Capítulo 13

El cinco de agosto, miércoles, fue un día excepcional en ese verano frío y caprichoso. El sol salió en un cielo oscurecido por las nubes, el viento amainó y la tierra se adormiló bajo la influencia del primer calor auténtico.

Ahora que faltaban sólo cinco días para su cumpleaños, Agatha despertó temprano y se levantó tentada por la brisa tibia que entraba por la ventana y por el bucólico gorjeo de los pájaros; pero como recordaba siempre la necesidad de conservar sus fuerzas, decidió que se atendría a su rutina normal es decir, permanecer en cama por la mañana, un almuerzo liviano a las dos, y después, a la hora del té, una visita de dos o tres horas a la planta baja.

La pérdida de Morwenna, que se había marchado hacía casi dos semanas, había sido una gran desilusión para la anciana dama, pues antes de alejarse había sido un sólido sostén. Ahora, todo dependía de la ayuda de Lucy Pipe y las visitas irregulares de Elizabeth. De todos modos, estaban completándose los preparativos. La señora Trelask había confeccionado el vestido, encaje flamenco negro con dos flores blancas de satén en el pecho y una capa de satén negro que llegaba a la cintura. No satisfacía del todo a Agatha, pero las restantes mujeres habían opinado que era una prenda muy elegante, y sumamente apropiada; y por lo menos era un vestido nuevo y sin arrugas, había costado bastante caro y de mala gana, la anciana había aceptado pagar el precio correspondiente.

Había ordenado que agrandasen el anillo de topacio, de modo que pasara sobre el nudillo; y al dorso de su viejo testamento había ordenado con mano temblorosa que después de su muerte se entregara el anillo a Clowance Poldark. Había pedido una peluca nueva, de muy buena calidad, casi toda blanca pero con unos pocos mechones de gris que le sentaban muy bien, y había comprado un nuevo gorro negro de encaje que hacía juego. Había pedido y recibido apenas la víspera una nueva gargantilla de azabache. Estaba irritada porque era demasiado grande y colgada de su minúsculo cuello parecía un collar; pero confiaba en que Elizabeth conseguiría acortarla a tiempo.

Lo único que aún le faltaba era un par de hebillas para sus pantuflas. Tenía los pies tan contraídos y nudosos que había sido imposible encargar zapatos nuevos; pero sus mejores pantuflas servirían, si era posible realzarlas con dos hebillas de plata. Pero no habían llegado. Elizabeth juraba que dos veces había enviado mensajeros al platero de Truro, y que se las había prometido sin falta antes del lunes; ahora quedaba ya muy poco tiempo. Después de tanto esperar, después de todos esos meses y de los preparativos, ahora quedaba muy poco tiempo. Sólo cinco días. El tiempo de cinco días.

Smollett se movió sobre la cama y se estiró, la anciana se inclinó sobre la mesita de luz, acercó el plato de leche y el gato le dio una o dos lamidas perezosas.

Treinta y ocho invitados habían aceptado ¿o eran cuarenta y ocho? Agatha no lo recordaba muy bien. Una o dos veces se había preguntado por qué George Venables no contestaba. Había sido quizás el hombre más agradable que ella conociera jamás; decían que era demasiado viejo para ella, pero en esos tiempos seguramente no tenía más de cuarenta años. (¡Cuarenta años, un niño, un auténtico niño!). Pero había perdido todo su dinero en aquella Compañía del Mar del Sur, y después había marchado al extranjero con el duque de Portland (¿era así?) y Agatha nunca había tenido noticias de él. (Pero había conservado la dirección, y ordenado especialmente que se le invitara. Era imposible confiar en los habitantes de la casa. Quizás habían perdido la invitación, o habían olvidado enviarla).

Después, estaba Laurence Trevemper. Alegre y apuesto. Capitán (¿era eso?) de uno de los mejores regimientos. ¡Cuántas veces habían formado pareja en el baile! Él le decía: «Señorita Poldark, cuando bailo con usted, por Dios que tengo alas». Muerto en una temeraria y fútil carga de caballería, en un lugar llamado Pontenoy. Tenía treinta y cinco años. (¿O cuarenta y cinco?). Su esposa había sido una persona muy desagradable.

Y antes, Randolph Pentire. Un gran sinvergüenza, siempre metiendo la mano bajo la blusa de una. Al fin, se había casado con Kitty no sé cuántos —Kitty Hawes— y nunca habían tenido hijos después de tanta lascivia. Agatha no los había invitado.

Y cinco o seis más. Ciertamente, a Agatha no le habían faltado pretendientes. Sólo que, por una razón o por otra, nunca había llegado a nada. O habían desaparecido, como el bueno de George. Cuando oía hablar a los jóvenes modernos, era como para creer que antes nadie se divertía, ni sufría, ni afrontaba problemas, ni se amargaba, ni tenía éxitos. Los jóvenes modernos eran más que aburridos; eran pomposos y egoístas, y estaban absolutamente seguros de que sus preocupaciones eran las únicas importantes que el mundo había conocido jamás. Carecían de perspectiva, y no tenían sentido de las proporciones. Quizás era necesario llegar a la vejez para adquirir un auténtico sentido de las proporciones. Era un pequeño consuelo, pero en todo caso era algo.

Entre una ensoñación y otra, entre un rato de soñolencia y otro, llegó un George muy distinto de aquel que ella evocaba en sus recuerdos, el George que tanto le desagradaba.

Había estado mirando a Lucy Pipe, que plegaba una sábana, y de pronto abrió los ojos y vio a George Warleggan y a Lucy Pipe que salía por la puerta.

Era extraño, un hecho sumamente extraño que él entrase en el dormitorio de Agatha. No alcanzaba a recordar si la había visitado con anterioridad. No le agradaba: la inquietaba. Contrajo el cuerpo, y se arregló mejor el chal, como si la presencia de ese hombre fuese un viento frío del cual debía precaverse. Smollett, alarmado, arqueó el lomo y bufó. Para Agatha era motivo de profunda satisfacción que George fuese ahora la única persona a la cual Smollett bufaba.

El señor Warleggan estaba vestido como si se preparase para recibir visitantes, una chaqueta ajustada, de cuello alto, abierta a los costados para mostrar los estrechos pantalones. El chaleco corto era de seda carmesí, con botones de bronce. Los ojos implacables y críticos de Agatha vieron el vientre cuidadosamente controlado, las mejillas y los hombros más redondos cada año que pasaba. Después, vieron que él sonreía. Un hecho inaudito. Sonreía a Agatha. No era una sonrisa agradable, pero por lo demás ninguna expresión de George le habría parecido agradable, a menos que expresara dolor. Él decía algo. Había depositado un libro sobre la mesa, al lado de la cama, y hablaba con una voz que, como él bien sabía, Agatha no alcanzaba a oír. Los labios húmedos y cenicientos de la mujer se curvaron en una expresión de odio.

—¡Habla más alto! ¿Qué quieres?

El hombre se acercó, y después se llevó el pañuelo a la nariz. Un insulto intencionado. Agatha repitió:

—¡Habla alto, George! Sabes que soy dura de oído. A qué debo este honor, ¿eh? Mi cumpleaños es el lunes.

Smollett había volcado parte de la leche del platito, y dos cuajarones, como dos ojos blancos, se destacaron sobre el cobertor. Ella los borró con la mano.

George se acercó más de lo que quizás había hecho jamás. Habló en voz alta, cerca de la oreja cenicienta y peluda.

—Vieja, ¿ahora puede oírme?

—Sí. Te oigo. Y no toleraré más insultos, se lo diré todo a Elizabeth.

—Vieja, tengo malas noticias para usted.

—¿Eh? ¿Qué pasa? Sabía que habías venido a traerme malas noticias. Lo tenías escrito en la cara, como sangre en el pico de un buitre. Habla alto.

George la miró y movió la cabeza. Su breve sonrisa se había desvanecido. Ahora se le veía serio, el gesto grave y decidido.

—No habrá fiesta el lunes.

Agatha sintió que se aceleraban los latidos de su viejo corazón. Debía andarse con cuidado. Si él había venido para provocarle un ataque, debía poner mucho cuidado.

—Tonterías. George, no puedes impedirlo, aunque sin duda te agradaría mucho hacerlo.

—Vieja, debo impedirlo. De lo contrario, todos dirán que eres una mentirosa.

Agatha lo miró de arriba a abajo. Era un viejo adversario. Debía cuidarse de sus trucos.

—Déjame tranquila. Vete de aquí.

—¿Puedes oírme? ¡Es importante que me escuches! Cuando Morwenna contrajo matrimonio con el reverendo Osborne Whitworth, examiné el registro de la iglesia y vi que se remonta a un siglo y medio. Ayer pasé por allí. Visité al señor Odgers y estuve media hora examinando el registro. Es muy interesante, pues allí se encuentra la historia de los Poldark y los Trenwith, escrita con tinta vieja y descolorida; casi tan vieja y descolorida como tú, abuela.

Agatha no habló. Lo miró con sus ojos pequeños y venenosos.

—Revisé las actas de bautismo. Y busqué la suya en 1695. No estaba. ¿Me oye? ¡No estaba! La bautizaron en septiembre de 1697. ¿Qué me dice de eso?

El corazón de Agatha latía con fuerza. Sentía los latidos en su propia cabeza. Calma. Calma. No permitas que triunfe.

—¡Es mentira! ¡Una roñosa mentira! No es cierto que…

—Ah, vieja, ¿aún me oye? Pero eso no me satisfizo, pues el bautismo no siempre sigue inmediatamente al nacimiento. De modo que ayer por la tarde y toda esta mañana ordené a los criados que revisaran los trastos viejos amontonados en la habitación que está sobre las cocinas, donde se guardó todo lo que no servía cuando se reparó la casa. ¿Me oye? Me acercaré un poco más. Déjeme hablarle al oído. Descubrimos la antigua biblia de la familia, que estaba en el vestíbulo cuando vivía el padre de Francis. Y le diré que allí encontré ciertas anotaciones. Se las leeré. ¿O prefiere leerlas usted misma? ¡Aquí tiene!

Retiró el libro de la mesa y lo abrió. Se lo ofreció a la anciana, pero esta lo rechazó.

—Entonces, se lo leeré. Imagino que es la escritura de su padre… la tinta está muy descolorida. Pero la escritura es muy clara. Clarísima. Dice: «El décimo día de agosto de 1697 nos nació, este húmedo verano, a las once de la mañana, nuestro primer hijo, una niña a la que llamamos Agatha Mary ¡Dios sea loado!». ¿Me oye, o se lo leo otra vez?

—Oigo.

—Y al margen, otra mano escribió: «Bautizada el tres de septiembre». Así que ya ve, vieja, el lunes próximo usted cumplirá sólo noventa y ocho años.

Agatha permaneció con el cuerpo rígido. El gato negro, que no percibió la agitación de su ama, la miró, bostezó y trató de acomodarse mejor. George se volvió y llevó el libro hasta una mesa que estaba bajo la ventana, y después regresó y miró a su víctima. Durante años había sostenido un amargo combate con esa anciana. Ya no recordaba cómo había empezado todo, si había sido una antipatía mutua desde el comienzo, o si se había originado en una ofensa ya olvidada. Pero era demasiado tarde para remediar la situación, demasiado tarde para compromisos o para envainar el cuchillo.

—¿Me oye? Bajaré para ordenar que se envíen cartas a todas las personas que aceptaron su invitación. Les informaré que usted cometió un error acerca de su edad, y que dos años más tarde se les enviará una nueva invitación.

—¡No te atreverás! ¡Elizabeth jamás… jamás te lo permitirá! ¡No lo permitirá!

—No puede impedirlo. Soy el amo de esta casa, y aunque habría permitido la celebración no seré cómplice de un engaño flagrante. Vieja, ahora tiene noventa y siete años. El lunes tendrá noventa y ocho. Viva dos años más, y podrá invitar de nuevo a sus amigos.

Uno trata de controlarse. La férrea disciplina de la ancianidad nos dice qué debemos hacer: cerrar los ojos, respirar hondo, expulsar los pensamientos coléricos, recordar sólo la necesidad de sobrevivir. Uno practicó eso en muchos asuntos cotidianos. Los accesos de cólera, las depresiones furiosas eran nada más que tormentas superficiales, que no provocaban verdaderos problemas, que no eran problemas profundos. Uno aprende a practicar esa técnica… Pero a veces la disciplina no funciona, no puede ser eficaz. La furia y el sufrimiento crecen hasta que destruyen todas las barreras, y uno se siente indefenso contra esos sentimientos abrumadores, aplastantes y dañinos que barren con todos los obstáculos y finalmente destruyen al individuo.

Ni Dios mismo puede ayudar.

George se dirigía hacia la puerta.

—¡Espera! —dijo Agatha. Él se volvió cortésmente. No le mostró con ningún gesto el sentimiento de triunfo que le embargaba. ¿Sería capaz de rogar? ¿Se rebajaría hasta el extremo de suplicar a ese hombre?

—Todos los preparativos —dijo Agatha—. Todas mis ropas. Todo está listo. En la cocina. Los alimentos. —Se interrumpió, y trató de recuperar el aliento. No podía. No respiraba bien.

—Qué lástima. Habrá que hacerlo todo de nuevo —dijo George.

Ella jadeó, tragó saliva y consiguió respirar.

—Llama a Elizabeth… Pide a Elizabeth que venga… El cumpleaños el lunes, no importa el resto. Habrá fiesta, no importa el resto. Noventa y ocho años. Una buena edad… Pero tendré cien años. Lo sé. Lo sé. Los he contado. ¿Cómo podría equivocarme?

—Vieja, está equivocada, y no habrá fiesta. Será fácil cancelarla. Y puesto que el día es tan hermoso, abra la ventana. Esta habitación apesta.

—¡Alto! —Él ya se retiraba—. No viviré dos años más. Tú lo sabes. ¿Quién se enteraría si tú no hablas? No viviré dos años más. George, no volveré a contrariarte. Hace tanto que deseo esto. ¿Eh? ¿Eh? George, no volveré a contrariarte. No te haré daño. Y la fiesta no te perjudicará. Haré un nuevo testamento… Te dejaré todo mi dinero en bonos. Nadie lo sabrá.

—¡Vieja, no quiero tu dinero! —George volvió, el libro bajo el brazo—. Ni tu testamento. Ahora te compadezco, ¡pero prefiero que te pudras en este cuarto antes que ser cómplice de esa mentira!

Ahora, el odio era evidente en ambos interlocutores: en el hombre generalmente sereno y digno, y en la encogida anciana que se debatía y jadeaba en la cama. Las lágrimas descendían sobre las mejillas de Agatha, y no eran las lágrimas perpetuas del ojo lacrimoso.

—Si me haces esto —dijo ella y se ahogó y escupió para poder hablar—, ojalá te pudras… y estoy segura de que ese será tu fin. Sí, tú y tu estúpido padre, y esa vieja ave de rapiña que tienes por tío, y tu… tu madre estúpida y pegajosa, y tu hijo deforme. ¡El pequeño Valentine! ¡Nacido bajo una luna negra, y ya retorcido! ¡Comerá la basura de este mundo antes de crecer! ¡Lo sé! ¡Te lo anuncio! ¡Nacido en luna negra! ¡El último de los Warleggan!

Aunque su vida casi se había agotado, Agatha tenía ojos para ver que por un momento su minúsculo golpe dolía a George. Tal vez estaba naufragando, pero continuaba disparando hasta el final. El disparo había dado en el blanco. Y aún le quedaba el último cartucho.

—¡George, el último de los Warleggan! ¿O ni siquiera es Warleggan?

George había llegado a la puerta y se volvió para mirar a la anciana minúscula, maloliente y arrugada. Era un espectáculo lamentable, retorciéndose y jadeando, los labios azules, el último toque de color en las mejillas, los ojos como ranuras, los labios trémulos, esforzándose por gritar, por morder, por inyectarle la última gota de veneno.

—George no fue un bebé de siete meses. Ni de ocho meses. Vi muchos de siete meses… y de ocho… muchas veces, a lo largo de mi vida. Mira, no tienen uñas. Y la piel arrugada como… como una manzana vieja y… —Se ahogó y escupió saliva sobre la sábana—… y no lloran, apenas se quejan, y… no tienen cabello. ¡Este es un niño de nueve meses! Tu precioso y deforme Valentine fue un niño de nueve meses. ¡Te lo juro!

George la miró, y pareció que estaba dispuesto a escupirla a su vez. Pero no lo hizo. Permaneció inmóvil, escuchando, mientras la anciana disparaba los últimos tiros, e intentaba infligirle la herida final.

—Tal vez tú y Elizabeth no esperasteis la boda, ¿eh? Tal vez fue eso. Fue eso, ¿eh?… —Mostró las encías en un rezongo de desprecio—. O quizás otro se la montó antes de que os casarais. ¿Eh? ¿Eh? ¡Tu precioso Valentine!

George salió de la habitación y el golpe de la puerta al cerrarse conmovió la vieja casa. Agatha Poldark se recostó en las almohadas. Y el mirlo encerrado en la jaula, al lado de la ventana, se estremeció atemorizado, y una suave brisa movió las cortinas e indicó que había pasado una corriente de aire.

A unos seis kilómetros de distancia, Ross estaba sentado con Demelza y sus dos hijos en el prado, frente a la casa. Excepto el retumbo y el golpeteo de una estampadora de estaño, en cierto modo absorbido e ignorado por todos, no había ningún sonido que llamase la atención. En el sector alto del valle, la chimenea de la Wheal Grace emitía un hilo de humo oscuro, y algunas figuras se movían entre las construcciones de la mina.

No era usual que todos estuvieran reunidos así, en familia, pero el día cálido había interferido en la rutina normal. Ross estaba sentado con Clowance sobre las rodillas, y a sus pies Garrick masticaba un hueso. Jeremy estaba tendido, boca abajo, formando una guirnalda de margaritas, y Demelza estaba tendida a su lado, y le ayudaba. Todos se sentían satisfechos. Después de saber que sus planes en favor de Drake no tendrían ahora ningún resultado, Ross se había obligado a no pensar más en el asunto. Durante la noche, a veces despertaba y pensaba en George, en su extraña e irritante capacidad para convertir en victoria una derrota, y entonces la buena voluntad que había tenido durante el viaje de regreso a su hogar es esfumaba de nuevo. Pero comprendía bien que sería irresponsable permitir que la acritud provocada por un solo aspecto de su vida destruyese ese sentimiento general de satisfacción. Había que hacer algo por Drake, y entretanto él debía olvidar. Olvidar a George y a Elizabeth, y ocuparse sólo de sus propios asuntos. Pues lo que tenía era lo que deseaba. Y el sol calentaba; y Clowance dormitaba suavemente sobre sus rodillas, la cabecita de pronto demasiado pesada para ese cuello tan frágil; y sobre la hierba, a los pocos pasos, Demelza y Jeremy confeccionaban una guirnalda de margaritas…

Y a unos veinte kilómetros de distancia Carolina Penvenen observaba a un criado, que ayudaba a Dwight a montar por primera vez después de mucho tiempo. Sus movimientos eran los de un anciano; necesitó dos intentos antes de que sus propios músculos lo elevasen. Y una vez sentado en la montura, pareció correr peligro de caer otra vez. Pero cuando lo logró, sonrió triunfal, una sonrisa descolorida que no había mejorado incluso después de una semana de buena alimentación. Carolina, que al mirar le sonreía, se alegró de que hubiesen elegido la yegua más vieja y tranquila. Habían convenido casarse en octubre, aunque todavía no habían decidido si se atendrían a los deseos de Carolina, una boda fastuosa, o a los de Dwight, una ceremonia discreta. Ella sospechaba que gran parte de la actitud de Dwight dependería de la rapidez con que recuperase la salud física…

Y en Truro, el reverendo Osborne Whitworth, que había recuperado su perfecta salud mental, discutía en alta voz con un miembro de la junta parroquial acerca de las contribuciones de las familias propietarias de escaños, mientras Morwenna Whitworth, que tenía de la mano a una de sus pequeñas hijastras, miraba más allá del jardín, hacia el punto en que el río descendía, y se preguntaba si no era mejor ahogarse en el lodo, en el lodo auténtico, en lugar de ahogarse en el lodo de la repugnancia física…

Y en Falmouth, Drake Carne cojeaba, caminando por la calle principal con la señora Verity Blamey, para ir a recibir al marido de su anfitriona, cuyo buque, el Caroline, había echado el ancla apenas una hora antes. Aún tenía el brazo en cabestrillo, pero el hombro estaba mucho mejor, y las manos habían curado del todo. Comía vorazmente, se sentía bien, y comenzaba a saborear nuevamente algunos de los placeres de la vida. Esa reacción respondía sobre todo al hecho de que, antes de partir, Ross había dado a entender que, después de todo, Morwenna no tendría que casarse con el párroco de Truro. Aunque el propio Drake no pudiese contraer matrimonio con Morwenna, la nueva situación lo reconfortaba mucho, pues él sabía que la joven no simpatizaba con Whitworth. Los días de Drake ya no eran una tortura constante. Ahora, pensaba el joven, ella sin duda estaba en Bodmin. ¿Quizás un día podría ir a Bodmin para verla? Nada más que verla de tanto en tanto sería suficiente. No pedía más. No deseaba más…

Y en Trenwith, George se paseaba lentamente por la casa, el rostro inexpresivo, aunque en su actitud había algo que inducía a los criados a evitarlo. En un día tan hermoso toda la familia, incluso los dos ancianos Chynoweth, había salido al jardín.

Había destruido a la víbora. Sabía que le había infligido una herida mortal. Pero al retirar el pie de su cuello, la víbora se había vuelto y lo había mordido en el talón. Y el veneno que le había inyectado hacía su trabajo. Después de dar dos vueltas completas por la casa, subió lentamente la escalera y fue a su estudio. Cerró la puerta y ocupó su sillón favorito. Por primera vez en su vida se sentía mal, completamente inseguro de sí mismo. El veneno se difundía lenta pero irremediablemente. Ignoraba si podría contrarrestarlo.

Quizás era un veneno mortal. Incluso podía pensar en la posibilidad de que afectase a otros. No sabía a qué atenerse, y sólo el tiempo lograría determinar cuál era la potencia del tóxico…

En el extremo opuesto de la casa Agatha luchaba por conservar la vida. Estaba completamente sola. Lucy Pipe se había instalado en la cocina, y ciertamente no vendría mientras no oyese el llamador. Sólo el mirlo aleteaba en su jaula y Smollett, inquieto a causa de la conmoción sobrevenida en la cama, había saltado al piso y ahora, cerca de la puerta, se lamía una de las patas traseras.

A pesar de los años durante los cuales había leído la Biblia, Agatha no creía mucho en la vida futura, y por eso se aferraba a esta con extraña tenacidad, y trataba de agrupar sus últimas y minadas fuerzas para llegar quizás al día siguiente. En la ancianidad, nunca trazaba planes muy ambiciosos. Los horizontes dilatados de la juventud se estrechaban y acortaban con el tiempo. Si vivía un día más, podría contemplar el objetivo siguiente. Era necesario dominarse, tranquilizar el corazón, regular la respiración, tranquilizar la mente. Olvidar la cólera, no hacer caso de la desilusión, concentrar todos los esfuerzos en una sola cosa, la necesidad de seguir respirando, de sobrevivir.

Pero esta vez había ido demasiado lejos. La impresión del descubrimiento, la furia abrumadora que le había dominado en pocos minutos habían consumido el último gramo de energía de su viejo cuerpo. No era mera debilidad; sabía que era algo más. No convenía que ahora cayese enferma, pues pocos minutos más tarde debía llegar su padre para llevarla a la fiesta. Después, habría baile y se organizarían algunas mesas de whist. Tenía que calmar ese estómago nervioso; su madre afirmaba que, a los diecisiete años, ya era tiempo de terminar con esos malestares. Tenía que levantarse. Trató de mover las piernas y no pudo. No las sentía. Gimió de miedo y movió una mano. Por lo menos, aún podía hacerlo.

En la habitación había un ataúd. Ese olor enfermizo y dulzón de descomposición y flores. Había visto muchos. ¿De quién era este? Todos tenían un aire tan compuesto pero tan menudo en la muerte, antes de que atornillaran la tapa. Todos esos años mucha gente había muerto alrededor de ella. Alzó la mano buscando sus propios ojos, y disipó la bruma y la imagen del ataúd. La cálida luz del sol inundó la habitación, la luz que era fuente de vida pero que ya no podía infundirle vida. La brisa suave y perfumada, la sombra de las hojas móviles, el aleteo de los pájaros; todo eso podría haberla ayudado en otra ocasión. Cinco días después cumpliría veintiún años, y todos estaban decepcionados con ella porque no era más bonita. Y alguien, una tía, le había dicho que no tenía vivacidad. Pero eso no era lo que le había dicho George Venables. George Venables le había dicho muchas cosas bonitas. Pero ¿por qué no le permitían tener su fiesta de cumpleaños?

La muerte llegó como la marea alta, centímetro por centímetro, adormeciendo su cuerpo. Poco después no sintió el estómago, y más tarde dejó de respirar. No jadeó en busca de aire, pues ya no necesitaba aire. Por última vez, cuando vio que se aproximaba la extinción, se le aclaró de nuevo el cerebro. ¿Qué había dicho? ¿Qué dificultad había provocado, y a quién? No había deseado lastimar a Elizabeth. ¿Qué había dicho?

La cama tembló cuando Smollett saltó desde el piso. La cabeza de Agatha se inclinaba al costado, sobre la almohada. Con gran esfuerzo la enderezó. Durante un momento se sintió mejor. Pero después, la luz comenzó a atenuarse, la luz tibia, amarillo claro, de un día de verano. El cielorraso de vigas se hizo borroso y se desdibujó. No pudo cerrar la boca. Trató de hacerlo y fracasó. Se le detuvo la lengua. Pero una mano aún se movía, en un gesto lento. Smollett se acercó y la lamió con su lengua áspera. La sensación de esa aspereza se abrió paso desde los dedos hasta el cerebro. Fue la última sensación. Los dedos se movieron un momento sobre el pelo del gato. Decían: Sostenme, sostenme. Después, serena, pacíficamente hasta el final, sometida sumisamente a una voluntad más fuerte que la suya, abrió los ojos y dejó atrás el mundo.