Capítulo 8

Encontraron el convento, construido en terrenos altos, al norte del pueblo. Hasta ese momento, no se habían cruzado con nadie. El peligro más grave era la posibilidad de cruzarse con una patrulla. Si les daban el alto estaban perdidos, pues solamente Tregirls hablaba francés con fluidez suficiente para decir algunas palabras sin despertar sospechas. También ahora, comparando la situación con la que hubiera podido encontrarse en Inglaterra, Ross pensó: ¿Qué patrullas podían recorrer las calles de un pueblo de Cornwall?

Cuando alcanzaron a ver el alto muro que circundaba el convento, se pusieron en cuclillas y Ross les explicó la distribución de los edificios que tenían enfrente.

—Detrás de ese alto muro se levanta un pequeño pueblo. Hay un edificio grande y cuatro más pequeños, distribuidos en una extensión tan grande como la mina Grambler. Alrededor todo es parque, con árboles, trigales, un huerto, pastizales y un lago. Se organizó así con el fin de que las monjas pudiesen sostenerse por sí mismas. Ahora no hay monjas, pero por lo demás pocas cosas han cambiado… No sabemos dónde está el doctor Enys, pero me dijeron que por tratarse de un médico es probable que se encuentre en la casa principal. Ahora bien, con respecto a esa construcción principal, se levanta a la izquierda del portón, según uno entra, y la puerta de acceso está sobre la izquierda del edificio. La entrada tiene una reja, así puede verse a los visitantes antes de abrir. Al costado de la puerta hay una casilla de centinela, y allí dos hombres montan guardia día y noche…

Se interrumpió. Un grillo cantaba y se movía entre los arbustos.

—No digas más, joven capitán —observó Tregirls—. De lo contrario, los desanimarás.

—¡Habla por ti mismo! —dijo Jacka Hoblyn. Jacka era un individuo belicoso, a quien Ross siempre había podido controlar. Pero no había contado con los largos días de forzada convivencia con Tregirls en el Energetic.

—Después de pasar la puerta principal, se encontrarán en un vestíbulo, que conduce a una capilla. Por supuesto, se han retirado de la capilla todos los emblemas religiosos, es el salón más espacioso del edificio, y en ese lugar todas las noches duermen quinientos prisioneros. Pero a la derecha del vestíbulo hay otra puerta, que conduce a una sacristía convertida en sala de guardia. Allí permanece durante la noche el resto de los guardias, generalmente seis. Rara vez patrullan el edificio, porque apenas podrían caminar entre los prisioneros dormidos. Después de la iglesia hay una hilera de celdas, una sala de recreo y un refectorio. Por supuesto, ya no responden a los propósitos originales; ahora son sencillamente habitaciones donde los prisioneros duermen y viven.

—¿No hay más guardias? —preguntó Ellery.

—Hay otros. Más o menos una docena vive en el lavadero que está a unos doscientos metros del edificio principal. Son los soldados que están fuera de servicio, y a quienes puede convocar se en una situación urgente. Pero me dicen que generalmente sólo está allí la mitad de ese número, pues muchos prefieren pasar la noche en sus hogares.

—O en el hogar de otras personas —dijo Tholly.

—Seis… doce… es decir, por lo menos catorce —dijo Drake—. Si se da la alarma. Pero ¿usted confía en la posibilidad de entrar sin llamar la atención?

—Quizá —dijo Ross.

Dieron las once antes de que comenzaran a actuar. La luna en cuarto menguante estaba poniéndose. El holandés creía que las guardias de la entrada cambiaban a las diez de la noche, las seis de la mañana y las dos de la tarde. El muro que circundaba al convento tenía unos tres metros de altura, y había sido adornado con puntas de hierro, destinadas a desalentar a los intrusos. La puerta de acceso era una pieza de roble tachonada de hierro, y la reja se elevaba aproximadamente un metro y medio desde el suelo. Cuando oyó el golpe, el guardia retiró la reja para ver quién era a esa hora de la noche.

¿Quels poissons péche-t-on ici? —rezongó Tholly con su voz áspera—. ¿Eh? ¿Eh? ¡Voici mon prisonnier! ¡Un Anglais qui s’échap-pe de votre petite criche! ¡Je l’ai attrapé pres de chez moi! —Sostenía del cuello a Bone, y lo sacudía fuertemente.

—¡Déjame en paz! —jadeó Bone—. ¡Déjame en paz! ¡Estás ahogándome!

Después de una pausa prolongada se oyó el ruido de los cerrojos corridos. El guardia espió.

¿Qti’y a-t-il? ¿De quoi s’agit-il? ¿Que voulez-vous? Je ne sais pas de… —Tholly hundió su daga en el estómago del guardia.

El hombre profirió un grito ahogado por un chorro de sangre que le llenó la boca. Bone lo sostuvo antes de que cayera. Tholly entró rápidamente y enfrentó al segundo guardia que en ese momento salía de su pequeña choza. Ross venía detrás, pero Tholly se adelantó y descargó un golpe con su gancho de hierro. El segundo guardia se desplomó con el estrépito monumental del mosquete, el sombrero, la espada, el cinturón, y su propio peso muerto. Un minuto después los ocho intrusos habían dejado atrás el muro, y una vez que cerraron la puerta esperaron, atentos al menor ruido.

Después del terrible estrépito, se hizo el silencio. Los grillos continuaban entonando su canto en la base del muro. En el gran edificio que se levantaba a la izquierda se veían seis luces. Esperaron que se encendiesen otras. A la derecha, una construcción baja y ancha. ¿Sería el lavadero? Estaba sumido en completa oscuridad. Un búho pasó volando.

Ross se inclinó para examinar al segundo francés.

—También lo mataste —dijo a Tholly.

Tregirls se encogió de hombros y tosió. El esfuerzo le provocaba asma.

—Me parece que ya no tengo un toque tan delicado. Sobre todo con esto. —Alzó el gancho.

Ross los obligó a esperar más de lo que ellos deseaban. Después, avanzaron sobre la hierba y la grava, y nuevamente sobre la hierba, hasta la entrada del edificio principal.

Era una puerta pequeña, el extremo superior redondeado, de roble sólido, pero sin reja. De la pared colgaba una linterna, pero no estaba encendida. Ross llamó bruscamente a la puerta, con golpes cargados de autoridad, y esperó. No ocurrió nada. Probó el cordel de la campanilla, pero no funcionaba. Volvió a golpear.

Ruido de pasos. Una voz francesa que gruñía y murmuraba; sin duda, no creía que se tratara de oficiales superiores, e imaginaba que otro guardia venía a molestar. El ruido metálico de una llave. El crujido de una puerta. Un hombre en mangas de camisa sosteniendo una linterna. Ross le puso una pistola al pecho. El hombre abrió la boca para gritar. Los dedos de Ross lo interrumpieron; retrocedió un paso; Tholly aferró la linterna antes de que cayese al piso. La puerta se abrió del todo con un golpe seco. Ya estaban dentro. Nanfan aferró las manos del guardia, y Bone le metió un trapo en la boca.

Una puerta entreabierta al final del corredor; un rayo de luz que iluminaba la pared revestida de paneles y el piso de mosaicos. Ross avanzó cautelosamente, seguido por Tholly y Drake. Cuando llegaban a la puerta, apareció un hombre. Ross lo empujó hacia el interior de la habitación, y los demás lo siguieron. Cuatro hombres más; tres alrededor de una mesa, jugando a los naipes, y una silla vacía, dinero sobre la mesa, vasos, una jarra. El cuarto hombre estaba de pie frente a la ventana, poniéndose la túnica.

—Quietos —dijo Tholly—. Quietos todos. Al que se mueva lo mato.

Jacka Hoblyn tenía una de las pistolas, Ellery la tercera. Ahora todos habían entrado en la habitación, que era muy espaciosa. Nanfan y Bone sostenían al hombre capturado al principio. Jonás desprendió de su cintura una cuerda y con ella comenzaron a maniatar a los seis hombres. Se habló poco. El hombre que estaba frente a la ventana trató de discutir y luchar. Pero no pudo hacer nada. De todos modos, atarlos y amordazarlos fue una tarea larga. Ross y sus compañeros estaban muy tensos; pasaron quince minutos antes de que todo se hiciera a satisfacción de Ross. Si fracasaban aquí, naufragaba todo el plan.

—Ahora —dijo, y descolgó de un clavo un manojo de ocho llaves grandes.

Retiraron dos linternas que iluminaban el cuarto, dejando este en sombras; salieron al vestíbulo y se acercaron a una puerta que comunicaba con la iglesia. Estaba cerrada con llave y cerrojo. Una de las llaves funcionó; corrieron con mucho cuidado los cerrojos. Ahora era esencial no suscitar la impresión de que venían a liberar a los prisioneros. Si se difundía esa idea, habría una avalancha hacia las puertas y se daría la alarma general.

Un hedor insoportable de cuerpos sucios, enfermedad y transpiración. La iglesia, que tendría unos sesenta metros de longitud por quince de ancho, duplicaba su anchura con las naves laterales, y se elevaba gracias a los altos arcos góticos. Habían entrado por la puerta oeste. Los escaños y los muebles usuales habían desaparecido; el piso era una alfombra inmóvil y repulsiva de seres humanos, amontonados como si cada cuerpo estuviese unido con el siguiente. Aquí y allá alguno se movía y gemía; otros roncaban; la mayoría permanecía inmóvil, dormida o despierta, como si hubiera sabido que sólo con la quietud podía conservar la vida. Dios mío, pensó Ross, ¿he regresado a la cárcel de Launceston para rescatar a Jim Carter? ¿La vida de todos los hombres describe ciclos que se repiten?

Miró el piso. Había veinte hombres a poca distancia. Pero ¿a quién dirigirse? Vio el brillo de un ojo a la luz de la linterna. Pasó sobre dos o tres hombres.

—¡Eh, usted! Despierte un momento. Somos nuevos aquí. Acabamos de llegar. ¿Puede guiarnos?

—Que Dios te ayude, marinero. ¿Adónde quiere que lo guíe? Aquí no hay espacio. Quizás encuentre lugar cerca del altar.

—Me dijeron que buscase al doctor Enys. ¿Sabe dónde está?

—¿Quién? ¡Nunca oí hablar de él! ¡Váyase y déjeme dormir!

El hombre desvió la cara, pero Ross aferró el brazo enflaquecido y tiró.

—Escuche… ¡tenemos que saber dónde está!

—¡Fuera de aquí, perro! —Rechazó el brazo de Ross—. Nadie me pone las manos encima. Si usted…

Ross lo aferró más firmemente y sacudió al individuo. Este se debatió y despertó a dos hombres que estaban cerca.

—¡Hay un enfermo! Usted es inglés, ¿verdad? ¿No quiere ayudarnos? Escuche, tengo que saber dónde está el doctor Enys. ¡Estoy seguro de que ustedes conocen al doctor Enys!

—¿Enys? —dijo uno de los hombres que habían despertado e incorporado. Parecía un cadáver, pero aún conservaba una chispa de vida—. Maldito sea, Carter, siempre el mismo mal carácter. ¿Quiénes son? ¿Recién llegados? ¡Dios los ampare! ¿Enys? Sí, todos conocemos a Enys.

—¿Dónde está? ¿Dónde duerme?

—Aquí no, marinero.

—¿En este edificio o en otro?

—Oh, aquí, si pueden encontrarlo. No debe estar lejos de la enfermería. Siempre se lo encuentra por allí. Pero no duerme en la enfermería. Pruebe en una de las celdas que están de este lado del refectorio.

—¿Dónde?

—¡Oh, maldición! Acérquese al altar. En la nave lateral hay una puerta que lleva a la sacristía. Detrás está la enfermería, y después la hilera de celdas. Probablemente está allí.

—Gracias, amigo.

Sosteniendo en alto la linterna, Ross comenzó a abrirse paso entre los esqueletos que dormían sobre el piso; Bone cerraba la marcha con la segunda linterna. La fila de hombres atravesó la iglesia. Era imposible avanzar sin despertar a alguno de los durmientes, porque no había espacio para poner el pie. Una o dos veces los hombres del grupo tropezaron en la semipenumbra, y se oyeron maldiciones. Ross sabía bien que dejaba detrás hombres que ahora habían despertado y que los miraban con curiosidad. Estaba seguro de que los nuevos prisioneros, cuando llegaban, no aparecían sin el acompañamiento de los guardias y llevando dos linternas; además, en medio de la noche.

La puerta que comunicaba con la sacristía no podía abrirse a causa de los hombres acostados en el piso. Fue necesario retirar a dos de ellos, y más despiertos que el resto persiguieron con preguntas a los intrusos. Uno de ellos era muy joven, y estaba muy alerta —probablemente era un guardiamarina— y fue el primero en adivinar que esos hombres nada tenían que hacer allí. Se incorporó y aferró el brazo de Drake, pero este sólo atinó a desprenderse y sonreír, y seguir a sus compañeros. El muchacho los siguió. Con su cuerpo enflaquecido, apenas parecía mayor que Geoffrey Charles.

La enfermería. Aquí el hedor era aún más intenso, pero los enfermos disponían de más espacio para moverse y girar sobre sí mismos. Estaban dispuestos en hileras, como cadáveres en un hospital de sangre después de una batalla. Por lo menos había luz: una vela en una linterna, colgaba hasta una altura que nadie podía alcanzar. Proyectaba sombras frenéticas, iluminando un rostro enfermo y espectral, y dejando otros en la sombra. Un anciano harapiento de barba negra atendía a un enfermo delirante. Se puso de pie cuando el grupo se acercó.

—¿Quiénes son ustedes? Aquí ya no hay espacio.

—Soy el capitán Poldark. Estamos buscando al doctor Enys.

—Soy el teniente Armitage, del Espión. No pueden despertarlo ahora. Se acostó hace muy poco tiempo. Yo poseo algunos conocimientos médicos, y le ayudo.

—No buscamos sus conocimientos médicos. ¿Dónde duerme?

Armitage los miró, dubitativo.

—¿Para qué han venido? —preguntó el joven guardiamarina—. Teniente, creo que nada tienen que hacer aquí.

—Nada tenemos que hacer con usted —dijo Ross—. Buscamos al doctor Enys, y sólo deseamos su bien. Se lo aseguro, teniente Armitage. Mi palabra de oficial.

—Vea, señor —dijo el guardiamarina—, este hombre tiene una daga. ¿Por qué están aquí?

—Para cortarte el cuello —dijo Tholly, que se había acercado—, si necesitas más aire que el que entra por una boca cerrada.

Armitage miró fijamente a Ross.

—¿Entraron por la fuerza?

—Llévenos donde está el doctor Enys, y se lo explicaré.

Armitage dijo:

—No puedo salir de aquí. Enwright, llévelos adonde está el teniente Enys.

—Muy bien, teniente.

Cuando salieron, un enfermo clamaba pidiendo agua, y Armitage se acercó a él. El guardiamarina los condujo por un corredor de piedra; a la izquierda se abrían varias celdas. Las puertas no estaban cerradas, y Enwright se detuvo frente a la tercera.

—Creo que está aquí.

Ross entró. En la celda había ocho hombres en estado lamentable y Ross sostuvo en alto la linterna, buscando a su amigo. Todos tenían barba, y Ross pensó que Dwight no estaba allí. De pronto, el que dormía al fondo se movió y se sentó.

—¿Qué pasa? ¿Me buscan?

Era la reacción de un médico, acostumbrado a acudir a solicitud del paciente.

—Sí, Dwight —dijo Ross—. Le buscamos.

Al principio, Ross no pudo reconocerle. La espesa barba, negra manchada de gris, y los rasgos esqueléticos. Probablemente no pesaba más de cincuenta kilos. Tenía la piel del rostro desfigurada por las llagas. Los ojos hundidos le conferían el aspecto de un hombre que está cerca de la muerte.

Al principio se mostró incrédulo. Después, dubitativo. Finalmente, adoptó una actitud renuente.

Como Ross en cierto sentido había previsto esa reacción, su apremio era mayor.

—Vamos, Dwight, ocho personas arriesgaron su vida para llegar aquí. Ya cumplió con su deber. Ahora, tiene un deber hacia otros. ¡Si no viene por las buenas, lo hará por la fuerza!

—Oh, no se trata de eso. En efecto, aprecio profundamente lo que han hecho. Pero algunos de estos hombres están a un paso de la muerte…

—¿Y usted? ¿Cuan cerca está de su propia muerte?

Dwight hizo un gesto desdeñoso.

—Todos corremos ciertos riesgos. Los hombres que ocupan esta celda han aprendido de mí un poco de medicina los últimos doce meses, pero no podrían hacerse cargo…

—¿No hay otros médicos… otros cirujanos?

—Oh, sí, hay cuatro. Pero todos hacemos lo imposible, y…

—Entonces, ¿debemos volver a casa sin usted?

—Oh, Ross, no se trata de eso. No, no. Se lo agradezco profundamente…

—Créame, aún no estamos a salvo, y cada minuto perdido en discusiones agrava el peligro. Pero tan pronto nos marchemos, los demás pueden liberarse, si lo desean. Vinimos en el mayor secreto, para no provocar el pánico…

—¿Y cuántos tendrán la posibilidad de llegar a Inglaterra si en efecto intentan fugarse? ¿Cuántos serán recapturados o morirán durante la fuga?

—A ellos les toca elegir. Nadie les obliga a intentar la huida. Pero si pueden decidirse, ¿no es mejor morir tratando de liberarse que perecer en este infierno hediondo?

—Sí —dijo uno de los que habían despertado—. Váyase, Enys. No sea tonto. ¡Ojalá se me ofreciera la misma oportunidad!

—¡La huida! —gritó el joven Enwright desde la puerta—. ¡Huyan! —La mano áspera de Ellery sofocó el grito.

Dwight miró a los hombres. Después, volvió los ojos hacia Ross. Se lamió los labios lastimados.

—Carolina… ¿está bien?

—No lo estará si usted se queda aquí.

—De acuerdo. Thompson, le dejo a cargo de la situación.

—Está bien, amigo. No se preocupe. Pero si se me ofreciera la más mínima oportunidad, iría con usted.

—Retenga aquí a este tonto —dijo Ross, señalando a Enwright, que se debatía—. De lo contrario, dará la alarma a todo el ejército francés.

Se separaron del muchacho, y salieron de la celda. Ross vio que Dwight se movía con paso vacilante.

—¿Hacía dónde? —preguntó Dwight.

—¿El único modo de llegar a la puerta principal es atravesando la iglesia?

—Podemos salir por los claustros. Pero por la noche están cerrados con llave.

—Tengo las llaves. —Ross las mostró.

—Ah. —Dwight sonrió dolorosamente—. En ese caso, indicaré el camino.

Se volvió hacia otra puerta y se detuvo. Los hombres de Cornwall formaron un grupo detrás del médico. Bone sostenía la segunda linterna para iluminar el camino. Dwight no hizo ningún movimiento. Estaba escuchando.

—Creo que es demasiado tarde —dijo.

—¿Qué pasa?

Alguien gritaba, y se oyó un murmullo de voces. Después, un disparo de mosquete. Antes de que se extinguieran los ecos del disparo, comenzó a repicar la campana de la iglesia.

El holandés que había explicado a Ross la geografía de la cárcel, se había mostrado maravillosamente exacto. El único error había sido su cálculo de la hora del cambio de guardia. Los de la entrada principal se relevaban, no a las diez, sino a medianoche.