Capítulo 5

Inmutable frente a los acontecimientos de la semana precedente, indiferente a las disputas internas de la casa y a las tensiones externas, una habitante de Trenwith permanecía instalada en el centro de todos los ciclones, trazando sus propios planes centrípetos, formulando sus necesidades, murmurando en vista de sus frustraciones personales, preparando su ajuar y organizando su aniversario. La tía Agatha nunca se había casado; y ahora estaba realizando arreglos especiales para reunirse con el novio espectral que habría de acudir para coronarla el 10 de agosto con las ramas de laurel de los cien años. Para celebrar adecuadamente la ocasión la tía Agatha requería tanta atención, tantas diligencias personales como una novia joven. Y por supuesto, no conseguía nada de todo eso.

Lucy Pipe era inútil; apenas sabía leer, y escribía aún peor; además, carecía de autoridad en la casa. Era una criada, y nadie hacía caso de los mensajes que ella transmitía. Durante un tiempo la joven Chynoweth había sido una colaboradora útil; pero desde hacía dos días nada se sabía de ella.

Los ancianos Chynoweth no se interesaban por nada que no fuera sus propias personas; y de todos modos, Agatha y la señora Chynoweth no se habían llevado bien ni siquiera en tiempos mejores, veinte años antes.

De modo que sólo podía acudir a Elizabeth; y esta, aunque era la mejor de un grupo de personas desconsideradas, siempre estaba muy atareada, siempre escapaba y siempre prometía regresar.

—Si las cosas no llegan pronto —dijo Agatha—, no habrá tiempo para nada. ¿Cuándo la llamarás? Esa mujer, Trelask. Sospecho que se cree capaz de elegir la tela y el modelo. Tantas clientas elegantes. No tiene tiempo para los viejos. Caramba, recuerdo cuando era una pobre costurerita… arreglaba y remendaba las medias por un penique o dos. No servirá. No hará bien las cosas.

—Mandé llamarla la semana pasada —gritó Elizabeth—. ¡La semana pasada! Prometieron que el lunes enviarían la tela. ¡La hija de la señora Trelask vendrá aquí!

—¿Eh? ¿Por qué no?

—¡Vendrá con las telas! ¡Y se quedará hasta que hayas elegido, y pueda hacer la primera prueba!

—¡Ah! —dijo Agatha—. Ah, sí, pero ¿cuándo?

—Después, regresará a Truro, y allí terminará el vestido. ¡Hay mucho tiempo!

—Tiempo. En eso te equivocas. No hay tiempo. Llegará agosto, y no se hará nada. ¿Dónde está tu… cómo se llama… Wenna?

—Morwenna… no… está… bien —gritó Elizabeth.

—¿Qué le pasa? ¿Y dónde está mi anillo de topacio?

—Aquí. ¡En este cajón! ¡Dónde lo pusiste!

—Oh, sí. Bien. No podré usarlo. Te lo aseguro. Tengo hinchados los nudillos. No pasará.

—Lo arreglaremos. George se ocupará de eso.

—George no se ocupará de nada, si puede evitarlo —dijo Agatha con súbita energía. Tosió y se limpió la saliva con el encaje de su camisón—. Muchacha, pide a Francis que se ocupe del asunto. Él lo atenderá bien. Cuando muera te dejaré este anillo.

—No quiero tu anillo —dijo Elizabeth, pero lo dijo con una voz que la anciana no podía oír.

Ese día se sentía muy mal. La situación con Morwenna, y sobre todo con Geoffrey Charles, la había afectado físicamente, y la víspera había visto partir a su hijo en dirección a Cardew; el niño tenía el rostro pálido y colérico, con una expresión que por primera vez le había recordado vívidamente la cara de Francis.

Geoffrey Charles y George siempre se habían llevado muy bien —al principio, George se había esforzado especialmente por hacer buenas migas con el niño— pero la disputa acerca del minero había originado una primera y profunda separación entre ambos. Por supuesto, como aún no había cumplido once años, Geoffrey Charles estaba sujeto a la influencia y las órdenes de los adultos; pero a Elizabeth no le había agradado ver la cólera y la rebelión reflejadas en los ojos de su hijo. Experimentaba el desagradable temor de que la relación entre George y Francis, que había comenzado como una estrecha amistad y había concluido en un agrio sentimiento de enemistad, podía repetirse en el hijo de Francis. La situación conmovía profundamente a Elizabeth, para quien el distanciamiento entre su hijo y su marido podía llevar con el tiempo a la pérdida de la confianza y quizás incluso del amor de Geoffrey Charles.

Elizabeth odiaba a ese hombre que había conseguido conquistar la confianza de Geoffrey Charles; y odiaba a Morwenna, porque había contribuido a crear esa situación.

—… y quiero una nueva gargantilla de azabache —decía la tía Agatha—. La que tengo está rota, y deseo una nueva. Debes comprarla en Truro… oye, ¿adónde vas?

—¡Tengo que marcharme! ¡Necesito ver a George! ¡Y ver cómo está Morwenna! ¡Regresaré! —Era terrible gritar así. Subrayaba falsamente todo lo que se decía.

—Dale ruibarbo. Era lo que yo siempre daba. Mejorará inmediatamente. Estas muchachas… ahora no tienen resistencia.

Continuaba hablando cuando Elizabeth salió y agradecida respiró el aire más fresco del corredor. Y ahora, la segunda visita. También era una obligación. De ningún modo la complacía. Pero por alocada que hubiese sido la inconducta de Morwenna, Elizabeth sentía cierta responsabilidad por su bienestar.

Golpeó, pero no hubo respuesta, de modo que entró. Morwenna, sentada en un sillón, donde había estado dormitando, pareció sobresaltarse. No había dormido durante la noche, y ahora el día cálido la había abatido.

—Por favor, siéntate —dijo Elizabeth—. ¿Te sientes mejor?

—Gracias, Elizabeth. Yo… en realidad, no lo sé. Creo que la que la fiebre desapareció. —Morwenna buscó sus anteojos. Las mejillas aún mostraban rastros de lágrimas secas.

Elizabeth se sentó y manipuló las llaves que colgaban de su cintura.

—Hoy escribiré a tu madre pidiéndole que venga.

—Ya le escribí. Pero es una lástima que deba recorrer tanta distancia. ¿No podrías haberme enviado a casa en carruaje?

—Consideramos más conveniente verla… y explicar la situación. Después de todo, quizás hasta cierto punto somos responsables de lo que ha ocurrido. Así como Geoffrey Charles estaba a tu cuidado, tu madre te puso en esta casa bajo nuestra responsabilidad. Necesitamos explicarle cómo fracasamos… cómo nosotros y tú fracasamos.

—¡Pero no es posible explicar —dijo Morwenna— por qué se acusa a alguien de lo que no hizo!

Era extraño percibir tanta pasión en su voz. Elizabeth se preguntó cómo sería ese joven que podía suscitar tan firme lealtad en personas tan distintas. Quizás en cierto sentido la lealtad y el amor no eran tan diferentes: tanto Geoffrey Charles como Morwenna mostraban distintas formas de inmadurez.

—No debes inquietarte. Aún no se ha condenado a nadie —la tranquilizó Elizabeth.

—¡Pero lo arrestaron! ¿No es eso un castigo? ¡Y lo acusaron de robo! ¡Está en la cárcel esperando que lo sentencien!

—¿Quién te lo dijo?

—Fue… —Morwenna se interrumpió—. Oí decirlo a una persona de esta casa. ¡Dime que no es cierto!

Elizabeth se llevó una mano a la cabeza dolorida.

—Todo se resolverá en un día o dos. Reconocerás que ese joven cometió una grave falta al venir aquí. Intencionadamente se introdujo…

—¡Geoffrey Charles lo invitó! Le escribió pidiéndole que viniese. ¿Qué podía hacer?

—¿Hacer? Podía haber rehusado, pues sabía que le habían prohibido la entrada en la casa. Y con respecto a la biblia…

—Prima, él no la robó. Geoffrey Charles le obligó a aceptarla.

—¿Tú lo viste?

—No. Había salido un momento, pero acababa de regalarle un pañuelo… para que me recordase. Cuando volví, tenía las dos cosas en la mano. No dijo nada… no explicó el asunto de la biblia… no podíamos hablar. ¡No podíamos decirnos una palabra! Tanto me dolía la garganta que no pude tragar. Le hice un gesto, para indicarle que podía salir, y él… me besó y se fue.

Los vencejos de la casa, que se echaban a volar desde los aleros, formaban manchas de sombra sobre la ventana, y piaban y chillaban en el sol de la tarde.

—Querida, lo siento. Todo esto ha sido muy doloroso para ti.

—Pero ¿por qué? —dijo Morwenna, casi sin voz—. ¿Por qué, Elizabeth, no aceptas la palabra de tu hijo? ¿No le crees?

—Por supuesto, se la tendrá en cuenta cuando llegue el momento. En todo esto Geoffrey Charles ha tenido bastante culpa.

—¡Pero no lo citarán! ¡Vosotros lo enviasteis lejos!

—Fue interrogado cuidadosamente antes de partir. Se anotó todo lo que dijo. No temas. Se examinarán todos los aspectos del caso.

Poco después Elizabeth escapó de la habitación y pasó media hora jugando con Valentine que, salvo una leve curvatura en la pierna, ahora había curado del todo.

El instinto maternal era profundo en Elizabeth, pero por diferentes razones su segundo hijo había tardado más que el primero en comprometer su afecto más profundo. Geoffrey Charles siempre había mantenido con ella una relación tan estrecha que separarse de él había representado al principio un tremendo sufrimiento; y la situación era apenas mejor dos años después. Valentine había usurpado el lugar de Geoffrey Charles sin concitar el mismo amor. Pero cuando el niño creció y comenzó a hablar, y sus ojos oscuros brillaban de picardía, y le tironeaba del vestido y los cabellos, ella comenzó a sentir cierta felicidad y bienestar porque podía manipular ese cuerpecito y sabía que era suyo.

Ese día, Elizabeth olvidó temporalmente otras preocupaciones con la ayuda de ese placer, y cuando Polly volvió a llevárselo, la señora de la casa tenía los cabellos y la ropa en desorden, pero parecía más tranquila y ecuánime que antes. Así, después de unos minutos que pasó en su propio cuarto para maquillarse y colorearse las mejillas, bajó a tomar el té con George.

Sam había vuelto al turno de la noche. En el curso de sus tareas cavaba y martillaba, sumido en sus pensamientos, preocupado por cosas que, bien lo sabía, no hubieran debido interesarle.

Casi contra su voluntad, y durante la breve sesión de oraciones que habían realizado unos pocos miembros de la congregación, Sam había ofrecido sus plegarias por la seguridad de Drake, es decir, su seguridad física. Para él, la comunión con Dios era asunto de bienestar espiritual, no material. Trabajaba para vivir, y exhortaba a los demás a hacer lo mismo; pero concluida la jornada, eso debía bastar. Los peligros de esta vida residían en las tentaciones del demonio, no en los azares de la minería, los riesgos de la enfermedad o la opresión ejercida por los codiciosos terratenientes. Lo que importaba sobre todo era lograr que del pozo sagrado manase constantemente el agua viva que refrescaba el alma. La sed y la esperanza suscitaban alegrías muy superiores a las que se originaban en las cosas materiales.

Pero su hermano, que aún no había cumplido veinte años, estaba en grave peligro de muerte. Por menos que eso habían ahorcado a otros. Le pareció que era una ocasión en la cual podía hacerse una excepción, para pedir ayuda a un Dios generoso, que tenía el poder de preservar a Drake un tiempo más en este mundo carnal, si así placía a Su compasión. El ruego era tanto mas urgente —y tanto más legítimo— porque Drake había llegado a vivir en tal descuido de su propia alma que si ahora moría, privado de la gracia, tendría escasas posibilidades de alcanzar la comunión cabal con Dios y con Sus bienaventurados espíritus.

Y así oró, y después descendió a las galerías de la mina, y trabajó ocho horas durante la noche. Él y su compañero de tareas estaban apuntalando uno de los niveles exploratorios de sesenta brazas, excavado por cuatro hombres, que en dirección al sur se alejaban de la veta principal, con la esperanza de descubrir nuevos yacimientos que podían explotarse en el futuro. Era una de las «inversiones» de Ross, un recurso destinado a dar trabajo a más hombres; pero hasta ahora, a semejanza de las restantes galerías, no había aportado nada útil. Jack Greet, el compañero de Sam, observó bromeando que pronto estarían bajo la nueva casa de oraciones de la Wheal Maiden.

A las seis, cuando sonaron las campanas de aviso, Sam estiró su ancha espalda y se echó al hombro las herramientas; después, se agachó y arrastrándose volvió a la galería principal. Finalmente, trepó los trescientos peldaños de las distintas escalas que llevaban a la superficie, y parpadeó en la bruma blanca de la mañana. Permaneció apenas el tiempo necesario para organizar una reunión de lectura de la Biblia esa misma tarde; después, volvió a su casa sobre la colina. El cottage estaba frío y húmedo, y Sam encendió el fuego para prepararse té, cortó una hogaza de pan y con aire reflexivo masticó el alimento antes de acostarse. Permaneció un rato con los ojos abiertos, pensando en Drake y en la última asamblea revivalista, el movimiento que, según esperaba, gracias a la actividad del propio Sam podría propagarse desde su centro en Gwennap.

En cierto modo, el episodio se había opacado un poco en su mente. No sabía por qué, pero lo cierto era que el arresto de Drake había contaminado la mente de Sam, y lo había apartado de la pureza y la gracia. Debía examinar nuevamente su propia conciencia para descubrir dónde estaban la debilidad y el pecado que habían permitido que ocurriese todo eso. Comenzaba a adormecerse, pero Sam todavía no deseaba conciliar el sueño. Abandonó la cama y se arrodilló, y permaneció así media hora, a menudo en actitud de contemplación silenciosa, pero otras veces rezando en voz alta. Finalmente, tranquilizado el corazón, volvió a acostarse y silenciosamente se hundió en un sueño sin imágenes. Durmió tres horas y antes de las once lo despertó una persona que se movía discretamente en la habitación. Medio se sentó, frotándose los ojos para acostumbrarlos a la intensa luz de la mañana, y durante un momento pensó que ahora estaba soñando.

—¡Drake! ¿Eres tú?

—Sí, hermano. Traté de evitar que te despertases. Sam se puso bruscamente de pie y exclamó:

—¡Drake! ¿Te dejaron en libertad?

—Sí, hermano. Me dejaron en libertad.

—¡Bendito sea Dios! Entonces, los jueces comprendieron la verdad cuando tú explicaste las cosas. ¡Dios se ha mostrado compasivo!

—A lo cual digo: Amén. Pero los jueces aún no se han reunido. Retiraron los cargos. No hay acusación. La gente de Trenwith retiró la acusación. Todo ha terminado.

—Prepararé té. Siéntate y descansa. Has pasado momentos muy difíciles. —Pensó que Drake no parecía contento ni mucho menos entusiasmado por su propia liberación. Se le veía tenso, y ojeroso. Normalmente se afeitaba dos veces por semana, pero la barba oscura parecía más densa aún que antes.

—¿Cómo fue? ¿El carcelero te dejó marchar y eso fue todo? ¿No viste a nadie antes de salir?

—Sam, no vi a nadie. Pero el carcelero me dijo que habían estado antes. El capitán Poldark tuvo que ver con esto. No sé cómo, pero consiguió que cambiaran de idea y me dejaran libre. Sam.

—¿Sí, hermano?

—Después de preparar el té, vuelve a dormir. Lamento haberte despertado. Comeré algo, y después iré a Nampara, a ver al capitán Poldark.

—Bien, asunto concluido. Olvídelo. No gaste saliva en agradecimientos. Pero en el futuro evite esta clase de problemas —le dijo Ross.

—Sólo dije la verdad —afirmó Drake—. De veras, recibí esa biblia como regalo. Pero lo que usted hizo lo hizo por ayudarme, y tenía que agradecérselo. Se lo agradezco de todo corazón.

Estaban en el Campo Largo. Después de cabalgar hasta Santa Ana, adonde llegó a las nueve para reunirse con el abogado que venía de Truro, un joven antipático pero astuto llamado Kingsley, que ahora trabajaba asociado con Nat Pearce, Ross había descubierto que se había retirado la acusación contra Drake. De modo que había pagado a Kingsley y, cuando vio desde lejos que Drake salía de su fétido calabozo, había vuelto grupas a su yegua y regresado a su casa sin que el muchacho lo viese. No había pasado una noche tranquila, pues de hecho estaba arriesgando todo su futuro y la felicidad y la prosperidad de su familia; y todo eso, para intimidar a George. Un precio demasiado alto, o la posibilidad de pagar un precio muy alto, para rescatar a un joven irreflexivo y presuntuoso, que se había metido en un aprieto, por lo menos en parte a causa de sus propios actos.

Le había desagradado tener que hacerlo, y le había molestado mucho la necesidad de afrontar la entrevista con George, durante la cual se había renovado la antigua enemistad; y como Drake era el hermano de Demelza, y Ross lo hacía todo por ella, parte de la incomodidad, el desagrado y los sentimientos hostiles que ahora experimentaba, revertían sobre ella. Después de realizar sus propósitos y antes de que en él mismo se manifestase un sentimiento de alivio, había regresado a su hogar, y con palabras bruscas había comunicado a Demelza que su hermano estaba libre; y con la misma brusquedad había interrumpido las expresiones de complacencia y agradecimiento de su esposa. Estaba en el Campo Largo para inspeccionar el heno, y determinar si convenía cortarlo esa semana o dejarlo un poco más. Entonces apareció Drake, pálido y delgado, con su atractivo juvenil, objeto del desagrado de Ross porque era la causa de todas las molestias; de pie y vacilante ante él, o siguiéndolo con paso desmañado mientras Ross atravesaba el campo.

—Creo que me comporté mal —dijo Drake—, pues provoqué problemas entre Nampara y Trenwith. Pero no era esa mi intención.

Evidentemente, antes de acercarse a Ross había visto a Demelza.

—Había problemas antes de que usted viniese. El único error que usted cometió fue enamorarse de una joven de categoría social muy diferente, y en eso, la joven tiene más culpa que usted.

—Oh, no. No tuvo ninguna culpa. Le ruego me perdone; pero lo cierto es que siempre se comportó como una dama.

—Quizás en eso tengamos opiniones diferentes —dijo Ross.

—No, capitán Poldark. No. Y no está bien que ella sufra por mí.

Estaban a mediados de junio, pensó Ross. En todo caso, bastante avanzado el mes. Pero una semana de lluvia moderada, seguida por días de sol, lograría que el heno creciese unos cuantos centímetros. Era miserablemente corto. Pero si cesaba el buen tiempo, podían tener tres semanas seguidas de lluvia. Y viento. En ese caso, las plantas se dispersarían por el campo, más o menos como los cabellos de un borracho a quien acaban de despertar.

Dijo con gesto agrio:

—Bien, ahora usted podrá volver a concentrar toda su atención en la oración. Su hermano estuvo preocupado. Pensó que usted se apartaba de la congregación. La casa de oraciones todavía necesita su techo.

—Me marcho —contestó Drake.

—… ¿Cómo? ¿Adónde?

—Todavía no lo sé. Estuve pensando. Pero lo cierto es que aquí provoqué dificultades, y eso no está bien.

—¿Volverá a Illuggan?

—No…

—Creo que su hermano se sentirá decepcionado. Y lo mismo digo de su hermana.

El muchacho descargó un puntapié sobre una piedra, entre el pasto.

—Capitán Poldark, tengo que ausentarme un tiempo. Así me tranquilizaré.

—Bien, cuide dónde pone el pie. Ni siquiera los artesanos encuentran trabajo; y sólo su propia parroquia aceptará ayudarle.

—Sí, ya lo sé.

—Convertirse en vagabundo es muy peligroso. En Redruth hace poco vi un grupo conducido por la calle principal. El único delito que esa gente había cometido era que no pertenecían a la ciudad; y por eso los despachaban a la población más cercana. Y puede presumirse que allí habrán recibido el mismo trato.

—A decir verdad —afirmó Drake—, no creo que me preocupe lo que ocurra. Mientras pueda olvidar…

Ross miró al joven. ¿Melodrama? El sufrimiento del amor adolescente: en unos pocos meses lo olvidaría todo, incluso las dificultades que él mismo había provocado. Y andaría por ahí, cantando y silbando, como si nada hubiese ocurrido.

Quizá, pero no siempre el primer amor era superficial. El de Ross había persistido muchos años. El de Demelza nunca había variado. Ese muchacho se parecía demasiado a su hermana.

—¿Cree que conviene cortar ahora este heno o más vale esperar un par de semanas? —le preguntó Ross.

—¿Cómo?

—Este campo. ¿Habría que cosechar ahora?

Drake permaneció tanto tiempo mirando el campo que Ross pensó que jamás contestaría.

—¿Qué hará después?

—¿Con el campo? Lo usaré para pastoreo.

—En ese caso no hay prisa, ¿verdad? El heno no se echa a perder porque se lo deje sobre la tierra. No es como el trigo.

Comenzaron a regresar lentamente hacia la casa.

—Debo irme —dijo Drake cuando se acercaron al portón—. Ahora no quiero hablar con nadie.

—¿Le agradaría venir a Francia conmigo? —preguntó Ross.

—¿Qué?

—Voy a Francia. ¿Querría acompañarme?

—¿A… a Francia?

—Sí. Me acompañarán siete u ocho hombres de este distrito. Participaremos de un desembarco francés.

—Yo… ¿Cuándo parten?

—El domingo o el lunes. Salimos de Falmouth.

Drake continuó caminando en silencio.

—No fue más que una idea —dijo Ross con un sentimiento de alivio—. Olvídelo.

—Sí… —dijo Drake—. Me agradaría ir.

—Le advierto que no será una experiencia religiosa. Los franceses son muy… inconvertibles. Y lo mismo puede decirse de la mayoría de mis compañeros.

—Sí —dijo Drake—. Iré.