sobre su implicación en el asesinato de Horacio, era posible que este fuera el magistrado de la localidad. De ser así, había entrado en contacto con la persona que más le convenía frecuentar. En cuanto estuviera en condiciones de levantar la cabeza, se dispondría a encontrar al asesino de Horacio.
De pronto pensó que su ángel de la guarda no se encontraba allí. Seguramente estaría dormida en su cama… Más valía no seguir por esos derroteros. Suspiró para sus adentros. Después cerró los ojos y se abandonó a la pena.
Abrió la puerta al dolor por los buenos momentos que ya no compartiría con Horacio, por la muerte del hombre que había sido, en cierto modo, como un padre. Ya no volvería a disfrutar de las alegrías de los descubrimientos efectuados juntos, de la excitante búsqueda de información, de las pesquisas dedicadas a identificar el oscuro origen de alguna pieza. Los recuerdos vivían, pero Horacio no. Con ello tocaba a su fin un capítulo formativo de su vida. Era duro aceptar que había llegado a la última página y que no le quedaba más opción que cerrar el libro.
El dolor lo inundó hasta dejarlo vacío. Había presenciado demasiadas veces la muerte como para que la conmoción perdurase en él. Provenía de una casta de guerreros y la muerte inmerecida era el detonante de una de sus reacciones más básicas: la venganza, no por la satisfacción personal, sino en nombre de la justicia.
La muerte de Horacio no quedaría impune.
Mientras yacía entre las suaves sábanas, la aflicción se transmutó en rabia, que a su vez cristalizó en fría determinación. Endurecidas las emociones, regresó mentalmente al lugar del crimen y evocó cada paso, cada recuerdo, hasta que llegó al roce en la mejilla… Unos dedos tan pequeños tenían que ser de un niño o una mujer. Dada la fascinación originada en él, una clase de fascinación que reconocía de forma instintiva, habría apostado a que una mujer había estado allí. Una mujer que no era el asesino. Aun siendo viejo, Horacio no estaba tan impedido como para dejarse apuñalar de forma tan precisa por una mujer. Pocas mujeres poseían la fuerza y el conocimiento para ello.
De modo que primero habían asesinado a Horacio, después había entrado él y el asesino lo había golpeado con la alabarda, y finalmente la mujer lo había encontrado tendido en el suelo.
No, allí fallaba algo. Alguien había vuelto el cadáver de Horacio boca arriba antes de la llegada de Lucifer. «Papá» tenía razón; no había sido el asesino quien lo había hecho. Debía de haber sido la mujer, antes de esconderse cuando había aparecido él. Ella debía de haber visto cómo el asesino lo agredía y se marchaba a continuación. ¿Por qué no había alertado a nadie? Había sido un tal Hemmings quien había dado la voz de alarma.
No obstante, algo se le escapaba. Repasó los hechos, pero sólo logró arribar a la misma conclusión.
En el pasillo crujió un tablón. Lucifer aguzó el oído. Al cabo de un momento, se abrió la puerta. Él permaneció de costado, con los ojos casi cerrados para dar la impresión de que dormía mientras veía entre las pestañas. Oyó el chasquido de la puerta al cerrarse y ruido de pasos; la orla de una luz de vela se aproximó.
Era su ángel de la guarda, en camisón.
Se detuvo a un par de metros y se puso a escrutarle la cara. Con una mano sostenía la vela; la otra reposaba entre sus pechos, sujetando el chal. Era la primera vez que la veía de cuerpo entero y no hizo nada por dejar de mirar, evaluando cada detalle. La cara era como la recordaba: grandes ojos, mentón afilado y reluciente pelo oscuro que le confería un aspecto de inteligencia y femenina fortaleza. Era de estatura normal, esbelta aunque no delgada. Tenía pechos turgentes y firmes, apenas discernibles bajo el chal. No podía evaluar la cintura debido al camisón, pero sí apreciar las curvas de las caderas y los muslos bien torneados. Iba descalza. Lucifer clavó la vista en la cautivadora imagen de los pies, que enseguida quedaron tapados por el camisón. Pequeños, desnudos, marcadamente femeninos. Despacio, desplazó de nuevo la mirada hasta el rostro.
Mientras la observaba, ella había estado examinándolo a él. Sus ojos oscuros le recorrían con curso errabundo la cara, reparando al parecer en cada surco. Luego le dio la espalda.
Lucifer reprimió las ganas de llamarla. Quería darle las gracias, decirle que había sido un dechado de bondad y desvelo, pero no quería sobresaltarla hablándole repentinamente. Miró cómo se detenía junto a la mujer dormida; entonces dejó la vela a un lado, levantó una manta y la sacudió antes de cubrirla con ella. Cuando se volvió, de nuevo con la vela en la mano, la tenue luz de esta alumbro su sonrisa.
Se encaminó hacia la puerta pero, como si hubiera oído su mudo ruego, se paró de golpe. Miró en dirección a él y luego se acercó, titubeante. Siguió avanzando.
Manteniendo la vela a un lado de tal forma que su cuerpo resguardaba de la luz la cara de él, se apoyó en la cama a unos centímetros y le escrutó de nuevo el rostro. Lucifer se esforzó por no mover los párpados. Sólo alcanzaba a verle la cara, de expresión y mirada insondables. Entonces ella soltó la mano del chal y la adelantó, despacio. Con la punta de los dedos le rozó levemente la mejilla.
Lucifer sintió como si lo hubieran marcado… y reconoció la marca. Apoyándose de súbito en un codo, la agarró por la muñeca al tiempo que la traspasaba con la mirada. La joven lanzó un gritito de sorpresa. La luz de la vela vaciló enloquecida antes de estabilizarse. Con los ojos dilatados, lo miró con fijeza.
Lucifer incrementó la presión en su muñeca, sosteniéndole la mirada.
—Fue usted —le dijo.