Capítulo 2

Cuando la familia ocupaba la residencia, el reverendo Clarence Odgers acostumbraba a visitar la casa Trenwith todos los sábados por la mañana.

Ya había renunciado a sus esperanzas de que le invitaran a comer los domingos. Aunque la hija mayor del reverendo Odgers era la niñera de Valentine, George apenas reconocía la existencia de una señora Odgers o de una familia Odgers. Pero los sábados el curato recibía con relativa frecuencia el inestimable beneficio de una donación en metálico; y si había dificultades en la parroquia, se abordaba el tema. Además, los sábados el reverendo Odgers recibía sus instrucciones acerca del servicio, se informaba de la posible visita del señor y la señora Warleggan, y de sus eventuales preferencias por determinados sermones o himnos.

Ese día, el seis de junio, George lo recibió en su estudio, instalado en la habitación que siempre había sido la preferida del viejo Joshua. George usaba una corbata de seda clara, una larga bata de seda floreada y pantuflas carmesíes; esa mañana se sentía particularmente satisfecho. Casi se hubiera podido caer en el error de confundir su afabilidad con amistad. De modo que la tarea que el señor Odgers se había propuesto realizar fue al mismo tiempo más fácil y más difícil. Era más fácil abordar el tema, pero uno tendía a temer más el cambio de humor que reportaría la conversación.

—Señor Warleggan —comenzó el reverendo Odgers—. Señor Warleggan, confío en que me perdonará si le parece que me entrometo en los asuntos privados de su hogar. Nunca quise interferir en ningún asunto doméstico o en ningún aspecto de su vida que no tenga relación directa con la vida de la iglesia de Grambler y Trenwith. Pero, señor Warleggan, creo que debo decirle algo. Si ya lo sabe, y lo aprueba, espero que acepte mis más humildes disculpas y considere que jamás mencioné el tema.

El rostro de George ya se había alterado levemente.

—No puedo responder a eso mientras no conozca el tema.

—El tema, señor Warleggan. El tema, señor Warleggan, es su sobrina. Perdóneme, la prima de su esposa. Me refiero a la señorita Chynoweth. Una joven estimable, según mi opinión permanente, la hija de un deán, una dama joven de educación cristiana y colaboradora de la iglesia; un verdadero dechado de virtud, si me permite decirlo, señor Warleggan. Una joven virtuosa…

George inclinó la cabeza en actitud de reconocimiento.

—Hace poco nos ayudó con el coro, y bordó un mantel para el atril. Muy estimable. Pero… pero, oh, señor Warleggan. Ella se ve… ¿lo sabía usted? Está viéndose con un joven… un miembro de la secta wesleyana… y utilizan nuestra iglesia como lugar de cita. ¡No creo que usted apruebe esa conducta! Sobre todo porque el joven con quien ella se ve es uno de los jefes de esos vagabundos a quienes decidimos echar de la iglesia de acuerdo con las instrucciones que usted mismo impartió. O por lo menos, señor Warleggan, de acuerdo con su consejo, sí, con su consejo. Usted recordará que el año pasado lo visité, habrá sido hacia fines del verano pasado, y convinimos en que sería mejor, en beneficio de toda la parroquia…

George alzó una mano para interrumpir el discurso. El señor Odgers guardó obediente silencio. George permaneció inmóvil un minuto entero antes de hablar.

—¿Cómo es posible que se haya encontrado con ese hombre, y cuándo lo hizo?

—En la iglesia, los domingos por la tarde, y quizás en otras ocasiones. No lo sé. —El señor Odgers entrechocó sus escasos dientes—. Como colabora en las tareas de la iglesia, sabe dónde está la llave y puede entrar cuando le place. Los descubrí casualmente hace dos domingos, cierta vez que entré en la iglesia pasando por la sacristía: no alcanzaron a verme porque pude retirarme a tiempo. Pero durante las últimas dos semanas los he visto allí dos veces.

—¿Está seguro de que era la señorita Chynoweth?

—Oh, sí, seguro, señor Warleggan. Me temo que sí. Y el mismo joven.

—¿Qué joven?

—Durante su ausencia, señor Warleggan, aproveché la oportunidad de visitar de tanto en tanto a la señorita Agatha Poldark. Hace mucho ella asistía a la iglesia, aunque eso ocurrió antes de que yo viniese aquí… Bien, en dos ocasiones, mientras visitaba esta casa, una vez al llegar y otra cuando me marchaba, vi al joven, el mismo joven, acercándose a la casa como quien viene de visita… como quien viene a ver a un habitante de esta residencia. Sólo puedo extraer la conclusión, me parece razonable extraer la conclusión de que…

—¿Todo eso fue antes de Navidad o más recientemente?

—Oh, antes. Después, el tiempo fue tan inclemente que uno apenas se atrevía a salir.

George se puso de pie y se acercó a la ventana. Esa ventana no daba al estanque, el origen de sus accesos de cólera. Daba al minúsculo patio que estaba al fondo de la casa.

—Nada sabía de esos encuentros, y hace bien en hablarme de ello. Quizá puedan ofrecer una explicación inocente, y confío en que así sea. Pero inocente o no, es necesario interrumpir esas citas.

—Gracias, señor Warleggan. Vine a hablarle con la mejor intención, y creo que en defensa de sus intereses y los intereses de la señorita Chynoweth…

Al mismo tiempo que se rascaba bajo la peluca de crin de caballo, Odgers insistió, repitiendo la misma historia y ofreciendo los mismos comentarios con diferentes palabras. Después de oír una frase de felicitación, se sintió tan complacido que pensó reiterar las afirmaciones anteriores, y de ese modo quizá conseguir que el elogio se repitiera. No lo logró. La mente de George estaba enfrascada en la noticia que acababa de recibir, y el dueño de casa ya no tuvo tiempo para dedicar al párroco y no le prestó atención; y con unas pocas palabras y algunos gestos de asentimiento lo despidió.

George fue en busca de Elizabeth, que no sabía del asunto más que él. La ignorancia de ambos destacaba la falta de comunicación existente, el aislamiento en el que se encontraban, a pesar de que estaban rodeados de criados y de que vivían en el centro de la comunidad. Pues aunque Drake y Morwenna creían lo contrario, un número considerable de personas estaba al tanto de sus paseos por la playa, de las visitas del joven a la casa, y de sus encuentros en la iglesia. El secreto habría sido posible en una ciudad; pero no en el campo, donde observar al vecino era uno de los pocos entretenimientos al alcance de todos. Si Verity o incluso Francis hubiesen estado en la casa, alguien les habría formulado una sugerencia. Pero la gente temía hablar con George; y Elizabeth se mostraba bastante amable, pero siempre se la veía muy distante.

Varios criados fueron convocados, interrogados y devueltos a sus tareas. Después, llamaron a Geoffrey Charles, que se mostró sucesivamente alegre y franco, desafiante, lloroso y otra vez desafiante. Finalmente, hablaron con Morwenna. La joven soportó la prueba con el corazón agitado y la respiración entrecortada; pero externamente al principio se mostró serena y sumisa. Sí, Geoffrey Charles había estado viendo al joven en compañía de la propia Morwenna, con diferentes intervalos desde el verano precedente. Como él era pariente de los Poldark, Morwenna había pensado que no había nada de malo en ello, pese a que era un joven sin educación y un artesano. El propio Geoffrey Charles seguramente ya les había explicado que sentía muchísima simpatía hacia su amigo. Drake —Drake Carne— había mostrado a Geoffrey Charles muchos rincones del campo, lugares que ella no conocía en absoluto. Ella había tratado de promover la educación formal del niño, pero en verdad Morwenna no sabía hacer nudos, ni encender fuego ni disparar flechas. De ese modo se había establecido cierta amistad y había… continuado.

—¿Y su propia amistad, señorita Chynoweth? —preguntó George—. ¿Cómo explica eso?

Morwenna lo miró asustada, y después bajó los ojos y se miró las manos.

Su propia amistad se había originado en la relación de compañerismo entre los tres. Ella se había alegrado de ver que Geoffrey Charles se sentía feliz, y había participado de su felicidad. Así, sin intención, había permitido que el joven comenzase a sentir afecto hacia ella… y a su vez lo había sentido por él.

—¿Y usted está aquí, sentada en esa silla —dijo George serenamente—, y nos dice eso?

—Lo siento. Sé que fui poco discreta. ¡Pero así ocurrieron las cosas! Señor Warleggan, debo ser sincera con usted. Así ocurrieron las cosas. Jamás hubo intención de hacer daño… de su parte o de la mía.

—Por ahora prescindamos de sus intenciones. Consideremos las que usted manifestó. Se la empleó como gobernanta de mi hijastro. Cuando vino aquí, usted aceptó la tarea de cuidarlo y enseñarle las normas que, como usted bien sabe, nosotros consideramos aceptables. ¡En cambio, con el pretexto de instruirlo en los usos del campo —y es necesario señalar que a mi juicio eso no es más que un pretexto— usted se enreda con ese minero sin trabajo, ese metodista, compromete su propia reputación y arrastra su nombre —y el de Geoffrey Charles— por el lodo de las calles de la aldea, donde todos murmuran y se burlan!

Casi enceguecida, Morwenna miró a Elizabeth, buscando ayuda, pero Elizabeth evitó los ojos de su prima.

—Ahora comprendo bien —dijo George, siempre con voz baja—, por qué usted se resistía a aceptar el excelente matrimonio que le preparamos. Como se entregó a este minero, consideró que no podía llegar a la ceremonia del matrimonio con el cuerpo puro y el corazón limpio.

—¡Yo no me «entregué» a ese minero, como usted lo llama! —dijo Morwenna, poniéndose de pie, las lágrimas bañándole las mejillas—. Conversamos y… ambos llegamos a simpatizar…

—Ambos simpatizaron —dijo George—. Es la segunda vez que ha usado esa expresión. Bien… es una declaración franca, ¿verdad? ¡Y por lo que veo, sin rastro de vergüenza o disculpa!

—Yo he tratado de…

—Por favor, déjeme terminar. Me gustaría saber qué habría dicho su padre, si aún viviera. Más aún, me pregunto qué diría su madre, pues sin duda habrá que informarle. O sus hermanas menores, quienes por lo que sé la consideran una persona cuyo ejemplo ellas deben imitar. ¡Esta intriga, que se ha desarrollado bajo nuestro propio techo, es tan sórdida que uno se pregunta qué nuevas revelaciones llegarán a nuestros oídos! Y así por el estilo.

Elizabeth coincidía con los sentimientos de George, pero le pareció que su marido se mostraba excesivamente ofendido y severo. Y no podía dejar de preguntarse si, como siempre se había considerado inferior a los Chynoweth, ahora estaba aprovechando la oportunidad de atacar a quien había infringido las normas de la buena conducta. Ahora, al fin podía condenar con razón a alguien… y por supuesto, la ofensa era mucho más grave porque Carne era el cuñado de Ross Poldark… Como aún no poseía un conocimiento total de la mente de su marido, no se le ocurrió que la joven ejercía sobre George una atracción reprimida en parte, y que por eso mismo él hallaba una tortuosa satisfacción en mostrarse especialmente brutal con Morwenna, que lo había desairado.

Elizabeth vio que Morwenna estaba al borde del desmayo, y dirigió a George una señal rápida y urgente, indicándole que cesara en sus diatribas.

—Una cosa es segura —dijo George a Elizabeth—. No puede celebrarse el matrimonio con el señor Whitworth. Le escribiré ofreciéndole una explicación completa de las razones, y le pediré que postergue su visita a esta casa mientras la señorita Chynoweth aún esté aquí. A fin de mes la señorita Chynoweth regresará con su madre. También arreglaré el traslado de Geoffrey Charles al colegio. Entretanto, debe interrumpirse del todo la comunicación con ese individuo, Carne. Querida, sé que te ocuparás de ello. Puedo dejar el asunto en tus manos. Harás lo que sea más apropiado.

Salió de la habitación, dejando allí a las dos primas.

Elizabeth podía hacer una sola cosa. Desaprobaba tanto como George la conducta de Morwenna, pero en esas circunstancias ya se había formulado una medida suficiente de desaprobación. Pasó el brazo sobre los hombros de la joven y le besó las mejillas húmedas.

—Vamos, vamos. Sentémonos y hablemos del asunto. No debes sentirte tan triste.

Todas las cosechas estaban retrasadas un mes, y la mayoría era deficiente y exhibía muy escasa calidad. Los campesinos de Cornwall no recogieron la cosecha de patatas tempranas, de modo que las heladas de principios de mayo destruyeron la mayor parte y dañaron los restantes cultivos tempranos. El heno creció poco y mal y Ross llegó a la conclusión de que no podría segarlo hasta fines de junio.

Cuando se convertía en hambre, la necesidad originaba inquietud y disturbios. Se habían suscitado desórdenes en todo el país. Ahora que a pocos kilómetros de distancia, allende el Canal, existía un Estado revolucionario, era un momento difícil tanto para la ley como para quien la infringía. Se adoptaban actitudes de represión y desafío, y una vez adoptadas había que mantenerlas, rechazando la presión en favor del compromiso. Sin embargo, en general prevalecía una sorprendente moderación. Si los descontentos invadían una ciudad, no saqueaban las tiendas; organizaban la distribución de los artículos cobrando lo que les parecía un precio de venta justo. En Bath muchas mujeres asaltaron un barco triguero anclado en el río, y cuando los alguaciles leyeron la ley antidisturbios aquellas dijeron que no estaban provocando disturbios, solamente evitando la exportación de trigo, y a coro cantaron «Dios salve al Rey».

Sin embargo, era necesario aplicar medidas represivas, y los caudillos que encabezaban los disturbios debían recibir su castigo.

En Cornwall ya habían sobrevenido desórdenes graves en cuatro ciudades. Aun así, en los mineros prevalecía cierto grado de disciplina; se apoderaron de los molinos de los graneros y obligaron a los molineros y a los comerciantes a vender barato el trigo. Pero no cometieron otros actos de violencia, y en general, después de obtener lo que deseaban, solían dispersarse de un modo bastante pacífico. Pero muchos caballeros de Cornwall estaban muy alarmados, y se difundió el rumor de que algunos soldados, a quienes se había ordenado disparar sobre los mineros de Truro, que participaban en disturbios, habían rehusado obedecer la orden. Parecía insinuarse un camino que llevaba directamente al infierno francés.

En el distrito de Grambler y Santa Ana había rumores, pero hasta ahora no había sobrevenido una explosión. Los días largos y luminosos ayudaban, pues incluso las breves noches eran claras, y el sol se ocultaba más que desaparecía. Las alondras cantaban con voz sonora, y las avefrías, que habían sufrido mucho durante el invierno, chillaban y se paseaban por los campos de avena y trigo. Los setos, después de soportar semanas enteras bajo una capa de nieve helada, parecían florecer mejor que nunca, y las campanillas formaban sus propios y patrióticos batallones. El mar estaba tranquilo y no arrojaba restos a la playa. Cuando llegó el tiempo cálido, el tifus emergió al fin de su refugio en los asilos y se difundió en las familias de los mineros. Ya era hora de que regresara el doctor Enys.

Pero a pesar de todo, prosiguió la construcción de la nueva sala de reuniones. Ross pensó que, en una actitud muy característica, Sam había planeado una casa nueva bastante más amplia que la anterior. Con respecto a la biblioteca, después de consultar con un par de constructores y con el viejo Horace Treneglos, que conocía bastante el tema, Ross había decidido aprovechar las paredes existentes. Treneglos explicó que Mingoose estaba construida totalmente con cascajo y granito, y se había sostenido durante mucho tiempo. Pero la prueba de fuego sobrevino cuando Ross decidió que las dos ventanas que daban al suroeste, y que eran inadecuadas, dejaran el sitio a otra mucho más amplia. La necesidad de perforar la pared eliminó las dudas acerca de su resistencia y su aptitud para sostener otro piso.

En julio se organizó en Gwennap una gran asamblea revivalista. Había comenzado en Redruth, donde ocho personas se reconciliaron de pronto con Dios. La noche siguiente muchas más se sintieron poseídas por la convicción de sus propios pecados, y después de muchos forcejeos y oraciones, habían encontrado a su Salvador. Uno de ellos era un habitante de Gwennap; y de regreso a su hogar, este hombre había promovido un movimiento revivalista aún más importante, centrado sobre todo en el Pozo de Gwennap, donde Wesley había predicado a menudo. Esa gran cuenca, que algunos creían muy antigua, en realidad era fruto del desplome de un importante sector de la mina cuyas galerías se entrecruzaban bajo la superficie, y ahora formaba un anfiteatro natural que habría seducido a los griegos, y que John Wesley había aprovechado cabalmente.

El distrito circundante, una de las principales áreas mineras del condado, incluía a distancia de poco más de medio kilómetro las minas Wheal Unity, Treskerby, Wheal Damsel y Tresavean —ahora todas estaban en ruinas— y por lo tanto en esa zona la desocupación y la pobreza eran problemas graves. Pero en este distrito, en lugar de orientarse hacia la rebelión, la gente se volvía hacia Dios. Favorecido por el buen tiempo y las noches claras, el movimiento se prolongó una semana, y durante ese lapso más de cinco mil pecadores confesaron sus faltas y formaron una sociedad religiosa que se elevó sobre las inquietudes y las privaciones de este mundo, y halló solaz en Cristo y la promesa de la vida eterna. Sam, que se enteró del asunto al segundo día, habló al capataz Henshawe, le pidió permiso para ausentarse y caminó los veinte kilómetros que lo separaban de Gwennap con el propósito de participar en la experiencia religiosa. Hizo todo lo posible para persuadir a Drake de que lo acompañase, pero el joven se hallaba en un estado tal de confusión sentimental y física que por el momento la vida espiritual no le interesaba. Sam continuó su camino, regocijándose en la gloria de Dios y en su bondad que abría los corazones de los hombres, pero doliéndose porque su bienamado hermano estaba sumido en sombras tan crueles que no deseaba acompañarlo en esa maravillosa oportunidad.

En Trenwith, George ya no insistía en que Morwenna fuese devuelta inmediatamente a su hogar; pero se sobreentendía que ella debía regresar a Bodmin a principios de septiembre, cuando Geoffrey Charles abandonara la casa para ir a la escuela. George había dedicado doce meses a realizar averiguaciones acerca de diferentes colegios, y ahora, con su habitual capacidad para aprovechar incluso los tropiezos, pudo usar el reciente incidente como argumento destinado a persuadir a Elizabeth de que aceptara la partida de su hijo. Era evidente la imposibilidad de controlar a Geoffrey Charles en el hogar. Por ejemplo, la histeria que había demostrado cuando le dijeron que ya no podía continuar viendo a ese joven minero, Drake Carne. Ahora Parecía probable que ni siquiera un hombre podría dominarlo. El internado era la solución apropiada, y además la única.

—Harrow es el colegio apropiado para Geoffrey Charles —dijo George—. Sé que el viaje es costoso y aburrido, pero el sistema de los directores, que ellos mismos explicaron hace poco es exactamente lo que deseamos. Dicen —aquí está la carta impresa— que al margen de las posibles intenciones de los fundadores, «el colegio ahora en general no se adapta a las personas de condición baja, sino más bien a las de la clase superior». Eso queremos para Geoffrey Charles, que viva con personas de su propia jerarquía, o de clase aún más alta. Las restantes instituciones que estuve considerando últimamente —Eton, Westminster, Winchester— aún aplican la norma de aceptar a los hijos de artesanos.

—El viaje entre Harrow y Trenwith le restará casi dos semanas de sus vacaciones. Y le obligará a gastar mucho.

—Sabes que hace tiempo acepté solventar su educación. De acuerdo con lo que me dijeron, la pensión, los libros y la enseñanza costarán unas treinta libras esterlinas anuales, y las ropas otras veinticinco. Los viajes elevarán los gastos; pero es heredero de esta casa y la propiedad, y por eso mismo debe dársele lo mejor. Es tu hijo, y por lo tanto debemos ofrecerle lo mejor.

Elizabeth sonrió y George le palmeó la mano. Ella sabía que la observación perseguía el propósito de halagarla; conocía el deseo de George de debilitar el vínculo entre la madre y el hijo.

Elizabeth aún no poseía la objetividad necesaria —quizá jamás la alcanzaría— para reconocer cuánto se había desarrollado Geoffrey Charles desde que su relación con ella no era tan estrecha. A veces, sufría accesos de celos de verlo tan feliz en compañía de Morwenna; pero de buena gana aceptaba esa situación, antes de perderlo del todo, desenlace que le parecía previsible si lo entregaba al áspero mundo masculino, que al mismo tiempo que lo endurecía sin duda lo transformaría de tal modo que cuando regresara al hogar sería una persona diferente.

Pero esos momentos felices habían quedado atrás.

Como George parecía de mejor humor que últimamente, ella abordó un tema que deseaba mencionar desde hacía varios días, pero que bien sabía volvería a irritarlo.

—La tía Agatha ha preparado una lista de invitados. —Presento a George una hoja de papel sobre la cual se habían dibujado trazos que parecían los movimientos de una mosca moribunda manchada de tinta—. Escribió algunos nombres, y otros los anotó Geoffrey Charles, a petición de la tía Agatha. Confieso que no conozco a la mitad de las personas incluidas en este papel.

—Ni querrás conocerlas. —George sostuvo el papel entre el índice y el pulgar, como si la hoja proviniese del lecho de un enfermo de fiebre—. En realidad, no creo que debamos hacer lo que ella quiere. Cuanto más se aproxima la fecha, más nauseabundo me parece el episodio.

—No estamos obligados… físicamente. Pero ¿no es una obligación moral?

—No lo veo así. Por Dios, no lo veo así. ¿Qué son esos nombres tachados?

—Personas fallecidas. Hablé con el señor Odgers y la vieja Agnes de Sawle, la que trabajaba hace muchísimos años para los Poldark. Sin duda, la tía Agatha aún cree que viven.

George devolvió la hoja de papel.

—¿No sería mejor celebrar la fiesta en el cementerio? Así, todas las tumbas se abrirían de golpe cuando cortemos la tarta.

Elizabeth se estremeció.

—Por supuesto, conocemos bien a algunas de estas personas, y se trata de amigos a quienes de todos modos deberíamos recibir cortésmente. Los Treneglos, los Bodrugan, los Trevaunance.

Otros sin duda son demasiado viejos para venir, o viven muy lejos. No creo que sea una reunión muy concurrida. Quizá veinte o treinta personas.

—¡Calculo que en esa hoja hay un centenar de nombres!

—Oh, sí, pero la mayoría no vendrá.

—Elizabeth, si me veo obligado a soportar la invasión de mi casa… de nuestra casa… por una turba de gente desagradable para satisfacer el último gesto egoísta de una vieja… yo no quiero… ¡no debemos… ofrecerles hospitalidad durante la noche! No permitiré que nuestra casa se pueble de esqueletos babeantes, algunos de los cuales sin duda no controlan su propia vejiga, mientras otros son débiles mentales; no debemos alojarlos aquí, ni siquiera para fingir que aprobamos esta horrible celebración. ¡No, Elizabeth, acláralo desde el comienzo, dile a esa vieja, si puedes meterle algo en la cabeza, que no haremos eso y que no puede obligarnos!

—Creo —dijo Elizabeth con expresión severa—, creo que Agatha se propone terminar la recepción alrededor de las seis. De modo que todos dispondrán de tiempo sobrado para regresar… es decir, los que tengan salud y los medios necesarios para venir.

George reflexionó un momento, la mano en el bolsillo, agitando las monedas.

—Entonces, ¿esa vieja tiene ideas acerca del tipo de recepción que debemos ofrecer?

—Querido, ella pagará todos los gastos. Recuérdalo. Es la casa en que nació. Perdóname si te lo recuerdo… por supuesto, ya lo sabes, pero… pero cree que tiene derecho a esa fiesta. Digamos como si tu padre tuviese cuarenta años más y aún vivieses en Cardew. Entonces, traza planes y espera que los aceptemos… y tendremos que hacerlo, si lo que pide es razonable.

—¿Y lo es?

—Creo que sí. Estuve conversando un rato con ella…

—Que Dios te ampare.

—Y comentamos este asunto. Ella desea… le gustaría invitar a los huéspedes, de modo que lleguen a las dos. Confía en que podrá bajar para recibirlos, y el refrigerio se servirá en el salón del comedor de invierno. Nada complicado, chocolate caliente o brandy, con bizcochos y pan de jengibre, y cosas por el estilo. Después, si hace buen tiempo, ella se paseará por el jardín, una hora o cosa así. Estoy segura de que algunos permanecerán en la casa, para charlar con Agatha… otros verán lo que hicimos para mejorar la casa y los terrenos.

Hizo una pausa, con el fin de que su marido asimilase la idea. Si obtenía el apoyo activo de George, o por lo menos atenuaba su oposición, todo sería más fácil.

—Pensamos después en una comida fría en el comedor. Agatha deseaba una cena completa, pero la convencí de que no era conveniente. Ella se sentará a la cabecera de la mesa, el resto comerá y se sentará de acuerdo con la voluntad de cada uno. Sopa caliente, y algunos platos fáciles: cordero frío, pastel de pollo, palomos. Espárragos, si podemos conseguirlos, y huevos duros. Después, la tarta. Una vez terminada la comida, traeremos la tarta y beberemos a la salud de Agatha. Creo que todo será muy agradable.

George se lamió los labios.

—¿Y después?

—Me atrevo a decir que después la tía Agatha pensará que su celebración ha sido perfecta. Sin duda, se sentirá fatigada a causa de la excitación. Permanecerá con sus invitados hasta las seis, o por lo menos eso afirma, pero ya veremos. Sea como fuere, serviremos el té a eso de las seis, y confío en que alrededor de las siete todos se habrán marchado.

—Amén —dijo George—. Pero ¿por qué tenemos que realizar en junio todos los preparativos, cuando ese lamentable aniversario cae en agosto?

—Querido, pensé que debía mencionártelo, para mantenerte al tanto de todo. Como sabes, no te agrada que se adopten disposiciones sin tu conocimiento y tu aprobación. La tía Agatha desea que se envíen cuanto antes las invitaciones. Espera que llegue el día, y por supuesto concentra en ello todos sus pensamientos.

El matrimonio con una Poldark tenía sus desventajas, pero esta era la peor; George sentía que, según estaban las cosas, no hubiera podido soportar la situación mucho más tiempo. Murmuró algo, en actitud de hosca aquiescencia, y se retiró.