Capítulo 10

Reanudaron la marcha apenas se extinguieron las últimas luces del día. Fue un descenso prolongado y tedioso, pues tenían que evitar todas las casas, tanto si eran viviendas como si se trataba de anexos de las granjas. De un momento a otro podían cruzarse con un peón que regresara de los campos, y aunque no habían visto signos evidentes de persecución, a esas horas todos los habitantes de la región, en un radio de treinta millas, debían estar enterados de la incursión. Mucho dependía de que los franceses pudiesen movilizar una compañía de soldados en el curso del día; si era el caso, la tropa llegaría antes de la mañana. Sin hablar de los hombres que podían enviar desde Brest o Concarneau.

Ross y Tregirls abrían la marcha. Ambos habían sido profesionales de la guerra, y antes de dejar el Sarzeau habían identificado con cuidado el lugar de amarre. En la oscuridad apenas iluminada por la luna, no era fácil de identificar cierto lugar de las orillas de un río desconocido.

Durante dos horas caminaron divididos en parejas —Bone ayudaba a Dwight, detrás de los dos primeros; Ellery ayudaba a Drake, y Jonas y Hoblyn cerraban la marcha; y así llegaron a un lugar que estaba a pocos centenares de metros del río, aunque más cerca de la desembocadura que el lugar donde habían dejado el bote. Ross acababa de virar en dirección al curso superior del río, cuando Tholly alzó el gancho de hierro. Todos callaron. El único ruido era la respiración de Tholly, que sonaba como agua puesta al fuego.

Ross retrocedió un paso y se puso al lado de Tholly, que alzó la mano sana y señaló. Alrededor, en esas primeras horas de la noche, se oían todos los sonidos naturales: el gorjeo de un pájaro, el movimiento del agua, la agitación de las hojas, una gaviota gritando a lo lejos. Pero no había viento que agitase las hojas. Esperaron.

Ruido de pasos. Muy cautelosos, acercándose. Aquí el matorral era espeso, y gracias a la suerte o al fino oído de Tholly habían descubierto a los hombres que se aproximaban, y no a la inversa. Para avanzar era necesario apartar ramas y arbustos. Seguían un sendero, pero casi cubierto por la maleza, porque apenas había sido usado ese año. Con infinito cuidado, uno por uno se escondieron entre las plantas, a los dos lados del sendero. Pero también los pasos se habían detenido. Tholly desenfundó el cuchillo. Voces apagadas. Estaban acercándose, y la distancia que ahora los separaba era muy reducida. Alguien tocó el hombro de Ross. Se volvió, irritado. Era Dwight.

—Son ingleses. Dos hombres. Creo que vienen de la prisión.

Los pasos se habían detenido otra vez. Seguramente habían oído el murmullo de Dwight.

Ross alzó una mano para detener a Dwight, pero cuando uno de los hombres echó a correr, el médico dijo en voz alta:

—Aquí, Enys. ¿Vienen de la prisión?

Uno de los dos hombres aún no había empezado a correr. Su figura se movió entre los arbustos, en dirección al grupo de Ross. Tholly alzó el cuchillo.

—¿Enys? —dijo la voz—. Soy Spade. El teniente Spade. ¿Dónde está? Hable.

—¡Aquí! Basta, Tregirls; son amigos.

El que había echado a correr se detuvo. Los dos hombres se acercaron más aún y se detuvieron a pocos pasos de Dwight. Dos hombres harapientos, que parecían miserables mendigos.

—Armitage —dijo el otro—. Creo que ya nos hemos visto.

Ross asintió.

—¿Está solo? ¿Hay otros con usted?

—Solo. Más o menos una docena consiguió fugarse, pero nos dividimos en grupos de dos, para mayor seguridad.

Habían hablado en voz baja, pero Ross alzó la mano y todo el grupo guardó silencio y escuchó. Pero ahora no se oía el más mínimo ruido.

—¿Qué ocurrió en la prisión? —preguntó Ross.

—¿Ustedes maniataron a los guardias? Los soldados que fueron a ocupar sus puestos en la entrada advirtieron la ausencia de sus amigos, y corrieron a liberar a los hombres a quienes ustedes habían inmovilizado. Después, entraron en la prisión provistos de linternas, buscando a los intrusos. Ese lamentable joven Enwright desencadenó el pánico, pues entró corriendo en la iglesia, mientras gritaba: ¡Escapad! ¡Escapad! Aunque quizás ayudó bastante, pues inició una carrera hacia las puertas, y ni siquiera los guardias pudieron detener a la gente. No sé cuántos fueron pisoteados, pero unas dos docenas de hombres llegaron a los muros y consiguieron fugarse. —Armitage concluyó—: Enys, lamento decir que abandoné mi puesto de enfermero. Pero la idea de la libertad fue demasiado para mí.

—Fue demasiado para todos —contestó Enys.

Después de una pausa, Spade dijo:

—No hemos comido ni bebido en todo el día. ¿Tienen algo?

—Nada. Pero quizás encontremos el bote… el que usamos para llegar aquí. Si no nos han robado, allí hallaremos alimento y bebida.

El grupo reanudó la marcha, ahora con dos hombres más. Ross sabía que el aumento del número no mejoraba las posibilidades. De todos modos salvar a tres hombres útiles en lugar de uno quizá determinaría que la empresa pareciera más justificada.

Llegaron al lugar donde el río se ensanchaba para convertirse en lago. El agua centelleaba y reflejaba la luz de la luna. Ross se sintió aliviado al sentir la caricia de la brisa en el rostro.

—¡Desapareció! —exclamó Ellery—. ¡Lo dejamos allí, al lado de ese árbol!

—Un momento —intervino Tholly—. El árbol no estaba encorvado así. Ah. Es ese que está más lejos.

Avanzando a tropezones por la orilla alfombrada de hierba, espiaron en la oscuridad. No vieron nada, ni mástiles ni… Pero Tholly echó a correr y elevó al cielo su gancho. El pesquero aún estaba allí, los mástiles inclinados, encallado firmemente en el lodo.

Ross esperó unos instantes, conteniendo a Dwight, a Drake y a Bone, temeroso de una emboscada. Pero no hubo disparos que alterasen la tranquilidad del bosque dormido; y así, poco después, reanudó la marcha, como impulsado por un sentimiento fatalista. Si allí había soldados, todo estaba perdido. De lo contrario, si no los habían descubierto, sólo les restaba esperar unas horas, hasta que subiese la marea.

Bajo la cubierta del Sarzeau había bastante espacio. Detrás del primer mástil había un compartimiento destinado a guardar velas de repuesto; después, la bodega donde se depositaba el pescado. Seguía el cuarto de las redes, y finalmente la cabina, con la base del último mástil emergiendo en el centro del techo. La cabina tenía unos tres metros de largo por dos y medio de ancho y allí fueron depositados los dos enfermos. Por lo menos ahora tenían agua, y pan con un poco de manteca rancia. Todos comieron algo, pero Ross, febrilmente preocupado por conservar la buena suerte que les había permitido recuperar el bote, no permitió que nadie se moviese ni provocase ninguna clase de ruidos. Hasta el momento en que subiese la marea, debían permanecer absolutamente inmóviles.

Llegó la marea, centímetro por centímetro, al principio tan lenta que apenas pudieron percibirla. Parecía imposible que la embarcación se enderezara y acabase flotando. Mientras esperaban, pareció que las sombras se hacían más densas, y que detrás de cada árbol de la costa se ocultaba un soldado. Cuando el agua ya se había elevado bastante, un bote de remos pasó por el río, y después volvió. ¿Guardias que patrullaban el sector, o alguien que volvía tarde a su casa después de una visita romántica? En el arroyo un chotacabras continuó hora tras hora emitiendo su grito peculiar.

Por supuesto, el agua debía reaparecer dos horas más tarde que el día de la llegada. Quizá no llegase nunca. Tal vez en primavera el lago llenaba esa caleta sólo después de la luna nueva y la luna llena. Estaban tan cerca, y al mismo tiempo tan lejos de la meta. Posiblemente les hubiera convenido caminar por la costa, llevando a los dos inválidos.

El bote comenzó a enderezarse. Lentamente, con la misma parsimonia de la marea, con la lentitud de la masa fermentada que se usa para fabricar pan, con la lentitud del tiempo y la muerte, el bote se enderezó y al fin comenzó a flotar.

El mínimo indispensable para tripular la embarcación: Tregirls al timón, Bone y Ellery en las velas, y el resto bajo cubierta. Ross agradeció a Dios la brisa nocturna.

Partieron. La embarcación respondió perezosamente al timón. Con la pértiga, Ellery alejó el bote de la orilla, y poco después habían iniciado el viaje de retorno.

La brisa soplaba caprichosamente. Allí, tierra adentro, soplaba y después amainaba, parecía recobrarse viniendo desde otro ángulo, y volvía a amainar. Las velas se hinchaban y caían. Se hinchaban y caían. Atravesaron lentamente el lago.

Y de pronto, Ross advirtió horrorizado que no avanzaban hacia la entrada del lago… en realidad, perdían terreno. La fuerza de la marea los llevaba hacia el pueblo.

Se acercó a Tregirls.

—¿No puedes evitarlo? A pesar de las velas, estamos derivando.

—Ya lo veo, capitán. Pero el maldito viento no nos ayuda.

—¿Qué profundidad hay aquí? Crees que Ellery podría usar la pértiga.

—No podrá contra esta corriente.

Ross se llevó las manos a la cabeza.

—¡Dios mío! ¡Quisiera arder en el infierno!

—Vamos, no podía saber que ocurriría esto. Quizá logremos echar el ancla.

—¿En el centro de lago, apenas a tres kilómetros del muelle del pueblo?, alguien nos verá, si es que ya no nos descubrieron. Enviarán barcos que cierren la salida.

—Tal vez podamos virar y regresar a nuestro refugio. Esta marea cambiará en un par de horas.

—No, sigue adelante. Trata de llegar a la orilla opuesta. Mientras aún sea noche no hay mucho que elegir entre ellas, y creo que allí las aguas son más profundas.

Derivaron lentamente a través de la corriente, siempre perdiendo terreno. Cuando llegaron a la orilla Bone echó el ancla y los tres hombres arriaron las velas. Jacka Hoblyn asomó cautelosamente la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Es demasiado temprano. Informe a los demás. Necesitamos esperar el cambio de la marea.

Se hizo el silencio. El agua lamió suavemente los flancos del bote.

—Capitán, no estamos ahora peor que antes. ¿Quién lo habría esperado? —dijo Tholly.

—Un marinero lo habría esperado —dijo Ross—. O un hombre con un poco de seso… nada más que un poco. Merezco perder.

—Nadie merece perder —dijo Tholly, y estornudó varias veces—. Las cosas de este mundo son diferentes. La gente no tiene lo que merece. Por suerte para mí, ¿eh, capitán?

—¿Sueles rezar? —preguntó Ross.

—No mucho. Bien sabes que no lo hago.

—Pues reza ahora.

Varias horas —o días— después, cuando aún estaba oscuro, el viento cobró fuerza de nuevo, y el grupo se aventuró a entrar en la corriente. El viento ahora se mostraba menos caprichoso, y los hombres comprobaron que la corriente había cesado. Con la ayuda de las velas, se desplazaron suavemente hacia el curso más estrecho, sobre el extremo meridional del lago.

Salvo los momentos en que cambiaba la marea, allí siempre había corriente, y sólo por casualidad habían podido entrar el miércoles sin advertirlo. Con el tipo de viento que soplaba esa noche, jamás hubieran podido navegar contra la corriente. Ahora avanzaban bastante bien, quizá con velocidad poco mayor que la de un bote de remos; pero de todos modos conseguían avanzar entre las colinas boscosas, y a cada minuto estaban más cerca de la salvación. El cielo se aclaraba y se ensombrecía según el movimiento de las nubes. No podía faltar mucho para el alba.

Así, quedó atrás la garganta, y la embarcación descendió por el río, cada vez más ancho. Entre los árboles aparecieron las formas macizas de un gran castillo. Ya no podían estar lejos de la desembocadura, pero aún debían atravesar otro estrechamiento, cerca de Benodet. Quizás allí encontrarían embarcaciones que vigilaban la salida. Ross no contempló la posibilidad de cambiar a los hombres que estaban en cubierta, del mismo modo que no pensó ir a descansar. Ahora se jugaba la suerte de todo el grupo, y en esa tarea Bone y Ellery eran los más eficaces.

Tregirls continuaba respirando ruidosamente, y el aire entraba y salía por su boca con los dientes negros y rotos. Ross lo miró, y pensó que difícilmente podría encontrarse un ejemplar más cabal de pirata. La barba de una semana, la gran cicatriz en una mejilla, los cabellos canosos agitados por el viento, los dientes irregulares apenas entrevistos, una mano sobre el timón, el gancho de la otra clavado firmemente a la baranda, para asegurar su propia estabilidad. La noche anterior había dado muerte a dos hombres, y no había tenido más miramientos que si hubiese aplastado a una mosca.

Tholly encontró la mirada de Ross y asintió.

—Capitán, ya amanece.

Ross había pensado lo mismo, advertido por el hecho de que podía ver demasiado bien el rostro de su compañero.

—¿A qué distancia estamos? ¿Tres kilómetros?

—Oh, menos. Falta poco. Mira, ahí está la iglesia, sobre la colina. La vimos poco después de entrar.

Ross contempló la iglesia, y de pronto atrajo su atención algo que estaba a popa. Cuando aumentó la luz, pudo ver tres botes, y después una cuarta embarcación que rodeaban el recodo que ellos acababan de pasar.

—Ese poco que nos falta puede ser demasiado.

—¿Qué quieres decir? —Tholly miró hacia atrás, y el bote se balanceó cuando la mano del hombre soltó un instante el timón—. ¡Qué me cuelguen! ¡Estamos acabados! ¡Bien, vienen siguiéndonos desde el principio!

Aparecieron dos botes más, y después otro. Estaban a cierta distancia del Sarzeau, y por ahora no podían disparar con sus mosquetes; pero comenzaban a acortar la distancia.

—¡Será mejor que avisemos a los demás! —dijo Tholly—. Tenemos siete hombres en condiciones de pelear, y cuatro armas de fuego. ¡No seremos presa fácil! ¡John! ¡Jim! ¡Mira si puedes agregar una vela! ¡Llama a Jacka, y dile que necesitamos ayuda!

Tenemos que aumentar la velocidad y…

Ross le aferró el brazo.

—¡Tholly! ¡Un minuto! ¡Espera! ¡Espera!

Los dos hombres restantes se habían acercado, y de nuevo Jacka había asomado la cabeza, alarmado por las voces.

—¿Bien? —dijo Tholly—. ¿Qué dices?

—Mira de nuevo —ordenó Ross—. Mira atentamente. ¿Te parece que esos botes nos persiguen? Yo no lo creo. Me parece que forman la flota pesquera de Quimper, que sale a trabajar.

Continuaron avanzando. Detrás venían once botes, y como conocían mejor los vientos y las corrientes, estaban acortando la distancia que los separaba del Sarzeau. Pero si la conjetura de Ross era válida, se trataba de una ventaja más que de un peligro. En Benodet había dos embarcaciones con las velas recogidas; pero los hombres que hacían guardia en cubierta vigilaban atentamente. Una cualquiera de ellas podía alcanzar sin dificultad al Sarzeau. Pero no intentaron detenerlo. Creyeron que era uno de los botes de la flota pesquera que salía a realizar la tarea cotidiana.

En la desembocadura del Odet encontraron un mar agitado. Ahora el peligro era que algunos barcos pesqueros, que sin duda habían advertido que estaban ante una nave forastera, se ocupasen de capturarla. El Sarzeau estaba todavía a casi medio kilómetro de distancia. De pronto, la embarcación francesa que encabezaba el grupo se desvió hacia el suroeste, alejándose del cabo Penmarche. Los ingleses observaron ansiosos la maniobra. Uno tras otro los restantes botes enfilaron hacia el sureste, y la distancia entre ellos aumentó, y poco después eran apenas una serie de puntos en el horizonte; y un rato más tarde todos habían desaparecido.

El tiempo que habían perdido esperando el cambio de la marea, en lugar de provocar el fracaso de la fuga, de hecho la había salvado.

Así pasó el día, y a medida que se alejaban de la costa francesa todos se sentían más animados. Ahora parecía improbable que nadie intentase cortarles el paso, pues un buque de guerra francés seguramente no prestaría atención a un pesquero de la misma nacionalidad; y si aparecían naves inglesas, tan pronto se identificaran no tendrían nada que temer.

Prepararon una especie de potaje con rebanadas de pan, agua caliente, un pedazo de manteca agria y un poco de sal. Tenían comida suficiente para varios días, y con un poco de suerte llegarían a Inglaterra antes de que escasearan los víveres. Esta dieta incluso comenzó a mejorar el estado físico de Dwight; el médico pasaba horas enteras sentado a popa del pesquero, con el viento fuerte y tibio agitándole los cabellos, y así poco apoco sus pálidas mejillas comenzaron a recuperar el color. Con el afilado cuchillo de Tholly, Dwight se recortó la barba y se afeitó como pudo el mentón.

En cambio, Drake tenía fiebre alta. El segundo día estuvo casi siempre inconsciente. Dwight quiso acompañarlo, pero le convencieron de que en beneficio de su propia salud debía permanecer sobre cubierta; y el paciente Bone acompañó al herido, relevado de tanto en tanto por Ellery, que había simpatizado mucho con el joven.

Cuando estaban en el centro del Canal cambió el viento que se convirtió en débil brisa, con un mar bastante agitado; y durante unas horas avanzaron muy poco. Ross fue a reunirse con Dwight, que continuaba sentado en cubierta, ahora junto a la escotilla principal.

—El cambio de viento nos obligará a permanecer un día más en el mar. Después de todo lo que hemos afrontado, deseo mucho volver a casa —comentó Ross.

—Yo también —asintió Dwight—. No lo dudo.

—Ross, creo que no le agradecí todo lo que hizo, y los riesgos que corrió. Y no podría agradecérselo debidamente ni aunque dedicara a ello una semana entera…

—No lo intente. Delo por hecho.

—Pero debo intentarlo, aunque sin duda fracasaré… Cuando lo vi, cuando surgió de la noche como una aparición, con la linterna en una mano y una pistola en la otra, con su grupo de hombres armados, no me sentí muy dispuesto a aceptar lo que la suerte me ofrecía.

—No me sorprende.

—Oh, sí, es sorprendente. Le diré esto… incluso una prisión como la que he dejado atrás tiene su propia rutina, y después de un año largo uno se acostumbra, medio se resigna al hambre, la sordidez, los enfermos y los moribundos, el hedor y las heridas infectadas, y las fiebres y la carencia de auxilios médicos, y uno se convierte en… un engranaje de la prisión, por supuesto un engranaje importante, pues incluso un mínimo conocimiento de medicina es muy valioso. El campamento estaba dirigido por un grupo de prisioneros, por individuos que habían tenido más suerte que otros. Los franceses permitían que algunos civiles conservasen pequeñas sumas de dinero… a diferencia del resto, despojado de todo apenas llegó al convento. Cierta lady Ann Fitzroy, liberada hace poco, nos prestó una ayuda muy valiosa, pues podía obtener pequeños favores… sobre todo durante el terrible invierno que acabamos de pasar. Muchos hombres murieron, pero otros mostraron una decisión fantástica, y continuaron viviendo a pesar de las enfermedades y las privaciones. Cómo me sorprende esta voluntad humana de vivir, incluso cuando parece que ya no hay motivo para continuar… Bien… —Con un pedazo de lienzo Dwight se limpió las llagas de los labios, y contempló el mar agitado…— Bien, una docena de personas organizó a los prisioneros. En cierto sentido, todos eran mi propia responsabilidad: los civiles de un edificio, los soldados y los marineros de otro, las mujeres del tercero. Organizamos reuniones, nuestra propia vida, tratamos de idear entretenimientos para los hombres, y ocupaciones… prácticamente sin recursos, pero hicimos todo lo posible. Y eso se convirtió en nuestra vida, en nuestra vocación. De modo que cuando usted apareció, en la sorpresa del primer momento sentí que no podía abandonar todo…

—Comprendo.

—Pero no crea que aún estoy bajo los efectos de ese estado hipnótico. Me pesa… sí, aún me pesa que casi todos esos hombres continúen prisioneros y necesiten la atención que ya no puedo dispensarles. Me habría sentido realmente feliz si todos nos hubiéramos liberado al mismo tiempo…

—No fue posible.

—Oh, lo sé. Habríamos necesitado un buque de línea para regresar a casa… Pero ahora que soy libre… realmente libre… no puedo expresar lo que siento. El aire puro, el sol, la sal sobre los labios, y saber que no regresaré a ese… a ese infierno. Saber que estoy con amigos, y que pronto veré a mis viejos conocidos. Y que al fin podré reencontrarme con Carolina… Estoy al borde de las lágrimas.

—Sí, comprendo… —Conmovido, Ross miró fijamente el horizonte inestable.

—¿Cómo está?

—Bastante bien, después que supo que usted vivía. Antes, parecía una flor cortada a la que se privó de agua.

—Me parece que no debo presentarme ante ella en este estado. Necesitaré un mes para restablecer mi salud.

—Imagino que ella querrá ocuparse de esa tarea.

—Sí… sí. No sé. Tengo un aspecto muy lamentable. Guardaron silencio. El teniente Spade, que había pertenecido a la tripulación del Alexander, estaba al timón, y en ese momento modificó levemente el rumbo del pesquero.

—Por lo menos, con usted se salvaron otras dos personas —dijo Ross—. Lo cual representa una pequeña gratificación. Y quizás uno o dos más hayan conseguido huir. Sólo me agobia el recuerdo de Nanfan. Temo el momento de hablar con su padre.

—Ah, eso —dijo Dwight—. Debo confesar algo. Cuando nos alejamos, Nanfan no estaba muerto.

—¿No había muerto? Pero…

—Oh, estaba agonizando. Tenía muy dañado el cerebro. No habrá vivido ni una hora. Pero comprendí que si no mentía durante esa hora alguien habría permanecido con él. Por lealtad… y sin provecho para nadie, otro miembro del grupo, probablemente usted, también habría perdido la vida.

Ross calló nuevamente, reflexionando en las palabras de Dwight. ¿Y si Nanfan había recuperado la conciencia? Lo habían abandonado para morir entre enemigos. Ya una vez, después del accidente en la mina, su recuperación había desconcertado a los médicos.

—Le aseguro que esta vez no tenía ninguna posibilidad —dijo Dwight, que adivinó el pensamiento de Ross—. Cuando se trata de heridas internas, no siempre podemos estar seguros. Pero esto era demasiado evidente.

Ross asintió.

—¿Y el otro herido?

—¿El joven Carne? Aún no puedo saberlo. No dispongo de elementos médicos para tratarlo. Las heridas de bala generalmente no provocan infección, pero no sabemos si el proyectil llevó consigo hilos de la camisa o la chaqueta. Además, no sabemos cómo afectó el hueso. Pero eso es menos importante para su vida.

—En ese caso, ¿cuáles son sus posibilidades?

—Lo sabremos apenas podamos desembarcar. No me agrada esa fiebre alta, pero quizá sea simplemente resultado del shock. Por supuesto, si la herida se infecta, no hay esperanza. No es posible amputar el hombro.

Los vientos de frente continuaron molestándolos, y durante un día apenas avanzaron. Aunque habían desplegado todas las velas, se hubiera dicho que estaban en mitad del Atlántico. El teniente Armitage, que era quien más sabía de náutica, calculaba que estaban a unos cien kilómetros al noroeste de Brest, y probablemente a una distancia igual al suroeste del Lizard. Soplaba viento noreste, y para llegar a la costa que ellos buscaban tenían que navegar sesgando constantemente. En realidad, el extremo de Inglaterra no estaba lejos, y por supuesto ellos no deseaban internarse en el Atlántico. Durante toda la noche tres hombres montaron guardia en cubierta; el resto se acurrucó en la fétida cabina que brincaba, se estremecía y agitaba sin cesar. Quedaban pocas velas, y la última ardió esa noche en la linterna; algunos estaban mareados y otros trataron de dormir; Dwight permaneció al lado de Drake, que parecía empeorar. Dwight afirmó que estaba tan acostumbrado a pasar las noches en vela y se había recuperado tanto después de dos días de respirar el aire de mar que bien podía afrontar la vigilia.

Después de una breve discusión Ross cedió, pues él mismo apenas había dormido una hora aquí y allá desde que habían salido de Quiberon. Cayó en una soñolencia de agotamiento en la que se encontró explicando a Demelza cómo había muerto su hermano durante la expedición. «Estaba casi muerto», decía, «así que lo dejamos. Cada hombre tenía que cuidar de sí mismo, y no había nada más que hacer». Demelza lo miraba, y su rostro se convertía en el de Carolina. «Por lo menos traje a Dwight. Perdí a Joe Nanfan y maté a dos guardias franceses, y varios prisioneros británicos perdieron la vida, y por supuesto, Drake, el hermano de Demelza, tuvo que morir. Pero por lo menos traje a Dwight». Y se volvía para mostrarlo, pero allí sólo había dos enfermeros de hospital con una camilla, y sobre la camilla yacía Dwight, y también estaba muerto. «Por lo menos», decía Ross, «podrá enterrarlo en el cementerio de la familia. Vale la pena».

Hacia la mañana consiguió sacudir la pesadilla y subió la escala que llevaba a la cubierta. Después que se ocultó la luna hubo un par de horas tan sombrías que incluso los bordes de las olas no mostraban el más mínimo brillo. Pero ahora, hacia el este comenzaba a insinuarse el alba. Respiró hondo. Se sentía mucho peor que antes de dormir. Le dolían las piernas, la lengua sabía a azufre, tenía la garganta dolorida y le agobiaban las náuseas y el mareo. Consiguió llegar adonde estaba el teniente Spade, que hacía la guardia del timón.

—¿Hay indicios de cambio?

—Todavía no. Pero tengo esperanzas. No es usual que el viento noreste se mantenga tanto tiempo. Es decir, en esta época del año.

Al amanecer, vieron sobre el horizonte un navío de tres mástiles; pero estaba alejándose, y poco después desapareció. Un momento más tarde Dwight subió a cubierta.

—¿Bien? —preguntó Ross.

Dwight se encogió de hombros.

—No estoy seguro. Lo veo mucho más tranquilo. Puede ser sueño natural, o haber entrado en coma. Pero cada hora olí las vendas, y aún no hay signos de necrosis. Hacia mediodía sabremos a qué atenernos.

Alrededor de las diez el viento cesó, y la lancha pesquera se balanceaba como un pájaro abatido en el mar agitado. Después, sopló la brisa del oeste, se acumularon las nubes y amenazó lluvia. Las velas restallaron y se hincharon, y la embarcación comenzó a moverse, impulsada por el viento. La lucha había concluido, y ahora enfilaban hacia la patria.

A mediodía, bañados por una densa lluvia de agua tibia, Dwight se acercó a Ross, que empuñaba el timón.

—Creo que tendrá una vida menos sobre su conciencia. Opino que Drake sanará.