George Warleggan no era un hombre impaciente, ni inclinado a manifestar malhumor cuando las cosas no salían a su gusto; y así, retornó a Trenwith de bastante buen humor. El baile de Año Nuevo había sido un fracaso, y era probable que algunos se burlaran disimuladamente de él; además, un asunto secundario, la unión Chynoweth-Whitworth, aún no se resolvía a causa de la infantil obstinación de la joven; y el padre de George estaba irritado —y por lo tanto también lo estaba el propio George— a causa del desaire infligido por los Boscawen. Pero también había muchas cosas gratas. La más importante, el tratamiento heroico del doctor Behenna —o la secuela menos heroica del doctor Price— había producido efecto, y Valentine estaba recuperándose. Behenna estaba absolutamente seguro de que en el caso de que quedara alguna deformidad, sería tan leve que nadie la vería.
Y Osborne y su madre habían aceptado la invitación de pasar una semana en Trenwith a principios de julio. George pensaba que después de una semana en compañía de Osborne, Morwenna no podría resistir la presión suave pero firme que se ejercía desde todos los ángulos. Por otra parte, los intereses de los Warleggan, estimulados por una economía de guerra, prosperaban como no lo habían hecho jamás. Y en una cena ofrecida en la casa de Pendarves, la semana precedente, George había conquistado a un nuevo e importante amigo. Y su casa de campo, cuando él regresó, parecía más distinguida que nunca. Y el viernes siguiente ocuparía por primera vez su lugar en el estrado judicial.
Ciertamente, el viaje había sido muy fatigoso. La lluvia, tan frecuente durante la primavera en Cornwall (y para el caso en verano, en otoño y en invierno), había caído sin cesar todo el día, y cuando salieron al camino los progresos del carruaje habían sido tan difíciles que dos veces George sugirió a Elizabeth que montaran a caballo y continuaran de ese modo el viaje. Pero Elizabeth, aunque enferma a causa de los sacudones y los saltos del vehículo, había rehusado dejar a Valentine al cuidado exclusivo de Polly Odgers; y así, al fin habían conseguido salvar la distancia que los separaba de Trenwith.
Ya había oscurecido, y también como era habitual en la primavera de Cornwall (y en el verano, el otoño y el invierno), el tiempo había mejorado súbitamente, y llegaron a la casa mientras las nubes se dispersaban y salía una deslumbrante luna llena. El viento había amainado, un búho graznaba, el estanque ornamental relucía y los empinados techos de la casa proyectaban sombras góticas sobre el sendero, el prado y los arbustos. Y acogedoras velas brillaban tras las ventanas.
Elizabeth se había acostado y George cenó con los ancianos Chynoweth, que no se mostraron tan aburridos como de costumbre; después, habló con Tom Harry y dos de los criados más antiguos, y recibió un informe acerca de lo ocurrido durante el invierno. Finalmente, fue a acostarse antes de las diez y durmió tranquilamente hasta las seis.
Cuando despertó, se sentía renovado, fuerte y espléndidamente descansado. Elizabeth continuaba durmiendo, sus bellos brazos apoyados en actitud de frágil abandono sobre el cobertor de seda clara, de modo que George pensó levantarse sin despertarla, y pedir que preparasen su caballo para llevar a cabo una inspección temprana de la propiedad. Permaneció acostado unos minutos más, contemplando soñoliento el cielo azul visible tras las cortinas parcialmente recogidas; después, se deslizó fuera de la cama y se puso la bata verde. Pasó al cuarto de vestir, usó la chaise-percée que había ordenado instalar, y después llamó a su valet. En verdad, era una mañana hermosa, si bien cabía la posibilidad de que volviese a llover antes de que terminara el día. Un tiempo perfecto para cabalgar, el aire limpio y claro después del brumoso frío de Truro…
Alcanzó a oír un sonido. Era un sonido que le desagradaba especialmente, y que había esperado no volver a oír en su propiedad. Era sobremanera irritante después de todo lo que se había hecho el año anterior, y de las instrucciones que había dejado a los criados. Así, cuando llegó el valet no pidió agua para lavarse, y en cambio habló con voz cortante:
—Deseo ver a Tom Harry.
El valet, que percibió el filo en la voz de su amo, se apresuró a salir, y unos tres minutos después se oyó un golpe en la puerta y apareció Tom Harry, limpiándose la boca con el dorso de la mano:
—¿Señor?
—Venga aquí.
Harry se acercó a su amo.
—¿Señor?
—Escuche. ¿Qué oye?
Harry prestó atención.
—A decir verdad…
—¡Silencio! ¡Escuche! ¡Allí!
—¿Ranas? ¿Allí abajo? ¡Por mi vida, no puedo creerlo! Fue…
—El año pasado se limpió el lago. ¿Por qué se oye eso?
—¡Señor, no lo sé! ¡Le digo la verdad, señor, para mí es una sorpresa! Los buscamos en marzo. Señor, usted sabe cómo son.
—Me lo dijo el año pasado. Que se habían ido.
—Sí, señor. Se juntan, y dejan sus crías, se van a vivir al campo, sobre todo cerca del arroyo. Señor, el año pasado, cuando hicimos la limpieza, era verano, y sólo pudimos romper los huevos y matar los renacuajos, y los sapos jóvenes. Sólo eso. No es posible encontrar a los más viejos…
—¿Y? ¿Qué ocurrió en marzo?
—Señor, estuvimos buscándolos. Apenas volvieron, y los oímos, hicimos todo lo posible para cazarlos. Atrapamos veinte o más. Tres veces en marzo. Pero después, no volvieron a aparecer. Yo y Bilco buscamos todas las mañanas, porque no queríamos que hubiese ninguno cuando usted volviera. ¡Y le juro que no se los oyó en todo el mes!
—Bien —dijo George— espero que haya ejecutado mejor las restantes tareas que le encomendé. Ahora, vaya con Bilco y limpie ese estanque.
—¡Sí, señor! ¡Enseguida, señor! ¡Lo siento, señor! No sé cómo pudo ocurrir.
Cuando Geoffrey Charles se enteró de la invasión estalló en salvajes alaridos de alegría y bajó gritando al estanque para ver a Tom Harry y Paul Bilco que, con el ceño sombrío, se hundían en el agua hasta la rodilla, buscando a las criaturas. Habían llevado a los perros, pero estos no se acercaban a los sapos después de atrapar y soltar inmediatamente uno de ellos: el veneno que tenían bajo la piel les parecía insoportable. Después de una breve e irritada reprensión de George, Geoffrey Charles moderó sus manifestaciones; y sus intentos de incorporar a Morwenna a la broma determinaron en la joven una avergonzada negativa a seguir la línea de pensamiento del niño.
A lo largo del día, de tanto en tanto se oían gritos, carreras y los golpes de las estacas. La tía Agatha, que esa mañana se había levantado unos minutos, consiguió enterarse de lo que ocurría, y miraba desde su puesto de observación, en una ventana, y se la oía maldecir a los hombres y alentar a los sapos. El asunto irritó bastante a George, y siempre que los criados podían procuraban no cruzarse en su camino. Geoffrey Charles hubiera deseado unirse a las maldiciones de la tía Agatha, pero no se atrevía. De tanto en tanto la risa burbujeaba en su garganta como una corriente subterránea.
El tobillo del niño no se curaba. Una parte de la herida original había cicatrizado, pero encima se había formado una llaga, y por el momento los ungüentos y las pomadas del doctor Choake habían logrado impedir que la naturaleza hiciese su obra. Se había sangrado al paciente, se le habían administrado severas lavativas, se le había mantenido confinado en su lecho dos semanas enteras; y al fin, cuando todo esto fracasó, se le aconsejó que hiciera ejercicio y caminase todo lo posible con la ayuda de un bastón. Aceptó de buena gana el consejo, pues el tobillo le dolía sólo cuando se lo tocaba; y cojeaba por doquier, charlando incansablemente, aceptando de mala gana las lecciones de Morwenna y, en general, se mostraba díscolo e ingobernable.
George miraba todo esto con ojos fríos. El nervioso rechazo de Morwenna al matrimonio con Osborne Whitworth no había modificado la actitud de George hacia ella. Se mostraba cortés, un poco frío —su actitud permanente— pero de ningún modo hostil. Generalmente se salía con la suya, y no deseaba que nadie, y menos aún Elizabeth, lo creyese obstinado. De modo que por el momento nada más se dijo. Pero, sin que George lo supiera, desde el retorno de Morwenna a Trenwith habían ocurrido muchas cosas. En el lapso de tres semanas se habían celebrado tres reuniones con Drake, que había visitado a Geoffrey Charles todos los domingos y, como el niño guardaba cama, había podido ver a la joven media hora a solas en el cuartito de la planta baja.
Habían sido encuentros tensos, profundamente emotivos, que habían madurado la relación entre ambos como si se tratara de una planta sometida al calor de un invernadero. Morwenna nada había dicho a Drake de la existencia de un rival, en parte porque la palabra rival parecía muy inapropiada. ¿Cómo podía concebirse que Drake compitiese por la mano de la joven? ¿Y cómo podía concebirse que Osborne compitiese por su amor? Pero durante esos encuentros, consciente de la amenaza que se cernía sobre las visitas de Drake, pero al mismo tiempo incapaz de limitar o resistir la revelación de sus propios sentimientos, Morwenna había seguido sus impulsos y les había permitido manifestarse más libremente de lo que habría sido el caso en otras condiciones y también más libremente que lo que su propia sensatez le habría dictado si Drake hubiera sido un joven que la cortejaba de manera más o menos convencional. Recibir a un joven y sentarse con él en una habitación, sin que las personas mayores de la familia de la propia Morwenna supiesen nada, equivalía a comprometer su posición y su honor, incluso en el caso de que pudiera creerse que Drake era un joven apropiado para ella. Pero lo que sentía en el curso de esos encuentros expresaba un sentimiento absoluto y total, que ni siquiera ella lograba controlar. El matrimonio con un hombre que no le agradaba, la entrega de su cuerpo de un modo que ella no acababa de entender muy bien, la existencia de una inconcebible intimidad, ¿todo eso era correcto porque estaban en juego el dinero y la posición, y sus mayores así lo habían dispuesto? ¿El matrimonio y la relación amorosa con un joven trabajador, una relación honesta y sincera, eran errados a causa de la falta del dinero y del obstáculo representado por la posición y la educación?, ¿estaba errado el amor, esta clase de amor?, ¿debían terminar para siempre esos encuentros intensos, fecundos y tiernos?
Durante el segundo encuentro se habían sentado juntos en el raído diván y habían conversado de cosas intrascendentes quizá durante cinco minutos; y después, él comenzó a besarle la mano, y después la boca. Los besos aún eran castos, pero la castidad naufragó en los sentimientos despertados por los mismos besos. Permanecieron sentados en el diván, sin aliento, aturdidos, embriagados, felices y tristes; y perdidos.
Después que él se retiró Morwenna comprendió que al margen de lo que ella pensaba acerca de su matrimonio con el señor Whitworth, eso no era excusa para permitir que nadie se tomase tantas libertades. No por nada ella se había criado en un hogar religioso, y había orado mucho mientras estaba en Truro. Principalmente lo había hecho para cobrar fuerza y resistir la presión de la familia; y con sentimiento de culpa ahora se preguntaba si en realidad sus oraciones habían tendido no tanto a buscar cierta guía, como a confirmar una decisión que ella había adoptado sin la ayuda de Dios. Ahora, necesitaba otra clase de fuerza, fuerza para resistir la tentación de la carne —pues cabía presumir que de eso se trataba— fuerza para mantener el equilibrio, y para continuar oponiéndose a un matrimonio que ella no deseaba sin incurrir en una relación que sólo podía llevar al desastre.
En medio de todo esto había llegado al fin una carta de su madre, una misiva extensa y sensata, razonada pero no reconfortante. Por supuesto, Morwenna no debía casarse con una persona a la que no deseaba desposar. Ciertamente, no debía demostrar excesiva prisa. Pero… y seguían los peros. El deán había fallecido en pobreza casi total. Gracias a la bondad de un hermano, la señora Chynoweth no carecía de recursos, pero tenía que criar a tres hijas más. Ninguna dispondría de dote. Todas las jóvenes tendrían que buscar empleo como gobernantas o maestras. Y podrían considerarse afortunadas si hallaban un puesto tan cómodo y agradable como el de Morwenna. Y sin dinero, las perspectivas matrimoniales no eran muy brillantes. Ser gobernanta toda la vida no era un futuro que ella deseaba para ninguna de sus hijas. Pero en este caso, el caso de Morwenna, la perspectiva había cambiado por completo. Gracias a la generosidad del señor Warleggan, podía contar con una dote importante. Y se trataba del matrimonio con un clérigo joven y prometedor —perteneciente a la misma congregación religiosa— que no carecía de recursos y que podía esperar cierta fortuna cuando falleciese su madre; además, un hombre de buena familia. Con el matrimonio venía un buen curato en la ciudad más importante del condado, cierta posición, un hogar, niños, es decir todo lo que una joven podía desear. Sus circunstancias serían tales que incluso era posible que más tarde una de sus hermanas atendiese a los hijos de Morwenna. Debía pensarlo mucho antes de rechazar todo lo que se le ofrecía, y debía orar, como lo harían todos, para ver claro cuál era el camino recto.
Entretanto, concluía la señora Chynoweth, escribía por el mismo correo a Elizabeth, aconsejándole que tratase con bondad a su hija, y sugiriendo un plazo de dos meses antes de que se le pidiera una decisión definitiva.
Así llegó el tercer encuentro con Drake, y esta vez ella consiguió ejercer cierto control sobre la situación. Al principio, lo logró por completo y Drake se sintió herido y desalentado. Pero eso no duró. En el fondo del corazón de Morwenna, algo decía: «Si he de perder todo esto, ¿no es disculpable gozarlo mientras pueda?».
George había regresado el martes, y los sapos fueron capturados a lo largo del miércoles. Tom Harry repitió varias veces a George y a quien quisiera oírle que no podía entender como era posible que hubiese tantos. George respondió con gruñidos, sin más comentarios, pero despertó tranquilizado el jueves, el viernes y el sábado. El domingo, los sapos habían vuelto.
Ahora, una cólera incontrolable lo dominó, y habría golpeado a Tom Harry y a Paul Bilco, pero el hermano mayor de Tom se acercó para pedirle un favor y ofrecerle una explicación.
—Señor, estos no son los sapos que destruimos el año pasado. Son sapos comunes iguales a los que viven en los estanques de Marasanvose.
—¿Entonces? —preguntó George con impaciencia.
—Es posible que hayan venido solos. Las ranas y los sapos son animales extraños. Aquí se criaron más de medio siglo. O bien… O bien los trajeron por maldad.
George miró a su criado, que, incómodo, trataba de evitar la mirada de su amo.
—¿Por qué alguien querría hacer eso?
Harry no lo sabía. No le correspondía suministrar explicaciones. Pero George no tuvo dificultad de responder a su propia pregunta. ¿Una sala de reuniones clausurada para convertirla en depósito, y los miembros de la secta expulsados? ¿Una mina clausurada y las familias que sobrevivían gracias a la beneficencia de la parroquia? ¿Los senderos que atravesaban su propiedad cerrados, con altas empalizadas? Uno de esos actos o todos podían haber originado el infantil deseo de tomar represalias.
—¿A qué distancia estamos de Marasanvose?
—Más de cinco kilómetros hasta el estanque más próximo.
—¿Podrían caminar tanto?
—Bien, señor, creo que podrían, pero no creo que lo hayan hecho.
George observó los lamentables esfuerzos de sus criados que de nuevo se habían metido en el estanque.
—Harry, quiero que vigilen —dijo—. Del anochecer al alba.
Como es responsabilidad de ambos, que Tom y Bilco se ocupen del asunto.
—Sí, señor. Disculpe, señor, pero si es obra de sinvergüenzas y vagabundos probablemente no volverán antes del martes o del miércoles próximo. Dejarán pasar un día o dos hasta la próxima vez… exactamente como hicieron ahora.
—Que monten guardia todas las noches hasta que vengan. A su hermano le hará bien estar más despierto que de costumbre.
—Sí, señor. Muy bien, señor.
De modo que transcurrió otro día, parecido al miércoles. Un soleado y fresco día de primavera; pero en la casa no prevalecía una atmósfera agradable. Geoffrey Charles tenía dificultades porque a cada momento salía de la habitación y subía corriendo la escalera, en dirección a su dormitorio. Afirmó que le dolía un poco el estómago, lo cual alarmó a su madre; pero en realidad, la única causa del dolor de estómago era la risa contenida. Como Morwenna rehusaba compartir las sospechas del niño, a este le había encantado compartirlas con la tía Agatha, pero retrocedió ante la idea de hablar a gritos al oído de la anciana, porque Lucy Pipe posiblemente podía escucharlo.
Lamentablemente, el mismo día George se enteró de las visitas semanales de Ross a la casa. Elizabeth había sabido de ellas apenas regresó, pero le pareció más discreto no comentar el asunto. Desde el regreso, George no había visto a la tía Agatha. Pero ese domingo tan soleado la anciana se sintió tentada de bajar del brazo de Lucy Pipe y estaba sola en el gran salón cuando George pasó por allí después de haber visitado el estanque para comprobar cuántos sapos habían atrapado sus hombres.
Se entabló una conversación, o quizá fuera más exacto decir un monólogo, y el resultado fue que Elizabeth tuvo que enfrentar a su marido, que tenía el rostro pálido de cólera.
—¿Sabías que Ross Poldark vino aquí regularmente cuando no estábamos?
Elizabeth se sonrojó.
—Lo supe por Lucy. Creí inútil hacer de eso un problema.
—¿Quieres decir que te pareció inútil informarme?
—Sí. Ya pasó. Ahora no podemos hacer nada para impedirlo.
—El insolente y arrogante… Venir aquí, cuando sabe que no lo queremos… entrar por la fuerza, pisoteando mi propio hogar, paseándose por la casa, impartiendo órdenes e imponiéndose a mis criados, mirando lo que se hizo y lo que no se hizo, y sin duda revisando nuestros escritorios y sentándose en nuestras sillas y… usando la casa como si le perteneciera. ¡Por Dios! ¡Es inaudito!
Elizabeth se inclinó sobre su hijo, fingiendo que examinaba el rostro dormido.
—Querido…
—¿Sí?
—Comparto tu irritación, y la comprendo, aunque quizá mi sentimiento es menos profundo. No tenía derecho a entrar en esta casa sin tu permiso. Pero lamentablemente le ofrecimos una excusa… nada más, pero fue una excusa… cuando dejamos desatendida a la tía Agatha…
—¡Había criados! Tiene a su propia doncella…
—Déjame terminar. Quería decir que no contó con la ayuda de un pariente o un amigo. Por supuesto, tenía criados y una doncella personal, y eso debía bastar, pero tienes que comprender que esta situación le ofreció la oportunidad de adoptar la actitud prepotente que es costumbre en él. Además, sin la más mínima justificación, piensa que esta casa perteneció a su familia porque fue propiedad de su abuelo, y pasó aquí gran parte de su infancia. La conoce a fondo… creo que mejor que yo… y no dudo de que si se le hubiese cerrado el paso por la puerta principal, habría encontrado otro modo de entrar. Ya recordarás cómo entró cierta vez.
—¿Quieres decir que incluso ahora, incluso cuando residimos aquí, no tengo modo de impedir que entre?
—No creo que intente venir. No lo hará, si le queda un resto de sensatez. No lo hará si el año pasado habló en serio. Pero creo que si Agatha vive otro año más debemos trazar otros planes para ella. No debemos ofrecer esa excusa a Ross Poldark.
También George miró al niño. Después de su enfermedad, Valentine había aumentado de peso, y en el sueño mostraba una expresión serena y atractiva. Como uno de esos ángeles que George había visto en el cielorraso pintado de una mansión de Greenwich. Las manos regordetas entrelazadas, los labios curvados para soplar la trompeta del arcángel Gabriel. Tenía los cabellos negros como su padre, pero el rostro muy blanco, y los finos cabellos rizados enmarcaban las orejas, los ojos y las mejillas. Como siempre, verlo originaba en George un sentimiento de placer y realización. Le tranquilizaba, pero no podía disipar la cólera suscitada por los episodios del día. Había hablado contra Ross con más vehemencia de lo que había manifestado durante toda su vida de casado; y aunque no podía disputar con los sentimientos de Elizabeth, le habría agradado criticar su serenidad.
—¡Si Agatha vive un año más! ¡Sabrás lo que se propone hacer en agosto!
El niño se movió en la camita, y Elizabeth arregló la manta.
—Me lo dijo. Me parece natural que desee celebrarlo.
—En esta casa. ¡Con nuestros criados!
—George, en su casa. Lo era antes de que yo viniera, antes de que tú y Ross nacierais. Dice que pagará la…
—¡Oh, pagar! Eso es lo que menos importa. Sabrás que desde que vine aquí, desde mucho antes de que nos casáramos, ha librado una guerra personal contra mí. Me odia, y odia a mi familia, y mira con malos ojos que yo posea lo que ella considera la casa de los Poldark. ¡Y ahora reclama el derecho de celebrar aquí sus cien años, usando la casa como si le perteneciera, e invitando a sus hediondos y decrépitos amigos!
Elizabeth sonrió.
—Querido, sus hediondos y decrépitos amigos murieron hace mucho. Aquellos a quienes ella invitará probablemente son personas mayores del condado, y nuestros amigos.
—¿Y Ross Poldark?
—¿Ross Poldark?
—Me dijo que se propone invitarlo a su fiesta.
Elizabeth apoyó las manos en el costado de la camita.
—Oh, Dios mío.
—Y a su esposa. Y a sus dos hijos.
Valentine comenzó a moverse y despertó. Las voces habían interrumpido su sueño. En realidad, ya era hora de levantarlo, pero el doctor Behenna les había aconsejado que le permitiesen dormir todo lo posible, y para dar más fuerza a su recomendación agregaba un poco de tintura de opio diluida a la medicina que el niño debía beber por la noche.
—No creo que vengan —dijo Elizabeth.
—Lo subestimas.
Ella movió la cabeza.
—No. No creo que vengan… ni creo que traiga a Demelza.
—¿Por qué no? La fiesta le ofrecerá la oportunidad que busca de agravar el último insulto.
Elizabeth suspiró.
—Quizá debemos ver en ello la oportunidad de resolver la antigua disputa.
Él la miró con aversión.
—¿Deseas eso? —Para él era un asunto muy importante.
Valentine abrió los ojos y vio a sus padres, y de pronto sonrió. La ilusión de inocencia angelical se disipó del todo. George lo alzó inmediatamente y ofreció uno de sus dedos al apretón de la manecilla regordeta.
—Me sentiría más feliz si no volviese a verlos más. Me sentiría más feliz si no viviera tan cerca de Nampara. Pero si Agatha lo desea, habrá que invitarlos. Y si vienen, debemos tratar de disimular nuestro desagrado y pasar el momento lo mejor posible. La querella que sostuvimos hace dos años fue la comidilla del condado. Una reconciliación superficial por lo menos acallará las últimas murmuraciones.
—¿Y eso deseas?
—No digo que lo desee. Pero no podemos negar a Agatha su fiesta de cumpleaños. Todos sabrían que rehusamos, y el asunto nos perjudicaría más que media docena de disputas.
Más avanzada la mañana, después de su cabalgata, durante la cual, acompañado por Tankard, visitó varios villorrios cercanos y distribuyó unas pocas y discretas beneficencias, George regresó y vio que cuatro hombres aún hurgaban con sus redes en el estanque. Se le ocurrió una idea. Ese invierno Ross Poldark había visitado con frecuencia la casa. A menudo había conversado con la vieja Agatha en el cuarto de la anciana. La primera vez que se había limpiado el estanque, Agatha se quejó de que los sapos pertenecían a una clase especial, traída de Hampshire por su padre, y que era una vergüenza matarlos. Quizá durante sus entrevistas con Ross ella se había quejado. ¿Tal vez él era el responsable de esa absurda e infantil broma pesada?
El episodio aparentemente no concordaba con el carácter de Ross; sin embargo, cuanto más pensaba George en el asunto, más verosímil le parecía esa hipótesis. ¿Quién, fuera de Ross, estaba al tanto de su aversión personal? ¿Cuál de los habitantes de la aldea sabía que se había limpiado el estanque, o se interesaba en ello? Y más aún, ¿quién podía haber pensado en esa broma, el traer los sapos al estanque con el propósito especial de saludar su regreso? Aunque era una broma absurdamente infantil, revelaba que su autor tenía ideas e ingenio. Y malicia.
Se acercó a los establos y mandó llamar a Harry Harry.
—¿Señor?
—Preste atención. Quiero que refuercen a los dos hombres que vigilarán durante la noche el estanque. Que vayan cinco hombres. Y usted será uno de ellos.
—¿Yo, señor? Sí, señor.
—¿Entendido? Cinco. Todas las noches durante la próxima semana. Del anochecer al alba. Suspendan por completo las restantes obligaciones. Quiero que todos estén bien despiertos para vigilar la noche entera.
—Sí, señor.
—Otra cosa, Harry. Si sorprenden a alguien y ofrece resistencia, no lo traten con excesiva suavidad. Recuerden que está en propiedad ajena, que es un cazador furtivo que se resiste al arresto. Unos golpes en la cabeza y unos huesos rotos no le vendrán mal.
—Está bien, señor. Puede confiar en mí, señor.
—Pero… traten de no alarmar a la gente de la casa. No deseo inquietar a las damas.