Capítulo 4

Cabalgaron hasta la entrada de Trenwith formando una extraña procesión; una pareja contradictoria, pero en el fondo bastante armónica: dos hombres corpulentos, las piernas colgando a ambos lados de los ponys; el caballero errante y su sórdido escudero. Por lo menos, Don Quijote había montado un caballo.

Abrió la puerta uno de los criados a quien Ross había increpado en la cocina la Navidad precedente. Miró sobresaltado al hombre que tenía frente a sí. Ross le dijo que comunicase a su amo que había llegado, y que deseaba una breve entrevista. El criado les cerró la puerta en la cara, y estuvo ausente casi los cinco minutos solicitados por Ross. Después, abrió apenas la puerta y les dijo que el amo no estaba en casa para ellos.

—Ve a decir a tu amo —dijo Ross—, que he venido en paz. No pienso hacerle daño ni destruir la casa, pero quiero hablarle por un asunto urgente, y si él rehúsa recibirme no me marcharé.

El criado vaciló un momento.

—Tampoco —agregó Ross, volviendo los ojos hacia Tholly—, me obligarán a salir de aquí.

Tholly, que aún no había desmontado, apoyó en el hombro el viejo mosquete, y silbó entre los dientes rotos.

El criado volvió a cerrar la puerta.

Esperaron. Los ojos brillantes de Tholly examinaron la digna fachada de la antigua casa, y los jardines bien cuidados; las construcciones de la granja, los prados, las flores, el estanque ornamental.

—Hermosa propiedad —observó.

—Sí —contestó Ross.

—Recuerdo la época en que aquí vivía tu tío; no se ocupaba de los jardines. —Ninguno de los dos había dicho una palabra acerca del objeto de la visita.

Una liebre parda atravesó corriendo uno de los campos cercanos. Sobre un árbol, a pocos metros, había varias perdices. Tholly se lamió los labios.

—Y está bien abastecida.

Volvió a abrirse la puerta.

—El amo le recibirá… solo.

—Tholly, espera aquí. Si te necesito te llamaré desde la ventana.

Tholly sonrió y alzó el gancho.

—Si me necesitas, iré en seguida.

Ross fue llevado a una pequeña habitación del primer piso que había sido el estudio de su tío Charles. Allí casi nada había cambiado. George estaba sentado, trabajando frente a un escritorio. De pie, al lado del escritorio, estaba Tankard, alto y bizqueante. George vestía una bata floreada con botones cerrados hasta el cuello. No miró a Ross cuando este entró, y en cambio continuó escribiendo. Tankard miró cautelosamente al visitante. La última vez que se habían encontrado en la casa, Tankard se había visto obligado a buscar refugio bajo una mesa, mientras George y Ross ventilaban a golpes su enemistad.

Tankard se humedeció los labios.

—¿Usted deseaba ver al señor Warleggan?

Ross no le hizo caso. Alzó ambos brazos.

—George, vine en son de paz. Y te prometo que en esta visita no habrá violencia a menos que se me provoque. Por lo demás, sólo te pido diez minutos.

—George dijo a Tankard:

—Pregunte a este hombre qué desea.

Con un gesto Ross obligó a callar a Tankard; después, se sentó y cruzó las piernas.

—Lo que deseo debo ventilarlo contigo, George, no con tu abogado. Preferiría hablar en privado, pero si insistes en tener aquí a tu consejero legal, no puedo impedirlo.

—Di lo que tengas que decir.

—Cuando hayas terminado de escribir.

La pluma continuó rasgando el papel. Ross recogió un libro depositado sobre una mesita y lo hojeó distraídamente.

La pluma dejó de escribir.

—¿Bien?

—Un joven llamado Drake Carne fue acusado de robar una biblia en esta casa. Ahora está en una desagradable celda de Santa Ana, esperando la reunión de los magistrados, que según entiendo debe realizarse mañana.

Por primera vez George alzó los ojos, que recorrieron impersonalmente las raídas ropas de montar de Ross.

—Así es.

—Lo que quizá no sabes es que esa biblia fue regalada a Drake Carne por su dueño, tu hijastro Geoffrey Charles. Se separaron después de una prolongada amistad —una amistad prohibida por ti— y Geoffrey Charles quiso que Carne se llevase un recuerdo. Obligó a Carne a aceptar el regalo, y así el joven se llevó la biblia a su casa.

—No es eso lo que yo oí.

—Ocurre que es la verdad.

—Sin duda es la versión que Carne presentará ahora a los jueces.

—¿Preguntaste a Geoffrey Charles?

—El niño es un menor, y es fácil jugar con sus sentimientos. No dudo de que dirá lo que sea necesario para salvar a su miserable amigo. Pero el hecho indiscutible parece ser que el martes, cuando yo no estaba, Carne consiguió entrar en esta casa… contraviniendo mis órdenes explícitas. En otras palabras, cometió la violación más flagrante y culpable, un hecho que en sí mismo merece el castigo de la ley. Y una vez aquí, manipuló los sentimientos del niño para convencerlo de que no renunciara a esa supuesta amistad, y la mantuviese a pesar de mi veto. —George pasó el pulgar sobre las plumas del lápiz—. Cuando Carne fracasó, pues Geoffrey Charles había aceptado sinceramente que esa amistad debía concluir, intencionadamente se embolsó la biblia y salió de la casa con la intención de venderla en la primera oportunidad. Por mera casualidad se advirtió la falta de la biblia: mi esposa —que la había regalado a su hijo el día del bautismo— vio que no estaba sobre la mesita de luz, y le preguntó qué había ocurrido. Después de un severo interrogatorio se reveló la sórdida historia. Pero nadie habló de regalo. Fue robo liso y llano. Una vez revelado el asunto, el señor Tankard fue con el agente Vage al cottage de Carne, en tu propiedad, y allí descubrió la biblia, oculta bajo la cama. Lo sorprendieron con las manos en la masa, y sé que los restantes jueces opinarán lo mismo.

Ross se inclinaba a concordar con George. Este había conseguido presentar un caso muy satisfactorio. Las fallas evidentes de la argumentación podían controlarse en cierta medida. Tankard se apoyaba primero en una pierna y después en la otra, y Ross se preguntó cómo lograba sostenerse sobre esos zancos huesudos.

—Imagino que se llamará a Geoffrey Charles para que confirme la acusación.

—Es menor, y tiene un carácter histérico. De nada le servirá a tu… amigo.

—Cuñado.

—Sí, si te interesa aceptar el parentesco. Tu cuñado. No conozco a ese hombre, pero quizá también él tiene un carácter histérico… a menudo es el caso de estos metodistas. Tal vez robó la biblia movido por el impulso de vengarse de los habitantes de esta casa que se oponían a su amistad. Ahora sospecho que fue responsable de otras insolencias que soporté este verano. Pero dejemos eso. No podrá modificar el resultado del caso.

—El joven Carne parece sentir mucho afecto por Geoffrey Charles… y el niño por él.

—Intentó influir sobre un niño impresionable. Una presunción intolerable.

—¿Sin duda te refieres a la diferencia de posición social?

—Sí.

—Pero otros también han aspirado a elevarse socialmente. Por ejemplo, tú mismo.

Después de decirlo, Ross lamentó sus palabras, porque frustraban la esperanza de un compromiso. Sin embargo, ¿el propio George no había indicado que no había ninguna esperanza en ese sentido?

George había palidecido intensamente.

—Enseñe la puerta a este supuesto caballero.

—Un minuto. Aún no he terminado…

—Bien, yo sí he terminado. Prometiste que no habría violencia, y en cuanto es posible suponer que cumplirás tu palabra, espero que saldrás sin ofrecer resistencia.

—Vine —dijo Ross— con espíritu conciliador. Lo cual quizá te parezca improbable, en vista de lo que acabo de decir; y para atenerme a mi intención primitiva retiro mis palabras y te pido disculpas. George, no simpatizo contigo, ni tú simpatizas conmigo. Pero aunque ninguno de nosotros lo desee, estamos emparentados. No elegí ese parentesco, y sin duda tú lo aceptaste con desagrado, pero así están las cosas. El hijo de mi primo es tu hijastro, y es el eje de esta disputa; si ocurriese lo mismo entre dos familias cualesquiera de la región, estoy seguro de que se resolvería el problema con espíritu más o menos amistoso, y sin más que algunas palabras duras. Por eso tenía la esperanza de que incluso entre nosotros —y si no por nosotros mismos, al menos por el bien de nuestras respectivas esposas— podría acordarse un arreglo extrajudicial, por así decirlo, evitando muchas murmuraciones poco gratas.

—Me temo que los sentimientos de tu esposa no me interesan. Ya deberías saberlo.

Ross contuvo su cólera.

—¿Y Elizabeth? ¿Tampoco ella te preocupa? —Este asunto no le interesa.

—Creo que le interesa, pues su prima, la señorita Chynoweth, está muy comprometida en esto.

George se acarició el mentón.

—Tankard, hágame el favor de bajar y decir a la señora Warleggan que me reuniré con ella dentro de cinco minutos. Y ordene a los hermanos Harry que vigilen al acompañante de este hombre. No queremos que se pasee por el jardín.

Después que el abogado se marchó, George dijo:

—Puesto que deseas mezclar en esto el nombre de la señorita Chynoweth, debo informarte que tampoco ella servirá de nada a tu cuñado. Defenderé su reputación en la medida de lo posible, pero no hasta el extremo de retirar la acusación; por lo tanto, puedes desechar la idea de que extorsionándome obtendrás mi silencio.

Permanecieron así unos minutos, y después Ross dijo:

—Abrigas la esperanza de casar bien a la señorita Chynoweth, ¿no es así? Aunque ese hombre no me agrada, Whitworth sería un buen partido para ella. ¿Vale la pena destruir la posibilidad de esa unión y quizás arruinar la vida de la joven sólo por tratar de castigar a un muchacho cuyo único pecado fue el exceso de presunción?

—El compromiso de la señorita Chynoweth con el señor Whitworth ya no existe. Me consideré obligado a escribirle y explicarle que ella había arriesgado su reputación con otro hombre. Por supuesto, es una comunicación confidencial y él tendrá que respetarla en ese carácter. Pero la señorita Chynoweth volverá a casa de su madre en Bodmin. Su futuro ya no me interesa. Tampoco interesa a mi esposa. Nada perderíamos con tus revelaciones poco caballerescas. La única perjudicada sería la señorita Chynoweth.

Ross se miró las botas. Una escama de lodo seco había caído sobre la descolorida alfombra turca. El recuerdo del tío Charles, que tantas veces había ocupado el asiento donde ahora se sentaba George, estertoroso y enorme, eructando suavemente mientras revisaba las cuentas mal llevadas de su propiedad. A veces él y Francis, dos jovencitos altos y delgados, subían al despacho para pedirle un favor al amo, y Charles estaba allí medio dormido, un perro bajo los pies, un botellón de oporto al lado.

Ross dijo:

—¿Recuerdas que vine a veros durante la Navidad del 93? Estabais cenando, y yo entré y hablamos acerca de la necesidad de vivir en paz. ¿Recuerdas que hice una oferta de paz, y te hablé de las consecuencias que sobrevendrían si buscabas querella?

—No me interesan tus amenazas.

—No fueron amenazas, sólo… promesas.

Se hizo de nuevo el silencio. Hacía mucho que los dos hombres no estaban solos como ahora. Sus cambios de palabras o de golpes siempre habían sobrevenido en presencia de otras personas. Ross recordó la ocasión en que ambos habían salido de una subasta, y caminado juntos por una calle de Truro; pero de eso hacía mucho. Ahora estaban solos, pero cada uno era hostil al otro; y se sentían menos cómodos que nunca. En cierto sentido, la enemistad que los separaba solía expresarse en actitudes que se mantenían más fácilmente frente a otros. No era tanto lo que otros esperaban, como lo que ellos esperaban de sí mismos. Pero ahora no había público. La antipatía podía ser más honda que el río más profundo: pero no debía manifestarse de un modo tan convencional.

De pronto, Ross dijo:

—George, déjalo en libertad.

George movió la cabeza, una sola vez, en actitud de fría negativa. Un emperador romano que ha rehusado modificar un decreto.

Ross insistió:

—Afronta la realidad… esta es una tormenta en un vaso de agua. Si el asunto continúa, puedes perder tanto como yo.

—Hay una acusación contra el muchacho. Estás perdiendo el tiempo.

—Respeto tu inteligencia. Sé que nunca cometerás el error de creer que, si nos enfrentamos, me atendré a principios morales o de cualquier otro tipo. Quizá tú desprecies a mi clase, pero lo cierto es que yo jamás me atuve a sus normas.

—¿Y? ¿Qué quieres decir?

—Que debes retirar la acusación. Eres magistrado, y puedes hacerlo. Déjalo en libertad y olvida el asunto. No es tu victoria ni la mía… sólo la del sentido común.

George movió la cabeza.

—Las amenazas son para los prepotentes; y tú no cederás a ellas. Lo sé. —Dijo Ross—. Pero si mañana se ventila el caso, me ocuparé de tener los servicios de un buen abogado, y de lograr que se absuelva al muchacho. Citarán a Geoffrey Charles.

—Geoffrey Charles está en Cardew. Lo enviamos el miércoles. Mis padres lo cuidan, pues está agotado y enfermo. Su testimonio no sería fidedigno.

—También citarán a la señorita Chynoweth. Aunque la pequeña Elizabeth se interese mucho o poco por ella, no le agradará que la reputación de la joven quede destrozada ante los ojos de sus vecinos y tus colegas de la magistratura.

—No te agradecerá esa actitud, Ross, pero si deseas proceder así no puedo impedirlo.

Ross respiró hondo.

—Que así sea. Mira… personalmente no tengo mucho interés en el asunto.

—En ese caso, déjalo, y permite que la ley siga su curso…

—Pero Demelza se interesa en esto, y por lo tanto yo también estoy comprometido… aunque de mala gana. He hablado con Drake Carne y estoy convencido que dice la verdad cuando afirma que Geoffrey Charles le regaló la biblia. Por lo tanto, si se mantiene la acusación, consideraré el asunto como una verdadera injusticia maquinada intencionadamente por ti… y por lo tanto, una declaración de guerra que he intentado evitar.

George volvió una página de la carta que había estado escribiendo, y acarició el papel, pero no habló.

—Por consiguiente, si declaran culpable al muchacho y lo sentencian, de hecho estarás obligándome a anular la promesa que te hice hace dos años… porque ya no desearé mantenerla. —Ross hizo una pausa, meditando lo que debía decir para expresar su verdadera intención. Todos sus instintos estaban contra la confrontación explícita. Dijo brevemente—: Ahora hay mucha inquietud en los mineros.

—Hay inquietud por doquier.

—Pienso que hasta ahora la región se ha mantenido en calma. Y creo que mi influencia en este distrito contribuyó a serenar los ánimos. No la tuya, George. Ciertamente, no tu influencia. Después de la clausura de la Leisure, te has convertido en el hombre más impopular de la región.

George se puso de pie.

—¡Oh, fuera de mi casa! ¡Este melodrama no beneficiará a nadie!

—Un momento. Casi he terminado. No es mi intención hacer melodrama; pero quiero señalarte lo que ya te dije una vez: cuando viniste a vivir aquí hasta cierto punto te convertiste en rehén. Con casi todo lo que hiciste —la clausura de los antiguos senderos, el cercamiento de terrenos de uso común, la destrucción de la casa de oraciones y la paralización de la Wheal Leisure cuando aún daba ganancias— te convertiste en una persona impopular entre los mineros y el pueblo común. Por lo que sé, no entre los caballeros, cuya buena opinión te interesa mucho. Pero sí en el resto. Por ahora esa impopularidad no tiene un eje, un núcleo que le permita crecer y desarrollarse. Si este joven va a la cárcel, el episodio será ese núcleo.

George se acercó a la ventana y arregló los pliegues de la cortina.

—No te engañes. Esa clase de violencia de la turba ya no es eficaz en el condado.

Ross se golpeó la bota y desprendió más lodo, que fue a caer sobre la alfombra.

—George, rara vez ha sido así. Rara vez ha podido hablarse de violencia de la turba. Los disturbios, si así quieres llamarlos, hasta ahora han sido bastante pacíficos. Cuando los hombres consiguen lo que desean, generalmente vuelven a sus casas. Pero como tú bien sabes, es difícil controlar una turba. Las que vimos hasta ahora están formadas por hombres hambrientos y desesperados, no por individuos coléricos y borrachos. ¿Presenciaste jamás un día de pago, incluso en mi pequeña mina? Es difícil impedir que los hombres que tienen un poco de dinero vayan corriendo a las tabernas para gastarlo. Generalmente se emborrachan con bastante discreción, y las grescas son apenas momentáneas. Pero si se los incita, fácilmente pueden formar una turba alcoholizada. Y si se orienta el disturbio hacia determinado objetivo, los desórdenes pueden ser violentos y muy desagradables.

—¿Amenazas? —dijo George—. ¿Dices que esas son promesas? Son amenazas del peor género, y no te atreverás a cumplirlas. En vista de tu reputación, y de la alarma que reina en el país en todo lo que se relaciona con la preservación de la ley y el orden, te ahorcarían.

—Bien… —Ross se encogió de hombros—. Llámalo amenaza, si así lo deseas. Pero, George, no hay testigos. Te apresuraste demasiado a ordenar a tu abogado que se retirase. Si hay disturbios, trataré de mantenerme en un discreto segundo plano.

—¿Y que otros paguen por ti? ¡Así habla el caballeresco jefe de los pobres!

—En esto no soy un caballeresco jefe de los pobres. Ya te dije que no estoy dispuesto a conducirme como un caballero. En este asunto, lucho contra ti por la libertad de un muchacho tonto que por desgracia es también mi cuñado. Eso es todo.

George se volvió y juntó los hombros.

—Tratas de intimidarme con una amenaza vacía. Jamás te atreverías a hacerlo. ¡Ni pensarlo! ¡Vuelve a casa con tu inculta esposa, ocúpate de tu minúscula mina y olvida esas ilusiones!

También Ross se puso de pie, pero los dos hombres se mantuvieron separados por el ancho de la habitación.

—George, no puedo decirte si es una amenaza vacía… hasta que lo intente. Han pasado seis años desde la última vez que incité a una turba. Y esa vez logré mi propósito. Quizás ahora fracase. Si fracasara, obtendrías lo que deseas… esta conspiración para castigar al joven Carne; y no afrontarías nada peor que unas empalizadas destruidas y unos pocos árboles descuajados. Pero si tuviese éxito, perderían la vida algunos habitantes de la casa y también varios mineros. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir durante una noche de disturbios? Quizá de esta espléndida residencia sólo queden unos pocos animales asustados, y algunas paredes incendiadas.

Se miraron fijamente.

—No creo que hables en serio.

—No he venido aquí para bromear.

—En ese caso, hazlo —dijo George, el rostro muy pálido—. Eso es todo. Hazlo.

—Abrigo la esperanza de que no me obligues a intentarlo. Alguien golpeó a la puerta.

—Un momento —dijo George.

Ross caminó unos pasos y apoyó las manos sobre el escritorio.

—No creo que mis… promesas te asusten. Y no es ese mi propósito. Pero sopesa las alternativas. ¿Vale la pena el riesgo para obtener una mezquina venganza? Creo que ambos tenemos cierto coraje… no nos acobardamos fácilmente. Pero entre nosotros hay una diferencia. Tú tienes un juicio más sereno y una visión más equilibrada de la vida. Yo soy un jugador. Si crees que he proferido una amenaza vacía, deséchala. Pero desentenderse del asunto sería el gesto de un jugador, no del individuo ponderado que según creo tú eres. Y yo, que soy un jugador, me sentiré obligado a cubrir mi apuesta.

—¿Has terminado?

—Sí, he terminado.

—En ese caso, vete.

—Por el bien de ambos, espero que sepas elegir.

Tankard estaba en la puerta, pero Ross pasó frente a él sin prestarle atención, siguió por el corredor y bajó la escalera. Una criada desapareció por una puerta; no vio a nadie más.

Tregirls lo saludó con su sonrisa de dientes ennegrecidos.

—¿Sano y salvo, joven capitán?

Como respuesta, Ross gruñó algo ininteligible. Cuando se alejaron por el sendero, una bandada de gaviotas levantó vuelo desde un campo cercano, salpicando el cielo con sus alas blancas.

La tensión comenzó a atenuarse, y Ross sintió el cuerpo húmedo de transpiración. Se preguntó si George estaría reaccionando del mismo modo. Ignoraba si su intervención había servido de algo, pero comprendió que podía encontrarse en una situación mucho peor si George aceptaba el desafío; ahora estaba comprometido a cumplir la amenaza, con sus incalculables consecuencias. Sabía que si bien Demelza deseaba intensamente salvar a Drake, jamás habría aceptado el riesgo que él afrontaba ahora; y si se enteraba de la actitud de Ross, sin duda, la condenaría. Además, si Ross intentaba cumplir sus amenazas, ella se opondría con todas sus fuerzas.

Más aun, era posible que al amenazar hubiese seguido el juego de George. Si los revoltosos provocaban disturbios y dañaban o destruían la casa, George podía pensar que el episodio no era un precio muy elevado para lograr que los jueces condenaran de una vez a Ross Poldark. En realidad, ¿cómo era posible dirigir a los rebeldes sin manifestar la propia presencia? Algunos hombres como el espectral individuo que ahora cabalgaba con él de buena gana provocarían desórdenes si Ross los invitaba; pero, a pesar de todas sus afirmaciones, ¿Ross realmente podía aceptar que los acusaran y cargaran con toda la responsabilidad? Por otra parte, hombre prevenido valía por dos. Si sentenciaban a Drake y George preveía represalias, no dejaría de reunir fuerzas en su propiedad. Media docena de guardias y criados, decididos y armados con mosquetes, podían hacer mucho para detener a una turba.

Todo el episodio era un embrollo infernal, y quizá con su intervención él había empeorado la situación. A decir verdad, todo dependía ahora de su interpretación del carácter de George. Era un hombre prudente y frío, que se había enriquecido y cuya fortuna crecía constantemente, que alentaba la ambición de ejercer poder en el condado, que deseaba adquirir prestigio en la clase alta; un hombre acostumbrado a usar dinero para sus propios fines, para obtener ciertas ventajas y más aún para saldar viejas cuentas. Pero no un hombre violento. A su juicio, la violencia era un recurso anticuado, una costumbre medieval y despreciable. En el mundo moderno uno realizaba sus propósitos con medios muy distintos. Ciertamente, no era cobarde, pero tenía mucho que perder si se complicaba en un episodio tan grosero y peligroso. Cabía esperar que se sintiese suficientemente seguro de sí mismo, y no necesitara afrontar la amenaza por temor de que se lo creyese miedoso. Cabía esperarlo.

Pero hasta el día siguiente sería imposible saber algo. Entretanto, había que resolver otros aspectos de la situación. Si no se retiraba la acusación, cabía la esperanza —por remota que fuese de conseguir un fallo absolutorio. Eso dependía de la personalidad de los jueces que debían reunirse al día siguiente, y de la medida en que pudiesen ser influidos por una defensa eficaz.

Sería un hecho casi sin precedentes preparar una defensa en escala tan amplia; pero después del fiasco de Jim Carter, Ross no estaba dispuesto a confiar nada a su propia capacidad de persuasión. Por lo tanto, era necesario conseguir un abogado, y el más cercano estaba en Truro. El viejo Nat Pearce estaba muy envejecido para ser útil; pero Harris Pascoe conocería el nombre de un profesional joven y prometedor. Sería necesario contratar sus servicios. Y tenía que verlo ese mismo día.

—Tholly —dijo Ross—. Aquí nos separamos. Te pagaré el tiempo que perdiste la próxima vez que nos veamos.

—¿El domingo?

—¿Eh?

—Dijiste que sería el domingo.

—Oh… sí. Lo había olvidado. Se acerca el día. Tregirls lo miró atentamente.

—¿Imagino que no habrán cambiado los planes?

—Quizá postergue la partida hasta el lunes. Depende. En todo caso, no pensamos zarpar antes de la mañana del martes.

—Sí, está bien. —Tholly sofrenó su pony—. Es lo que dijiste antes. ¿Los demás caminarán? Que lleguen antes que yo. Joven capitán, nunca me gustó mucho caminar. Cuatro patas siempre son mejores que dos. Pero me agradará sentir de nuevo bajo los pies la cubierta de un barco. Dos años es mucho tiempo.