—Bien —dijo Ross en voz baja—. Tal vez a fin de cuentas hayamos venido a reunimos con usted. ¿Hay otra salida?
—No. Es imposible. Hay una salida por las cocinas, pero sin duda los cerrojos están puestos. Y de todos modos, la puerta de acceso a la cocina estará cerrada con llave.
—Quizá podamos abrirla.
—Sí… Bien, hay una posibilidad…
Mientras alrededor los hombres comenzaban a despertar, y afuera se oían gritos, atravesaron rápidamente otra habitación atestada de hombres que comenzaban a emerger del sueño. Ya no podían caminar con pasos cuidadosos, y muchos gritaban y maldecían al sentirse pisoteados. Ross, que venía en último término, pensó que el comentario acerca de su incorporación al grupo de prisioneros era muy optimista. Tendrían que responder por dos guardias muertos…
La puerta de la cocina se abría al pie de una escalera de cinco peldaños. De nada sirvieron tres llaves elegidas de prisa. La cuarta casó bien, y poco después estaban en un gran recinto abovedado, con unos pocos utensilios de cocina, pero sin alimentos. Al fondo vieron un pozo, sobre el cual colgaba un cubo. Los restos de un fuego aún humeaban en el hogar. Había ollas sucias por doquier, y el lugar olía a sopa rancia. Una puerta al fondo: cuatro o cinco hombres del grupo probaron derribarla. Tregirls recibió las llaves de Ross y las introdujo sucesivamente en el agujero de la cerradura. La segunda giró, pero la puerta no se movió.
—Por fuera hay un cerrojo —dijo Dwight.
—¡Maldición! ¡Será imposible abrirla sin llamar la atención de los guardias!
—Jacka —dijo Ross—. Toma estas llaves y cierra la puerta por la cual entramos. Nos protegerá unos minutos.
Mientras Hoblyn corría a cumplir la orden, el resto buscó algo que pudiera usarse como palanca. Había un gran atizador al lado del fuego, y Ellery y Tholly lo acercaron a la puerta; pero carecían de un punto de apoyo. Los goznes de la puerta estaban del lado interior, y Ross pensó que sería más conveniente atacarlos en lugar de derribar la puerta de roble macizo. Pero si todos los guardias estaban buscándolos, reforzados al menos por media docena provenientes de la, aldea, su número bastaba para patrullar el terreno, y un martilleo violento los atraería hacia la puerta, donde esperarían que ellos apareciesen. En esas condiciones, el plan era contraproducente.
Las ventanas, pequeñas y altas. Al romper el vidrio se llegaba a los barrotes que estaban después. Apoyó las manos sobre el vidrio, presionando, después se quitó el pañuelo del cuello y lo puso entre las manos y el vidrio, para evitar heridas. Se disponía a golpear cuando Drake le aferró el brazo.
—Capitán Poldark. Mire.
—¿Qué?
—La chimenea. Estuve revisándola. Puede verse el cielo. Ross frunció el ceño.
—¿Y qué?
—Puedo trepar.
—¿Cómo?
—Es bastante ancha. Y Jonás todavía tiene un poco de cuerda.
Puedo atármela a la cintura, y dejarla caer cuando esté arriba.
Dwight se había acercado.
—El fuego aún está encendido, y los ladrillos mantienen el calor. Se quemaría.
—No. No sería nada grave. Ya estuve tocando uno de los costados.
—¿Y si subimos? Estaremos sobre el techo —dijo Ross.
—Mejor que estar como ratas en esta trampa —dijo Tregirls.
Estos franceses se enojarán si encuentran a los hombres que matamos.
Ross retiró el pañuelo de la ventana.
—¿Cree que podrá hacerlo?
—Sí.
—Muy bien, Drake. —Durante un momento desagradable, Demelza, la que trepaba a los árboles de manzanas, le había mirado con los ojos de Drake. Mientras Drake se quitaba las botas y se ataba a la cintura el pedazo de cuerda, Ross se acercó a la puerta de la cocina y escuchó atentamente. Ruidos y gritos del sector principal del convento. Los restantes prisioneros, que estaban despiertos y excitados, probablemente provocaban desórdenes, tratando de salir, y estorbaban el trabajo de los guardias. Pero todo podía ser cuestión de minutos.
Ross dijo a Jacka:
—Formad una barricada contra la puerta. La mesa puede servir.
Habían dispersado las brasas del hogar, y después arrojaron agua, de modo que la cocina se llenó de polvo y humo. Drake puso una tabla sobre el resto del fuego y pisó sobre ella; después, alzó la linterna para mirar hacia arriba. Había algunos orificios para meter la mano, pero no los clavos de hierro que los niños deshollinadores usaban para trepar. Respiró hondo y comenzó a subir. Poco después tenía las manos ampolladas y las medias le quemaban los pies. Pero a medida que la chimenea se estrechaba comenzó a atenuarse el calor. La superficie áspera del ladrillo le ofrecía puntos de apoyo para las manos y los pies, y Drake podía sostenerse presionando las piernas y la espalda primero contra una pared y después contra la otra.
A medida que ascendía, la chimenea se angostaba más y más. Había trepado seis o siete metros, y aún le faltaban dos o tres. Tenía hollín en los ojos, las fosas nasales y los cabellos, pero al mirar hacia arriba alcanzaba a ver las estrellas. Parpadeó, tosió, y trató de alcanzar el apoyo siguiente. Pero no lo encontró.
Alguien llamó desde abajo, y Drake contestó que todo marchaba bien. Pero no era así. Arqueando la espalda, la cabeza y las nalgas contra la pared, consiguió avanzar treinta centímetros más; después quince centímetros, y finalmente otro tanto. Ahora estaba cerca del final. Elevó una mano, cerró los dedos sobre una saliente, resbaló y consiguió detener la caída. Soltó la segunda mano y procuró alcanzar el reborde final, y durante un segundo se balanceó en el aire. Un pie encontró un hueco, donde la argamasa se había desprendido. Dio un puntapié en el aire y consiguió llegar.
Subieron uno tras otro. Dwight fue el penúltimo, pues tuvieron que atarle la cuerda a la cintura y subirlo a fuerza de brazos. Ross completó el grupo. Los guardias daban fuertes golpes en la puerta de la cocina cuando Ross comenzó a subir. La puerta podría sostenerse tres o cuatro minutos.
La chimenea se elevaba casi un metro y medio sobre un techo que formaba una empinada pendiente a ambos lados. Pero otros techos de forma análoga los separaban del suelo, excepto sobre el costado norte. Desde allí podían ver el lavadero, iluminado ahora por muchas luces, así como otros dos edificios que comenzaban a mostrar signos de actividad.
—Si podemos atravesar el techo del refectorio, por allí lograremos descender. Un techo conduce a otro, y a lo sumo habrá que saltar un metro y medio —dijo Dwight.
—¿Hacia dónde vamos?
—El fondo del convento. Después, está la vaquería, una construcción aislada, y más lejos el prado donde apacientan a las vacas, y el terreno se eleva hasta el muro.
—¿Puede guiarnos? Bone le ayudará.
—Puedo hacerlo.
—Quítense las botas —ordenó Ross al resto—. Y por Dios, no tropiecen. Si nos oyen caminar sobre el techo, estamos perdidos.
Se desplazaron a lo largo del techo empinado; Dwight y Bone iban adelante, y Ross y Drake cerraban la marcha.
Hubo un momento difícil al llegar al techo del refectorio, pues este estaba formado por una sola planta, y había un desnivel de unos trece metros. Bone descendió primero, dejándose caer, después bajaron más suavemente a Dwight; finalmente, los demás siguieron uno por uno. Desde allí pudieron oír los gritos que venían de distintos lugares del convento, y de pronto otro disparo de mosquete.
Dwight los llevó por el costado de un parapeto, que ofrecía escasa protección. Algunas nubes cubrían parcialmente las estrellas; pero la noche era demasiado clara y los fugitivos no estaban tranquilos. Aquí, el techo estaba adornado con gárgolas y efigies de piedra. Se arrastraron y deslizaron entre ellas, y descendieron a otro techo casi chato, y de allí al suelo.
—¿Puede correr? —preguntó Ross a Dwight Enys.
—Una distancia corta.
—¿Hacia dónde?
—¿Ve la vaquería? Hacia allí, y después atravesando el campo abierto. Cuando lleguen a la puerta que está al fondo del campo, doblen hacia el sur. Allí hay un viejo huerto. Durante la primavera un hombre huyó usando un manzano que crece junto al muro.
—¿Hay otra puerta, además de la principal?
—Sí, pero siempre está cerrada con llave, y además será el primer lugar adonde vayan los guardias.
Ross se volvió hacia el grupo reunido en un silencio expectante.
—¿Oyeron eso? —Asintieron—. Bien, Bone y el doctor Enys irán adelante. Tregirls y yo cerraremos la marcha. Pero si nos descubren, no se agrupen. Es mejor dispersarse y saltar el muro como mejor pueda cada uno. Los manzanos son el medio más apropiado. Si algunos escapan y otros no, no esperen afuera… diríjanse al bote, y esperen allí. No se queden cerca del bote; refúgiense en los bosques cercanos. Esperen todo el día. Si a medianoche de mañana alguno no llegó, habrá que pensar que lo capturaron. Zarpen apenas la marea lo permita. Ahora.
Bone se dejó caer al suelo y atenuó el descenso de Dwight. Los dos rodaron sobre el pasto áspero. Apenas se incorporaron, los demás los siguieron. Corrieron hacia la protección ofrecida por la vaquería. En ese momento, varias figuras aparecieron doblando la esquina de la casa, y se oyó el estampido de un disparo de mosquete.
Siempre precedidos por Bone y Dwight, los fugitivos salieron de las sombras y corrieron hacia el campo. En la esquina de la vaquería, Ross aferró el brazo sano de Tholly.
—Debemos darles tiempo.
Permanecieron ocultos en las sombras. Dos hombres venían corriendo, y uno llevaba un mosquete. Ross lo golpeó con la culata de su pistola. El otro vio a tiempo a Tregirls, y se agachó y dirigió la espada contra la cabeza de Tholly. Tholly paró el golpe con su gancho de hierro; el metal arrancó chispas al metal. Ross golpeó de nuevo a su adversario, que trataba de incorporarse; y se volvió hacia el lugar en que los otros dos rodaban sobre la hierba. Trató de intervenir, aferró una bota francesa, volvió de frente al hombre y Tholly lo despachó con el gancho de hierro. Tregirls echó mano de su daga, pero Ross lo contuvo.
Fueron en busca de sus compañeros. Una bala de mosquete se hundió en la pared: cosa extraña, Ross no oyó el estampido, pero comprendió que el proyectil había errado por poco. Estaban entre algunas vacas, y por el momento a salvo. Después, otra vez a campo abierto… dejaron atrás un portón y doblaron hacia la derecha. Tholly tuvo que detenerse para recuperar el aliento.
—¡Esas vacas! La de cara blanca. ¡Creí que era un soldado! Ross estaba espiando.
—No veo a nuestros amigos.
Tholly se enderezó, respirando ruidosamente. Siguió a Ross, que iba un paso o dos más adelante. Encorvados, se acercaron a un bosquecillo. Apareció una figura.
—Volví —dijo Drake—. Me preguntaba si…
—Escucha, muchacho —dijo Tholly—, no cometas errores. Mi cuchillo no conoce la diferencia…
—¿Dónde están? —preguntó Ross.
—Allí. Junto al árbol. Es fácil. Es fácil trepar. Sid y el doctor casi están del otro lado.
Se abrieron paso entre los matorrales. Aparentemente, después de la expulsión de las monjas nadie se había ocupado de cuidar los manzanos. Las figuras oscuras se reunieron.
—¡Adelante! —dijo Ross, irritado—. ¡No esperen!
Hoblyn fue el siguiente. Su figura se recortó brevemente sobre el fondo oscuro de la noche, antes de abrirse paso entre los pedazos de vidrio y saltar. Después Jonás, después Ellery. Pero cuando Ellery se disponía a saltar se oyó el ladrido de un mosquete, bastante cerca. Ahora tocaba el turno a Tregirls, y como tenía un solo brazo fue necesario ayudarle a trepar el árbol. Llegó a la copa, y se dispuso a saltar, y el mosquete disparó otra vez. De modo que no era accidente o casualidad. Alguien podía verlos.
—¡Adelante, estúpido! —murmuró Ross, pero Nanfan ya había retrocedido y se refugiaba entre el follaje. Quizás había sido un disparo aislado, pero eso parecía improbable; y si vacilaba ahora significaba dar tiempo al francés, que podía volver a cargar el arma.
—¡No! —murmuró Drake—. ¡Adelante!
Se preparó para saltar; el mosquete disparó de nuevo; Nanfan se encogió, después pasó entre las púas afiladas y desapareció del otro lado del muro.
—Rápido —dijo Ross—. ¡Ahora mismo!
Como un gato Drake trepó al árbol y se acercó al muro. Permaneció inmóvil, como preparándose para saltar, pero no lo hizo; en cambio, permaneció así varios segundos, balanceándose, como si vacilara. Ross, que ya había comenzado a subir al árbol, maldijo y lo exhortó a saltar. Después el mosquete disparó por cuarta vez; Drake se inclinó hacia delante y saltó; Ross, que venía detrás pasó sin inconveniente el muro.
Estaban en otro huerto; había árboles pequeños; los hombres se habían reunido alrededor de una figura. Ross pensó que era Drake, pero este apareció súbitamente entre los altos pastos.
—Es Joe. Y está grave.
Dwight se había arrodillado al lado de Nanfan. Aún estaba demasiado oscuro para ver bien, pero la bala había dado a Nanfan en el costado de la cabeza, arrancándole parte de la oreja. La bala continuaba alojada en su cráneo. Aún no estaba muerto. Parpadeaba débilmente.
—No puedo hacer nada. Nadie puede hacerlo —dijo Dwight.
—¡Dios mío, necesitamos luz! —dijo Ross.
—¡Tenemos que abandonarlo! —exclamó Tregirls—. De lo contrario, a todos nos ocurrirá lo mismo.
—Me quedaré —dijo Drake—. Váyanse. Me reuniré con ustedes si puedo.
—¡Muchacho, no sea estúpido! —rugió Ross—. Saben cómo hemos huido. Apenas el francés informe a los demás…
—Deseo quedarme —dijo Drake—. ¡No me importa!
—¡Usted debe obedecer mis órdenes! —dijo Ross—. Todo se hará según lo planeado. Yo me quedaré con Nanfan hasta que él…
—No —dijo Ellery—. Es mi amigo. Hemos trabajado juntos casi tres años y…
—¡Obedezcan mis órdenes! ¡Todos! Vinimos a…
—No es necesario que nadie se quede —dijo en voz baja Dwight, que se puso de pie—. Ha muerto.
Cruzaron el huerto, y después otro y otro, y así se alejaron cada vez más del convento, pero también se internaron hacia el norte, separándose del río. Cuando ya no oyeron a los perseguidores, comenzaron a dar un rodeo; pero ahora Dwight estaba muy debilitado y no podía caminar, y transportarlo hacía más difícil la marcha. Después, Drake comenzó a rezagarse. Creyeron que tenía los pies lastimados, pero cuando aumentó la luz Ross vio que el joven se sostenía el hombro, y se acercó y vio la manga empapada de sangre. El tirador había acertado dos veces. Dos blancos con cuatro disparos en una noche estrellada eran un buen testimonio de la puntería y el ojo del francés.
Pero eran un mal augurio respecto de las posibilidades de llegar al bote durante el día. Al alba, habían rodeado la ciudad y estaban en terreno alto, contemplando la embarcación. Habían avanzado en la dirección general del río, de modo que ahora este se interponía entre ellos y el bote. Cuando supo que Drake estaba herido, Dwight le aplicó un vendaje provisional, para evitar que sangrase; pero apenas amaneció del todo —felizmente con bruma— el grupo se encontró en un bosque que parecía completamente desierto, y Dwight examinó más atentamente la herida. La bala había entrado encima de la axila, y había salido bajo el omóplato. El tamaño del orificio de salida indicaba que la bala había arrastrado consigo astillas de hueso.
Como no tenía agua para lavar la herida ni ungüento para aplicarle, era muy poco lo que Dwight podía hacer. Con vendas preparadas desgarrando varias camisas, sujetaba el brazo al pecho, con el fin de impedir la hemorragia y mantener en su lugar los apósitos. Drake había perdido mucha sangre. Ross pensó que todo era cuestión de suerte. Muchos hombres habían curado después de sufrir heridas mucho peores. Muchos habían sucumbido a causa de heridas más leves.
A la luz del día tenían un aspecto lamentable. Todos estaban lastimados y golpeados, y tenían el rostro y las manos sucios del humo de la chimenea. Las manos de Drake parecían las de un anciano, con la piel manchada y oscura; la piel del rostro era azul como la leche desnatada, y las manchas rojas eran muy visibles. Incluso la voz era ronca y débil. Si ahora hubiese podido volver y acostarse en su propia cama, y alimentarse con leche tibia y caldo de gallina y beber un par de litros de vino por día, sin duda habría reaccionado. Pero con un día en campo abierto, sin alimentos, y después, quizá de una semana de privaciones en el mar, sus posibilidades serían muy escasas. Ross se maldijo. La muerte de Nanfan le había deprimido. Si ahora volvía a casa con los cadáveres de Drake y Dwight, ¿podría soportar jamás el sentimiento de culpa?
Pero por el momento debía continuar dirigiendo la temeraria empresa. En cierto sentido había tenido éxito, puesto que Dwight estaba libre; y la pérdida de un hombre no era excesiva si tenía en cuenta la magnitud del intento. Un capitán al mando de un pelotón habría opinado que sus bajas eran reducidas. Pero a pesar de su rango, Ross no era un capitán común, y sus hombres tampoco formaban un pelotón común. Ahora tenían urgente necesidad de alimento y agua. A bordo de la embarcación —si no la habían robado— había raciones suficientes. Pero no podían atravesar el campo y pasar el día en el bote, o desplegar las velas a vista y paciencia de todos los hombres con quienes se cruzarían durante el recorrido de quince o más kilómetros. La relativa inmunidad de la cual ahora gozaban casi seguramente respondía a la situación especial creada más al sur. Podía suponerse que en Quimper sólo quedaban unos veinte guardias —y de ese número, en vista de la incursión y el desorden provocado la víspera, por lo menos una docena harían guardia permanente en la prisión.
Sin duda, todos los habitantes de la región se unirían a la persecución, pero pocos tendrían armas más peligrosas que una horquilla. Ellery había perdido su pistola; aún tenían las dos restantes.
Abajo, hacia el sur, una chimenea humeaba en un bosquecillo de hayas; a la distancia podían ver el pueblo y un tramo del río; más al oeste, otra granja.
—Allí hay agua —dijo Tholly, señalando el lugar—. Puede adivinarse que es así por los sauces.
—No podemos llegar allí sin cruzar el campo abierto.
—No, pero viene de un lugar más alto. Si descubro la fuente, podré obtener agua sin exponerme. Allí veo vacas. Donde hay vacas, el agua nunca escasea.
—Es ese caso, llévate a Jonás. Veamos qué podéis encontrar. Pero no corráis riesgos. Es mejor ayunar un día que llamar la atención de los franceses.
Partieron a las seis y no regresaron hasta las ocho. Trajeron agua en el sombrero de Jonás y leche en el de Tholly. El agua y la leche se distribuyeron entre todos, con una ración especial para Dwight.
—En casa irías a la cárcel por esto —dijo Ellery—. En el 88 mi primo pasó dos meses en prisión por ordeñar la vaca de un vecino. Los jueces dijeron que ocurría con mucha frecuencia.
Durante la prolongada mañana algunos dormitaron, y los otros hicieron guardia. Drake había perdido las botas durante la fuga, y se había envuelto con harapos los pies ampollados. Alrededor de mediodía Jonás se alejó de nuevo, esta vez con Ellery, y una hora después regresaron con dos huevos que habían encontrado en el nido de una gallina silvestre. Dwight comió uno y ofrecieron el otro a Drake. Pero Drake dijo que no tenía apetito, de modo que lo guardaron para darlo a Dwight más avanzado el día.
Así pasó ese día interminable. Una mujer llegó en busca de las vacas, un hombre trabajó apilando el heno. Un perro ladró y corrió de un extremo al otro del campo, pero felizmente ellos estaban demasiado lejos y el animal no los olió. Alcanzaban a ver el lodo del río, y cuando subió la marea una vela o dos comenzaron a desplazarse. Era un día sereno, y el humo que venía del pueblo formaba una leve bruma. Una capa de nubes altas y tenues oscurecía el sol. Ross contempló con ansiedad el cielo. Una tormenta podía ser un desastre, pero lo mismo cabía decir de la calma total.
Cuando el grupo desembarcó, Ross había pensado que si las cosas se desarrollaban bien quizá no regresaran al bote encallado en el río, y en cambio atravesarían el campo en dirección al mar, donde podían robar otro pesquero amarrado en un lugar más conveniente. Si retornaban al Sarzeau, corrían el riesgo de descubrir que otros habían robado la embarcación; y también el riesgo de caer en una trampa, tendida por los soldados franceses. De todos modos, no tenían alternativa. Dwight no podía caminar quince kilómetros. Tampoco Drake.
Poco después fue a sentarse al lado de Drake, que estaba sentado bajo la protección de un matorral, tratando de aliviar su herida. Le pareció que las mejillas de Drake exhibían un color diferente; y el hecho no le agradó.
—¿Cómo se siente?
—Muy bien, gracias.
—¿Cree que podrá caminar cuando llegue el momento?
—Oh, sí. Estos trapos son tan buenos como zapatos… si no piso piedras afiladas.
—¿Y el hombro?
—Por un tiempo no podré moverlo.
Guardaron silencio. Ross pensó: Si ese maldito perro se acerca…
—¿Por qué vaciló tanto anoche antes de saltar la pared? —preguntó.
—¿Vacilé?
—Bien sabe que así fue. Mirando a derecha y a izquierda.
—No sabía muy bien por dónde saltar.
—Creo que usted miente.
Drake movió el cuerpo, pero no contestó.
—¿Quería recibir un balazo? —preguntó Ross.
—¡No! No soy tan estúpido.
—Entonces, intentaba atraer el disparo siguiente… ¿fue eso, verdad? De modo que yo pudiera saltar sin riesgo mientras el mosquetero recargaba el arma.
—Tengo sed. ¿Queda un poco de agua en ese sombrero? —dijo Drake. Ross le trajo el agua.
—Escuche, muchacho, cuando quiera beneficiarme con su heroísmo, se lo pediré.
Drake elevó la mano vendada para enjugarse los labios.
—Vacilé, porque no sabía dónde saltar —dijo.