Durante la tercera semana de mayo Tholly Tregirls visitó de nuevo Nampara. Poco después de su visita a Demelza había estallado una trifulca en la taberna de Sally la Caliente; y en parte la culpa era de Tholly. Generalmente, Sally conseguía mantener el orden, y el hecho de que ella era viuda siempre facilitaba las cosas. Los hombres solían volver borrachos a sus casas, pero en general formaban un grupo de individuos pacíficos, y si alguno se mostraba agresivo y trataba de buscar querella, siempre podía contarse con un grupo de gente responsable que lo sujetaba o lo arrojaba a la calle.
La llegada de Tholly modificó la situación. En teoría, la presencia de un hombre en la casa, y además un hombre musculoso y duro, debió haber contribuido a fortalecer la ley y el orden. En cambio, liberó a los clientes de la tácita obligación de cuidar la seguridad de la viuda. Además, los aldeanos tienen buena memoria, y algunos recordaban a Tregirls sin placer ni simpatía.
Después, nadie pudo recordar cómo había comenzado la trifulca; pero en realidad el instigador fue nada menos que Jud Paynter. Bajo la influencia de Sam y su predicación, el wesleyanismo de Jud, que durante un período había vacilado mucho, de pronto recobró fuerza, y aunque el propio Jud no permitía que la creencia religiosa interfiriese en sus hábitos alcohólicos, se sentía obligado a asistir a las reuniones religiosas y a absorber semanalmente nuevos elementos de sabiduría.
Uno de los inconvenientes de Jud era que cuando aprendía algo se sentía poderosamente impulsado a difundir su saber, y como su voz era siempre la más estridente del grupo, ni siquiera en el ambiente más ruidoso nadie podía hacerse el desentendido. Esa noche, saturado de vasos de cerveza mezclada con ron, se había refugiado en un rincón, donde también estaban Jacka Hoblyn, Sid Bunt, Joe Nanfan y dos hombres de Santa Ana —Kemp y Collins—; y estaba comunicándoles lo que Sam había leído la víspera en la medida en que podía recordarlo.
—Estaba ese rey… hace mucho, Dios sabe cuánto… en fin, ese rey del Libro de la Verdad… verdadero, como que ahora estoy hablando. Y se llamaba Nebranezzar. Y levantaba su imagen de oro, grande, más grande que una casa, más grande que la chimenea de una mina, y la mostraba, y después decía: cuando yo toque el arpa, o la gaita, o la trompeta, todos ustedes se arrojan al suelo, y se arrastran como gusanos. Y los que no se inclinen y me adoren cuando oigan el sonido del arpa, la gaita y la trompeta, ¡piff!, al horno a quemarse, y todos muertos. ¿Entienden? Y entonces…
—Equivocaste todos los nombres —dijo irritado Kemp—. Todo equivocado. Recuerdo que cuando fui a la escuela oía esa historia. ¡Caray, Nebranezzar!
—Tom, ¿cuánto tiempo fuiste a la escuela? —preguntó Tholly, mientras llenaba una copa—. ¿El tiempo suficiente para dársela a la hija de la maestra?
La pregunta pretendía ser una broma, pero Kemp era uno de los que tenían buena memoria.
—Después —insistió Jud, mostrando sus dos dientes—. Aparecen los tres hombres. Como tú, yo y Jacka. Se ponen de pie y dicen: «¡Rey, oh, rey, que vivas eternamente! Pero no quieras que nos arrastremos como gusanos siempre que toques el arpa, la gaita y la trompeta. Porque no lo haremos, ¿entiendes?».
—Y toda clase de música —lo interrumpió Kemp—. Eso está por ahí. Y toda clase de música.
—Bien, ¡es lo que acabo de decir! Arpa, gaita y todo lo demás. Es música ¿verdad? Quizá no lo sabías. Pero es música… —Jud bebió un largo trago de su cerveza con ron, y con los labios llenos de espuma se dispuso a continuar el relato—. Y apenas el rey oyó eso… Apenas él lo oyó…
—¡Maldición, estás escupiéndome! —Dijo Collins, y se limpió el rostro con la manga—. ¡Me rocías como si estuviera lloviendo!
—Les dijo a los tres… que me cuelguen si recuerdo los nombres… les dijo que se inclinaran, o iban al horno. Inclínense cuando yo toque el arpa, la gaita y la trompeta, o van al horno. Se freirán, y todos muertos…
—Es un cuento de judíos viejos —observó Jacka—. No es nada más que eso. Y nada tiene que ver con nosotros.
—¡Está en el Libro de la Verdad! —afirmó irritado Jud, y casi volcó su copa—. ¡Todo está en el Libro de la Verdad! ¡En el libro de Job! Lo sé bien, y lo afirmo. Afirmar lo contrario es pura ignorancia…
—El libro sólo habla de los judíos —dijo Jacka—. Quizá no crea ni la mitad de lo que dice.
—Jesucristo fue judío —afirmó Tholly, que regresó con más bebida e intervino en la conversación como si no se hubiese apartado ni un instante—. Tal vez todos somos judíos, ¿eh? Tú, Tom Kemp, y yo, y los demás. Si Dios es judío, ¿quién quiere ser otra cosa?
—No, Jesús fue cristiano —gritaron varios.
—Si quieren saber la verdad —afirmó Jud, que se puso de pie y vació su copa—, si todos queréis saber la verdad que podéis leer en el Libro, la verdad que yo digo, que es el Evangelio, ¡Jesucristo nació en Cornwall y no os atreváis a negarlo!
Hubo una salva de risas de todos los presentes, y cuando Jud trató de volver a sentarse Collins apoyó el pie en la silla, de modo que Jud se incorporó de un brinco.
—¡Adelante! ¡Dejadle hablar! —gritó Kemp—. ¡Veamos lo que dice!
—¡Claro que era nativo de Cornwall! —rugió Jud, la cabeza calva reluciente de sudor—. Nació en Saint Austell y que nadie diga lo contrario. Lo afirmo. Nació en Bethel, cerca de Saint Austell. ¡Lo digo yo! Todo ocurrió por aquí. El Sermón de la Montaña. Y todavía está allí, donde estaba, cerca del Mercado Judío. Saint Aubyns vivía allí, o muy cerca. ¡Pero antes no era así! ¡De ningún modo era así!
—Vamos, ¡déjate de tonterías! —dijo Collins—. Gusano grande y gordo. No sabes distinguir entre tu cara y tu trasero. Caray, si yo…
—¡Jud! —exclamó Kemp, y rio burlonamente—. ¡Jud! Tienes un bonito nombre. ¿Cómo llegó a ser Jud? ¿Al principio no habrá sido Judas? —Rio estrepitosamente—. ¡Judas Paynter! ¿Qué te parece? ¡Judas Paynter!
Por accidente, aunque pareció intencional, Jud dejó caer la copa sobre la cabeza de Kemp, después se volvió y con el codo empujó la cerveza de Joe Nanfan, y la derramó sobre las piernas de Collins. Después, se desplomó sobre Jacka Hoblyn, y también volcó la bebida de este. Abrumado ante el espectáculo de la cerveza desperdiciada, y movido por un sentimiento de autocompasión, Jacka se puso de pie y golpeó a Jud, que instantáneamente desapareció bajo la mesa; y así comenzó una pelea. Tom Kemp, que de antiguo guardaba rencor a Tholly, y que además se sentía insultado porque le habían llamado judío, arrojó al rostro de Tholly los restos de su cerveza, Jacka golpeó en el rostro de Kemp con el dorso de la mano, y la escena se convirtió en un pandemonio. Fue como si el deseo de apelar a la violencia apenas se hubiese disimulado la mayor parte de la velada, y el incidente hubiese ofrecido el medio adecuado para expresarlo.
En quince minutos la mitad del salón de la taberna estaba en ruinas; y cuando al fin la mayoría se encontró fuera del local, la pelea continuó, y al llegar la mañana doce o catorce hombres aún yacían, dormidos, semiconscientes o dominados por un estupor alcohólico, caídos en la calle o en la zanja que corría junto a la posada; algunos medio desnudos, otros yaciendo en su propio vómito. Llegó el mediodía antes de que el último combatiente despertase y se alejase del lugar. Jud llegó a su casa cojeando en medio de la noche, y por la mañana atendió su nariz lastimada y su vanidad herida. Ese día repitió a menudo, en voz tan alta que Prudie no pudo menos que oírlo:
—Sí, ¡era un hombre de Saint Austell!
Después la viuda Tregothnan dijo:
—Tholly, ciertamente no tienes toda la culpa, pero dirán que fuiste la causa de todo, pues en diez años nunca hubo una pelea tan dura, y ya imagino las quejas.
—Caramba —dijo Tholly—, creo que con mis propias manos eché sólo a cuatro o cinco. El resto se fue caminando.
—¿Caminando? Quizás. ¿Y con tus manos? Querrás decir con tu mano. Ese gancho no es una mano, y algunos sintieron su dureza. No deseo que los magistrados se la tomen conmigo. Me parece mejor que te alejes hasta que se calme el escándalo.
—¿Qué me aleje? ¡Pero si acabo de llegar! ¿Y cuánto debo esperar, querida? No soporto vivir sin ti.
—Vete. Un mes será suficiente. Pero recuérdalo… y hablo en serio. Cuando regreses, no quiero que esto se repita, porque si vuelve a ocurrir tendré que perderte.
Así, Tholly se ausentó un mes. Con su pequeño pony mal alimentado y sus seis cachorros se fue a Penzance, donde ayudó a organizar un espectáculo con animales y otras actividades por cierto no aprobadas por los ciudadanos más respetables. Durante ese lapso logró vender a buen precio todos los cachorros, y gastó el dinero dándose buena vida. De todos modos, retornó a Sawle con un traje nuevo y diez guineas en el bolsillo, pero no quiso satisfacer la curiosidad de Sally acerca del modo en que había ganado el dinero.
Esas últimas semanas también Ross se había ausentado muchas veces; y un día en que regresaba a Nampara, cuando pasaba por Bargus Cross, donde se alzaba el antiguo patíbulo ahora abandonado, advirtió con escaso agrado la figura del hombre alto y encorvado que lo esperaba, el sombrero maltratado, la capa de lana negra, y las largas piernas que colgaban a ambos lados del pony, como un Sancho Panza que espera a su Don Quijote. Después de hacer la comparación, Ross trató de contener una sonrisa. Durante un momento fugaz se preguntó si en realidad él mismo no había pasado una parte de su propia vida atacando a los molinos de viento.
—Te vi venir —dijo Tregirls—. ¿Cómo estás, joven capitán? ¿Puedo hacerte compañía un kilómetro o dos?
—Te desvías de tu camino.
—Nada de eso. Pensaba ir a visitarte, pero estuve en Penzance, y hace poco que regresé.
—¿Una excursión provechosa?
—Más o menos. Vendí todos mis cachorros, de modo que si necesitas uno tendrás que esperar un tiempo.
—Creí haberte dicho que no me interesaban. ¿No viste a Garrick cuando visitaste Nampara?
—¿Garrick?
—Nuestro perro. Nunca se muestra amable con otros perros.
Continuaron la marcha, al paso lento de los caballos.
—Vi a tu esposa —dijo Tholly.
—Me lo dijo.
—Bebimos juntos una taza de té… yo y tu esposa.
—Me sorprendió que identificaras el sabor.
—¿De qué?
—Del té.
—Bien, debo reconocer que me pareció un poco extraño.
—Te habrás impresionado.
Durante un momento se hizo el silencio.
—Me fue muy bien con tu esposa.
—También eso me lo dijo.
—Dijo que el pony que te vendí era muy valioso. El mejor animal que nunca compraste.
—Este —dijo Ross— es el mejor animal que nunca compré.
—Oh… Bien, de todos modos, es buen caballo, ¿verdad? Mírale el hocico. Y la pelambre. Aunque ya está un poco vieja. Pronto necesitarás otro.
—Quizá.
—Cuando necesites algo, házmelo saber.
—Oí decir que encontraste refugio en la cama de la viuda Tregothnan.
—Nos arreglamos. Necesitaba un hombre.
—Seguramente para mantener el orden en su taberna.
—Oh, eso. Fue un malentendido. Sin mala intención. Ahora todo está pacífico como un palomar.
¿Palomar? Ross miró a su compañero. Parecía más bien un buitre.
—¿Cómo están tus hijos?
—La semana pasada los vi por primera vez. Capitán, no tienen lugar para mí.
—¿Te sorprende?
—Eso fue hace mucho tiempo. Mi lema es olvidar y perdonar. Pero ellos no piensan lo mismo… ¡Y qué diferentes son! Emma se parece a mí. ¡Una hermosa hembra, fuerte y sana! Y atractiva. —Tholly se lamió los labios—. Sí, atractiva. Si no fuese mi propia… ¡Pero Lobb! Pobre infeliz. Igual a su madre. No tiene vida. Y encorvado como un anciano. Se diría que tiene cincuenta años. ¡Y sus hijos…! El mayor es medio idiota, apenas puede hablar, sufre ataques. Y los demás, pobres cositas, acurrucados junto al fuego, los vientres hinchados, las piernas como patas de araña. Y todos muy miserables.
Desde ese lugar alto podía verse el mar que aparecía y desaparecía en los límites de la tierra. Podían verse los árboles alrededor de Trenwith, y los que crecían cerca de Falmouth, la propiedad de Choake, el campanario inclinado de la iglesia de Sawle e incluso un lejano hilo de humo que se elevaba de la única mina que funcionaba en el distrito.
—Viven su propia vida —dijo Ross—. Mal puedes pretender que se sientan obligados hacia ti.
Tholly se acomodó en su pony y le clavó los talones.
—Pensé ayudar a Lobb y su familia.
—¿Puedes hacerlo?
—Puedo ayudarlos si otros me ayudan.
Ah, pensó Ross, aquí está la trampa. Era lo que cabía esperar.
—En es caso, será mejor que la caridad vaya directamente a los interesados.
Tregirls enderezó el cuerpo para respirar mejor.
—No pensé en la caridad. Quizá trabajo, si se puede encontrar. Y cuando necesites una yegua nueva, cuando ese animal viejo termine sus días, esa pobre y anciana yegua que estás montando, ¿quién mejor que yo puede ofrecerte otra? Puedo comprar y vender. Sé mucho de mujeres y animales. En fin, cuando quieras comprar… no necesitas perder tu tiempo, mi joven capitán, deja el asunto en manos de Tholly, ¿eh? ¿Qué te parece?
Ross vio la mirada calculadora de su interlocutor y se echó a reír.
—Lo pensaré.
Continuaron cabalgando sin hablar durante un rato, hasta que llegaron a la bifurcación del sendero; Ross debía seguir uno de los ramales, y Tregirls tenía que internarse por el segundo para regresar a Sawle.
Cuando sofrenaron los caballos, Ross dijo:
—Pensé proponerte algo, pero no sé si te agradará. ¿Hablas francés?
—Sí. No a la perfección, pero lo conozco bien. Casi como un nativo.
—Este asunto… mi propuesta… puede ser peligrosa, y también es posible que no haya ningún riesgo.
Tholly hizo sonar los huesos que llevaba en el bolsito.
—Así habla el joven capitán. Y así hablaba también el viejo capitán.
—Pues bien, Tholly, no te confundas. No se trata de eso. Dentro de pocas semanas voy a Francia con una expedición francesa que desembarcará… bien, en un lugar de la costa de nuestros vecinos. Habrá muy pocos ingleses, excepto marineros en los barcos y algunos soldados, pero pensé llevar conmigo a media docena de hombres que estarían a mis órdenes, aunque yo mismo me subordinaré al comandante inglés o directamente a los franceses.
—Me pongo a tus órdenes.
—Un momento. Antes de que aceptes te aclararé las condiciones. No habrá saqueos ni aventuras, ni robo de propiedad francesa, ni violación de mujeres. A quien se halle culpable de cualquiera de esos delitos se lo fusilará en el acto.
—Todo legal y propio, ¿eh, capitán? ¡Pero he oído decir que estamos en guerra contra los franceses!
—No cuando cooperamos con ellos en el desembarco. De modo que… no habrá botín para ti. Más aun, si descubro por casualidad que robaste algo consideraré que mi deber es fusilarte sin demora.
—Entonces, ¿qué ganamos con ello?
—Una paga. Pagaré a todos los que me acompañen. Una suma fija que será la única recompensa.
Bartholomew Tregirls tosió horriblemente al frío aire de Primavera.
—¿Cuánto?
—Veinte guineas.
El hombre volvió a toser, y cuando al fin pudo hablar Ross no pudo entender lo que murmuraba.
—¿Qué?
—Dije que me pagues quince, capitán, e iré contigo.
Ese día tomó la decisión definitiva de embarcarse, después de las reuniones mantenidas durante el último mes en Killewarren, en Tehidy y en Falmouth. Se habían completado los efectivos de la expedición, y esta debía partir tres semanas después. La fuerza principal se había concentrado en Southampton: tres mil quinientos franceses en unos cuarenta transportes; y un millar más que partiría de diferentes puertos de la costa. Cuatro naves pequeñas esperaban en Falmouth con unos doscientos hombres. Escoltaría a la flota el almirante sir Borlase Warren, que enarbolaba su insignia en la fragata Pomona, de cuarenta cañones, y otros cinco buques de guerra. Más aun, hasta llegar al lugar de destino, la expedición iría acompañada por toda la flota del Canal, al mando de lord Bridport, lo cual demostraba que el gabinete de Saint James prestaba todo su apoyo al proyecto. Además de los equipos de las tropas embarcadas, los transportes llevaban grandes cantidades de armas, municiones, uniformes y otros suministros para los realistas de Francia.
El conde de Puisaye, un gigantesco bretón, estaba al mando de la fuerza, pues el plan había madurado gracias a su entusiasmo; y los príncipes de Borbón, aunque se mostraban más cautos, lo habían designado teniente general y comandante de los ejércitos realistas de Francia.
Ross no había conocido a De Puisaye ni al conde d’Hervilly, que antes había sido coronel de uno de los regimientos franceses de élite, y que desempeñaba las funciones de segundo jefe; en efecto, ambos habían permanecido en Londres. Pero gracias a Carolina habían mantenido contactos con el joven y apuesto vizconde De Sombreuil, con Mademoiselle de la Blache, prometida de De Sombreuil, con el enérgico pero un tanto voluble De Maresi, con madame Guise, que había pasado una parte considerable de su tiempo en los lechos de numerosos caballeros de Cornwall, y, además de los mencionados, había conocido media docena de nobles franceses. Entre todos, prefería con mucho a De Sombreuil, que a pesar de su brillo y su vitalidad a menudo mostraba una expresión sombría. Quizás era la sombra de la guillotina, que había destruido a casi toda su familia. De Sombreuil dijo a Ross que cuando se hiciera la paz debía visitarlo con su esposa y pasar una temporada en el gran château cercano a Limoges. Era una amistad sincera, y Ross había acabado por apreciarla, quizá sobre todo porque tenía relativamente pocos amigos íntimos en Cornwall.
En compañía de los franceses, se sentía arrastrado por su decisión, su entusiasmo y su evidente coraje. La expedición no carecía de hombres dotados de tales cualidades. Y comenzaban a acumularse los informes —demasiado numerosos para ser falsos— acerca del desencanto del pueblo francés con el reinado del terror. Si Inglaterra sufría mucho a causa de la guerra y el tiempo, Francia lo pasaba incluso peor. Aunque de hecho era el amo de Europa, en todas las ciudades francesas se formaban filas para conseguir un poco de pan. El dinero casi había desaparecido, y los campesinos se negaban a vender su trigo; el control que el gobierno había ejercido antes en París comenzaba a derrumbarse; grupos de jóvenes corrían por las calles matando y robando a voluntad; varias ciudades incluso se habían atrevido a elegir alcaldes realistas. El francés común y corriente ya no anhelaba la libertad, la igualdad y la fraternidad o por lo menos no las deseaba a costa de la justicia, el orden y la comida. Todo eso era cierto; y Ross confiaba en que la expedición alcanzaría el éxito que merecía.
Pero a veces no estaba muy seguro de que el terrible dinamismo de la Revolución se hubiese agotado. Tenía conciencia de su propio anhelo de alcanzar una sociedad mejor y más equitativa, y recordaba de qué modo las proclamas iniciales de los revolucionarios habían acelerado los latidos de su corazón. Ahora, estaba tan desilusionado por la anarquía y la tiranía que estaba dispuesto a combatir siempre y por doquier a esos mismos revolucionarios. Pero recordaba el modo en que —apenas unos meses antes— las ciudades holandesas habían acogido a los revolucionarios. Quizás el estandarte estaba manchado y deslucido, pero no había perdido toda su magia. Y aunque los holandeses podían lamentar amargamente su entusiasmo por ese ideal cuando vieron cuál era la aplicación práctica, y aunque los franceses habían tenido que soportarlo seis años, la alternativa, que era el al antiguo régimen, sin duda no parecía muy atractiva. Aunque De Sombreuil era excepción, la opinión de muchos de los emigrados a quienes Ross había conocido era que los campesinos valían poco más que el ganado, y debía tratárselos en consecuencia. Su actitud incluso con los criados ingleses de sus anfitriones ingleses carecía por completo de esa veta de humanidad que señalaba, aunque fuese de manera peculiar, la relación de criados y amos en Inglaterra.
Así, en medio de su entusiasmo y su esperanza, Ross dudaba. Ese era el fundamento de su decisión de unirse a las tropas y llevar consigo a algunos amigos. Además, los hombres a quienes había invitado eran, salvo el propio Tholly, individuos que se habían beneficiado o visto cómo sus familias se beneficiaban con los conocimientos del doctor Dwight Enys. Jacka Hoblyn, Joe Nanfan, John Bone, Tom Ellery, Wilf Jonas, el hijo del molinero. No quiso llevar a Will Nanfan porque aún tenía una familia joven, fruto de su unión con la segunda esposa, y a Zacky Martin porque había estado enfermo todo el invierno; tampoco a Paul Daniell, a causa de la antigua tragedia de Mark y Keren. Pero con la inclusión de Tregirls, eran seis hombres, y posiblemente no necesitara más. Aún podía suponer que ninguno sería necesario.
Después de separarse de Tholly llegó a su propiedad. No le agradaba la perspectiva de encontrarse con Demelza, pues ahora debía comunicarle su decisión. Sabía que ella la aceptaría, y pondría a mal tiempo buena cara, pero no le agradaba traerle esa inquietud; y sabía muy bien que si la expedición no tenía éxito su propio plan implicaba graves riesgos personales. Aunque no pensaba decírselo a Demelza.
Pero sabía a qué atenerse, y luchaba con sus propios y complejos sentimientos mientras descendía cabalgando hacia el valle, con el arroyo Mellingey que burbujeaba y cantaba no muy lejos. Ese día, el sol había presentado un auténtico atisbo del verano. Brillaba con luz clara y centelleante, el aire estaba cargado de vida y ozono y el cielo parecía altísimo. Ese día, era grato estar vivo.
Entonces, ¿por qué había preferido arriesgarse?
En primer lugar, estaba la obligación contraída con Dwight. Era el factor principal de la decisión. Pero, además, existía un hecho del cual no podía desentenderse, un impulso íntimo, apenas consciente, que lo movía a buscar el peligro, la aventura y la compañía de otros hombres. En el hogar, en el hogar al que ahora estaba acercándose, tenía una esposa que lo seducía con su belleza juvenil, su ingenio y su realismo; y tenía un hijo de cuatro años, un hermoso niño, vivaz y que ya mostraba los rasgos más seductores, y una hija de siete meses, de cabellos oscuros y ojos negros como la madre, regordeta y alegre de haber nacido. Arriesgaba todo eso. Una bala de mosquete y habría una viuda más, y dos huérfanos, y él desaparecería del mundo de los vivos, y ya no podría respirar, ni saborear la vida.
Sin embargo, aunque su propia mente no podía plantear el problema en términos tan claros, sospechaba que el sabor mismo de la vida cobraba mayor intensidad gracias precisamente al riesgo. Tal vez era algo relacionado con toda la filosofía del mundo en que nacemos. Si hemos de vivir eternamente, ¿quién puede interesarse en el mañana? Si no hubiese sombras, ¿quién atribuiría valor al sol? La tristeza después del frío, el alimento después del hambre, la bebida después de la sed, el amor sexual después de la abstinencia, el saludo afectuoso del padre después de la ausencia, la comodidad y el fuego del hogar después de cabalgar bajo la lluvia, el calor y la paz y la seguridad de nuestra casa después de vivir entre enemigos. Si no había contraste, el resultado podía ser la saciedad. No atribuía originalidad a sus propios pensamientos, pero estos eran un factor de su decisión. Sabía con cuánta rapidez Demelza podía demolerlos si se lo comunicaba. Sin duda, aceptaría la primera premisa, y después se dedicaría a demostrar la falacia del resto. El amor dura poco, lo mismo que el sol, y el calor y la paz y la felicidad sexual y la familia. Pocos gozan de estos beneficios como ahora podemos gozarlos nosotros mismos. Tratemos de saborearlos entonces mientras podemos. Se desvanecerán con rapidez suficiente, sin provocar la bala de mosquete francesa destinada a acentuar el sabor de estas cosas.
Era un criterio práctico, y en el curso de una discusión él habría reconocido que Demelza tenía razón. Pero el tema jamás se discutiría, porque Ross no estaba dispuesto a revelar a su esposa las motivaciones secundarias de su propia decisión. Si sólo se trataba de la lealtad hacia Dwight, ella no tenía respuesta.