Todo se desarrolló con mucha rapidez. O por lo menos así le pareció a Morwenna. Una avalancha que implica una serie de presiones, impulsos contradictorios, sentimientos de pánico y sentido del deber puede arrastrar lentamente a una persona; pero la persona en cuestión se siente como si fuera arrojada al abismo por la fuerza de una avalancha.
La noticia de que Drake estaba en libertad la había aliviado de tal modo que durante un tiempo le pareció que era lo único que importaba; y así se reconcilió con la idea de regresar a su hogar y a todo lo que este representaba. Una madre decepcionada, hermanas que mostraban excesiva curiosidad, el intento de retornar a una rutina que ahora había quedado atrás. Geoffrey Charles continuaba en Cardew, y Morwenna suponía que no volvería a verlo antes de partir. Pero Drake estaba en libertad, sano y salvo, y eso era lo esencial. Ahora podía olvidar todo lo demás, y de eso se encargaría el tiempo; por lo menos, ese era su efecto en todos, salvo en ella. Los dieciocho meses que ella había pasado en el hogar de los Warleggan serían nada más que un episodio en la vida de una joven que había concertado una amistad absurda e indiscreta. Bodmin estaba lejos. La noticia de su indiscreción se difundiría —sin duda, muy exagerada— pero ella podía soportarlo. Morwenna no deseaba regresar a su casa; su vida con Geoffrey Charles le había parecido muy grata, y sabía que regresaba a una existencia más estrecha y mezquina. Pero aceptaba la situación, y sólo esperaba que su madre viniese a buscarla. Podía suponerse que una dama muy atareada y que tenía poca salud hubiera podido prescindir del viaje; pero George y Elizabeth habían insistido en que la señora Chynoweth viniese a buscar a su hija.
Mientras esperaba, Morwenna dedicó más tiempo a Agatha, cuyas necesidades aumentaban a medida que se acercaba el día de su aniversario. Un hecho notable por tratarse de una mujer tan anciana, Agatha descubría nuevas reservas de interés, energía y vivacidad cuanto mayor era el número de tareas y preocupaciones que debía afrontar. «Cumplir» tareas significaba en definitiva conseguir que alguien lo hiciera por ella, y ahora que Geoffrey Charles ya no estaba a cargo de Morwenna, y que esta procuraba mantenerse tan alejada como le era posible de los restantes miembros de la casa, pasaba varias horas diarias con la anciana, principalmente en la habitación de Agatha, pero a menudo durante las excursiones por el piso bajo. Cuando estaba con Agatha, se sentía protegida de los comentarios acerca de su propia vida. Y ese privilegio no estaba exento de cierto elemento de castigo. La horrible atmósfera del cuarto de la anciana era una suerte de tortura inmediata que le permitía desentenderse de sus propias inquietudes.
Un domingo, después del servicio religioso, Morwenna volvió a la casa y encontró a todos los ancianos reunidos en la planta baja. Sabía que George no deseaba la compañía de los viejos, de modo que Morwenna se sentó con ellos, a beber una taza de té y escuchar su conversación superficial.
Apareció Elizabeth, sonriente, fríamente amable, rechazó el té, que no le parecía apropiado a esa hora del día y dijo que deseaba hablar con Morwenna. La joven se puso de pie y la acompañó y Elizabeth le dijo que consideraba que Morwenna debía cambiar de vestido después de la comida, pues los Whitworth debían llegar alrededor de las siete.
Morwenna sintió que se le encogía el corazón.
—Pero… ¿por qué vienen, Elizabeth? Debiste decírmelo… ¡podría haberme marchado antes de que llegasen!
—No… vienen a verte. El señor Whitworth se ha mostrado muy bueno y paciente contigo. Osborne Whitworth nada sabe de las dificultades que hemos tenido aquí.
—Pero… el señor Warleggan dijo que le había escrito.
—En efecto. Pero después de liberar a ese hombre —ese joven— decidió no enviar la carta. Lady Whitworth y el señor Osborne Whitworth debían hacernos una visita, y por nuestra parte no dijimos nada que pudiera disuadirlos de su propósito.
—Y… ¿cómo puedo tratarlos? ¿Cómo puedes…?
—Como si nada hubiese ocurrido.
—¡Pero ocurrieron muchas cosas! No es posible fingir que…
—No hay nada que fingir. Muéstrate normal, como siempre. ¿Qué tienes que temer?
—Pero, Elizabeth… ¿cómo puedes decir eso?
Elizabeth sonrió.
—¿Cómo puedo decirlo? Sencillamente, ocurrió que el señor Warleggan y yo conversamos y hemos decidido que el incidente de tu enamoramiento con ese joven era demasiado trivial para destruir tu vida. No es necesario que volvamos a mencionar el asunto. Después de todo, ¿quién está enterado?
—Mucha… mucha gente. Incluso aquí… ¡incluso en esta casa! Tus padres y… y…
—Mis padres saben que nada ocurrió, pero a decir verdad el asunto no les interesa. Basta mirarlos para comprender eso. La tía Agatha no sabe una palabra. Geoffrey Charles pasará lejos el resto del verano. Y los demás, gente de la aldea, de la cual podemos prescindir. —Elizabeth se detuvo en la puerta y miró hacia afuera—. Un hermoso día, y confío en que el estado del camino no les impedirá llegar. Lady Whitworth ya tiene sus años, y el señor Whitworth no querrá partir antes de rezar sus oraciones y predicar.
—¡Elizabeth!… Yo… ¡todo esto es muy desconcertante! ¡No sé cómo podré afrontar a esa gente, así, casi sin aviso previo!
—Tienes tiempo de sobra. Nos pareció que era mejor arreglar las cosas de este modo. Sé que la noticia te ha sobresaltado y que incluso estás impresionada. Pero creo que cuando hayas pensado unos minutos y comprendas que no perdiste nada de lo que creías haber perdido, te sentirás muy feliz de recibirlos.
—¡No sé cómo podría hacer tal cosa!
El rostro de Elizabeth mostró una expresión dura. La delicada belleza de las mejillas y el mentón rara vez mostraba líneas de dureza, pero cuando lo hacía el cambio era visible.
—Morwenna, por favor, por favor ten en cuenta tu propio bien. Ese joven no ha tenido que afrontar la acusación y el castigo que habría arruinado su vida. Cuando el señor Warleggan decidió retirar la acusación, adoptó una actitud muy compasiva y bondadosa. Estoy segura de que sabrás apreciarlo.
—¡Oh, por supuesto! Yo jamás olvidaré…
—Bien, de allí deriva nuestro deseo. Si el joven no debió soportar las consecuencias de su propia indiscreción, ¿por qué tú debes perjudicarte? Es el momento de que te sientas agradecida, no de que renueves tu obstinación.
Descendieron los peldaños y salieron al jardín. Un jardinero las saludó y Elizabeth le habló acerca de las rosas. Elizabeth se reunió con Morwenna y dijo:
—Estoy segura de que tu madre te aconsejará bien.
—Sí, sin duda. ¿Cuándo vendrá?
—Esta noche duerme en Truro, y si hay buen tiempo vendrá a comer mañana. Estoy segura de que deseas mucho volver a verla.
—Elizabeth, ¿no podríamos disponer las cosas de modo que no viese al señor Whitworth antes de hablar con mi madre? Necesito mucho su ayuda y su consejo.
—Eso es muy difícil. No puedes desaparecer un día entero.
Pero no es necesario decidir nada el primer día. Sólo tienes que mostrarte amable y cortés, algo que tú sabes hacer muy bien.
—Pero si… ¿cómo es posible mantener en secreto lo ocurrido? Relaté todo a mi madre, y estoy segura de que ella dijo algo a mis hermanas. Quizá también a otros…
—Ella aún no lo sabe.
—Pero yo le escribí… seis páginas, la semana pasada. Seguro que la carta habrá llegado a destino y…
—No la despaché —dijo Elizabeth—. Ahora está arriba. No ha sido abierta. Nada de lo que escribiste ha sido leído. Oh, quizá creas que me tomé ciertas libertades. Si lo hice, fue sólo con la mejor intención.
Morwenna se mordió el labio para contener la protesta.
—En vista de… este nuevo acuerdo —dijo Elizabeth—, consideramos más conveniente que tu madre nada sepa de la relación con el joven minero… por lo menos hasta que tú la veas. Ahora, podrás decirle con tus propias palabras lo que te parezca mejor. No podemos impedirlo, querida, ni lo intentaremos. Pero cuando la veas estarás más serena, en actitud más reflexiva. Llega mañana, y sólo está enterada de la oferta de matrimonio del señor Osborne Whitworth, y de lo que tú le hayas escrito acerca del asunto.
Lady Whitworth no pareció a Morwenna la flor delicada y envejecida que las palabras de Elizabeth sugerían. Era una mujer alta y fuerte, de mejillas caídas, una voz masculina y mirada dura. Ni por un instante creía que esa joven modesta y discreta era en sí misma apropiada para Osborne; pero el dinero del señor Warleggan la convertía en una candidata interesante desde el punto de vista práctico. Lady Whitworth tenía siempre en la mano un abanico, que apenas dejaba para comer; y su voz dura, fuerte y aristocrática resonaba en todas las habitaciones en las cuales entraba. Su hijo era cuatro o cinco centímetros más alto, y su voz se unía a la de Morwenna para dominar la conversación. La tía Agatha, que había conocido a la madre de Lady Whitworth y tenía escasa estima a la hija, no los había incluido en su invitación de cumpleaños.
La actitud de Ossie hacia Morwenna era reservada, y un poco más altiva que antes. Sabía que ella lo había rechazado en Truro, y si bien atribuía escasa importancia al hecho —muchas jóvenes se consideraban obligadas a rechazar un par de veces a un hombre, como parte del juego— el rechazo le fastidiaba. Necesitaba la dote del matrimonio, hasta ahora la mejor perspectiva que se le ofrecía, y necesitaba el cuerpo de la joven, cuyos encantos se manifestaban a pesar de las ropas poco elegantes; pero sentía cierta prevención contra la personalidad que se escondía tras esos ojos castaños tímidos y soñolientos. Estaba dispuesto a no hacer caso de tales efectos en vista de los beneficios que podía obtener, pero la situación provocaba en él cierto grado de sequedad y reserva.
Esa primera velada estuvo unos momentos a solas con Morwenna, pero no descendió al galanteo. En cambio, le habló del texto del sermón que había predicado esa mañana, del efecto que el mismo había suscitado en la congregación, y de las muchas dificultades que debía afrontar para abandonar la parroquia y hacer esa visita a Trenwith. Hubiera sido imposible mostrarse más frío y más formal. Pero no dejaba de mirarla, y Morwenna sabía que él la miraba.
Al día siguiente, poco antes del almuerzo —muy fatigada por el viaje, y no como lady Whitworth dispuesta a beber una copa de ron y a jugar a los naipes— llegó la madre de Morwenna. Estaba tan cansada que la familia retrasó la comida hasta las tres.
La señora Chynoweth había sido, incluso todavía era, una mujer muy bonita. De soltera era Tregellas, hija de Trelewney Tregellas, conocido hombre de negocios que había terminado en la quiebra. Al morir el padre, se supuso que su hija única —la única legítima— haría un buen matrimonio casándose con el reverendo Chynoweth, hombre de excelente estirpe, excelente voz de tenor y carrera promisoria en la Iglesia.
Bien, en efecto había hecho carrera en la Iglesia, y había tenido hijos; y había fallecido prematuramente, dejando una viuda empobrecida de cuarenta y dos años y varias hijas sin medios de fortuna. Quizá porque había tenido un padre que siempre había sufrido tropiezos, primero en el condado natal y después en la metrópoli a la que intentaba conquistar, Amelia Chynoweth rara vez o nunca había dado un paso en falso. Su voz, su actitud, sus gustos y sus opiniones eran rigurosamente conformistas. En el curso de los años había dejado de ser un conformismo aparente, y se había convertido en una actitud voluntaria e instintiva. Por lo tanto, no era sorprendente que le complaciera la unión de su hija mayor, la primera en la cual se manifestaba la total falta de recursos, con un hombre de familia distinguida, que también estaba abriéndose paso en la iglesia, por mucho que su voz no tuviese el timbre propio del tenor.
A la mañana siguiente conversaron dos horas en el pequeño dormitorio Tudor de paneles oscuros que era la única habitación que había quedado libre para la señora Chynoweth. Morwenna no le contó todo —se cumplió la profecía de Elizabeth, y en definitiva la joven vio que toda la historia de su relación, según ella la había relatado en la carta, ahora parecía poco pertinente— pero le habló de Drake, un joven carpintero del distrito, pariente político de los Poldark, y buen cristiano, a quien ella amaba con todo su corazón y a quien continuaría amando hasta el día de su muerte.
Su madre no carecía de simpatía y comprensión. Conocía la sinceridad, la honestidad y la cabezonería de Morwenna. A la muerte de Hubert, la joven había sido el principal apoyo de su madre. Pero Amelia carecía de empatía, esa capacidad de ponerse en el lugar del otro y de ver el mundo por los ojos del interlocutor. Durante los últimos veinte años lo había hecho tan a menudo superficialmente que había perdido la capacidad de hacerlo con profundidad. Mientras Morwenna hablaba, su madre rememoraba su propia vida, y se preguntaba con cierta aprensión —y no lograba recordar— si en efecto había amado a Hubert cuando lo aceptó en matrimonio. El casamiento con él había sido la culminación de una serie de cosas «propias» que era necesario hacer. Después del matrimonio, su posición y sus responsabilidades habían definido más claramente las cosas «propias». Después de convertirse en esposa de un deán, sus respuestas habían llegado a ser automáticas.
Entonces, ¿cómo tratar a una hija que estaba acongojada a causa de su sentimiento por un hombre completamente inapropiado?
—Querida Morwenna. Puedes estar segura de que comprendo lo que sientes. Pero debes recordar que aún eres muy joven. —Al oír esto Morwenna sintió el corazón oprimido, pues comprendió inmediatamente que afrontaba la derrota. Cuando alguien le decía que era joven… Su madre continuó hablando varios minutos, y Morwenna apenas escuchaba, los ojos fijos en un futuro casi insoportable. Pasó bastante tiempo antes de que la voz de su madre llegase desde la oscuridad, la amargura y el miedo—. Por supuesto, podríamos decir que no tienes por qué casarte… por lo menos ahora. Ese joven a quien conociste de un modo tan lamentable e indiscreto… no podemos permitir un matrimonio así, ¿verdad? Ni siquiera pensarás en ello. Sé que puedes comprender eso sin el más mínimo esfuerzo. Pero esta posibilidad, este señor Whitworth. Creo que debes tener mucho cuidado y no hacer nada que lo desaliente. Pienso que tú… tu sentimiento por ese joven dificultará que llegues a sentir algo parecido por otro. Pero opino que debes tenerlo en cuenta, y tratar de resolver bien la situación.
—¿Y si fracaso, mamá?
La señora Chynoweth besó a su hija.
—Trata de no fracasar. Por tu bien. Y por el bien de todos.
—¿Me pides que lo haga por tu bien?
—No, no, no sólo por mi bien. Aunque esto me haría muy feliz… y te aseguro que no sería una felicidad egoísta. Considera el asunto con criterio amplio. Oh, cómo desearía que tuvieses un poco más de madurez y experiencia, que lo examinases todo con criterio discreto y reflexivo, basándote en la experiencia que aún no pudiste acumular. Te pido que consideres el asunto ante todo por tu propio bien: será un matrimonio más ventajoso que el que podrías desear jamás; una posición social segura, dinero suficiente, un marido joven y apuesto, con buenas perspectivas de hacer carrera en la Iglesia, seguridad por el resto de tu vida, y una vida buena en la religión. Ninguna joven sensata rechazaría eso. Sé cuánto se habría alegrado tu padre de que su hija se casara con un hombre de la Iglesia. Y después de haber pensado en eso, considera la gran generosidad del señor Warleggan que ha hecho posible este matrimonio, y si es justo que lo rechaces. Finalmente, y sólo entonces, piensa un poco en el placer que siento ante esta unión. Y el alivio, querida mía… debo confesarlo, alivio. No es que desee perderte o que no te reciba en nuestra casa con los brazos abiertos; pero bien sabes que tienes tres hermanas, más jóvenes que tú, y nuestros recursos son muy reducidos. Sabes que mi salud es delicada y que he tenido que luchar mucho desde que murió tu padre. Por supuesto, no permitas que eso te preocupe demasiado…
—¡Oh, pero realmente me preocupa!
—No demasiado, hija mía. Ante todo, debes considerar tu propio futuro. Y por tu propio futuro espero y deseo que adoptes una decisión sensata. En fin, estoy segura de que el señor Whitworth te hablará mañana o pasado. Por favor, piensa con cuidado tu propia respuesta.
El señor Whitworth le habló. La encontró —no era casual que la hubiesen dejado sola— en el jardín, hacia el final de la tarde. Había ido a caminar con su madre, llegando casi junto a los riscos, y habían evitado cuidadosamente el tema y conversado de cosas de la iglesia y las novedades del curato de Bodmin; al regreso, su madre había subido al dormitorio para descansar del ejercicio y Elizabeth, que había salido a recibirlas, de pronto desapareció. De modo que el señor Whitworth, que la vio sola, se acercó a Morwenna y juntos pasearon por el jardín.
Como ya dijimos, la experiencia de Ossie con las mujeres provenía principalmente del trato superficial en el salón, o de la relación que se establecía pagando un par de monedas de plata por una hora en un dormitorio del primer piso. Su noviazgo con su primera esposa había sido breve y sencillo, pues antes del matrimonio ella lo adoraba, una actitud que a él le había parecido muy natural en una mujer, y que había determinado que las expresiones formales fuesen innecesarias. Una vez ya había abordado a esa joven criatura levemente hostil, y había tropezado con un rechazo a medias. Era desagradable tener que repetir todo, y especialmente sin la certidumbre absoluta del éxito.
Tampoco el jardín era el escenario que él hubiera elegido; pero el tiempo apremiaba y su amor propio no le permitió desperdiciar la oportunidad.
Inició la conversación con un comentario acerca del fracaso de las cosechas estivales y con voz envarada añadió:
—Señorita Chynoweth… Morwenna… sin duda, está enterada de las conversaciones mantenidas entre su primo, el señor Warleggan, y yo acerca de nuestro matrimonio, acerca de esta propuesta matrimonial que he formulado, acerca de mi petición de mano. Quizá piense que en todo esto he hablado mucho con su tutor y muy poco con usted. Pero la última vez que conversamos le manifesté mis sentimientos, y usted me dio a entender que necesitaba tiempo para considerar mi oferta, tiempo para prepararse en vista de un paso tan importante. Por lo tanto, me pareció apropiado no insistir personalmente, y en cambio tratar de descubrir, conversando con su tutor, cuáles eran los sentimientos que usted abrigaba y cómo evolucionaron.
Se interrumpió y se llevó una mano a la corbata, la arregló y llevó de nuevo la mano al lugar de costumbre, la otra tras la espalda. Le complacía el hecho de que hasta ahora no había tartamudeado ni vacilado.
—Sí —dijo Morwenna.
—Anoche hablé nuevamente con el señor Warleggan, y hoy antes del almuerzo cambié unas palabras con su encantadora madre. Ambos me dijeron lo que yo deseaba oír.
—¿Sí?
—En efecto. Pero… con el fin de que mi felicidad sea completa, necesito oír las mismas palabras de sus propios labios.
Morwenna contempló un macizo de campanillas cuyas corolas se agitaban suavemente, movidas por la brisa. Después, volvió los ojos hacia la vieja piedra gris de la casa. Un poco a la izquierda estaba el estanque ornamental donde Drake había soltado los sapos. Detrás, más lejos, hacia la izquierda, cerca de la colina, el bosquecillo donde Drake y ella se habían conocido. La ventana del primer piso de la casa era la que ella utilizaba a veces para verlo venir, y desde la cual lo había visto alejarse la última vez, caminando lentamente por el sendero, su figura empequeñeciéndose hasta desaparecer tras el portón. Así había desaparecido su amor y su vida.
—Señor Whitworth —dijo Morwenna—. Yo…
—Osborne.
—Osborne. No sé qué decirle…
—Sabe bien lo que yo deseo que diga.
—Sí, sí, pero… Perdóneme; si desea oír de mis labios que lo amo, no puedo decirle tal cosa. Sí… si eso necesita, si eso quiere para que su felicidad sea completa, entonces… no puedo hacerlo. Comprendo perfectamente mi fracaso.
Osborne la miró, tragó saliva y desvió los ojos.
—Me dicen —explicó Morwenna— que yo… —Se interrumpió.
—Por favor, continúe. Le ruego que hable claramente.
—Qué puede ocurrir si nos casamos, es algo que yo no sé. Me dicen que esos sentimientos van formándose poco a poco…
—Le han dicho bien.
—Pero, señor Whitworth, yo no… no sería sincera con usted si lo fingiera… no puedo hablar de sentimientos que no poseo. Usted me dice que quiere casarse conmigo. Si sabiendo lo que acabo de explicarle, aún lo desea, aceptaré. A pesar de que…
—¡Eso es lo que deseaba oír! ¡Es lo único que deseaba oír!
—Sólo que…
—Sólo por ahora. En el matrimonio aparecerán muchas cosas nuevas. Sentimientos que usted aún no conoce. Es demasiado joven para comprender. Debe creerme. Yo la guiaré. —Le tomó la mano que estaba fría. Las manos de Morwenna siempre estaban frías. Y Osborne detestaba eso—. No abrigo la más mínima duda. Usted será la madre de mis hijas y a su debido tiempo también tendrá hijos. El vicariato está listo. Durante el verano se realizaron las reparaciones necesarias, pues el vicario que me precedió había permitido que la casa decayese. Se ha reconstruido la chimenea, y eliminado el moho. Usted puede habitar inmediatamente esa casa.
—No se trata de eso —murmuró Morwenna—. Estoy segura de que la casa…
—Deseo regresar el domingo, pues no conseguí un sustituto que leyese las oraciones. Como soy nuevo en el distrito, y mi congregación cuenta con una serie de feligreses distinguidos que acostumbran a asistir, no quiero cancelar el servicio ordinario de los domingos. Podemos casarnos el viernes y regresar el mismo día.
Morwenna se sofocó.
—¿El viernes? ¿Este viernes? ¡Pero es imposible! ¿Cómo podríamos hacerlo? Es imposible. Le digo que… —Se interrumpió, comprendiendo que si debía afrontar la prueba, si quería iniciar una vida nueva como esta que le imponían, era necesario evitar que el antagonismo se manifestase en su voz—. Lo siento… pero es imposible, ¿comprende? ¡Necesito arreglar muchas cosas, y de este modo no dispondría de tiempo!
—Sobre la base de la información que recibí —dijo Ossie—, y de mi convicción de que el tiempo y la reflexión se impondrán a sus vacilaciones, ya hice algunos preparativos. La semana pasada conseguí la licencia del obispo de Exeter, y podemos casarnos en la iglesia local antes de volver a Truro.
Morwenna sintió que le arrebataban los últimos vestigios de esperanza, como si en el momento en que ella se aproximaba le cerraran en la cara todas las vías de salida.
—Señor Whitworth, por favor…
—Osborne…
—Osborne… ¡No tengo ropas, ni vestido de novia! ¡No se ha preparado nada! Necesito tiempo, deme más tiempo…
En el rostro de Ossie se dibujó una expresión dura. Ahora se sentía mucho más seguro de sí mismo.
—Querida, ha tenido seis meses para pensar en esto. Sin duda es tiempo suficiente. Con respecto a la ropa… ¿a quién le importa? Su madre no tiene dinero para pagar un vestido de novia —agregó con cierto menosprecio—, así me lo dijo… pero usted tiene un vestido blanco; la señora Warleggan le ofrecerá un velo; no será difícil improvisar. Una vez que estemos casados, nos ocuparemos de su ajuar de salida y de noche; mi esposa tendrá que estar adecuadamente vestida. Una boda es una ceremonia religiosa, no la ocasión de practicar un exhibicionismo vulgar.
—¡Pero faltan sólo tres días para el viernes! ¿No podemos postergarlo hasta septiembre? Prometí asistir al cumpleaños de la anciana señorita Poldark. Faltan dos semanas. Un poco más que…
Ossie no estaba dispuesto a aflojar la presión de su mano. En su voz había un sentimiento de apremio, como si el contacto de la mano femenina le impulsara.
—No… tiene que ser ahora. Morwenna, mírame.
Ella lo miró con ojos turbios, y de nuevo desvió la vista.
—Es necesario que sea ahora —dijo Ossie, y por primera vez tropezó con las palabras—. Es necesario que sea esta semana. La necesito. Mis… mis hijas la necesitan. Además, ¿habrá otra ocasión en la cual su madre y la mía estén bajo el mismo techo? ¿Y la iglesia de la familia Warleggan no es la más apropiada, puesto que ellos han sido sus mejores protectores?
Así, aproximadamente el mismo día y a la misma hora en que Drake Carne atendía su brazo herido en el bosque, a cierta distancia de Quimper, y trataba de no pedir más agua, porque sabía que para obtenerla sus amigos corrían muchos peligros, Morwenna Chynoweth se preparaba para abandonar su soltería en la iglesia gótica de Saint Sawle. Elizabeth no se había limitado a prestarle un velo de encaje antiguo: le había ofrecido su primer vestido de novia, usado doce años antes y después guardado en un baúl; era demasiado corto y demasiado estrecho para Morwenna, pero en tres días de trabajo intenso Elizabeth y la señora Amelia Chynoweth habían hecho maravillas, de modo que ahora le sentaba bastante bien, y nadie que no mirase bajo la superficie hubiera podido adivinar cuánto se había trabajado.
En la iglesia se reunió sólo una docena de personas, y después hubo un discreto banquete de bodas en Trenwith; sólo la familia, y Ossie y Morwenna en el centro: Ossie con un atuendo llamativo en exceso, una chaqueta nueva de terciopelo anaranjado con solapas dobles —las interiores ribeteadas de verde— y una corbata color lavanda, todo confeccionado especialmente para la ocasión; por su parte, Morwenna parecía una madonna tímida, y la blancura de su atuendo confería un matiz oscuro a la piel de su rostro; sonreía cuando debía sonreír, pero tenía la mirada distraída, como si estuviera en una prisión de la cual su espíritu intentaba huir sin lograrlo.
Y George miraba todo con un aire discreto, serenamente satisfecho. Para él, la derrota no significaba lo mismo que para la mayoría de la gente: para él no era más que la ocasión de reorganizar sus piezas y orientarlas en otra dirección. Había aceptado las amenazas de Ross, había cedido ante ellas después de atenta reflexión, después de sopesar los riesgos del desafío y calcular las ventajas de una retirada táctica civilizada. No había permitido que la cólera lo dominase. Había observado que retirando la acusación podía retornar a su posición original y después de todo, llevar a buen término el matrimonio con Osborne Whitworth. Era un provecho considerable a cambio de una pequeña pérdida de prestigio. En general, el canje le satisfacía.
Después de la comida, una apremiante despedida. Agatha protestaba como un murciélago herido, y el resto de la familia había salido a la puerta para ver la partida en el carruaje que George les había prestado. Después, tres horas de traqueteo, durante las cuales Osborne parecía incansable en su deseo de tocarla: el brazo, la rodilla, el hombro, la mano o el rostro, hasta que al fin descendieron el camino empinado que llevaba a Truro. Más tarde, atravesaron las calles empedradas, y llegaron a la iglesia de Santa Margarita, en el extremo opuesto de la ciudad. Dejaron atrás la entrada y por un sendero corto y embarrado se acercaron a la casa; dos criadas que hacían reverencias y dos niñitas a cargo de una niñera, mirando fijamente, el dedo metido en la boca; finalmente, un dormitorio que olía a madera vieja y pintura fresca. Más tarde, una hora sola y un rato después la cena, los dos solos atendidos por un criado; buena comida, que ella apenas probó, y un poco de vino de Canarias, del que bebió cantidad suficiente para contener los escalofríos que amenazaban enfermarla.
Y siempre Osborne hablando en voz alta, una voz parecida a la de lady Whitworth. Todo el día se había mostrado muy alegre, pero era como si su alegría tuviera el propósito de ocultar sus verdaderos sentimientos, no de expresarlos. Durante la cena, varias veces se levantó de su asiento para besarle la mano, y una vez le besó el cuello; pero un movimiento de rechazo, disimulado lo mejor posible, le impidió repetir el acto. Y siempre los ojos de Osborne fijos en ella. Morwenna buscó en ellos la expresión del amor, pero sólo vio lascivia, y cierto grado de resentimiento. Era como si ella hubiese intentado evitarlo, pero sin éxito, y él todavía estuviese resentido por eso.
Terminó la cena, y dominada por el pánico Morwenna afirmó que no se sentía bien después del viaje, y preguntó si esa noche podía acostarse temprano. Pero el tiempo de la espera, el tiempo de la postergación había concluido; él había esperado demasiado. De modo que la siguió escaleras arriba y entró en el dormitorio que olía a madera vieja y pintura nueva, y allí, después de unas pocas caricias superficiales, él comenzó a desnudarla cuidadosamente, descubriendo y retirando cada prenda con el mayor interés. Una vez ella opuso resistencia, y una vez él la golpeó, pero después Morwenna no protestó. Finalmente, él la depositó desnuda en la cama, donde ella se acurrucó como un caracol asustado.
Después, Osborne se arrodilló al costado de la cama, y recitó una breve plegaria antes de introducirse en el lecho y comenzar a acariciarle los pies desnudos, antes de violarla.