Partieron de Falmouth con la marea, la mañana del martes, en un cúter del Almirantazgo, una barcaza y un velero de tres mástiles, con un total de unos doscientos hombres. Ciento cuarenta eran franceses, y el resto tripulantes o ingleses que, como Ross, se habían unido a la expedición impulsados por el convencimiento, la aventura o la amistad. Se reunieron con la flota principal frente al Lizard el miércoles al atardecer, y siguieron hacia el sur formando convoy. De Maresi y de Sombreuil fueron transferidos del cúter al buque insignia Pomona; y gracias a su amistad con los dos franceses Ross le acompañó. Los amigos de Ross continuaron a bordo del Energetic.
Había sido una extraña despedida. Demelza apenas había hablado, no porque careciese de sentimiento, sino porque íntimamente soportaba tantas presiones contradictorias que la corriente principal de su ansiedad no se manifestaba con la misma claridad que en octubre. Por una parte, no estaba embarazada, y podía ocultar mejor sus temores. Por otra, el hecho de que Ross hubiese salvado de la cárcel a Drake era una especie de quid pro quo en los sentimientos de Demelza. Aunque Ross jamás le había explicado lo que él había hecho o dicho durante su visita a George, Demelza sabía que su marido podía haber realizado sus propósitos sólo mediante una amenaza, o una negociación; y ambas cosas sin duda habían encerrado cierto riesgo para todos. En definitiva, parecía que el hecho de que Ross hubiese afrontado un peligro en beneficio de Demelza lo autorizaba a aceptar otro. O en todo caso, ella tenía menos posibilidad de protestar. También en la mente de Demelza había un sentido de fatalismo, en cuanto ella percibía más claramente de lo que él se imaginaba que se había casado con un hombre para quien la aventura ocasional era casi una segunda naturaleza. No por eso a Demelza le agradaba más la idea; pero en todo caso, lo consideraba un rasgo inevitable.
Ross no había dicho nada concreto acerca del regreso, pues sin duda el asunto no dependía de él. Quizá se ausentara dos semanas, o bien podían ser seis. En todo caso, besó los fríos labios de Demelza y le palmeó el rostro, y dijo que si tenía que ausentarse más de cuatro semanas escribiría.
—Muy bien, Ross —contestó Demelza mirándolo a los ojos—. Esperaré y Clowance tendrá dos dientes más.
—Cuídalos bien. Y cuídate tú misma, querida. Te traeré un corte especial de seda.
—Tráeme tu propia persona.
Y así se marchó. No se había hablado mucho en contra de la posibilidad de que Drake lo acompañase, pues la alternativa parecía ser que el joven se separara de todos sus amigos. También en esto Demelza pensó que, después de haberlo preservado de un peligro, ahora lo enviaba al encuentro de otro.
Visitó Killewarren para despedirse de Carolina.
La joven dijo:
—En estas circunstancias, la hembra de la especie representa un papel muy detestable. Ofrece su casa, su tiempo y su dinero como contribución a una gran aventura, y después, cuando llega el momento de la acción, se aparta del asunto, y se instala sobre un estante, como un adorno polvoriento que se queda allí, esperando que todo termine.
—No creo que le agradara sentarse dos semanas en pequeñas embarcaciones, y en compañía de cuatro mil hombres mareados por el movimiento del mar. Sospecho que la gran aventura se resumirá en un lapso muy breve, y que el resto estará formado por una serie de penosos viajes por agua y por tierra.
—Ross, por ser usted un hombre de buen sentido, su intento de evadir la cuestión es bastante tonto.
Ross sonrió y bebió el jerez que ella le había ofrecido.
—Bien… No puedo cambiar las cosas para complacerla, y quizá no lo haría aunque pudiese. Por muchos afeites que se le aplique, la guerra es una experiencia sórdida y brutal, y prefiero que las mujeres a quienes aprecio nada tengan que ver en ello.
—Y yo prefiero que los hombres a quienes aprecio se vean igualmente preservados; pero siempre se las arreglan para embrollar las cosas. Confío en que esta sea la última vez.
—Amén.
Él ya estaba volviéndose, pero Carolina dijo:
—Ross.
—¿Sí?
—Tengo la desagradable sensación de que todo esto ocurre por mi culpa.
—¿Cómo es eso?
—Este viaje. La prisión de Dwight. De eso no me cabe la menor duda. Le ruego que se cuide, si no por su propio pellejo al menos por mi conciencia.
—Pondré un cuidado especial en preservar su conciencia.
—Gracias. —La joven apoyó las manos sobre las mejillas de Ross y lo besó en la boca. El beso duró varios segundos—. Bien —dijo ella, apartándose—. Hacía mucho que deseaba hacer esto.
—Es un error privarse de ciertos placeres —dijo Ross—. No hay que arriesgarse a que lo califiquen a uno de puritano.
Ambos sonrieron, y él se alejó.
Vio también a Verity antes de salir de Falmouth, y dos veces comieron juntos, y charlaron de los viejos tiempos.
Pensó en todas estas despedidas y en muchas cosas más durante la primera semana a bordo del Pomona; y también en la capitulación de George que, pese a que lo había aliviado mucho, por lo menos le había sorprendido. El episodio demostraba que su juicio acerca del carácter de George había sido acertado; pero también demostraba que George podía ser un individuo razonable. Sin duda, se había sometido con desagrado a una amenaza incivilizada, pero que adoptara esa actitud demostraba que podía ser más soportable como vecino. Quizás antes de lo que nadie imaginaba podría concertarse un acuerdo en el distrito, de modo que todos convivieran en paz.
Esa semana hizo buen tiempo, y sopló brisa del este; por la mañana, cuando amanecía, con un cielo teñido de rojo y gris, se desplegaba una vista maravillosa. Al sur del Pomona las naves de la Flota del Canal desfilaban como grandes aves marinas que se hubieran posado en el agua, pero manteniendo desplegadas las alas. El Royal George y el Queen Charlotte, ambos de cien cañones. El Queen, el Londres, el Prince of Wales, el Prince, el Barfleur, el Prince George, todos de 98 cañones. Uno de 80, el Sans Pareil, y cinco de 74, el Valiant, el Orion, el Irresistible, el Russel y el Colossus. Y alrededor del Pomona, el resto del escuadrón de sir John Borlase Warren: tres buques de línea, cinco fragatas y cuarenta o cincuenta veleros que transportaban a las tropas francesas y sus suministros. Era una gran flota, que bien podía entusiasmar incluso al más pusilánime.
Pero durante esos primeros días no había pesimistas, y las comidas en la cabina de popa del Pomona eran alegres, ruidosas y confiadas, y los comensales usaban los dos idiomas, a veces simultáneamente. Charles de Sombreuil era un miembro destacado del grupo, tanto por sus dotes de conversador como por sus cualidades de estratega.
Pero incluso en esa etapa pronto advirtió Ross cierta disensión entre los principales jefes franceses. Al parecer, el conde Joseph de Pulsaye se encontraba ahora por primera vez con su segundo, el conde d’Hervilly. Los intentos realizados en Londres con el fin de reunirlos habían fracasado, pues d’Hervilly siempre había estado muy atareado con su regimiento. Cuando se los veía reunidos a la misma mesa era evidente la razón del mutuo antagonismo. De Puisaye era un hombre alto y corpulento, originario de Bretaña; tiempo atrás había sido jefe de los chuanes, esos bretones que se habían agrupado para librar una guerra irregular contra la Revolución, después de la ejecución del Rey. Aunque era conde, su nobleza y su acento indicaban claramente el origen provinciano; además, a los ojos de mucha gente tenía otro defecto: había sido girondino en los primeros tiempos de la Revolución, antes de volverse contra ella. En cambio, d’Hervilly era coronel de uno de los mejores regimientos de Francia, el Royal-Louis. Su aristocracia era inatacable, mantenía estrechas relaciones con los Borbones exiliados, y apenas disimulaba el desprecio que sentía hacia el señor de Puisaye y sus partidarios campesinos. La empresa comenzaba mal.
La misma división se reproducía en las tropas. La vanguardia estaba formada por los pocos regimientos selectos que había sido posible formar; soldados excelentes, bien instruidos y disciplinados. Pero inevitablemente formaban un núcleo reducido, y el resto de la tropa era un grupo abigarrado, reclutado aquí y allá.
Además, a medida que la flota se acercaba al lugar de destino y se iban realizando discusiones de carácter táctico y estratégico, se percibió claramente que ninguno de los jefes tenía una idea clara del modo de explotar un posible éxito inicial. De Puisaye esbozaba un gesto y explicaba que apenas apareciera una fuerza contrarrevolucionaria todo el país se alzaría en armas y el ejército avanzaría triunfal para liberar una ciudad tras otra. Dos oficiales chuanes, llegados poco antes de Bretaña, confirmaron que 10 000 hombres armados estaban en las montañas que circundaban la región de Quiberon y Carnac, y que se incorporarían al ejército apenas este desembarcara. D’Hervilly, que tenía la responsabilidad de mandar las tropas, extrajo sus mapas y con el índice largo y delgado comenzó a señalar, preguntando: Dónde, dónde, dónde. Cada vez que se le contestaba con una fórmula general, se encogía de hombros, tomaba una pulgarada de rapé y miraba fríamente a sus amigos.
No lejos de la costa francesa, una fragata adelantada avistó barcos de guerra franceses, y toda la flota del Canal se desplazó para dar batalla. El tiempo estaba cambiando, el cielo se había nublado, pero durante un rato cesó el viento. Ross aprovechó la oportunidad de trasladarse en un bote al Energetic, para comprobar cómo estaban los miembros de su propio grupo. Los halló enfrascados en las tareas que interesaban a cada uno. Drake había pedido prestada una biblia y estaba sentado sobre un rollo de cuerdas, leyendo el libro, el índice deslizándose sobre las palabras. Bone remendaba su camisa; Ellery y Jonás ayudaban a mover un aparejo; Hoblyn y Tregirls jugaban tric-trac, mientras algunos franceses miraban.
Ross no pudo permanecer allí mucho tiempo, pues si se levantaba viento probablemente no lograría salir del Energetic; pero habló una palabra con cada uno, y sobre todo con Drake, a quien esa semana en el mar había beneficiado mucho. Cuando se disponía a partir, Tholly se acercó y dijo:
—¿Sabes lo que pienso, joven capitán?
—No. ¿Qué piensas?
—Que estamos metiéndonos en un aprieto. Todo esto. El desembarco.
—¿Por qué dices eso?
—Los franceses. Los oigo hablar. Creen que no les entiendo. Algunos son prisioneros de guerra. Es decir, fueron prisioneros de guerra y ahora los han soltado.
—¿Quieres decir que… los pusieron en libertad para que se incorporasen a la expedición?
—Eso mismo. Alguien recorrió los campamentos ingleses, pidiendo voluntarios. ¿Comprendes? ¿Tú eres realista? ¿Quieres pelear por el nuevo Rey? ¿Quieres derrocar a la República? En ese caso, ven con nosotros.
—¿Y?
Tholly tosió enérgicamente.
—Lo que podía suponerse. Un buen modo de volver a casa. Y lo dicen. Les oído murmurar… murmurar en la oscuridad.
Ross contempló la fragata que era su hogar actual. Estaban desplegando una de las velas.
—¿Crees que cuando desembarquen…?
—Tal vez algunos luchen. Otros no lo harán. Y otros abandonarán los mosquetes y se dispersarán.
—Puede ser un caso aislado. ¿Oíste a muchos hablar de ese modo?
—No eran pocos.
—Ah… Bien, habrá que tenerlo en cuenta.
—Disculpe, señor —dijo un marinero, que había venido con él—. Creo que será mejor partir.
—Sí. —Ross palmeó el brazo sano de Tholly—. Cuídate, y no le ganes demasiado a Jacka. Cuando se excita tiene mal carácter.
No volvieron a ver a la flota del Canal, pero llegó la noticia de un áspero combate en el cual, según afirmaban los ingleses, habían capturado tres barcos franceses. La flotilla puso proa hacia Francia y ancló en la tarde del jueves siguiente a sotavento de la península de Quiberon.
Ross nunca había visitado ese sector de la costa. La bahía de Quiberon daba al este, y estaba formada por una lengua de tierra que se internaba en el mar y llegaba a una isla bastante grande, llamada Belle Isle. Le explicaron que esa lengua de tierra tenía unos diez kilómetros de longitud y de dos a cinco kilómetros de ancho. Protegía a la bahía de todos los vientos, excepto los que venían del sureste, de modo que el lugar era ideal para desembarcar tropas o suministros.
Esa tarde tenía un aire muy pacífico, con dos o tres villorrios dormitando en el crepúsculo, y casi nadie a la vista. La uniforme franja de arena le recordó la playa Hendrawna, excepto que aquí no había marea y los riscos eran menos ásperos. Permaneció con de Sombreuil y sus tres oficiales, viendo cómo los pilotos franceses se acercaban al Pomona.
Las dos embarcaciones enarbolaron bandera blanca, y cuando se aproximaron Ross y su amigos franceses alcanzaron a oír los gritos: ¡Vive le Roi! ¡Vive le Roi!
—Es el comienzo —dijo de Sombreuil con voz serena, procurando dominar su entusiasmo—. Es mi tierra natal. De modo que la saludo. Así veo las cosas, ¿comprende? Para un americano o un nativo de otro país no es más que… un pedazo de tierra. Para mí, es Francia, mi hogar y mi vida.
—¿Dónde desembarcaremos a la tropa?
—Allí. En el extremo más alejado de Quiberon. Ahí está la aldea… Carnac. Me dicen que todo está dispuesto para recibirnos. Pero hace dos días enviamos a dos oficiales en una barcaza… todo dependerá de lo que ellos informen.
Ross alcanzó a ver una figura conocida a bordo del Energetic que se acercaba para echar el ancla. Agitó una mano y vio que un gancho se alzaba para contestarle. Se hablaba a gritos entre la gente de las barcazas francesas y la flota anclada, y poco después dos hombres subieron a la cubierta del Pomona y descendieron a la cabina. Estuvieron allí media hora, y poco después reaparecieron acompañados por la figura del coronel d’Hervilly.
—Irá a inspeccionar personalmente —dijo de Sombreuil—. No creo que sea el hombre más apropiado para encabezar una tropa tan heterogénea, pero su coraje es indudable.
El conde pasó a una de las barcazas de los pilotos franceses, y esta se acercó a la costa. Otras embarcaciones, botes pesqueros y lanchones, comenzaron a acercarse y a describir círculos alrededor de la flota. No había indicios de hostilidad. El sol comenzó a ponerse. Después de la calma soportada frente a Brest habían sobrevenido dos días de mal tiempo; pero ahora todo se había calmado nuevamente. Ross se preguntó si su heno aún estaría a salvo.
Después del oscurecer regresó el señor d’Hervilly, y en la cabina del capitán del Pomona se celebró un consejo de guerra. Ross no fue invitado a participar, pero De Sombreuil le mantuvo bien informado. Durante la reunión se dijeron cosas desagradables. En Carnac d’Hervilly no había encontrado nada: unos pocos oficiales chuanes, algunos campesinos amigos dispuestos a ayudar; ni el más mínimo indicio de los 10 000 hombres prometidos, sólo seguridades en el sentido de que acudirían, de que descenderían de las montañas para unirse a las fuerzas reales una vez que estas desembarcaran. Cuando los soldados descendieran a tierra, aseguraban los informantes, podía contarse con el resto. Pero de acuerdo con lo que había observado durante su exploración personal, d’Hervilly había llegado a la conclusión de que no debía practicarse el desembarco.
Durante un tiempo nada lo conmovió. Afirmó que contravenía todas las normas militares, incluso las instrucciones de la Corte de Saint James, desembarcar con una fuerza poco numerosa, casi desprovista de cañones, equipos pesados y caballos, en una costa donde muy pronto hallarían resistencia republicana bien organizada. Todas las promesas de los chuanes, repetidas insistentemente en Londres, habían quedado sin cumplir. El grupo de desembarco podía permanecer allí, en las naves que lo habían traído, para retornar a Inglaterra; d’Hervilly declaró que no estaba dispuesto a llevarlo a su destrucción total.
Para vencer la resistencia de d’Hervilly, todos los argumentos del señor de Puisaye y los restantes bretones fueron inútiles. Juraron que la mitad de Bretaña ya estaba conmovida por la rebelión: se necesitaba únicamente que la fuerza de desembarco se presentara en la bahía de Quiberon, y todo el país se alzaría en armas. Le preguntaron qué resistencia había encontrado en su propio desembarco. Se le había recibido como a un amigo. Después, sir John Borlase Warren, que hasta allí se había abstenido de opinar, trató de persuadir al irritado francés. Observó que, después de organizar la fuerza de invasión, con sus armamentos y provisiones, era lamentable volver sin haber hecho por lo menos un intento. Incluso si el ejército desembarcaba y las cosas tomaban un mal sesgo, podía contar con una línea de retirada. La flota se ocuparía de ello. La flota francesa había sufrido graves daños, y se había retirado a Brest. No había nada que temer en el mar. Siempre era posible reembarcar.
Finalmente, alguien habló de coraje, y se necesitó la intervención inglesa para impedir un duelo. Después, d’Hervilly cedió bruscamente. Sea. No podía oponerse a todo el mundo. Desembarcarían al alba del día siguiente. La responsabilidad del desembarco sería suya, aunque no así la responsabilidad de adoptar la decisión de desembarcar. Que se registrase el hecho; en esas condiciones, consentía.
De Sombreuil subió a cubierta y explicó a Ross la situación.
—Comenzaremos ahora mismo a bajar los botes. Los soldados recibirán treinta cartuchos y dos pedernales cada uno, y provisiones para cuatro días, solamente lo que puedan llevar en la mochila. Pasarán la noche en los botes, y al alba comenzará el desembarco. ¡Es el comienzo!
—¿Concuerda con de Puisaye?
—Creo que de Puisaye exagera. Pero es lo que ahora debemos hacer. Y también creo que en general tiene razón. La región se rebelará, si no nos aniquilan primero.
Ross se trasladó al Energetic, donde ya estaban bajando los botes. Después de encontrar un lugar entre ellos, en la oscuridad, subió a cubierta, y habló de nuevo con sus amigos. Ni estos ni los restantes ingleses a bordo estaban preparándose para la acción. Habló con Drake y le explicó por qué la operación debía ser totalmente francesa.
—Hasta ahora —agregó—, no he explicado la razón por la cual vinimos aquí.
—No me importa —dijo Drake—. Por lo menos, de este modo puedo olvidar mis preocupaciones.
—Con respecto a lo que me propongo hacer —en el supuesto de que hagamos algo— todo dependerá del éxito del desembarco.
No tengo planes fijos. Más aun, es posible que debamos retirarnos sin hacer nada.
—No me importa —repitió Drake—. Esto me ayuda a olvidar lo que dejo atrás.
El desembarco se realizó con las primeras luces de una madrugada nublada y lluviosa.
Unos tres mil franceses, que habían pasado la mayor parte de la noche en los botes, dormitando y tratando de protegerse del viento frío, desembarcaron cerca de Carnac. Ahora los esperaban, y fueron saludados por andanadas de balas de mosquete disparadas por un destacamento de soldados republicanos que se había aproximado durante la noche. Cayeron algunos realistas, pero d’Hervilly ordenó que uno de sus mejores regimientos desembarcara en una caleta, detrás del enemigo, y que subiese al promontorio para sorprenderlos por la retaguardia. La orden fue obedecida con gran entusiasmo; muchos soldados ni siquiera esperaron que los botes encallasen en la playa, y saltaron al mar y nadaron hacia la costa. Después de menos de una hora de combate, los republicanos, superados en una proporción de diez a uno, huyeron por un camino que conducía a un pueblo llamado Auray. Los realistas entraron triunfantes en Carnac cuando el sol comenzaba a aparecer entre las nubes brumosas. Turbas de campesinos los rodearon gritando «Vive le Roi», y desplegando banderas. Cuando d’Hervilly llegó, se sintió conmovido. Ahora que habían desembarcado, ahora que podía ver con sus propios ojos la presencia del ejército real, en efecto la gente acudía desde las aldeas vecinas, transportada de alegría. Parecía que después de todo de Puisaye había estado en lo cierto. En todo caso, de Puisaye estaba seguro de haber estado en lo cierto.
Desembarcó a las diez de la mañana, acompañado por la mayor parte de su Estado Mayor, y fue recibido como un ángel liberador. De Sombreuil había estado con su regimiento desde el alba; pero ahora se autorizó el desembarco de Ross, que fue a tierra con de Maresi y media docena de oficiales navales británicos.
Fue una escena turbulenta, pues los campesinos traían vino y comida para festejar a sus salvadores. Muchos de los soldados franceses menos disciplinados apenas llegaron a la playa cuando arrojaron sus armas y se mezclaron con los exaltados chuanes, bebiendo el vino contenido en jarritos, y aceptando queso y torta, y todo lo que los agradecidos aldeanos ofrecían. Otros se paseaban por el pueblo. Ross pensó que era la situación perfecta para el contraataque.
Felizmente, otros pensaron lo mismo. Mientras el conde de Puisaye era recibido en la mairie como si hubiera sido Luis XVI revivido, d’Hervilly ordenaba a varios destacamentos de sus mejores escuadrones que explorasen el campo, buscando signos de la presencia del enemigo. Encabezó personalmente una compañía de granaderos, y Sombreuil dirigió otra. Ross habría preferido acompañarlos, no se sentía nada cómodo entre los hombres que comían, bebían y festejaban.
Regresó a la playa y observó el traslado de los suministros. En su entusiasmo, De Puisaye había ordenado que bajasen a tierra las grandes cajas, y distribuyesen el contenido entre los chuanes, que ansiaban recibir armas; pero nadie dirigía la operación, y tampoco se habían impartido órdenes acerca del modo de realizar la distribución. En consecuencia, cada uno hizo lo que le pareció más conveniente. Las grandes cajas fueron depositadas sobre la playa y abiertas. Algunas contenían mosquetes, otras municiones, y también ropas y elementos médicos. Un trío de oficiales chuanes intentó realizar una distribución ordenada; pero muy pronto los campesinos, con su innata antipatía a la organización disciplinada, formaron nutridos grupos cuyos miembros se apoderaron de las cosas casi antes de que las desempacaran. En muchos casos, Ross vio a mujeres que se alejaban con mosquetes ingleses; otras, se apoderaron de uniformes nuevos destinados a las tropas de línea. A veces se suscitaban disputas, y los franceses luchaban entre ellos. Vio a seis chuanes arrastrando un cañón ligero, tironeando de la pieza sobre la arena húmeda. Un hombre había cargado seis mosquetes, y apenas podía sostenerlos.
Al principio, había intentado intervenir, pero lo único que consiguió fue que lo rechazaran con expresiones hostiles.
El teniente MacArthur, uno de los oficiales británicos, dijo:
—No podemos hacer nada. Más vale no interferir.
—Alguien debe informar a de Puisaye antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cree que él puede detenerlos?
—Por lo menos, él puede ordenar que se suspenda el desembarco de los suministros.
Regresaron juntos, y después de muchos esfuerzos pudieron llegar a la presencia del general. Pero ahora todos se dejaban llevar por el entusiasmo. D’Hervilly había comunicado que una importante plaza que se levantaba sobre el flanco derecho, el fuerte San Miguel, se había rendido sin disparar un tiro, que dejaba a cargo del lugar una compañía de cincuenta chuanes, y que continuaba avanzando hacia el sur. De Sombreuil informaba que una aldea llamada Ploarnel había caído, y que los republicanos en fuga dejaron detrás grandes cantidades de alimentos y municiones. Tal como se había pronosticado, toda la región se alzaba en armas. ¿Qué importaba que los suministros depositados en la playa se distribuyeran con la ecuanimidad deseable? Pronto habría abundancia de armas para todos.
Pasó el día y cayó la noche. Habían regresado todos los comandantes de los destacamentos avanzados, y durante una conferencia en la mairie los jefes indicaron la disposición de sus fuerzas. A pesar del caos de la operación, eran hombres tan eficaces como podía desearlo un buen general. Ahora, los libertadores ocupaban un territorio que conformaba un anfiteatro, con la playa como centro. El arco se extendía unos ocho kilómetros de extremo a extremo, y avanzaba otro tanto tierra adentro. El ejército estaba bien situado para resistir un ataque, y al mismo tiempo se encontraba de espaldas al mar, de donde venían los abastecimientos y donde les esperaba su línea de retirada. Los republicanos habían librado combates esporádicos, pero la resistencia no había sido tenaz ni fanática. Siempre habían cedido terreno.
—¿Quién manda el ejército republicano en esta región? —preguntó Ross a de Sombreuil antes de separarse para descansar.
De Sombreuil hizo una mueca.
—Lázaro Hoche.
Desconozco el nombre.
—Me temo que llegará a conocerlo bien, a menos que podamos derrotarlos muy pronto.
—¿Un hombre capaz?
—Quizás el mejor que tienen. Pero aún es joven —más o menos mi edad— veintisiete años. Astuto, luchador e inteligente. Ya lo veremos.
—¿Cuáles son los planes para mañana?
—Todavía no los hay. Sin duda se hablará mucho. Sin duda habrá desacuerdos. Y quizá disputas.
—¿No será mejor comenzar ocupando Quiberon? Necesitamos un puerto. ¿No llegarán más abastecimientos desde Inglaterra?
—Oh, sí. Pero no será fácil ocupar Penthievre, que defiende el cuello de la península. Allí, la tierra firme tiene apenas un kilómetro y medio de ancho, y los cañones de la fortaleza dominan el terreno. No hay protección para los atacantes, y tomar el fuerte costará muchas vidas. Por lo demás, como usted ve ya abundan las suspicacias y las antipatías entre los comandantes. ¿Quién sabe lo que ocurrirá? Por lo menos, todo ha comenzado bien. Ya veremos.