Llegó el día, y todo ocurrió como De Sombreuil había previsto. Discusiones, desacuerdos y disputas. Ross había visto que los franceses desconfiaban de las tropas en las cuales debían apoyarse para proteger los flancos; opinaban que los chuanes eran una turba de campesinos poco fiables, que huirían al primer disparo. Los chuanes consideraban petimetres afeminados a los arrogantes y altivos nobles, a quienes se prefería en todo; y por consiguiente, al desprecio contestaban con el desprecio. Aquí y allá estallaban disputas cuando sorprendían a un francés de noble cuna imitando burlonamente el acento de las personas con las cuales debían colaborar.
Entretanto, continuaban desembarcando los suministros, distribuidos entre todos los que se presentaban. Para recibir mosquetes y municiones, un hombre ni siquiera necesitaba declarar sus simpatías por la causa real. Hacia el tercer día, se había desembarcado y distribuido la totalidad de los 80 000 mosquetes.
Ahora el enemigo casi no actuaba, y se había observado que había preferido evacuar sin lucha varias posiciones importantes. La situación parecía prometedora. Una división de chuanes atacó y capturó la importante localidad de Auray, unos diez kilómetros tierra adentro. Se levantaba sobre un río navegable, y podía considerársela un puerto apropiado para los navíos pequeños, si bien no podía recibir buques de guerra ni transportes. Un destacamento de granaderos la dejó atrás para cortar las comunicaciones con Vannes, un centro mucho más importante. También cayeron Landevan y Mindan.
De Puisaye insistía nuevamente en la necesidad de avanzar, sin cuidarse de las normas de estrategia militar. Tiempo atrás, había sido jefe de los chuanes y antes de viajar a Londres sus ideas acerca de la guerra eran más bien indefinidas y heroicas. Pero las ideas de d’Hervilly eran tan limitadas como las de De Puisaye eran exageradas. De ningún modo creía en la posibilidad de capturar Vannes. Lo único que tenía en cuenta era su propio ejército, que carecía de caballos, de cañones y del armamento pesado necesario para afrontar a un ejército republicano si este lo sorprendía, y lo obligaba a dar batalla.
Finalmente, se decidió atacar el fuerte Penthievre. Ross descubrió que De Sombreuil no había exagerado su formidable capacidad de defensa; de todos modos, pareció que era la posición que debía ocuparse antes de abordar la ejecución de otros planes. La idea era que los ingleses apoyarían un desembarco en la península, a cargo de los mejores regimientos franceses, el «Héctor» y los «Leales Emigrantes», al mando del propio De Puisaye, mientras la flota se acercaba y bombardeaba de cerca el fuerte. Al mismo tiempo, d’Hervilly debía dirigir el ataque por tierra, con los regimientos «Royal-Louis» y «Dudresnay». Además contarían con el apoyo de gran número de chuanes. El combate comenzó al alba, pero para gran sorpresa de todos la resistencia fue mediocre y casi inmediatamente el comandante del fuerte ofreció entrar en negociaciones. Con riesgo considerable, d’Hervilly fue solo al fuerte para negociar, y después de largas horas de regateo convenció al comandante de la conveniencia de rendirse. Fue un gran triunfo. Gracias a esta capitulación, toda la península de Quiberon cayó en manos de los realistas. Incluso d’Hervilly, saludado ahora como héroe, se permitió el lujo de una sonrisa.
Pero después de nuevo sobrevino la inactividad, la confusión y las disputas. Los soldados que estaban apostados a pocos kilómetros del cuartel general enviaron mensajes quejándose de que no recibían sus raciones antes de las seis de la tarde. No había una organización que resolviese los problemas administrativos más sencillos, y al parecer tampoco se había intentado preparar nada. Nadie preveía lo que podía ocurrir pocos días después.
Ross comenzaba a impacientarse. En su fuero íntimo, pensaba que la prudencia de d’Hervilly, que quería recibir de Inglaterra más cañones pesados antes de afrontar una batalla, se justificaba desde el punto de vista puramente militar, pues ya una o dos veces habían sobrevenido pequeñas escaramuzas, y los bretones mal entrenados habían demostrado que no merecían confianza. Pero por lo que se refería al avance sobre Quimper, opinaba que en el mejor de los casos llevaría varias semanas. La población rural no había desencadenado un alzamiento universal, ni se había observado un enérgico movimiento de rebeldía. Si tenían que avanzar legua tras legua, ¿quién sabía cuánto tiempo necesitarían? Hacía tres semanas que había abandonado su hogar, y había escrito a Demelza y enviado la carta con la chalupa que había partido la víspera. Pero personalmente no hacía nada. Ni siquiera se le permitía combatir. Y hasta ahora, su grupo de nativos de Cornwall había podido bajar a tierra sólo dos veces.
Y de pronto llegó la noticia de que el general Hoche al fin estaba moviéndose. Aquí y allá, las líneas del tenue perímetro organizado inicialmente por los realistas sufrían enérgicos ataques republicanos. Un ejército de chuanes formado por dos o tres mil hombres fue puesto en fuga por un contraataque del centro de Hoche; después, Auray, capturado poco antes, volvió a caer en manos del enemigo; los defensores arrojaron sus armas y huyeron sin combatir. Los mandaba un aristócrata llamado De Vauban; y al fin consiguió reagruparlos y contener la retirada, pero no los convenció de que contraatacasen. En definitiva, remitió al general De Puisaye una serie de mensajes que desbordaban desprecio. Una sospecha contagiosa se difundió en el ejército. Por lo menos en dos ocasiones se habían cumplido las predicciones de Bartholomew Tregirls, algunos soldados que combatían por el Rey de pronto habían cambiado de bando y se habían declarado fieles defensores de la República.
Tres días después, en una de las reuniones más tormentosas del consejo, d’Hervilly anunció su decisión de retirar del perímetro las mejores tropas y concentrarlas en la península de Quiberon. Las defensas exteriores debían quedar a cargo de los irregulares chuanes, mandados por unos pocos aristócratas como De Vauban y De Maresi. Desde el punto de vista de la lógica militar el plan era inatacable. Protegidas sobre tres lados por el mar en manos de los británicos, y sobre el cuarto por el fuerte Penthievre, estas fuerzas regulares estaban ahora en condiciones de demostrar considerable capacidad defensiva. Pero Ross pensó que desde el punto de vista de la estrategia política era un plan desastroso. Para los miles de indecisos de la provincia era el anuncio de que debían quedarse quietos y no hacer nada hasta que comenzara el combate.
Muy pronto se advirtió que para los habitantes de aldeas como Carnac, que habían recibido a los invasores como aliados y les habían prestado toda la ayuda posible, el plan equivalía al abandono y la deserción. Los habitantes depositaban escasa fe en los irregulares si se trataba de una lucha prolongada contra las tropas veteranas de Hoche; y una vez que los republicanos recapturasen esas aldeas, las represalias republicanas serían implacables. Así, centenares de personas protestaron y lloraron ante el ejército realista reunido y dispuesto a retirarse, y muchos siguieron a los soldados, llevando sus pertenencias y arrastrando a sus niños, para instalarse en La Falaise, donde debía establecerse la primera línea de defensa.
Ross había pasado la mayor parte del día a bordo del Energetic y nada sabía de todo esto; pero cuando desembarcó cerca de Penthièvre en compañía de Bone y Ellery, y vio los movimientos de las tropas y oyó los lamentos de los habitantes que marchaban detrás, trató de averiguar qué ocurría. Después, pasó un par de horas recorriendo la península, pues habían desembarcado con un propósito definido. Después de la caída del fuerte, muchos de los soldados se habían instalado en villorrios distribuidos a lo largo de la península; pero eran casi todos chuanes, porque después de la captura de la fortaleza los regimientos selectos habían salido a cumplir otras misiones. Ahora, los principales regimientos retornaban y se pretendía que los chuanes abandonaran las casas para dejarles el sitio. Por doquier había discusiones, disputas, órdenes y contraórdenes, y una espantosa desorganización. Aún los soldados que estaban cerca del cuartel general no habían comido nada desde el alba.
Un rato después, los tres ingleses regresaron al fuerte y Ross trató de encontrar a alguien que tuviese autoridad. Pero lo único que consiguió fue entrar en el gran salón de oficiales del fuerte y ver la figura corpulenta del conde De Puisaye, rodeado por una multitud de chuanes que protestaban. Era difícil hablar con él, de modo que Ross regresó donde estaban Bone y Ellery y dijo:
—Esta noche no podemos hacer nada. Regresemos. Estaremos más seguros en el buque.
Así, en ese anochecer de julio, con el movimiento de los hombres, el rumor de las ruedas, las excitadas conversaciones de los franceses, Ross no temía tanto por su propia seguridad —en el peor de los casos, podía hacerse entender en francés, y en su actitud mostraba la autoridad necesaria para imponerse— como por la de Bone y Ellery, que no hablaban una palabra en el idioma del país, y que podían verse acusados de espías, pues cada individuo sospechaba de su vecino.
Casi habían llegado a la playa, cuando pasó cerca de un jinete solitario. Incluso en la oscuridad su figura era inconfundible, y Ross gritó:
—¡De Sombreuil!
El jinete sofrenó el caballo.
—¿Quién está allí? Oh… es usted, Poldark. ¿Qué están haciendo aquí, lejos de su barco?
—Vine con dos de mis amigos para estirar las piernas. ¿Dispone de cinco minutos?
—De una hora, si usted lo desea… en vista de lo que pueda hacer aquí o donde sea. Están adoptándose decisiones. ¿O sencillamente surgen de la nada? Esto parece una pesadilla.
Ross dijo a Bone:
—Vaya con Ellery al buque. No tardaré mucho.
De Sombreuil había desmontado, y palmeaba el hocico del nervioso animal. Aunque no era más que un caballo de granja, había acabado por contagiarse de la excitación general.
—Charles, ¿qué ocurrirá? —preguntó Ross, señalando las luces de las linternas y las columnas en marcha.
El francés se encogió de hombros.
—Oh, ya sé, ya sé. ¿Quién decidió esto? No yo. A veces participo en los consejos, y otras no. En realidad, estaba con mi regimiento cuando d’Hervilly impuso la decisión. Sin duda, nos espera una batalla… lo sé muy bien; el enemigo no está lejos.
Gracias a esta retirada, tendremos una posición sólida. Después, ¿quién tomará la iniciativa? Pero a decir verdad, la batalla no es el factor decisivo.
Permanecieron de pie un momento, silenciosos.
—Charles.
—¿Qué, amigo mío?
—De nada le sirvo aquí… ¿no es así?
—Nos sirve de mucho, para compartir la comida, o una copa de vino.
—Sí, sí, pero usted sabe que me molesta no ser miembro de la fuerza regular inglesa, y también la situación en la que aquí nos encontramos… los ingleses tenemos que cuidarnos mucho, no sea que aparezcamos como invasores en Francia.
—Si representase ese papel, usted no sería mi amigo.
—Eso quedó aclarado cuando decidí venir. Pero usted conoce cuál es mi propósito principal y me parece que es irrealizable en el futuro inmediato.
—Bien… aún hay que librar la batalla principal. Si tuviéramos de nuestro lado a Hoche, me sentiría más feliz.
—Pero… perdóneme… aunque es posible que el desembarco aún tenga éxito, no será el éxito en el que pensamos inicialmente. ¿Recuerda a De Maresi en Killewarren, enrollando la alfombra? Dijo entonces que el ejército real arrollaría todo lo que encontrase a su paso de un extremo al otro de Francia.
—Louis siempre tiende a los gestos grandilocuentes.
—Bien… —Ross apretó el brazo del francés—. ¿Cree que traicionaré tan elevadas ambiciones si me separo de ustedes y apelo a otros medios para realizar mis propósitos?
—No, Ross. No habría traición. La ambición fue nuestra, no suya. Acepto eso, y mucho más. Me agradaría tenerlo aquí, en mi regimiento, cuando se libre la batalla; pero si tal cosa no es posible, usted debe considerarse en libertad de volver a su casa.
—No a mi casa.
—¿No?
—No, no a mi casa.
—Ah…, comprendo.
Se oyó el estampido de un cañón, a lo lejos, en dirección a Sainte Barbe; pero después volvió a reinar el silencio.
—Para lograr mi propósito —dijo Ross—, necesitaré una embarcación.
—Ustedes tienen muchas.
—Una embarcación francesa. Un pesquero. O un queche, quizás un pequeño lanchón.
—Bien… en esta costa no faltan.
—No puedo requisar uno. Pero usted podría hacerlo.
Resonaron las espuelas de De Sombreuil.
—¿Con qué argumentos? No me agradaría hacerlo. La hostilidad entre nuestros hombres y esos campesinos sin educación ya es bastante intensa.
—En ese caso, ¿no podré tener mi bote?
—Amigo mío, no puedo conseguirlo. Pero tampoco puedo impedir que usted lo consiga, ¿verdad? En Quiberon, en todas estas aldeas, junto a los muelles, verá muchas embarcaciones de ese tipo. Ahora reina una gran confusión. Por supuesto, alguien verá que su bote desapareció; pero si usted se mueve con mucho cuidado, ¿quién sabrá qué dirección tomó?
—Bien… gracias… Si mi actitud significa violar el espíritu de nuestro acuerdo…
—No lo creo. Ciertamente, no lo creo. Pero no será fácil. Explore el terreno, y actúe de noche.
Caminaron unos pasos y De Sombreuil apoyó la mano en la montura.
—Y ponga cuidado también en la empresa que ejecutará. En efecto, no es cosa fácil.
—Quizás es imposible. No podré saberlo hasta que llegue al lugar. Entretanto, amigo mío… Si no vuelvo a verlo…
—¿Si no volvemos a vernos jamás? —De Sombreuil se echó a reír—. Dentro de un año o dos, usted vendrá a mi castillo de Limousin, donde beberemos un vino mejor que todos lo que usted saboreó en una vida. Mis viñedos son pequeños, pero están entre los mejores de Francia.
—No quise decir jamás —observó Ross—. Me refería únicamente a esta aventura.
—Bien, sí. Pero por otra parte, también es posible que la palabra nunca corresponda a la realidad. Nos espera un combate muy duro… Vea, es muy extraño perder a toda la familia masacrada por estos sansculottes y también perder la patria, las propiedades, el hogar ancestral. Uno llega a sentirse… aislado de la vida, y ya no le importa mucho su propia preservación.
—Pues cuide su vida —dijo Ross—. La vida es en definitiva lo único que cada uno de nosotros tiene.
—Es lo único que tenemos, pero para tolerarla debe valer la pena. Esta expedición decidirá si en mi caso vale la pena…
—¿Y la señorita de la Blache?
—Ah, sí. Apenas haya concluido esto, nos casaremos. Cuando pueda llevarla a mi hogar, y formar en paz una nueva familia…
—Exactamente lo que yo estuve haciendo; sin embargo, la abandoné.
—Si puede ver antes que yo a la señorita de la Blache, y en efecto, creo probable que así sea, ¿tendrá la bondad de entregarle este anillo? Perteneció a mi madre. Lo encontré en un bolso poco antes de partir. No tiene mucho valor.
Ross aceptó el anillo, buscó su bolso y guardó la joya.
—Con todo mi amor —dijo De Sombreuil.
—Con todo su amor.
—Es una chuchería —dijo De Sombreuil—. Ignoraba que la tenía conmigo.
—No puedo prometer que la entregaré.
—¿Quién puede prometer nada? Ni usted ni yo. Ya veremos… ¿Cuándo parte?
—Oh, a lo sumo mañana o pasado mañana. Como usted dice, hay muchos botes. Pero también hay muchos propietarios. Sea como fuere, si antes de mi partida se inicia la batalla, esperaré su fin para conocer el resultado.
De Sombreuil sonrió en la oscuridad.
—No habrá batalla… mañana ni pasado mañana, por lo menos mientras d’Hervilly ejerza el mando. Permaneceremos unos frente a los otros, y nos miraremos con odio varios días más, y cada uno esperará que el antagonista realice el movimiento fatal.
Ross esperó dos días. Durante ese lapso los republicanos, enterados de la retirada de sus enemigos, se apresuraron a ocupar Carnac y las restantes aldeas, y los defensores chuanes se retiraron al interior de la península o escaparon por mar, y fueron recogidos por los ingleses. Huían acompañados por mujeres y niños, llevando las posesiones que podían transportar. No era un espectáculo reconfortante. Los republicanos llegaron a la distancia de tiro de mosquete del Fuerte Penthievre, y después se retiraron, como una oleada que temporalmente pierde su fuerza. Ocuparon posiciones en las alturas de Sainte Barbe, y encendieron fuegos a lo largo de la costa.
Así, las dos fuerzas se miraron hostiles. Finalmente, el conde d’Hervilly trazó un plan de ataque. Los espías le informaron que el ejército enemigo tenía aproximadamente doble número de hombres que la fuerza realista; pero sin que Hoche lo supiera, un ejército de chuanes estaba acercándose a la retaguardia de los republicanos. D’Hervilly creía que si los dos ejércitos atacaban simultáneamente a Hoche, sería posible obtener una notable victoria. Ciertamente, era una posibilidad; pero nadie sabía cuándo podría intentarse el golpe. Ross no podía esperar más. Había llegado el momento de partir. De modo que literalmente se esfumó de la escena.
Era un típico bote pesquero bretón, una lancha de dos mástiles, muy parecida a las embarcaciones del mismo tipo usadas en Cornwall. Tenía una longitud aproximada de quince metros, y un ancho de tres; usaba un velamen que medía probablemente mil trescientos pies cuadrados; el bote se las podía ingeniar bien aun con el mal tiempo que era usual en las zonas costeras a las que estaba destinado. No parecía capaz de aprovechar las suaves brisas de una noche estival.
Felizmente, la noche en que se apoderaron del bote soplaba un fuerte viento del oeste. Tregirls lo había hallado dos días antes, y durante dos noches estudiaron el terreno. Los pescadores habían salido como de costumbre con la marea, pero esta embarcación no se había utilizado. Tregirls pasó medio día en la aldea, y descubrió que tres semanas antes el propietario había muerto, y que ahora esperaban la llegada a Vannes del hermano, para que tomara posesión de la embarcación.
No era fácil deslizarse en la oscuridad. Había tantos soldados por doquier, tantos alojados en los cottages, que el minúsculo puerto en realidad nunca dormía, como hubiera sido el caso en tiempos normales. Sin embargo, la falta de silencio absoluto tenía sus ventajas. Si los veían, era menos probable que les dieran la voz de alto. ¿Y quién podía saber qué órdenes y contraórdenes había impartido el alto mando?
Así, avanzaron por la calle adoquinada, pasando de una sombra a otra. Algunos perros ladraban, y media docena de borrachos yacían como muertos en el muelle. Tregirls subió bordo, seguido por Drake y más tarde por el resto y finalmente por Ross. Hasta ahí, nadie había dado la voz de alarma. Pero hubo momentos de ansiedad mientras el Sarzeau soltaba amarras con la ayuda de las pértigas se alejaba silenciosamente del muelle y enfilaba hacia la boca del puerto. Ante ellos se alzaba la última esquina del espigón de piedra; poco después, desplegaron una vela, y más tarde otra. Tampoco ahora oyeron gritos. Cuando el bote comenzó a responder al timón, Ross se sintió más aliviado.
De los ocho que navegaban esa noche a bordo del Sarzeau, con un cielo que se cubría de bruma y se limpiaba y se cubría nuevamente, con ligeras nubes en el cielo, cinco sabían manejar un bote: Ross, Tregirls, Bone, Ellery y Nanfan; y ese era el tipo de embarcación al que estaban acostumbrados. Habían tripulado botes semejantes casi desde la infancia. Llevaban alimento suficiente para unos diez días, jerseys de pescadores y una serie de pañuelos bretones de vivos colores, de modo que a cierta distancia podía creerse que eran lo que fingían ser. También llevaban tres pistolas, cuatro mosquetes y varios cuchillos.
Al alba el viento amainó, y no recobró fuerza cuando salió el sol, de modo que derivaron lentamente parte del día, avanzando hacia Groix y las islas de Glénan. No tenían prisa. Poco podían hacer antes de que anocheciera. Ross pasó una hora con Tholly, examinando un mapa de la zona que rodeaba a la región de Quimper, y después desplegó el plano del convento que el exprisionero holandés le había facilitado en Falmouth. Era construcción espaciosa; o más bien una serie de edificios distribuidos en amplios terrenos.
Al partir de Inglaterra, Ross no había contemplado una empresa de ese género. Había supuesto que en el peor de los casos el desembarco realista provocaría tal confusión en la provincia que cuando él llegara a Quimper los prisioneros ya abrían comenzado a liberarse por sí mismos. En cambio, los realistas estaban encerrados en una península, a ochenta kilómetros de distancia y en actitud defensiva. A lo sumo, Ross podía abrigar ahora la esperanza de que las tropas republicanas acantonadas en la vecindad de Quimper hubieran sido llevadas más al sur para ayudar a Hoche a repeler la invasión. Pero no sabía si los guardianes de la prisión se mostraban descuidados o estaban alertas, y qué grado de vigilancia ejercían. El holandés le había suministrado una idea bastante exacta del número y las posiciones de los guardias, pero podía descontarse que todos estaban armados, y Ross se preguntó si no estaría llevando a la muerte a esos siete alegres nativos de Cornwall. La única ventaja, o una de las escasísimas ventajas del asunto, era que los guardianes de la prisión tenderían a esperar dificultades originadas en los propios prisioneros, no en un ataque lanzado desde el exterior. De haber existido un campamento parecido en Truro, pensó Ross, los guardias jamás habrían contemplado la posibilidad de que llegasen franceses dispuestos a atacarlos. La analogía era apropiada, pues Quimper se levantaba a orillas de un río, a quince o dieciséis kilómetros del mar.
Ross era hombre de acción, pero también tenía un carácter introspectivo. Ese aspecto de su carácter que le impulsaba a adoptar una actitud de permanente crítica a la autoridad, también actuaba contra él mismo. La misma facultad que cuestionaba el derecho de la ley y los legisladores, tendía a imponer un escrutinio análogo a sus propios actos. Era un rasgo psicológico que lo tranquilizaba y al mismo tiempo lo torturaba. Por eso mismo, ahora no se sentía tan complacido como los demás, que reían y bromeaban entre ellos, felices de hacer algo después de tanta inactividad.
Los miraba y los escuchaba, incluso Drake a veces se unía a las risas y los comentarios, y dudaba de su propia decisión, de la cual tanto dependía. La impaciencia, el sentido de la oportunidad, cierta sensación de futilidad, le habían inducido a separarse de la expedición cuando su suerte aún parecía indecisa. A pesar del coraje que los realistas demostraban, un aura de fracaso envolvía la invasión, una especie de sentimiento de desastre inminente. Todas las dudas anteriores de Ross, acalladas por el entusiasmo general, habían reaparecido cuando el entusiasmo comenzó a desvanecerse. Ya no pensaba que siquiera De Sombreuil y De Maresi creyeran en la victoria. Continuaban luchando porque estaban en suelo francés, porque habían jurado fidelidad a la causa realista y porque eran hombres valientes.
Por lo tanto, ¿él tenía que haber adoptado la misma actitud, por lo menos hasta que se definiese la situación? ¿Era un cobarde, o por lo menos un hombre no tan valeroso, puesto que los abandonaba ahora, cuando el destino de la expedición pendía de un hilo? En el curso del día, una o dos veces se sintió tentado de aceptar el calificativo, si de ese modo conquistaba la libertad de decir a los miembros de su grupo que, después de todo, había cambiado de idea, y que en lugar de navegar frente a la costa francesa debían retornar directamente a Cornwall, a sus hogares, y a la seguridad, la comodidad y la rutina de la vida cotidiana. La empresa que habían iniciado convenía quizás a un joven ardiente de veinte años, que alentaba sueños de muerte o de gloria; no era el tipo de aventuras que cuadraba a un próspero propietario de minas de más de treinta y seis años, que tenía esposa y dos hijos y cierta posición en el condado. Cómo se reiría George. O más probablemente, cómo se burlaría. ¡Y cuan justificado estaría! Alrededor de las seis de la tarde alcanzaron la costa que se extendía del lado opuesto de la bahía; y después, examinaron atentamente el mapa, para determinar cuál era la entrada del río que ellos buscaban. Tregirls había visitado dos veces esas aguas durante sus tiempos de marino, y su experiencia los condujo a la aldea de Benodet, en la desembocadura del río Odet. Una hora después, penetraron en la estrecha caleta y en el ancho espejo de agua que se extendía poco después. Aún era día, pero como navegaban en un pesquero francés pudieron pasar sin que nadie los detuviese. Dos veces los llamaron a gritos desde otros botes, y Tholly replicó con groserías que parecieron satisfacer a quienes les interpelaban.
El viento soplaba irregular entre las colinas boscosas, y cuando estas se cerraron sobre las orillas y el río volvió a estrecharse, se estableció de pronto una calma total. Pero el bote continuó avanzando, aunque más lentamente. Ahora se acercaban a unos riscos empinados y cubiertos de vegetación. No sabían muy bien hasta dónde les convenía continuar. De acuerdo con el mapa, después de recorrer esa estrecha garganta el río volvía a ensancharse y se convertía en un tranquilo lago de casi un kilómetro de ancho. Pero ahora podían ser detenidos en un punto cualquiera del recorrido, y aún faltaba mucho para que oscureciese. Ross miró a Tholly, que manejaba el timón, y Tholly se encogió de hombros.
—Usted manda, capitán.
—Pues bien, arriésgate.
Llegaron a la bahía, como se la denominaba en el mapa, el sol del atardecer proyectaba sombras sorprendentes y teñía de rojo las copas de los árboles. Unos pocos cottages resplandecían bañados por la luz de poniente. La mayoría de las casas estaban sobre la orilla este, de modo que Ross y sus amigos se mantuvieron más cerca de la orilla opuesta, cubierta de maleza y mucho menos poblada, con uno o dos castillos levantados sobre terreno alto, entre los árboles. Después, apareció a la izquierda un hilo de agua; era estrecho, pero el canal parecía tener profundidad suficiente para permitir la navegación. Ross hizo un gesto a Tholly, que movió el timón. Entraron suavemente en el arroyo, y los hombres recogieron las velas con la mayor suavidad posible. La caleta tenía a lo sumo una longitud de cien metros y hacia el final se veía claramente el lodo amarillo. Dos chorlitos volaron sobre el agua, desgranando sus sonoras notas en un acceso de melancólico temor. Tholly llevó el bote hacia la orilla izquierda, poco antes de que la quilla tocase el fondo, y Nanfan ató un cabo a un árbol que crecía al borde del agua.
—¿Marea alta o baja? —preguntó sombríamente Jacka Hoblyn, mirando sobre la borda.
—Alta, pero todavía no es inundación.
—Tal vez cuando regresemos haya marea baja.
—Depende del momento en que regresemos —dijo Ross—. Hay que aceptar el riesgo.
Cenaron pan, queso y vino, mientras los pájaros piaban y el sol se ocultaba. Después, cuando al fin oscureció, Ross guio al grupo por la orilla del río, en dirección al pueblo.