Sam había pasado una semana magnífica en Gwennap, y sólo cuando el fervor comenzó a atenuarse decidió regresar a su casa. Hacía buen tiempo para caminar, y se sentía tan feliz y tan alegre por lo que el Señor había obtenido en tan poco tiempo, que en el camino comenzó a gritar varias veces. La gente que trabajaba en los campos, bastante lejos, viejos encorvados, muchachas con sombreros de paja, niños que rebuscaban en los pastos, alzó la cabeza y lo miró. Seguramente creyeron que estaba loco.
Pero no era locura, sólo la dulce alegría de unirse con Cristo. En Gwennap había visto maravillas tales que sólo podían atribuirse al espíritu del Señor que influía vigorosamente sobre la región. Y eso aún no había concluido. De ello estaba convencido. Quizás había terminado el episodio de Gwennap, aunque tal vez temporalmente, porque se había cumplido una tarea que perduraría mucho tiempo. Pero cuando comenzaban a manifestarse, el espíritu y la gracia del Espíritu Santo eran como un incendio en los matorrales. Ardía y parecía extinguirse, y de pronto brotaba en otro sitio. El gran movimiento revivalista había comenzado esta vez en Redruth, y después de pocos días había pasado a Gwennap; y de allí, podía trasladarse súbitamente a Saint Austell o Penzance. Incluso era posible que ardiese y llamease en las pequeñas aldeas costeras de Grambler y Sawle ¿Quién podía decirlo? ¿Quién sabía lo que podía hacer una sola e indigna criatura como él mismo, si estaba imbuida de fe y unida con el Esposo celestial?
Mientras se acercaba a su cottage, comprendió que su fe había sido siempre muy escasa, que no sólo debía acicatearse él mismo, sino también persuadir a hacer lo propio a su pequeño rebaño. Si por lo menos Drake pudiese liberarse de las poderosas sugerencias del demonio, y recuperar la verdadera belleza de la bendición, nadie sabía —o sólo lo sabía uno— lo que podían llegar a hacer. Decidió que ante todo debía examinar su propio corazón y descubrir la debilidad carnal que quizá le había impedido ejercer influencia suficiente sobre Drake para devolverlo a la sensibilidad integral de la vida espiritual. Quizás el error aún anidaba en él mismo. Sólo la oración —sólo muchas horas de rodillas ante su Hacedor— le abrirían las puertas del conocimiento de sí mismo. Si lograba persuadir a Drake de que compartiese esos momentos de plegaria. Y después, ¿a cuántos más podrían convencer? La fe podría obrar milagros. La fe obraba milagros. Lo había visto toda la semana con sus ojos deslumbrados.
Pero a veces el mundo de la carne y la materia se manifestaba con toda su fuerza, y ni siquiera un hombre como Sam podía desentenderse. Quizá su corazón desbordaba santidad, pero pese a todo las fuerzas materiales y espirituales del mal habrían de agobiarlo ese día, imponiéndose a su mente y expulsando, por lo menos momentáneamente, la idea de infundir nueva vida a las aldeas de Grambler y Sawle. Eran las siete pasadas cuando llegó a su casa. Una bota le lastimaba los dedos del pie, tenía hambre y sed, estaba cansado, y deseaba compartir el pan con Drake y hablarle de la salvación de tantas almas. Pero Drake no estaba. Había sido un hermoso día, pero ahora llovía sobre el mar y las dunas, y la lluvia probablemente se extendería tierras adentro en pocos minutos. El sol estaba medio oculto por las nubes, pero sobre los páramos y los campos que se extendían detrás, a veces se derramaba una luz dorada.
Sam bebió un largo trago de agua y había cortado un pedazo de pan y un trozo de queso cuando oyó un golpe en la puerta y al volver los ojos vio de pie a Bob Baragwanath. Bob era el padre de Charlie, y Sam había rezado con ellos durante la agonía de Charlie. A decir verdad, Bob no era muy inteligente, y no comprendía bien todo lo que Sam había hecho y dicho; pero apreciaba el gesto.
—Tu hermano —dijo.
—¿Sí? ¿Drake? ¿Qué pasa? ¿Dejó un mensaje?
—No. No hay mensaje. Lo llevaron. Lo llevaron hace una hora. Sí, lo llevaron hace una hora.
Sam dejó el pan.
—¿Qué pasa, Bob? ¿Llevaron a Drake? ¿Adónde lo llevaron?
—El policía… el policía Vage. Se lo llevó hace una hora. Lo llevó a la cárcel. A Santa Ana, a la cárcel de Santa Ana.
—¿A Drake? ¿A la cárcel? ¿Por qué? ¿El policía Vage? Oye… ¿lo viste?
—Sí. Lo vi con mis propios ojos. Lo llevaron por robar. Eso dijo el policía. ¡Por robar! Lo llevaron por robar.
Estaban terminando de cenar cuando llegó Sam. Esos días tan luminosos almorzaban menos copiosamente que en invierno y por lo tanto la cena se convertía en una comida más importante. Había sido una comida silenciosa, como la mayoría últimamente a medida que se acercaba el momento de la partida de Ross para Francia. Demelza no había tomado a mal la decisión de Ross pero la cercanía del momento ensombrecía su buen ánimo. No charlaba como de costumbre acerca del jardín, ni le concedía el beneficio de sus conjeturas acerca de los pensamientos de Garrick cuando ella le quitaba de las fauces el conejo, ni le describía los movimientos de un pinzón cuando el pájaro picoteaba las semillas de una vaina de dientes de león. Se mostraba poco comunicativa, y por su propio carácter Ross no era muy dado a la conversación intrascendente. En resumen, había sido una comida silenciosa.
Entonces se presentó el hermano de Demelza para informarles de que habían arrestado a Drake, acusado de robo.
Demelza se puso de pie y lo miró fijamente.
—¿Robo? ¿Drake? Sam, es imposible.
—Sí, hermana, es imposible que haya robado, pero no imposible que lo acusaran.
—¿Se le acusa de haber robado qué?
—Bien, es difícil saber la verdad, pero vi a Aart Curnow, que fue el testigo de la detención, y el policía dijo que lo acusan de robar una biblia… una Biblia con cierre de plata… perteneciente a la casa Trenwith.
—¿La casa Trenwith? Pero ¿cuándo? Hace varias semanas que no se acerca a Trenwith; desde que George… desde que volvió el señor Warleggan.
—Hermana, desconozco la verdad. Sólo repito lo que oí. Solamente sé que se llevaron a Drake a la cárcel de Santa Ana, y que lo encerraron como si fuese un delincuente.
Ross también se había puesto de pie, pero ahora se apartó de ellos para disimular la irritación que se expresaba en su rostro.
—¿Sabes quién presentó la acusación?
—Creo que el señor Warleggan.
De modo que era eso. El señor Warleggan. Y como el muchacho era hermano de Demelza, sin duda presionaría con toda su fuerza y con auténtico placer. Y él, Ross, ¿cómo evitaría complicarse en el asunto, y sobre todo evitar que Demelza se mezclase en ello mientras él estaba lejos? Irritante. Más que nunca lamentó no haber adoptado una posición firme con los muchachos el mismo día de la primera visita, y no haberlos devuelto a Illuggan, donde hubieran debido quedarse. En esa ocasión había advertido a Demelza que más tarde o más temprano sus hermanos podían molestarla, pues se casarían con jóvenes de la región y quizá frustrarían las ambiciones sociales de la hermana. Pero jamás se le había ocurrido la idea de que uno de ellos pudiese enamorarse de la prima de Elizabeth. Y ahora, arrestado por robo… ¡nada menos que por el robo de una biblia!
De todos modos, ahora no podía mostrar a Demelza la irritación que sentía. Ella ya soportaba una carga bastante pesada, y no era lógico que Ross le agregase sus propios extravíos y sus rarezas, los sentimientos de lealtad que lo inducían a adoptar ciertas actitudes, y ese espíritu inquieto y díscolo que estaba en el fondo de su viaje a Francia. No podía aspirar a la indulgencia de Demelza en todo lo que se proponía hacer si no demostraba hacia ella una indulgencia análoga.
Ross dijo:
—El señor y la señora Warleggan se ausentaron unos días. ¿Usted cree que Drake los aprovechó para ir a Trenwith?
—No lo sé, capitán Poldark. Yo mismo me ausenté por asuntos religiosos. Acabo de regresar.
—¿Sabe si Drake vio a la señorita Chynoweth las últimas semanas?
—La vio dos o tres veces en la iglesia de Sawle, el domingo por la tarde. Pero se descubrió todo, y hubo una gran escena en Trenwith… a principios de este mes. De modo que después no volvió a verlos. Según creo, se dijo que la señorita Chynoweth saldría de Trenwith.
—Oí decir —afirmó Demelza— que George se propone casar a la señorita Chynoweth con un tal Whitworth, de Truro. El reverendo Whitworth.
—¿Qué? ¿Osborne Whitworth, el hijo del juez Whitworth?
—Creo que sí. Un matrimonio conveniente para ella. De modo que hubo una situación muy desagradable cuando se descubrió su amistad con Drake.
—Un charlatán vanidoso. Seguramente lo recuerdas. Varias veces se acercó a ti, pero generalmente se vio desplazado por Hugh Bodrugan y John Treneglos.
—Lo recuerdo —dijo Demelza.
—Pero ¿quién te dijo eso?
—Drake. La semana pasada. Cuando vino a recibir su lección de gramática.
Ross contempló su porción inconclusa de tarta de fresas.
—Esa acusación probablemente es falsa, ¿verdad?
—¡Por supuesto! —exclamó Demelza—. Drake no roba.
—¡Jamás! —agregó Sam.
—Sí, bien… todo eso está muy bien, pero ha sido acusado. Seguramente tienen pruebas, por endebles que sean. Lo irritante del asunto es que si los Warleggan están en esto, será difícil convencerlos de que abandonen el caso. Otros se mostrarían accesibles. Pero ellos no. Sam, bien puedes lamentar tu relación con los Poldark.
—Quizá, si voy a verlos personalmente… —contestó Sam.
—Nada de eso. Le recibirán mal y tratarán peor. No, ante todo es necesario ver a Drake y conocer su versión del asunto. Antes de informarnos, nada podemos hacer.
Hubo un momento de silencio. Después, Sam dijo:
—No podré descansar esta noche. Pero es inútil ir hoy mismo. Mañana trataré de verlo.
—No —dijo Ross—. Manténgase apartado. No conviene que también a usted lo acusen. Por la mañana me ocuparé personalmente del asunto.
—Gracias —dijo Demelza.
—Mientras tanto, es inútil formular conjeturas. Quizá retiren la acusación. No tenemos medio de saber nada más, de modo que lo mejor es no continuar hablando del asunto. Iré hasta allí a primera hora de la mañana.
—Dios lo bendiga —dijo Sam—. Pero esta noche no podré descansar.
En realidad, la «cárcel» de Santa Ana no era una cárcel, sino un local donde de tanto en tanto se encerraba a los malhechores, antes de obligarlos a comparecer ante los jueces locales. Formaba parte de la casa y la tienda del señor Renfrew, el proveedor de las minas, y consistía en una habitación en el primer piso y otra en la planta baja, en teoría destinadas exclusivamente al servicio de la ley; en realidad, el señor Renfrew las utilizaba para ampliar el espacio destinado a almacén. En consecuencia, la habitación del primer piso estaba atestada de rollos de cuerda, linternas, garfios y aparejos, velas de cáñamo, picos, mechas y todos los restantes elementos necesarios en la minería. La habitación de la planta baja cumplía en efecto sus funciones oficiales, si bien el espacio se veía reducido por las mercaderías que el señor Renfrew depositaba allí, aquellas que, a su juicio, no podían ser dañadas por el detenido ocasional, ni facilitarle la fuga.
En camino hacia allí, Ross meditó su problema. Aún resonaban en sus oídos los consejos de último momento ofrecidos por Demelza que si bien estaba muy preocupada por su hermano, se sentía aún más inquieta ante la posibilidad de que su marido repitiese lo ocurrido seis años antes, cuando había facilitado la fuga de un detenido. Por su parte, Ross meditaba su línea táctica, en el caso de que la explicación de Drake fuese razonable o atendible. Unos siete años antes, cuando habían detenido a Jim Cárter por cazar en vedado, Ross había ido a Truro, y había comparecido ante el tribunal y formulado una demanda pública de clemencia. Su petición había sido rechazada bruscamente. Y él había aprendido la lección. No era posible pedir compasión públicamente; más valía acercarse discretamente a los magistrados y solicitar, como un gesto amistoso de carácter personal, que diesen otra oportunidad al ofensor. ¿Qué podía hacer ahora? No podía pedir favores a George Warleggan. Si el propio Ross hubiese sido magistrado, sin duda se le habrían facilitado mucho las cosas. Pero había rechazado la oferta. ¿Quién hubiera podido prever un caso como este?
El señor Renfrew estaba en su tienda y lo saludó efusivamente, y en sus labios se dibujó una sonrisa. (El señor Poldark era cliente, tanto como el señor Warleggan). ¿Detenido? Sí, el señor Poldark podía visitarlo. Por supuesto. Naturalmente. La habitación del prisionero quizá no estaba tan limpia como él, el señor Renfrew, habría deseado, pero la semana última habían estado muy atareados. En realidad, ahora había dos más, esperando la siguiente reunión de los magistrados. Todos habían llegado la víspera, y entre una cosa y otra no habían podido hacer lo que él hubiese deseado. ¿Acusaciones? Oh, uno había atacado en su tienda al señor Irby. El otro se había emborrachado y destrozado algunas ventanas de la taberna «Las Armas del Minero». Probablemente se los acusaría al día siguiente. ¿El señor Poldark deseaba acompañarlo? En efecto, el señor Poldark deseaba acompañarlo.
Era una habitación pequeña, con un pilar en el medio, del piso al techo, para encadenar a los detenidos rebeldes. Un rincón del cuarto estaba ocupado por una pila de sacos y un montón de maderas; por lo demás, solamente los tres hombres. Pero el olor era repulsivo, pues no había retrete, y hacía semanas que no se retiraban los sacos. Un hombre aún estaba dormido en su propio vómito; los dos restantes volvieron los ojos cuando se abrió la puerta.
Ross se llevó el pañuelo a la nariz.
—¿Puede concederme cinco minutos con él en su patio? Le prometo que no escapará.
—Bien, señor… Imagino que sí, si usted me promete…
—Puede vigilarnos desde lejos, si le place.
Permitieron salir a Drake. Parpadeando para defenderse de la luz del sol, mostraba una extraña palidez después de la noche pasada en el cuarto. Con un movimiento de cólera Ross volvió a advertir su parecido con Demelza.
—Oh, capitán Poldark, le agradezco que haya venido. No imaginé que usted pudiera saberlo todo. Como Sam no estaba en casa y…
—Sam volvió anoche. Se enteró y vino a avisarnos. ¿De qué se trata?
—Bien, en realidad no sé por dónde empezar. Imagino que ya sabe de mi relación con esa joven de la casa Trenwith. Mi hermana está al tanto y…
—Sí, me lo dijo.
—Bien, cuando los Warleggan lo supieron… descubrieron que la veía en la iglesia y prohibieron que volviésemos a encontrarnos. De modo que nosotros… después no volvimos a vernos.
Pero Geoffrey —el señorito Geoffrey Charles— desobedeció la orden, y vino a verme más de una vez. Comprende… no sólo la señorita Morwenna… también él y yo… nos hicimos amigos y…
—Sí, entiendo.
Drake se frotó el mentón.
—Esta semana el señor y la señora Warleggan fueron de visita, y entonces el señorito Geoffrey Charles me envió una nota diciéndome que ellos no estaban en casa, y que por esta vez fuese a visitarlo, pues pronto se iría a la escuela.
—Un niño estúpido —dijo Ross—. En realidad, provocó este problema.
—Bien, en realidad quizás así es. Pero pensé que podría arreglarlo… y lo hice. Atravesé los campos, y entré por la puerta lateral, y ellos me esperaban. —A Drake se le contrajo el rostro—. Morwenna me dijo que también a ella la envían lejos, y que tenemos que despedirnos. Nos sentamos y charlamos media hora y después les digo que tengo que irme. Y Morwenna… me regala un pañuelo, como recuerdo… ¡como si jamás pudiera olvidarla! Y Geoffrey dice que también él tiene que regalarme algo. Dice que me regalará su biblia, y un momento después me la trajo. Yo no quiero, no puedo aceptarla, le digo que esa biblia le pertenece, porque tiene su nombre en la primera página… y un cierre. No puedo aceptarla. Pero él me ruega varias veces… usted ya lo conoce… y finalmente la acepto. Después, salgo de la casa y vuelvo a mi cottage. No sé si alguien me vio… pero en ese momento no me importa. Vuelvo a casa, y no veo nada, y deposito los dos regalos bajo la paja de mi cama, y después me acuesto y… Bien, no me comporté como un hombre…
En el campo cercano, dos hombres trataban de separar a una vaca de su ternero, y los mugidos de una y los balidos del otro reverberaban en la fresca mañana estival.
—¿Cuándo fue eso?
—El martes.
—Y vinieron a buscarlo ayer. De modo que en esas veinticuatro horas podemos suponer que los Warleggan regresaron, alguien les habló de su visita, y se descubrió la desaparición de la biblia. ¿Quién fue a su cottage?
—El agente Vage y un hombre alto y delgado, de mirada fija. Lo he visto varias veces…
—Supongo que es Tankard. ¿Lo acusaron?
—Dijeron que tenían razones para suponer que yo había robado una Biblia y otras cosas de Trenwith, y que regresarían al cottage. Encontraron la Biblia donde yo la había puesto. Ni siquiera la había mirado desde la noche anterior, cuando la había puesto allí. No sé por qué, pero no podía soportar la idea de volver a verla.
Ross miró pensativamente al joven.
—Sí, comprendo…
Drake continuó:
—Capitán Poldark, usted no tiene que complicarse en esto. Tampoco mi hermana. No quiero acarrearles molestias. Cuando comparezca ante los magistrados les diré la verdad. Es un error, y me dejarán en libertad. No hice nada que pueda avergonzarme.
—Muchacho, le aconsejo que acepte la ayuda que podamos prestarle. Cuando hay pruebas contradictorias no siempre se cree al acusado. Sobre todo si uno de los magistrados tiene cuentas que cobrarse. ¿De qué tamaño era la biblia?
—Oh… no era grande. Más o menos de este tamaño. Pero muy bonita, y tenía grabadas las letras G. C. P. Con un cierre de plata.
—Fue una tontería aceptarla.
—Sí, ahora lo comprendo. Pero en ese momento el niño me apremió. Y yo estaba trastornado… apenas sabía lo que hacía.
—Porque perdía a su amiga, ¿eh? Sí, una situación difícil. De todos modos, creo que apuntó demasiado alto.
—Cuando la conocí no pensé en lo que ocurriría después. Créame. Eso fue… algo inesperado.
—Sí… —Ross miró a Renfrew, que contaba algunas palas ostensiblemente—. Sí. Bien, conviene que aclaremos ciertas cosas. ¿La señorita Chynoweth estaba en la habitación cuando Geoffrey Charles le regaló la biblia?
Drake pensó.
—No. Había salido para ver si ya podía retirarme sin ser advertido. Pero seguramente vio que me la llevaba cuando regresó. No la oculté entre mis ropas.
—Hum. Pero… ¿Puede confiarse en la palabra de Geoffrey Charles?
—¡Oh, sí! Apostaría mi vida a eso.
—Quizá necesite hacerlo —dijo Ross con sequedad—. Ahora, entre allí. ¡Renfrew! Le devuelvo a su detenido.
Antes de que Ross se alejara, Renfrew le informó que los magistrados locales debían reunirse al día siguiente, viernes, en Las Armas del Minero de Santa Ana. Por supuesto, agregó, si lo consideraba urgente, uno de ellos podía atender los tres casos ese mismo día, y sentenciar a los hombres o enviarlos a Truro; pero como al día siguiente debía celebrarse una reunión normal, era casi seguro que todo se postergaría hasta entonces.
Ross asintió, agradeció a Renfrew y después de montar su caballo se alejó al trote de la yegua. Llegó a la conclusión de que Renfrew estaba en lo cierto. El único magistrado que probablemente se molestaría ese día para juzgar cierto caso era George; y Ross sospechaba que en su condición de magistrado nombrado hacía poco, George no desearía demostrar excesivo interés en el asunto, sobre todo porque el caso se refería a un supuesto robo de una propiedad del mismo juez. Por mucho que deseara ver condenado a Drake, o que quisiera despacharlo a Truro para que lo sentenciasen allí, no haría nada que ofendiese a sus colegas del tribunal, o sugiriese al público que utilizaba impropiamente la autoridad que ahora ejercía.
De modo que disponía de una jornada. Los magistrados se reunían a las once, y por lo tanto le quedaban más de veinticuatro horas. ¿Cómo utilizarlas? Estaba muy bien pensar que la vez anterior se había mostrado estúpido; ahora todo debía ser distinto. Pero ¿hasta qué punto distinto? ¿Debía aproximarse sucesivamente a cada uno de los magistrados? Pero ¿quién iría a Santa Ana al día siguiente? ¿Quiénes formarían el tribunal? ¿Trevaunance, Bodrugan, Treneglos? Warleggan, ciertamente. ¿Y cómo abordar al resto? El robo de una biblia con cierre de plata era un delito grave. No podía suponerse que le atribuirían escasa importancia. Incluso podían llegar a la conclusión de que era tan grave que ellos no debían juzgarlo; en ese caso, el muchacho sería enviado al tribunal que se reunía trimestralmente. Si opinaban que la biblia valía más de cuarenta chelines, el delito podía ser castigado con la pena de muerte. Ross no sabía muy bien cuál era la posición de los menores de edad en los tribunales, si podía citárselos y qué importancia se atribuía a sus declaraciones. No era imposible que, si actuaba movido por el espíritu de venganza, George apoyase su caso en las declaraciones de algunos criados, que tendrían más importancia que todo lo que dijese el propio Geoffrey Charles.
Una situación desagradable, y Ross pensó comentar el asunto con Demelza, y comprobar cuáles eran sus reacciones y qué aconsejaba. Pero cuando ya estaba cerca de Nampara su actitud cambió, y por lo mismo también varió la dirección de su caballo. A pesar de su buen criterio y su juicio, Demelza no podía ayudarle en eso. La seguridad de Drake la afectaba personalmente; nada sabía de la ley o de las tácticas que podían ser necesarias para rechazar la acusación. ¿Quién podía asesorarlo? Solamente Harris Pascoe, en Truro… o el viejo notario Pearce. ¿Y qué consejos podían suministrarle? Asesoramiento jurídico, grisáceo y conformista. Le parecía estar oyéndolos. Remitir el caso a los jueces que se reunían trimestralmente. Más probabilidades de un proceso sin prejuicios. Más tiempo para preparar la defensa y examinar las pruebas. Pero ¿cuándo se celebraría el juicio? Ross debía ir a Falmouth el domingo, o a más tardar el lunes. Podía estar ausente un mes entero. Todo lo que hiciera antes del lunes se vería frustrado si no comparecía durante el caso.
Se había desviado al salir de la aldea de Grambler, y la yegua trotó dejando atrás la entrada; Ross evitó sus propias tierras y descendió por las dunas hasta el mar, más o menos en el mismo sitio que frecuentaban Geoffrey Charles y Morwenna. No había viento, y Ross ató a un poste las riendas de Judith y la dejó allí, mientras él descendía a la playa.
Como ocurre a veces en las mañanas serenas, la marea era intensa. Golpeaba la playa como sucesivas líneas de caballería que se sacrifican ante una posición inexpugnable. En una sucesión interminable, apenas se destrozaba una línea de agua aparecía otra, y volvía a golpear la playa inconmovible. Aquí y allá, donde emergía una roca, masas de espuma saltaban al aire y se desplomaban, desintegrándose gradualmente en una bruma bañada de sol. El aire parecía saturado de sonido y movimiento. Ross comenzó a caminar.
Quizás y simplemente por táctica, podía ser mejor que el asunto se resolviese al día siguiente. Pero ¿cómo influir sobre el resultado? Cuanto más pensaba en el asunto, más veía que el eje de todo el problema era el propio George.
Si se hubiese tratado de un incidente con John Trevaunance, podría haberlo arreglado en una hora. Los mismo si se hubiera tratado de cualquiera de los restantes, incluso de Hugh Bodrugan. Una discusión civilizada, el acuerdo para discrepar acerca de los hechos del caso, el pedido de disculpas y la oferta de pagar el valor de la biblia. Ese muchacho es un fastidio; envíenlo lejos, y retiraré la acusación. Y eso sería todo.
Pero ¿cómo abordar a George? ¿Y cómo hacerlo sin la certidumbre del fracaso? Quizá George había conseguido convencerse él mismo de que Drake era ladrón; en todo caso, esa convicción seguramente se veía reforzada por la conciencia de que a través de la acusación podía alcanzar a Demelza y por lo tanto a Ross. Abordarle personalmente era buscarse una humillación. ¿Y Elizabeth? Pero Ross no podía hablar con Elizabeth; ni siquiera para salvar el pellejo de Drake. Y de todos modos, ella apoyaría a George.
Ross contempló las construcciones frías y chatas de la Wheal Leisure sobre el risco. Después de la clausura de la mina, él había estado pocas veces en la playa. A menudo había reinado mal tiempo, y Ross nunca había deseado acercarse a la mina y verla callada y muerta. Su primera empresa, iniciada ocho años antes. Había prosperado bien, hasta el momento en que los Warleggan metieron la mano. Se entrometían en todo. Y ahora, incluso procuraban frustrar su anhelo de vivir en sus propias tierras, y de vivir en paz. Era una dura prueba para su reciente decisión de evitar provocaciones y disgustos. Tal vez lo que pensaba hacer en Francia era una válvula de escape para sus profundos instintos de violencia. Era mejor luchar con los franceses que con sus propios vecinos.
Pero ¿qué hacer si el vecino lo provocaba constantemente?
¿Era posible ofrecer a cada momento la otra mejilla? Dos navidades atrás había explicado a George las alternativas posibles, y le había recomendado que meditase al respecto. Después, a lo sumo se habían cruzado en la iglesia o en reuniones oficiales. No habían cambiado una sola palabra. Quizás ahora era necesario hacerlo. De lo contrario, ¿cómo resolver el problema?
Pero ¿podían hablar sin que las palabras provocasen la contienda? No era momento oportuno para cartas, y de todos modos estas serían inútiles. Debía ir a verlo. Por mucho que le desagradase, debía ir y hablar… exactamente como habría hecho con Trevaunance o con cualquiera de los restantes. Y haría todo lo posible para mantener una entrevista cortés. Tenía que existir un modo de resolver con decencia el problema. Si George se mostraba grosero, habría llegado el momento de que Ross modificara su propia actitud.
Ahora, casi sin haberlo pensado, había regresado al lugar donde estaba atado el pony. Se acercó, caminando sobre la arena blanda, y la yegua alzó la cabeza y relinchó. Apenas había montado vio acercarse a Sam.
—Capitán Poldark, vi su pony. Y lo vi cuando venía para aquí. Me pareció que era su caballo. En fin, estuve preguntándome si… ¿Vio a mi hermano?
Ross contuvo el impulso de contestar de mal modo, y explicó la situación a su interlocutor.
—¡Bendito sea nuestro Dios compasivo! —exclamó Sam—. De modo que fue un error y mañana estará libre.
—Continúe sus rezos —dijo Ross—, porque quizá no todo sea tan fácil. Ahora, vaya y explique a su hermana lo que acabo de decirle, y comuníquele también que decidí tomarme cierto tiempo para considerar el próximo paso. Iré a buscar consejo legal. El caso puede llevarme una hora o dos, pero regresaré para almorzar. Dígale eso, ¿quiere?
—Con verdadera alegría del corazón —dijo Sam—. Creo sinceramente que Drake recuperará muy pronto la libertad. Y rezo pidiendo que cuando todo esto pase conquiste la libertad no sólo del cuerpo sino del alma.
—Ocupémonos primero del cuerpo —dijo Ross con voz agria, y espoleó a su yegua.
No subestimaba la dificultad de lo que se proponía hacer. Era muy posible que George lo expulsara de su propiedad. También podía negarse a verlo, y de ese modo Ross no estaría mejor que antes.
Ross no se desanimaba fácilmente una vez que había adoptado una decisión, pero el sentido común le indicó que debía adoptar medidas de protección. Y la más natural era ir acompañado.
Zacky Martin era el candidato natural, pero tenía más de cincuenta años, y últimamente su salud no había sido buena. Pensó en Paul Daniell, pero Paul era uno de los operarios incorporados después de la clausura de la Wheal Leisure, y a esas horas probablemente estaba trabajando en una de las galerías de la Wheal Grace. Y Sam hubiera sido peor que inútil. Era difícil imaginar que Tom Harry pudiera ser un individuo dispuesto a aceptar la conversión.
Ross dejó atrás el portón de entrada, atravesó la aldea de Grambler y pasó frente a la iglesia de Sawle; después, descendió por el camino que llevaba a la aldea de Sawle. A la izquierda estaba la taberna de la viuda Tregothnan, y frente a la puerta, empujando un barril en dirección a la esquina del cottage, se hallaba el hombre a quien deseaba ver.
—¡Caramba, joven capitán! ¡Bien venido! ¡Y montando el mejor pony de la región! ¿No es una belleza? ¿Y no fue una excelente compra? Mira, capitán, cuando quieras venderla, de buena gana te pagaré lo que me diste. Fue un precio muy reducido.
—Cuidado —dijo Ross—, no sea que te tome la palabra. Y eso seguramente no te agradará.
—¿Te parece?
—¿Dispones de tiempo para acompañarme? Necesito un hombre pacífico, que me cuide las espaldas.
—¿Cuándo, ahora? Sí, de buena gana. Déjame llevar este barril adonde quiere tenerlo la viuda Sally, y soy tu hombre.
—¿Tienes una pistola? —preguntó Ross—. No para usarla, sólo para mostrarla. De modo que la visita no deje de ser pacífica.
Tholly sonrió.
—Tengo una pistola. Un momento, y estoy contigo.