Hacia la primavera, en la mayoría de las casas principales se distribuía trigo, pero sus propias existencias apenas alcanzaban para las necesidades domésticas. Tampoco podían comprarlo las personas que disponían del dinero necesario, pues en vista de la clausura de los puertos europeos los barcos ingleses no traían el grano. En Londres, la tasa de mortalidad fue más elevada que durante todo el período que siguió a la Gran Plaga, 130 años antes. En Grambler y Sawle mucha gente había enfermado de una extraña dolencia digestiva que podía originarse en una dieta formada exclusivamente por pan de cebada mal cocido y té flojo. El tifus aún afectaba a parte de la población, pero algo parecía contener el contagio, como si la enfermedad estuviera esperando que llegase el buen tiempo.
A pesar de la miseria general y de todas las dificultades que afrontaban, Sam y Drake Carne y una docena de amigos habían comenzado a limpiar una parcela de terreno en la Wheal Maiden, y trabajaban los pocos ratos libres que tenían durante el día. Todos los días Ross lamentaba haberles cedido el terreno, pero todos los días tenía que reconocer su propia y renuente admiración ante la decisión que esos hombres demostraban. Se había preparado una nómina, y cada individuo trabajaba cierto número de horas. A veces, cuando pasaba cerca, los oía cantar himnos mientras trabajaban. A veces, también las mujeres trabajaban. Sam había conseguido reclutar a algunos mineros despedidos de la Wheal Leisure, que acudían a dar una mano. Salvo la ocasional taza de té, el pago quedaba consignado al Cielo.
Cierto día Ross había ido a ver a Carolina, que ahora albergaba en Killewarren a seis emigrados franceses, mientras Demelza había estado tratando de sembrar algunas semillas de malva, para sustituir a las que no habían podido sobrevivir al invierno. Sir John Trevaunance le había aconsejado empezar en cajas de suelo arenoso, y después trasplantarlas. Demelza no estaba lejos del árbol de lilas que crecía junto a la puerta principal, cuando vio a un hombre que descendía por el valle, montado en un pony demasiado pequeño para su jinete. Mientras cruzaba el arroyo, el hombre se quitó un maltratado sombrero y la saludó. Demelza vio que la otra mano —la que sostenía las riendas— era un gancho de hierro.
—Buenos días, señora. Buenos días. —El hombre pareció un poco inseguro—. ¿Es usted la señora Poldark?
—Sí.
—¿La esposa del capitán?
Demelza asintió. El hombre sonrió, mostrando una serie de dientes podridos, y desmontó. Era un individuo muy alto, de edad madura, el rostro aquilino a pesar de la nariz aplastada. Antes de tener esa enorme cicatriz que lo desfiguraba, probablemente había sido apuesto.
—¿Está el joven capitán?
—¿Se refiere al capitán Ross Poldark? No, ha salido.
—Ah… Bien, me alegro de conocerla, señora. Me llamo Bartholomew Tregirls. El capitán le habrá hablado de mí.
Demelza dijo que en efecto Ross le había hablado; pero en realidad, no podía recordar mucho lo que él le había dicho. Un antiguo amigo, el que les había vendido el pony…
Tholly le explicó quién era. Un íntimo amigo del viejo capitán Joshua, amigo y compañero del capitán Ross cuando este era apenas un jovencito; ambos habían corrido muchas aventuras: excursiones de pesca, encuentros de lucha, contrabando de ron, reuniones con muchachas y partidas de naipes: todo muy inocente, pero al mismo tiempo un tanto desenfrenado. Inclinado sobre ella —y Demelza no era una mujer de escasa estatura— le explicó el asunto, mientras sus ojos grises y astutos la examinaban con mirada medio respetuosa, medio descarada. Probablemente conocía los orígenes de Demelza, y por las expresiones de su rostro trataba de descubrir si Ross se había casado con una muchacha ardiente dispuesta a dar tanto como recibía y a correr aventuras por su cuenta, o con una trepadora ambiciosa que defendería con muchísimo cuidado su nueva posición y que no podía ver con buenos ojos las reminiscencias del pasado turbulento de Ross.
Demelza asintió, sonrió y dijo sí y no, ciertamente, no me diga, Mientras formulaba su propio juicio acerca del interlocutor, después, lo invitó a beber una taza de té. La invitación complació a Tholly, pese a que hubiera preferido otra bebida y no té; y Tholly entró en la casa con Demelza y como un oso se instaló en la sala, mirado con desconfianza por Jane Gimlett, que trajo el té. Pero aún no sabía muy bien qué terreno pisaba, porque su anfitriona no armonizaba con ninguno de los esquemas imaginados por el propio Tholly.
Por su parte, Demelza llegó a la conclusión de que era un individuo peligroso, en efecto, se parecía a un hombre cuya consideración hacia las personas, la ley o la propiedad dependía sólo de su propia y personal necesidad. En resumen, parecía un pirata.
Tregirls se arregló los pantalones verdes, recibió la taza y el platillo, y los miró como si hubieran sido curiosidades traídas de otro mundo, y como si él no estuviera seguro de que conviniera o no morderlos. Después, bebió un buen trago de su contenido.
—Dije al capitán Ross que quizá volviera por aquí. En realidad podría decir que es mi región; nací y me crie en Santa Ana, y tengo dos hijos en el vecindario; y he pensado volver a verlos, ahora que he abandonado definitivamente el mar. Lobb es el mayor y Emma la menor. Quizá tenga otros hijos por ahí, pero no los reconozco. —Depositó la taza sobre el platillo.
—Ross sentirá no haber estado aquí para recibirlo —dijo Demelza.
—Oh, volveré, si usted me lo permite. No es tan lejos, y creo que mi residencia actual será más o menos permanente. Estoy en casa de Sally la Caliente.
—¿Con quién?
—Con Sally, la que tiene la taberna en Sawle. No me diga que no conoce a la viuda de Tregothnan.
—Oh, sí… nosotros solíamos… ¿quizá recuerda a Jud Paynter?
—¿Jud? Sí le conozco. Camina como un bulldog castrado…
—Bien, frecuenta la taberna cuando tiene dinero. Me extraña que no lo haya visto.
—Señora, estoy allí hace sólo tres días. ¡Jud! —Tholly se recostó en la silla y estiró una pierna—. Me trae muchos recuerdos. ¡El fantasma de mi abuelo! ¡Y Prudie! Esa vaca grande y vieja. Como una casa. Y cómo engañaba al viejo capitán. Se lo aseguro. ¡¿Aún no se la comieron los gusanos?!
—Aún no se la comieron —dijo Demelza, y sorbió su té.
—Nunca podremos saber dónde la encontró Jud. Un día apareció con ella, montado en un pony. El viejo capitán. Yo no lo habría hecho. Qué mujer… una vaca vieja y grande. —En su voz hubo un leve acento de rencor.
—Pues ahora no es más pequeña que antes —dijo Demelza.
Tregirls juntó los hombros y tosió. Dijo:
—Tuve tisis. Me vino de pronto, y de pronto se fue. —Cuando se movía en el asiento, un saquito que tenía colgado de la cintura emitió un ruido extraño, y el hombre hizo una mueca y sonrió—. ¿Sabe qué es esto, señora? Los huesos de mi mano. Siempre los llevo conmigo… inclusive cuando me acuesto. Navegué ocho años, durante dos fui prisionero de los franceses, y estuve en muchos combates. Maté a tantos… y ni una herida, ni un rasguño. Pero esto… ¿Ve eso? —Señaló la cicatriz en la cara—. Me lo hizo un padre celoso, cerca de aquí. Y esto… —Levantó el gancho de hierro—. Me la aplastó una plancha en el puerto. Pasaba por allí, levantaron una plancha y me tocó el brazo. Cuando me retiraron de allí, tenía la mano colgando. El cirujano me la cortó en un abrir y cerrar de ojos. Sierra, sierra a través del hueso, y después el horrible alquitrán. No tuve tiempo ni siquiera para emborracharme bien. Todavía ahora, cuando recuerdo, comienzo a transpirar.
—También yo transpiro de oírlo —dijo cortésmente Demelza.
Tregirls hecho hacia atrás su cabeza y rio.
—Bien, gracias, señora, por su amabilidad. ¿Y por qué guardo los huesos? Usted no me pregunta lo mismo que me preguntan casi todos: ¿Por qué los guardo?
—¿Por qué los guarda?
—¡Ah, ya es demasiado tarde para preguntarlo! De todos modos, se lo diré. —Juntó los hombros, preparándose para el ataque de tos—. No soy hombre religioso, claro que no. Digo «Dios me bendiga» cuando despierto; «Amén» cuando me acuesto, y eso es todo. Pero creo que hay algo de verdad en todo eso, y también creo en el Juicio Final. Estaré en mi tumba, y me arrancarán de allí como un pez clavado del anzuelo, ¿y qué haré si no tengo todos mis huesos? ¿Cree que deseo ir al Paraíso —o bajar al Infierno— con un gancho en lugar de la mano? No, señora, de ningún modo; por eso siempre llevo conmigo los huesos, y espero que los entierren conmigo. ¿Cuándo regresará el capitán Ross?
—Después del almuerzo.
Tregirls se puso de pie con movimientos lentos, la cabeza inclinada como el hombre acostumbrado a los techos bajos. Su cuerpo corpulento parecía dominar la habitación.
—Gracias, señora. Diga al joven capitán que regresaré, quizá mañana, o dentro de unos días.
Lo acompañó hasta la puerta, y Tregirls miró parpadeante la desvalida luz del sol. El saquito volvió a sonar.
—Fue hace más de dos años, pero limpié los huesos y ahora están como nuevos. Al principio olían un poco, pero ahora ya no. ¿Quiere verlos?
—La próxima vez —dijo Demelza.
Él le dirigió una sonrisa, mostrando los dientes podridos.
—Le vendí un hermoso caballo.
—Un pony.
—Bien, llámenlo como les plazca… el capitán Poldark lo compró muy barato. ¿Le agradaría comprar un cachorro de perro? Muy buen pedigrí. Tiene tres meses. ¿O un hurón? Lo necesitan.
—Preguntaré al capitán Poldark —dijo ella.
Tregirls se acercó a su pequeño y descuidado pony, se puso el sombrero, se descubrió de nuevo para saludar a Demelza, y después clavó un talón en el flanco del animal, y este comenzó a alejarse lentamente.
Demelza lo miró hasta que desapareció en un recodo. Después, se acercó a Jane Gimlett, que estaba retirando el servicio de té.
—¿Quién era, señora? —preguntó la mujer—. Si no toma a mal que se lo pregunte.
—Una especie de fantasma —dijo Demelza—. Eso creo… Una especie de fantasma.
—Que me ahorquen —dijo Ross. Una expresión que Demelza había escuchado antes sólo dicha por Prudie—. ¿Qué quería?
—Sobre todo, verte. O por lo menos eso creo. Quizá también verme.
—¿A ti?
—Bien, sí. Quería saber con quién se había casado el joven capitán.
Ross rio.
—Es probable. No creo que haya recogido una impresión desfavorable.
—Ross, no sé qué quieres decir con eso.
—Bien, ¿acaso jamás te muestras desagradable?
—Esta mañana me sentí un poco desagradable.
—¿No simpatizaste con él?
—Los amigos de mi marido son mis amigos —dijo ella con voz neutra.
—No te pregunté eso.
—¿Ves? Ahora me muestro desagradable.
—De ningún modo. Te muestras esquiva, lo cual es muy distinto.
Demelza reflexionó un momento.
—Ross, el año pasado llegaron dos personas relacionadas con mi vida anterior. Este año, aparece una vinculada contigo…
—¡Confiemos en que no nos acarreará tantos problemas como Sam y Drake…! Pero es típico de Tholly haber encontrado refugio en casa de Sally la Caliente. La última vez que lo vi, cuando me dijo que volvería por estas tierras, me pregunté qué… En fin, encontrar una viuda descocada que ha sido viuda demasiado tiempo, y que tiene una taberna donde él puede ser muy útil… ¡Es la solución perfecta!
—Y está criando cachorros de perro y hurones, y quién sabe cuántas cosas más.
—Me parece que no simpatizaste con él —dijo Ross, burlándose de Demelza.
—No me agrada que agite viejos huesos frente a mis narices para ver si tiemblo.
—Es su estilo.
—¿Con las mujeres?
—Quizás. Ha tenido muchas, y eso a menudo confunde la visión que un hombre tiene de las mujeres… de determinadas mujeres, y en todo caso de la mujer excepcional. ¿De qué hablasteis?
—De sus hijos. Hace muchísimos años que no los ve.
—Trece años. Se criaron en el asilo.
—Dijo que su hija trabajaba para el cirujano.
—Sí, trabaja en la cocina de Choake. Es como él, alta, descarada y buena moza. Corre el rumor de que ha tenido un hombre tras otro, pero imagino que en realidad se cuida, pues Polly Choake no la aceptaría en su casa si provocara escándalo. El varón es como su madre, menudo y discreto… está casado, y tiene muchos hijos; trabaja en una estampería de estaño de Sawle. Cuando salió del asilo fue aprendiz en la casa de José, el agricultor; pero a los diecisiete años lo condenaron junto con otro muchacho por robar manzanas del huerto del señor Trencrom, a un mes de trabajo forzado en Bodmin. Pero el trabajo en la rueda lo quebró físicamente y después no pudo aceptar tareas Pesadas…
—¿Lo quebró?
—Sí. Como sabes, en la rueda hay que salvar cincuenta Peldaños por minuto, tres horas diarias, y es un esfuerzo muy intenso. No es raro que los hombres terminen como él. Pero después, Lobb Tregirls siempre pareció un hombre descontento de su vida, y no creo que mire con buenos ojos el regreso de su padre, después de tantos años durante los cuales jamás se ocupó de sus hijos.
Un búho graznaba cerca del arroyo, bajo la lluvia de la tarde.
—¿Te dijo Tregirls que había sido prisionero de los franceses? Me gustaría saber si habla el idioma.
—Conmigo sólo habló inglés… y en cierto sentido eso me bastó. Pero ¿por qué lo preguntas?
—Nuestro plan.
—Ah… ¿qué decidisteis?
—¿Cómo sabes que se adoptó una decisión?
—Por el tiempo que has tardado en volver. Y por la expresión de tu rostro cuando volviste.
Ross sonrió.
—Más por lo segundo que por lo primero. Hablar no cuesta nada, y los últimos meses se ha charlado bastante.
—Pero ¿ahora habéis decidido algo?
—Así parece. El gobierno ha aceptado financiar la expedición y suministrar transportes y una fuerza protectora de buques de guerra británicos. De acuerdo con lo previsto, tan pronto desembarquen los franceses estarán a las órdenes del conde Joseph de Puisaye. Aún no sabemos exactamente cuándo será, pero zarparemos con buen tiempo, cuando haya más posibilidades de que el mar esté en calma.
—Pero ¿por qué preguntas acerca de Tregirls?
—Bien, si la expedición desembarca y tiene éxito, algunos ingleses podrán bajar a tierra.
—Confío… espero que no te complicarás en eso.
Deslizando el dedo entre la camisa y la piel, Ross se aflojó el cuello.
—Querida, no es esa mi intención. No me complicaré personalmente. En todo caso, no lo haré al principio…
—Tienes esposa y dos hijos.
—Sí, sí. No lo olvido. Pero te lo repito… no irá un ejército inglés y nadie piensa enviarlo. Desembarcarán cinco o seis mil franceses, con apoyo naval, y algunos marineros podrán ayudarlos al principio. Después, se descargarán grandes cantidades de municiones para armar a los realistas que acudirán en ayuda de los invasores. Si el desembarco se consolida, quizás algunos ingleses puedan ser útiles para organizar la corriente de suministros, formar en tierra una intendencia, o mantener las comunicaciones con Inglaterra. Pero eso no es lo que determinará mi actitud. Quimper, donde está internado Dwight, esta quizás a sólo sesenta kilómetros del lugar en que probablemente se hará el desembarco. Cuando el ejército realista ocupe Quimper, Dwight será liberado. Le será útil —quizá más que útil— tener cerca a algunos compatriotas.
Demelza acercó al fuego una hoja de papel enroscada y con ella comenzó a encender las velas. En la cocina, Jeremy lloraba; pero por esta vez el llanto de su hijo no pareció inquietarla.
—¿Y si el desembarco fracasara?
—Si fracasa, no será probable que ello ocurra antes de que las tropas lleguen a Quimper. Créeme, es fundamental tomar esa prisión.
—Ni siquiera piensas que si se dejan las cosas como están los prisioneros serán… ¿cómo se dice?
—Repatriados. Sí, es posible que los repatríen. Los que aún estén vivos.
La luz de las velas comenzó a disipar las sombras del cuarto. Demelza fue a correr las cortinas, y Ross la ayudó. Ese año incluso las aves parecían poco dispuestas a entonar sus cantos. En la semipenumbra del atardecer húmedo y frío las luces del cobertizo de las máquinas, valle arriba, parecían remotas e irreales. Demelza corrió la última cortina.
—¿Hablaste con Drake acerca de su amistad con la señorita Chynoweth?
—No. Ross, las objeciones no suspenden los sentimientos amorosos.
—Lo sé. Pero creo que George y Elizabeth regresan esta semana. Deseo firmemente que no se agrave la disputa entre las dos casas.
—Preguntaré a Sam —dijo ella—. Esta semana le preguntaré si aún se hablan.
Betsy María Martin entró para encender las velas, pero cuando vio que ya no era necesario comenzó a retirarse.
—¿Qué le pasa al señorito Jeremy? —preguntó Demelza.
—Ah, señora. No quiso tomar su leche con pan, la señora Gimlett trató de convencerlo, él no quiso convencerse, tiró la cuchara sobre la taza, derramó leche y ensució la cocina, así que la señora Gimlett le dio un golpe en la mano, y al niño no le agradó.
—No, sin duda no le agradó —dijo Demelza—. Gracias, Betsy.
La jovencita se retiró.
—Ross, ¿por qué hablas de los que quedarán vivos?
—¿Qué? Oh, en la cárcel… Bien, lo que ya te dije.
—Quizá no me dijiste todo.
—Sé muchas cosas más, pero no quise molestaros con los detalles… especialmente a Carolina.
—Bien, dímelo ahora. Ross la miró fijamente.
—Conocí a un holandés… liberado en febrero, creo que en vista de que Francia y los Países Bajos ya no están en guerra. Estuvo seis meses en Quimper, y vio llegar allí a muchos ingleses. Un marinero fue muerto porque intentó espiar por un agujero que practicó en la puerta de la prisión, y dejaron su cuerpo allí dos días enteros. Los prisioneros reciben pan negro y agua, y aunque el pozo tiene bastante agua se les permite visitarlo sólo dos veces por día, y durante mucho tiempo no se les entregaron recipientes para acumular el líquido. Muchos fueron trasladados casi desnudos desde el lugar en que desembarcaron, porque les quitaron todas sus pertenencias y los golpearon. Se castiga con la muerte las faltas leves, y si estalla un desorden general en la prisión, se los priva de alimento y agua durante treinta horas. Por supuesto, no tienen medicinas ni mantas. Se trata a los oficiales peor que a los demás, porque representan a la clase gobernante inglesa. Una campesina francesa, que pese a que estaba embarazada intentó distribuir sopa entre los detenidos, fue muerta con una bayoneta por el guardia. Después, el comandante felicitó al guardia por la conducta que había demostrado. Y hay muchas cosas más. Abundan los casos de tifus, gripe, escorbuto y otras enfermedades. Si aún vive, Dwight tiene que estar muy atareado.
Demelza se arrodilló junto al sofá de terciopelo verde, al lado de Ross, y se recogió los cabellos para mirarlo.
—En febrero aún vivía.
—Sí. En febrero aún vivía.
El viento cada vez más intenso ahora arrojaba la lluvia sobre las ventanas. El agua gorgoteaba en uno de los nuevos desagües.
—Ross, no entiendo. ¿Qué les ocurre a los hombres? ¿Acaso los franceses están demostrando un salvajismo especial?
—No. Aunque tienen una historia de guerras civiles y crueldades que hasta aquí hemos podido evitar.
—Sí, bien… pero si miras lo que ocurre alrededor. Y por supuesto, me refiero tanto a los hombres como a las mujeres. Si los miras con cuidado, me parece que en general no son perversos. Aquí, la gente vive mal, trabaja mucho, es… dura. Muy pocos disponen del tiempo y el ocio necesarios para gozar de la vida. En general no parecen malos. No me he criado en un ambiente refinado, pero no he visto mucha maldad. Apenas…
—Por ejemplo, que tu padre borracho te golpeaba todas las noches con un cinturón.
—Sí, bien. —Hizo una pausa, interrumpió el hilo de sus pensamientos—. Pero lo hacía cuando estaba borracho…
—O ver a los niños que ataban la cola de Garrick a la de un gato, para divertirse.
—Sí. Pero eran… niños, y merecían unos buenos golpes. Pero todavía no sé de dónde viene la perversidad que induce a los hombres a mostrarse bestiales con otros hombres. ¡Y con su propia gente! Ross, eso nunca lo entenderé.
Ross puso la mano sobre el cuello de Demelza y con los dedos acarició los mechones de cabellos negros.
—Quizá tu actitud responda al hecho de que en ti misma hay muy escasa perversidad.
—No, no. No lo creo. Y no me refiero a eso. No creo que los hombres comunes sean perversos. Tal vez es una fiebre que flota en el aire, como el cólera, como la plaga; flota en el aire y contagia a los hombres —o a una ciudad, o a una nación… y todos o casi todos los habitantes enferman de esa peste.
Él la besó.
—Una explicación tan adecuada como cualquier otra.
Ella retiró apenas el rostro, para estudiar la expresión de Ross.
—Ross, no te burles de mí.
—No me burlo del modo que tú crees. Te lo aseguro, no me doy aires de superioridad. Ahora a menudo necesito esforzarme para no sentir que soy inferior a ti, es decir, a tu juicio de los seres humanos.
—No creo tener ninguna clase de juicio, o por lo menos nada que me haga sentir orgullosa. Pero quizás estoy más cerca de la tierra que tú. Como Garrick. Puedo oler a un amigo.
—¿O a un enemigo?
—A veces.
—¿Y Tholly Tregirls?
—Oh, no es enemigo. —Frunció el ceño—. Quizás un amigo peligroso.
—¿En qué sentido peligroso? ¿Quizá podría inducirme a retornar a mis viejas y malas costumbres?
—Si retornaras a tus viejas y malas costumbres, como tú mismo las llamas, serías el jefe, no el subordinado. No, quiero decir… Tu sentimiento de lealtad es demasiado firme… sí, demasiado firme. Cuando una persona es tu amiga no toleras… no toleras ninguna critica.
—Tal vez es una forma de egoísmo.
—No sé a qué te refieres…
—El egoísmo implica tener mucha consideración por uno mismo, y por lo tanto por las opiniones que uno sostiene. Que la opinión se refiera a la política, la religión, o el vino, o sencillamente a un amigo, para el egoísta es de todos modos una opinión indudable.
Demelza se incorporó y se sentó al lado de Ross.
—Ross, me confundes. Sólo quise decir que tus amistades ya te acarrearon problemas, y que Tholly Tregirls puede llegar a ser peligroso si tuviese dificultades aquí y tú te complicases en eso.
—Como Jim Cárter, ¿eh? ¿Y Mark Daniel? ¿Y ahora Dwight Enys?
Demelza asintió.
—Excepto que ellos… valían más, o por lo menos eso creo, que Tholly Tregirls.
—Llevas un bonito lazo rosado sobre la blusa. ¿Es nuevo?
—La blusa es nueva. Me la confeccionó la señora Trelask.
—Bien. Bien… De todos modos, buena eres tú para hablar de amistad. Y con respecto a Tholly, veamos qué ocurre antes de preocuparnos.
—Oh, no me inquieto por él.
—Lo que te incomoda… ¿es este asunto… y Dwight?
—Sí.
—¿Quieres que lo abandone?
—Estas velas arden mal. Todavía hay corriente de aire en la habitación —contestó Demelza.
—Necesitamos cortinas en la puerta.
Se hizo el silencio. Demelza dijo:
—¿Recibiste dos informes de Quimper? ¿Qué decía el segundo?
—Llegó la semana pasada. Un joven guardiamarina de la fragata Castor escribió a su madre, que vive en Saint Austell. La recibió hace poco, y está fechado un mes después que la carta que Carolina recibió de Dwight.
—¿Trae malas noticias?
—Afirma que es el único guardiamarina con vida de los cuatro capturados, que se ha convertido prácticamente en un esqueleto, y que a causa de una enfermedad perdió los cabellos. Dice… y no recuerdo las palabras exactas aunque no olvidaré jamás el sentido… que se le parte el corazón de ver a nuestros hombres sin dinero, sin ropas, agotados por la enfermedad y terriblemente enflaquecidos, disputando por el cuerpo de un perro muerto que a veces consiguen atrapar, y devorándolo con el apetito más voraz. Este hombre afirma que sus hambrientos compatriotas pagan treinta sous por la cabeza y los restos del perro.
Demelza se puso de pie.
—Creo que Clowance se ha despertado —dijo—. Me parece oírla.
Ross no se movió mientras ella rodeaba el diván. De pronto, Demelza se detuvo y apoyó el mentón en la cabeza de su marido.
—¿Cuándo se realizará el desembarco?
—Creemos que en junio.
—Recemos por su buen éxito.