La semana precedente había salido la luna, pero ahora aparecía demasiado tarde para ser útil durante la primera parte de la noche. De todos modos, había unas pocas estrellas en el cielo medio nublado y ventoso. La luz bastaba para los fines que él perseguía, y quizás era mejor que moverse en la tenue luminosidad proyectada por la luna.
Drake se acostó temprano y despertó alrededor de las diez, cuando su hermano dormía profundamente el primer sueño. Era difícil disputar con Sam, y en efecto no habían sobrevenido discusiones agrias entre ellos desde el comienzo del asunto. A lo sumo, se habían distanciado un poco. Con tristeza. Con pesar, porque el propio hermano de Sam, cuya fe en Cristo había parecido tan segura, tan arraigada en su corazón y su alma, había permitido que su convicción se debilitase, al extremo de que ahora estaba hundido en el valle de las sombras.
Durante un tiempo Sam había discutido con él y le había rogado, explicándole que su corazón era como un jardín de donde se había arrancado hacía mucho el árbol del mal. Pero quedaba el tocón, y este, aunque cubierto por una fina capa de la tierra del arrepentimiento, podía formar y sin duda había formado brotes fuertes y pecaminosos que amenazaban ahogar y matar las flores del espíritu. Que Drake se cuidase. Que destruyese a tiempo el mal, no fuese que los letales restos de su mente carnal se impusieran, y el propio Drake se perdiese para siempre, arrebatado por Satán y el infierno.
A esto Drake contestaba que él no creía que sus actos fuesen pecaminosos. Su unión con una joven de otra congregación religiosa era tal vez un hecho infortunado, pero si esa relación se consolidaba ¿no era posible que con el tiempo ella se convirtiese? El matrimonio no era pecado. La unión conyugal no era pecado. El amor no era pecado. Que él se viese con una joven de clase social completamente distinta, y en una situación que imposibilitaba casi del todo el matrimonio, era un hecho aún más lamentable. Pero se trataba de un acto inocente. O casi inocente. Que en vista de esa inquietud él estaba concibiendo la vida de un modo excesivamente carnal, quizá debía reconocerlo. Pero no estaba dispuesto a aceptar, como argüía Sam, que esta vida era sólo una preparación para el más allá. Drake gustaba de esta vida, y de todo lo que ella incluía: la puesta del sol, la salida de la luna, los rayos dorados que se reflejaban en el trigo maduro, el brillo negro como tinta de las alas de un escarabajo, el sabor del agua fresca en primavera, y acostarse y descansar cuando uno estaba fatigado, levantarse por la mañana para afrontar el nuevo día, comer pan recién horneado, sentir el mar frío que le mojaba las piernas, cocer una patata en las brasas de un fuego y pelarla y comerla cuando aún estaba demasiado caliente y no era posible sostenerla en la mano, caminar sobre un risco, echarse al sol, trabajar un buen pedazo de madera, arrancar chispas al hierro. Y hubiera podido mencionar cincuenta placeres más.
Y también amaba a una joven, y era su principal amor. Esa relación tenía muchos aspectos infortunados, pero Drake no creía estar pecando. Quizás el Paraíso le prometía glorias más excelsas, pero él no alcanzaba a imaginarlas.
En definitiva, Sam y Drake concordaron en la necesidad de discrepar. Cuando estaba en casa, Drake continuaba participando de la vida del círculo; ejecutaba sus tareas semanales voluntarias, contribuyendo a la construcción de la nueva sala de reuniones en la colina; y todavía oraba todas las noches con Sam. Pero Sam había renunciado al intento de controlar los restantes movimientos de Drake; y cuando el joven decidía levantarse temprano por la noche y alejarse del cottage, Sam no formulaba comentarios. No podía creer que en su hermano hubiese verdadera maldad; y en efecto, la expresión de Drake por la mañana inducía a Sam a pensar que el demonio no había conseguido dominarlo demasiado.
Era la tercera vez que Drake salía. Se trataba del estilo de broma que lo atraía. George Warleggan, con quien nunca había hablado y a quien sólo había visto en la iglesia, se había convertido en algo parecido a una figura siniestra. Y lo que estaba haciendo era la única posibilidad que se le ofrecía de atacar a su enemigo.
Al principio, Drake había pensado hacerlo una sola vez. Pidió prestados a la vieja Betsy Triggs dos canastos para llevar pescado, y de un hombre de Sawle obtuvo un pedazo de red sardinera. Con esta y con la ayuda de una pértiga y un par de pedazos de madera, preparó una suerte de tosca red de pesca. Después, todo fue fácil. Ese año, las ranas y los sapos se apareaban tarde, y abundaban en los tres estanques intercomunicados de Marasanvose. Atrapó un par de docenas, depositó doce en cada canasto y tapó ambos recipientes con un pedazo de arpillera. Después, se marchó. Unas dos horas después había regresado a su cama.
Le había parecido divertido, y confiaba en que su broma daría resultado. Quizá los sapos no se sintieran a gusto en su nueva residencia, y por la mañana regresaran a las antiguas madrigueras. Pero el estanque de Trenwith había sido un criadero natural de sapos, y Drake pensó que no se opondrían al traslado. Por supuesto, sabía que era un riesgo, y un riesgo desproporcionado con el regocijo y la satisfacción que podía obtener de ello. Entrar en propiedad ajena era un delito grave, y sobre todo si se cometía durante la noche. Pero ahora conocía bien los terrenos de Trenwith, porque los había recorrido muchas veces durante sus visitas dominicales a la casa. Aunque era un hombre alto, Drake sabía moverse con rapidez y en silencio, y tenía la certeza de que podía aventajar en astucia al torpe guardabosques que quisiera atraparlo. El peligro de los perros era escaso, pues esos animales no agradaban a George. Había sólo una pareja de terriers pertenecientes a los Harry, y al parecer permanecían encerrados la mayor parte del tiempo.
El miércoles se preguntó si su visita había sido advertida; pero el viernes, de regreso en su cottage, lo esperaba una nota de Geoffrey Charles. Supuso que la había traído un criado de la casa.
Queridísimo Drake:
¡El miércoles me sentí muy emocionado! ¡Había sapos en el estanque, y el tío George estaba fuera de sí a causa de la furia! ¿Fuiste tú? Me reí tanto que me enviaron a mi cuarto. Tom y Paul se vieron en dificultades porque no supieron limpiar el estanque. Se pasaron todo el día atrapando a los sapos. Creo que consiguieron cazarlos a todos. Queridísimo Drake, ¿cuándo podremos encontrarnos para ir a Marasanvose?
Cariños, Geoffrey Charles
Con otra letra, unas palabras garabateadas de prisa: «Si fue usted, no debió hacerlo. M».
Así, el sábado por la noche volvió a hacerlo. Le pareció que el nesgo no era grave, ya que evidentemente se atribuía la culpa a los guardianes; y Geoffrey Charles se divertía de lo lindo. Aunque estaba más oscuro que el martes, esta vez la luna salió antes de que Drake llegase al estanque de Trenwith, de modo que el joven tuvo que actuar con mucha cautela. Pero nadie lo vio ir ni venir, y su segunda donación de sapos quedó allí para diversión de Geoffrey Charles.
Allí podría haber acabado todo, sin una segunda carta que lo acicateara o le advirtiese. Pero se filtraron noticias, como ocurre siempre que hay aldeanos empleados en una casa. Polly Odgers habló con su padre. Lucy Pipe habló con su hermano. Char Nanfan oyó el relato de labios de Beth Bate, cuyo marido, Saúl Bate, era jardinero en Trenwith. Circularon rumores y se hicieron conjeturas. La gente del lugar no creía en la posibilidad de una invasión de sapos venidos del campo. Eran sapos de Marasanvose, y no habían acudido a Trenwith saltando sobre sus cuatro patas. Era una broma, y una buena broma; y lo que la hacía más interesante era que nadie conocía la identidad del culpable. Hubo comentarios y la gente rio mucho a propósito de los sapos y las ranas que venían nadie sabía de dónde, y se dijo que al señor Warleggan le convenía organizar una fábrica y convertir a los animalitos en carne para su cocina. Y así por el estilo. En resumen, pensó Drake, valía la pena hacerlo otra vez.
Esta noche las ranas y los sapos croaban con inusitado vigor. El tiempo les favorecía: era fresco y húmedo, y todavía bastante frío. Drake depositó en el suelo los dos canastos, e inició su tarea. Apenas necesitó mojarse los pies. Croaban y gorgoteaban y rezongaban alrededor, en la semioscuridad, y aunque callaban cuando lo sentían acercarse, era fácil atraparlos cuando querían alejarse. Como las veces anteriores, trató de que no todos fuesen ejemplares ruidosos; no quería tener en los canastos una colección de machos que, separados de las hembras, no verían motivo para continuar sus cantos de amor.
Tan pronto llenó los canastos, aseguró un pedazo de arpillera sobre la boca de cada recipiente; después, ocultó la red entre las ramas de un árbol, y comenzó a recorrer la distancia que lo separaba de Trenwith. Sus prisioneros, amontonados en el fondo de los canastos, se mantenían silenciosos.
Eran casi cinco kilómetros hasta Trenwith, y Drake dejó atrás el portón que estaba a corta distancia del bosquecillo donde había hablado por primera vez con Morwenna y Geoffrey Charles. Ahora avanzó con más cuidado, evitando las ramas secas y vigilando las sombras que no le parecían naturales. Consideraba probable que esa noche alguien estuviera vigilando; pero si así era, los centinelas estarían cerca del comienzo del estanque.
El estanque mismo estaba limitado sobre dos lados por extensiones cubiertas de hierba y en un tercero por una parcela de tierra abierta muy transitada otrora por el ganado; cerca de dicha parcela estaban las construcciones de la granja. El cuarto lado, donde el estanque era más estrecho y el minúsculo arroyo que lo alimentaba se convertía en un angosto hilo de agua, aparecía cubierto de espinos, arbustos y unos pocos pinos desnudos; por este lado se había acercado antes Drake para soltar a sus cautivos, uno por uno, entre la afilada hierba que crecía al borde del agua. Esta vez adoptó la precaución de depositar en el suelo los canastos a unos veinte metros del agua, junto a la pared de un cobertizo aislado; después, realizó una exploración preliminar.
Era más de medianoche y la casa estaba en sombras, excepto una sola luz en una habitación del piso alto, un lugar que Drake no había visto usar antes. Se desvió hacia la izquierda, y vio que no había luces de ese lado de la casa o sobre los establos, donde dormían los criados. Una seca brisa nocturna agitaba la hierba, una brisa que aún no mostraba los efectos de la primavera. Después de la lluvia de la víspera el suelo estaba blando y esponjoso, de modo que había menos posibilidades de pisar una rama quebradiza. A lo lejos, el mar reverberaba.
Vio casi inmediatamente al primer hombre: una figura apoyada en la puerta más próxima del establo. Estaba demasiado lejos, y por eso mismo su vigilancia no podía ser muy eficaz; pero probablemente se había refugiado allí para protegerse del viento frío. No sería difícil depositar los sapos sin atraer su atención. Pero ¿acaso la guardia estaba a cargo de un solo hombre? Generalmente, a semejanza de las palomas, formaban parejas.
Quizás el segundo guardián era más escrupuloso que su compañero. También era posible que se turnasen, y que uno de ellos estuviese más cerca del estanque. Ahora bien, si uno se había refugiado junto a la puerta del establo, era probable que el segundo estuviese en el campo visual del primero, de modo que al recibir cierta señal… Drake examinó con cuidado los pocos lugares donde un hombre podía ocultarse. El árbol, el muro, los arbustos, un pilar de piedra, otro árbol, otro árbol, el carro, la Pared, el establo, los arbustos, ah… lo vio. El segundo guardián estaba sentado muy cerca del estanque, de modo que la cabeza no sobrepasaba el nivel de los matorrales que lo ocultaban. Se había mantenido casi inmóvil, y sólo un ligero gesto de la cabeza había indicado su posición.
La cosa sería más difícil. No podía echar los sapos al estanque sin ser visto. A lo sumo, ahora podía acercarse protegido por los arbustos y echarlos silenciosamente al arroyo, con la esperanza de que después los mismos animales llegarían al estanque siguiendo el movimiento de la corriente.
Drake se volvió bruscamente y tropezó con un hombre.
—¡Te tengo! —gruñó una voz, y una mano le aferró el brazo.
El movimiento brusco, que no respondía al temor provocado por un posible peligro, lo salvó de ser capturado ahí mismo. Desprendió el brazo, y se le desgarró la manga de la chaqueta; una gruesa estaca silbó a poca distancia de su oreja, le rozó el antebrazo y golpeó la pared. Se agachó y cayó, y trató de alejarse apoyado en las manos y en las rodillas, medio corriendo y medio trastabillando, en dirección a la casa. De pronto, en su camino apareció otro hombre; lo esquivó a tiempo. El lugar se pobló de gente. Advirtió un poco tarde que los guardabosques no siempre vigilaban en parejas.
Ahora estaba en el sendero principal, y todos podían verlo; convergían sobre él desde distintos ángulos. Viró en ángulo recto, y se abalanzó sobre la pared baja que se elevaba después de los canteros. Dos hombres corrieron para cortarle el paso, pero el miedo y sus largas piernas le permitieron adelantarse: saltó el muro y salió al campo, corriendo para salvar la vida a través del primero de los dos campos que llevaban al bosquecillo donde había conocido a Morwenna. No tenían perros; por lo menos eso era una ventaja.
Pero aún no había salido del bosque, ni siquiera se había internado en él, cuando otra figura entró en el campo viniendo del sendero principal; venía a caballo, y trataba de cortarle su mejor vía de escape. Drake se desvió hasta el extremo más alejado, donde el suelo descendía bruscamente. Allí se elevaba la ruina de un viejo molino de viento, abandonado hacía mucho y afectado cierta vez por el fuego. En esa dirección no había dónde refugiarse; pero después de salvar el bajo muro de piedra al que estaba acercándose, temporalmente no lo verían. El molino de viento era un escondrijo obvio, pero después de las ruinas el terreno se extendía ondulante en dirección a Santa Ana, cercado por primera vez en mucho tiempo, arado y sembrado con trigo de primavera.
Ese antiguo muro al estilo de Cornwall tenía a lo sumo un metro de altura; corría irregular hacia los cobertizos de la granja. Consiguió pasarlo, dobló hacia la derecha y apoyándose en las manos y las rodillas trató de alejarse. Se lastimó con las piedras y las afiladas espinas de los matorrales. Era un movimiento frenético, y necesitaba ser no sólo rápido sino discreto. Si el jinete hubiese saltado el muro, los esfuerzos de Drake habrían fracasado. Pero era evidente que a ese hombre no le agradaba arriesgar su pony en la oscuridad; desmontó y después trepó el muro, seguido por dos hombres que llegaron a la carrera, jadeantes, y que ahora estaban con él.
Cuando salvaron el obstáculo, Drake yacía inmóvil entre los matorrales y las piedras, tratando de recuperar el aliento, consciente ahora del dolor del antebrazo, donde había recibido el golpe.
—Creo que fue por ahí…
—El bastardo se escondió en el molino. No creo que…
—Será mejor que nos dividamos.
—¿Tendrá un cuchillo? Son como ratas acorraladas.
—Tom, ocúpese del molino. Y usted, Jack, acompáñeme, y vea si…
Se dividieron, pero en dos grupos. No se atreverían a pelear entre las ruinas, uno contra uno. Era un respiro. Pero sólo durante un par de minutos.
Mientras los pies de sus perseguidores se alejaban, Drake reanudó la fuga. Era sólo cuestión de suerte; no podía ver dónde estaban los guardianes. Pero no oyó gritos. Continuó moviéndose, el cuerpo inclinado. Trataba de determinar cuántos hombres le perseguían. Por lo menos cinco o seis. Conocía la posición de tres. Pero era casi seguro que cuando no pudiesen descubrir rastros de Drake, el jinete comprendería que el perseguido no había llegado tan lejos, e iniciaría el regreso. ¿Dónde estaba el resto? ¿Todavía cerca de la casa?
El silencio aún reinaba en la escena. Sintió que respiraba mejor, pero comenzó a dolerle el brazo. Llegó al extremo del muro. Si cortaba camino desde allí y llegaba a los establos, según recordaba, encontraría dos huertos detrás de la casa, y después otros dos campos que subían en dirección al páramo, el cual a su vez limitaba con los riscos.
Clavó la mirada en los establos oscuros. Un caballo relinchó y un búho salió volando de uno de los techos, por lo demás silencioso. Quizás estaban esperándole, pero tenía que arriesgarse. Pocos minutos después los tres hombres volverían a la casa. Miró hacia atrás. El jinete aún no había regresado. Volvió los ojos hacia la casa. Desde allí no podía saber si la luz aún estaba encendida. ¿Cuál era el cuarto de Morwenna? Nunca lo había visto y no sabía dónde dormía. La habitación de Geoffrey Charles daba al fondo de la casa. Qué extraña su amistad con el niño… en realidad, nunca había sido una mera cobertura de su relación con Morwenna.
Caminó, pero ahora no en dirección a los establos. En el frente de la casa, la luz se había apagado. Se acercó al estanque, convertido en blanco de una bala de mosquete, o de un grupo de perseguidores. Pero todos se habían alejado, y lo buscaban lejos de allí.
Dejó atrás el estanque y comenzó a remontar el arroyo. Los dos canastos estaban donde él los había dejado, pero en su interior había movimiento. Los sapos comenzaban a perder el miedo y se mostraban inquietos. Alzó los canastos y los acercó al estanque. Retiró los trozos de arpillera, y echó los sapos en las aguas poco profundas de la orilla. Uno de los animales comenzó a croar apenas se sintió libre.
Con un canasto bajo cada brazo inició cautelosamente un movimiento semicircular alrededor de la casa, y una vez que lo completó avanzó hacia los riscos.
Hacia la mañana se le había oscurecido el antebrazo, pero fue como de costumbre a la biblioteca y se las arregló para trabajar. En realidad, mientras Ross no tomase una decisión había poco que hacer. Después de quitar el techo se había descubierto que, si bien las paredes de la biblioteca estaban revestidas de granito, en realidad, contrariamente a lo que se esperaba, no eran de granito macizo, sino cascajo y pedregullo. Eran paredes construidas por los métodos más primitivos: piedras y restos amontonados hasta llenar el espacio entre dos ásperas paredes de un ancho aproximado de setenta centímetros. La argamasa había unido todos los elementos que los constructores habían podido reunir: piedra, arcilla, minerales y tierra excavada de la mina local. Las paredes eran bastante sólidas, pero parecía difícil determinar si podían sostener otro piso. Para Ross había sido irritante descubrir que en la construcción de la casa de máquinas de Wheal Maiden se había utilizado granito de la mejor calidad…
De todos modos, Drake pudo trabajar, y su condición habría pasado inadvertida si no hubiese sido el día de su lección semanal de lectura y escritura. Aunque afrontó con éxito la primera prueba, de ningún modo pudo escribir.
—Tienes el brazo muy rígido —dijo Demelza—. ¿Te lastimaste? ¿Qué estuviste haciendo?
—Resbalé y caí —contestó Drake—. No es más que un golpe, pero me impide dibujar las letras.
—Déjame ver. —Demelza rechazó las protestas de Drake, y le obligó a quitarse la chaqueta—. Ah… bien, es extraño que a causa de una caída te hayas golpeado así. Veamos… ¿No está fracturado?
—Uf… No. Es sólo un golpe. Y después de varias horas, toma ese color.
—Deberías vendarte el brazo, de lo contrario se te abriría la piel, y en ese caso tendrás una fea llaga. Buscaré vendas y un poco de ungüento.
Después de practicar una cura Demelza dijo:
—Bien, hoy no podrás escribir, leeremos un poco más.
Pasaban en la sala la hora semanal consagrada al estudio; era una ocasión que había acabado por agradar a ambos. Durante los meses de invierno, el hermano y la hermana habían intimado. A menudo opinaban lo mismo de muchas cosas. Aunque en esos distritos los hombres maduraban temprano, en ciertos aspectos Drake todavía era muy joven. Su fresca y despreocupada vitalidad masculina atraía a Demelza. Y ella detestaba la idea de que se enfrentara a los Warleggan en una lucha estéril y desigual; sin embargo, nunca había hablado del asunto porque le parecía inútil hacerlo. Ahora, como obedeciendo a un impulso, Demelza quebró su silencio. Sí, era demasiado tarde. Por otra parte, siempre había sido demasiado tarde.
—¿Aún ves a Morwenna Chynoweth?
Drake la miró, sobresaltado.
—¿Quién te lo dijo?
—Sam.
—Oh… Sam. —Respiró aliviado; después, su rostro se contrajo—. Sí.
Demelza esperó, pero él no habló. Había recogido el libro que estaba usando y lo hojeaba. Demelza dijo:
—Es una lástima que haya ocurrido.
—Quizá… Tal vez eso es lo que diría la mayoría de la gente.
—Drake, no creo que de esa relación resulte nada bueno.
—¿Y qué es lo bueno? —preguntó él—. A veces me lo pregunto.
—Bueno para ambos. ¿Ella te quiere?
—Oh, sí.
Demelza agregó:
—A menudo pensé hablarte. Pero aunque soy tu hermana, quizá no me corresponde intervenir.
—No es cosa tuya, ni de Sam.
—Pero no lo tomes a mal.
—No, no lo tomaré a mal. Tu intención es buena.
—Mi intención es buena. Pero hubiese preferido que hubieses puesto los ojos en otra persona. Quién sabe, hubiera podido obtenerse un arreglo. Pero… no con los Warleggan.
—Morwenna no es Warleggan. Así como yo no soy Poldark.
—Desgraciadamente, está emparentada.
—Hermana, las disputas entre familias son mala cosa. No conozco las razones de esta querella, pero sé que no deben influir en la vida de una persona consagrada a Cristo.
—Sin embargo, el propio Sam cree que esta… esta amistad no es buena cosa.
—Cree que no es una cosa buena porque piensa que mi preocupación es carnal, y que por ello doy a Dios un lugar secundario. Y también lamenta mi relación con Morwenna porque ella no pertenece a la congregación y no ha sido salvada, y por lo tanto puede apartarme del buen camino.
—¿Y sus temores son fundados?
Drake movió la cabeza.
—Apenas hemos pensado en eso. Sea como fuere, hay más de un modo de servir a Dios. Yo diría que dos personas —un hombre y una mujer— que se unen en perfecta armonía pueden dar al mundo y a Dios más que cada uno de ellos por separado.
Demelza miró afectuosamente a su hermano. Lo que él decía concordaba tan perfectamente con los conceptos y la experiencia de la propia Demelza que ella no tuvo más remedio que asentir.
—Morwenna Chynoweth es hija de un deán. ¿Estará dispuesta… podrá aceptar una vida que…?
—Oh, hermana. No me lo preguntes. Aún no puedo contestarte. Sé que nada puedo ofrecerle… nada. Y por eso mismo siento profunda amargura. Hasta ahora… a lo sumo podemos planear cuándo nos veremos la próxima vez. Y a menudo ni siquiera eso. Nuestra vida, que debería ser tan feliz… un verdadero don del Cielo… está amenazada por las sospechas y las prohibiciones de este mundo…
Drake se había puesto de pie, con el libro en la mano, y ahora se acercó a la ventana.
—Otra cosa, Drake. No podemos impedir que os veáis. Es asunto que sólo a vosotros concierne. Pero dónde os veis es otra cosa. No debéis hacerlo en Trenwith, ahora que el señor Warleggan ha vuelto. Tiene muchos criados, y dos veces hubo escenas violentas con el capitán Poldark. Si el señor Warleggan supiera que tú vas a ver a su prima, podrías recibir golpes más graves que el que ahora muestras en el brazo.
Drake medio se volvió.
—¿Qué ocurrió con el capitán Poldark?
—Pues… replicó también con violencia. No creo que nadie haya podido creerse el vencedor, pero se derramó sangre.
—No lo dudo…
Demelza se acercó a Drake y le aferró el brazo sano.
—Si no lo deseo para mi marido, tampoco lo quiero para mi hermano. Y tu posición no es tan fuerte como la de mi marido… De modo que cuídate, por mí… y quizá por Morwenna… Bien, ¿en qué página estábamos? Veintidós, ¿verdad? Habíamos comenzado a leer el primer párrafo.
A eso de las cuatro Drake volvió al cottage Reath. Demelza dijo que no podía trabajar con un solo brazo, y que debía volver a su casa y descansar. Pero Drake se sentía inquieto y no deseaba permanecer ocioso, de modo que pensó prepararse y después salir a caminar por la playa. Había estado tan preocupado por otras cosas que desde el mes de noviembre ni siquiera se había acercado al mar. Sam volvería tarde de la mina.
Dio fuego a algunas astillas amontonadas en el hogar. Mark Daniell había construido el cottage sin excesiva destreza ni mucha preocupación y el hogar y la chimenea estaban dispuestos de modo tal que cuando en invierno se encendía fuego, este parecía originar nuevas e intensas corrientes de aire: desde la puerta, la ventana y el techo. Si con el propósito de elevar la temperatura y crear un ambiente más cómodo uno eliminaba gradualmente las filtraciones de aire, se alcanzaba un punto en que de pronto aumentaba el calor de la casa. Y entonces el fuego comenzaba a humear.
Esa mañana Drake había traído una gran jarra de agua del pozo de Mellin, y ahora midió con cuidado dos tazas, y puso el agua a calentar. De pronto, alguien llamó a la puerta abierta, y cuando Drake se volvió encontró a Geoffrey Charles de pie en el umbral.
El niño se arrojó en los brazos de Drake. Este trató de mantener la compostura a pesar del dolor del abrazo. Ambos rieron alegremente, y los ojos del joven exploraron ansiosos la puerta, esperando la aparición de otra figura.
—¿Te sorprendí? ¿De veras, Drake? ¿Te sorprendiste? Salí de la casa y nadie me vio. Nadie lo sabe. Mon cher, ya tengo casi once años. Es tiempo de que salga solo…
—¿Y la señorita Morwenna?
—Está ayudando a mamá a preparar vino de hierbas. Ordené que ensillaran a Santa, y Keigwin preguntó adonde iba, y si tenía que acompañarme; y le contesté que no, que iba solamente hasta el bosque, cerca del límite del campo; ¡y después monté y me fui!
—Pero ¿sabías dónde encontrarme? A estas horas… todos los días estoy trabajando, y no vuelvo antes de las seis.
—Pregunté. Y decidí correr el riesgo. Ya ves, tuve suerte. Mi día de suerte.
—El mío —dijo Drake—. El mío, porque puedo recibirte en mi casa. Estoy preparando un poco de té. Beberás una taza conmigo, ¿verdad?
El niño aceptó complacido, y mientras esperaban que el agua hirviese hablaron de muchas cosas. Para disimular su decepción ante la ausencia de Morwenna, Drake explicó a Geoffrey Charles los problemas de las corrientes de aire y el fuego, y comentó divertido los esfuerzos que hacían en invierno para conservar el calor y al mismo tiempo continuar respirando. Geoffrey Charles miraba alrededor.
—Drake, parece una capilla. Más una capilla que una casa. No me agradaría vivir en una casa como esta. Pero, acerca del fuego, ¿por qué no excaváis en el piso?
Drake echó en cada taza unas pocas hojas de té extraídas de un envase de hojalata, y vertió encima el agua caliente.
—¿Y entonces?
—El suelo desciende desde la puerta, así que podríais cavar un conducto que llegara al hogar. Después lo cubrís, y apisonáis bien la tierra. Y poned una parrilla —tendría que ser una buena parrilla— donde encender el fuego. De ese modo, el aire entraría por el conducto y saldría por la chimenea. Drake, ¿volviste anoche?
—¿Si volví? Geoffrey, no tengo leche. ¿Bebemos el té sin leche?
—¡Aparecieron más sapos! ¡Esta mañana había docenas de sapos! ¡Y armaban un escándalo enorme, extraordinario! ¡El tío George parecía haber enloquecido!
—Tu idea acerca del fuego es excelente. Muchacho, ¿piensas ser ingeniero? Pero la ceniza caería entre los barrotes de la parrilla y terminaría bloqueando el conducto. ¿Qué me dices de eso?
—Tendríais que limpiarlo de tanto en tanto, como se limpia el hollín de una chimenea. ¿Viniste?
—Anoche el cielo estaba nublado. Y pensé: Antes de que amanezca lloverá mucho, y vendrán los sapos, y después, ¿qué dirá el señorito Geoffrey?
El niño rio complacido, y aceptó su taza de té y revolvió la infusión.
—¿Te burlas de mí? Fuiste tú, ¿verdad? Hubieras visto el escándalo, esta mañana: los criados corriendo, los perros ladrando, y los guardias que chapoteaban en el estanque. ¡Oh, todo eso duró varias horas! ¡El tío George estaba tan enojado! ¡Fui a mi cuarto, y hundí la cara en la almohada, con un access de fon rire! Querido Drake, ¿cómo lo hiciste sin que te atrapasen? Oí decir que habían estado despiertos toda la noche, esperando al intruso… ¡y casi lo pescaron! ¿Casi te atraparon? ¿Vuelas por el aire? ¿Tienes alas de bruja?
Pero Drake no quiso confesar nada. No sabía hasta dónde llegaba la discreción del niño, y aunque le complacía permitir que Geoffrey Charles sospechase lo que quisiera, él mismo no estaba dispuesto a reconocer nada.
—¿Y cómo está ahora tu tobillo? ¿Al fin curó?
—No del todo; pero está mejor que cuando guardaba cama. Hablando de volar por el aire, ¿recuerdas el arco que me fabricaste en noviembre, y tu promesa de que harías otro mejor cuando tuvieses tiempo, y lo que yo dije… que deseaba tener el dibujo de un arco grande, como los que usaron en Agincourt? Bien, ya tengo el diseño. Está en un libro que me compró el tío George, y lo copié para traértelo.
Mientras sorbían el flojo té caliente, desplegaron sobre la mesa el papel y examinaron el dibujo.
—Ves —dijo Geoffrey Charles—, agregué las medidas y todos los detalles. Pero antes necesitaremos encontrar madera de tejo. El libro afirma que es la única apropiada.
—Pero este arco… ¿no dice aquí que necesita una fuerza de sesenta libras? Hijo, eso es demasiado. No podrás dispararlo. Tal vez…
—Creceré. Cuando vaya a la escuela deseo llevarlo conmigo.
Seguramente allí practican con el arco, y será magnífico llegar con un arco de verdad. Estoy seguro de que nadie tiene…
—De todos modos, será mejor reducirlo. Cuarenta libras serán más que suficientes. ¿Dijiste que irías a la escuela?
Geoffrey Charles asintió.
—El tío George ya está buscando un lugar para mí. Te extrañaré, Drake, pero no estaré lejos todo el año, y cuando regrese para pasar mis vacaciones…
—Serás un jovencito tan sabio que no querrás hablar conmigo. ¿Y qué hará la señorita Morwenna cuando tú no estés aquí?
—Oh, creo que me iré solamente después que Morwenna se haya casado. Y nunca seré tan sabio que no quiera hablar contigo, porque tú eres mi mejor amigo. Mi primer amigo, el único amigo verdadero que jamás tuve. Cuando crezca nadie me dará órdenes, y no tendré que decir por favor mamá esto y por favor tío George aquello. ¡Y serás mi amigo íntimo, mucho más que ahora!
Drake estaba plegando el dibujo que el niño había traído.
—¿La señorita Morwenna se casará? No comprendo. ¿Qué quieres decir?
—Oh, se arregló mientras estábamos en Truro. Un clérigo… Ossie Whitworth. En realidad, no me agrada mucho… me recuerda a una paloma. Pero mamá y el tío George arreglaron todo antes de que volviésemos.
—Y… ¿qué dice Morwenna?
—Oh, creo que no le importa. Después de todo, las muchachas tienen que casarse. Por supuesto, vivirán en Truro, y yo podré verla de tanto en tanto. Drake, ¿sabes dónde puedo encontrar madera de tejo? Si consiguiera una tabla…
—La buscaré… Encontraré un pedazo… Cuando yo… cuando yo…
—Guarda este dibujo. Lo copié para ti…
—Geoffrey, ¿cuándo se casarán?
—¿Morwenna? Oh, no creo que hayan fijado un día. Me parece que discutieron un poco. Morwenna no quería que fuese inmediatamente. De todos modos, me alegro de que no sea ahora, porque no deseo perderla cuando todavía estoy en casa. —Geoffrey Charles depositó la taza sobre la mesa. Las astillas del hogar se habían quemado, y ahora sólo restaban algunas brasas—. Pediré un pedazo de tejo al tío George. El puede conseguirlo.
Salieron del cottage, y charlaron frente a la puerta, iluminados por los débiles rayos del sol. Geoffrey Charles no advirtió los silencios de su amigo. Finalmente, Drake dijo:
—Muchacho, tienes que marcharte; de lo contrario saldrán a buscarte, y creerán que yo te secuestré. Dime, ¿quieres hacerme un favor? ¿Algo muy especial?
—Por supuesto. ¡Certainement! ¿De qué se trata?
—Quiero que lleves un mensaje a la señorita Morwenna. La última vez que nos vimos en tu cuarto olvidé decirle algo, y ahora que el señor Warleggan ha vuelto no puedo visitar la casa. Se trata de algo… algo que olvidé decirle la última vez que nos vimos, cuando estuvimos en tu cuarto.
Mientras el jovencito esperaba afuera, y arrojaba piedras para espantar algunos cuervos, Drake entró y con un lápiz que le prestó su visitante escribió con dedos temblorosos las letras que Demelza le había enseñado. Apenas sintió el dolor en el brazo.
«M. Por favor, quiero verte en la iglesia el domingo a las cinco. Esperaré. D.»
No tenía modo de sellar el mensaje, pero lo ató con un pedazo de cinta de una vieja camisa de Ross, que había llegado a sus manos por intermedio de Demelza. No temía que Geoffrey Charles abriese la misiva. Cuando salió de nuevo, con el lápiz y la hoja de papel, pidió al niño que entregase el mensaje a Morwenna cuando ella estuviese sola; y Geoffrey Charles así lo prometió.
Después, Geoffrey Charles montó su pony, Drake estrechó la mano pequeña y suave, y después se quedó mirando al niño que con su montura se alejaba por el camino principal, en dirección a Trenwith. Finalmente, entró de nuevo en el cottage, se arrodilló frente al fuego e intentó reavivarlo. Recogió algunos recortes y virutas de madera que había traído de su trabajo, agregó todo a las brasas y poco después consiguió que brotase una llama que comenzó a lamer la madera nueva. Permaneció inmóvil. No hacía frío, pero él lo sentía. En esa época del año no era necesario avivar el fuego, y si Sam lo hubiese visto habría dicho que era un despilfarro. Después de marzo uno encendía fuego sólo para cocinar, y con frecuencia incluso apelaba al horno del panadero para ahorrar combustible. Pero Drake tenía frío. Comenzó a estremecerse. Sintió que necesitaba el fuego. Lo necesitaba no sólo para darse calor, sino para acompañarse. Sentía que el calor había desaparecido del mundo.