Ross continuó hasta principios de abril sus visitas semanales a Agatha. De pronto, un día ella dijo:
—Volvieron.
—¿Quién? ¿George? —dijo Ross, sobresaltado a pesar de sí mismo, pues incluso el más temerario prefiere prepararse para afrontar las dificultades.
—No. Los Chynoweth… los viejos. Y Geoffrey Charles y su gobernanta.
Ross encontró tiempo para admirar la alusión de Agatha a los viejos.
—¿Y George y Elizabeth?
—La semana próxima, o la siguiente… eso dicen. Pero dijeron que volverían por Pascua, y ya falta poco.
Ross acercó la cabeza al rostro envejecido y velludo, y gritó:
—Sabe que cuando él regrese tendré que interrumpir mis visitas.
—Sí. Qué vergüenza. Maldito sea. Que le cubran de mierda la cabeza. —Agatha acarició su gato negro mientras profería dichas maldiciones. Ross pensó que una generación anterior sin duda había temido mucho a la anciana—. Ross, muchacho, debo decirte algo antes de que te vayas. ¿Recuerdas el 10 de agosto?
—¿El 10? No, ¿de qué se trata?… Oh, es su cumpleaños.
Los labios de Agatha se estremecieron sobre las encías púrpuras.
—Mis cien años. Para eso he querido vivir. Ningún Poldark alcanzó jamás esa edad. Por lo que sé, ninguno pasó de los noventa. Rebecca, la hermana de Charles William, murió de una hernia antes de cumplir los noventa y uno. Y seguro que era la más vieja. Hasta que llegué yo. ¡Y ahora Agatha Poldark cumplirá cien años! Solamente necesito aguantar cuatro meses más. ¡Piensa en eso!
Ross emitió sonidos adecuados. Los labios de la anciana se contraían excitados, como si estuviese al borde de un ataque.
—Así que… hijo mío. El 10 de agosto organizaré una fiesta ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué dices? ¡Una fiesta! Ese patán mezquino casado con Elizabeth no tendrá que gastar nada. Yo tengo dinero Naturalmente, no es mucho, pero más que suficiente para eso. Mi padre me dejó un pequeño capital en títulos que dan el tres por ciento, y desde entonces está acumulándose. Di un poco a Francis la semana pasada, pero todavía queda algo. —Jadeó y descansó un minuto, tratando de ordenar sus recuerdos descansando y recobrando fuerzas para el esfuerzo siguiente. Pareció que le temblaban los bigotes—. George no puede impedirlo. Todo el condado sabría que él no quiso. Y están todos mis amigos… los que hace años y años que no veo. Y llevaré a los vecinos, a todos los vecinos y habrá… una enorme tarta. Tú y tu capullito estáis invitados. Y esa muchacha alta, flaca y pelirroja que trajiste en Navidad. Y tus hijos… antes de morir quiero ver a tus hijos. Recuérdalo. ¡Recuerda el 10 de agosto!
Ross le palmeó la cabeza. Por lo que él recordaba era el discurso más largo que había oído jamás a la tía Agatha.
—Lo recordaré. Vendremos. Ahora, descansa o te fatigarás demasiado. Mira, el tiempo al fin está mejorando, dentro de una semana hará bastante calor y podrás salir al jardín.
Al pie de la escalera encontró a una joven a quien no conocía.
—¿Señorita Chynoweth?
Morwenna tenía un andar un poco extraño, con el paso muy corto, lo cual probablemente respondía al hecho de que no veía muy bien. Espió a su interlocutor.
—El señor Pol… el capitán Poldark, ¿verdad?
—¿Acaba de llegar de Truro?
—Llegamos el martes. Después de la celebración.
De modo que esa era la joven deseada por Drake. No era bonita. Pero sí formal. Y tenía hermosos ojos. Aunque ahora estaban un poco inflamados.
—¿Están todos bien en Truro?
—Hay algunos aquejados de gripe. Y el pequeño Valentine estuvo gravemente enfermo de raquitismo, pero ahora esta mejor. Gracias.
¿Quizás ella se había preocupado demasiado por Drake?
—Estuve visitando a la señorita Agatha Poldark. Se siente bastante bien, teniendo en cuenta su edad.
—Sí. La encontré mejor de lo que estaba cuando nos fuimos. Ha soportado muy bien el mal tiempo.
—Mientras todos estuvieron ausentes —dijo Ross— la visite una vez por semana. Los criados estuvieron holgazaneando y se descuidaron. Esa visita era necesaria, porque no había quedado aquí ningún miembro de la familia.
Morwenna asintió pero no formuló ningún comentario.
—Ahora que usted ha regresado, debo interrumpir estas visitas. Como usted sabe bien, el señor Warleggan no me acepta aquí. De modo que esta es la última vez. ¿Puedo confiar en que usted atenderá bien a la señorita Poldark hasta que regresen el señor y la señora Warleggan?
La joven se sonrojaba con mucha facilidad.
—Por supuesto, señor. Además, está el señor Chynoweth. Nos ocuparemos de que no se la descuide.
—O de que se la deje completamente sola.
—En efecto.
—Gracias. —Le estrechó la mano. Una mano fría y pegajosa. No se parecía a Elizabeth. No se daba aires. Tampoco tenía esa belleza delicada y patricia.
—Buenos días, señorita Chynoweth.
Ella le respondió con voz grave, y lo miró alejarse.
Habían sido dos semanas desesperadas. Al día siguiente de la primera conversación con Elizabeth, Morwenna había dicho a su prima que rechazaba el matrimonio propuesto. Ahora, sin llorar, había reaccionado del modo más racional posible. Apreciaba profundamente tanta preocupación por su futuro… sabía que era una gran oportunidad… su posición social… pero en realidad aún no estaba preparada para afrontar el matrimonio. Tal vez dentro de un año o dos años… aunque no se tratase de una unión tan favorable. Se sentía feliz con ellos; más aun, quizá nunca se casara; a menudo había pensado en la posibilidad de ingresar en un convento. Por ahora, deseaba sobre todo permanecer con Geoffrey Charles. Le parecía esencial completar su trabajo con él antes de pensar en otra cosa.
Por primera vez le pareció percibir una chispa de simpatía en los ojos de Elizabeth, quizás ese sentimiento había existido desde el primer momento, pero en todo caso no se había manifestado. La conversación terminó sin que se resolviese nada definitivo, aunque con un destello de esperanza.
No ocurrió lo mismo en su entrevista con George, esa noche. A lo largo de doce meses habían mantenido pocas conversaciones personales directas, y esta fue distinta de todas las anteriores. Aunque Elizabeth estaba presente, de hecho no intervino. George no amenazó, y ni siquiera se mostró irritado… Morwenna casi lo hubiera preferido así. Con la expresión indiferente cortés pero autoritaria, desechó la objeción de Morwenna. Podría haber sido su propio padre que le anunciaba que había encontrado plaza en una escuela y que debía comenzar el mes siguiente. Que ella prefiriese quedarse en Trenwith y jugar con el bebé era comprensible, pero el mundo no estaba organizado así. Era necesario comportarse como correspondía a un adulto.
Morwenna se encontró arguyendo contra algo que a los ojos de George ya era un hecho. Había sido dada en matrimonio. Se había pagado la mensualidad de la escuela. Las lágrimas, los temores y cierta desazón eran naturales. Ya pasarían. El señor Osborne Whitworth vendría al día siguiente, a las cuatro, a tomar el té con ella.
El pánico casi la indujo a una actitud de desafío total; pero en el límite se sintió intimidada por la autoridad de George. Él tenía treinta y cinco años, era un hombre rico e influyente, y en general una personalidad formidable. Ella tenía sólo dieciocho, temía a su patrón, y estaba muy lejos de su casa. La joven trató de ganar tiempo. Según dijo, aún no sabía nada de su madre, y después de todo la palabra de su progenitora era la que más influía en su propia opinión. Y en todo caso, al margen de lo que su madre dijera, ella necesitaba tiempo. Necesitaba un mes, dos meses, quizá tres. Tenía que adaptarse a la idea del matrimonio. Tiempo para esto, para aquello y para lo otro; inventaba excusas, algunas razonables y otras insostenibles.
George no se molestó en examinarlas. Le bastó saber que había quebrado la primera resistencia, que ella había realizado la primera concesión. El resto seguiría según había sido planeado. La única concesión que hizo a las objeciones fue que invitaría al reverendo Whitworth a permanecer cinco minutos en el despacho, cuando al día siguiente viniera a tomar el té, para advertirle que su futura novia estaba un poco nerviosa y que necesitaba tiempo para adaptarse.
Ossie no estaba nervioso. Tampoco se sentía tenso. Un joven robusto, con gruesas piernas que podrían haber pertenecido a un marinero, tenía cabal conciencia de su buena apariencia, su buena cuna, su voz potente y su amplio conocimiento de la última moda en ropas de hombre. Su designación en el cargo eclesiástico había moderado sólo marginalmente el último de estos atributos, y en absoluto los tres primeros. Su experiencia con las mujeres no había sido escasa, pero en lo esencial se limitaba a ciertas casas de mala fama de Oxford y a su primera esposa, a quien había prodigado sus atenciones dos veces por semana hasta que ella falleciera de parto. Como Truro era una población pequeña y su rostro y su atuendo ya eran bastante conocidos, Ossie necesitaba otra esposa por razones más personales que la atención de sus dos hijas huérfanas de madre.
Desde el principio había llegado a la conclusión de que Morwenna era una persona agradable para bailar la gavota, y para charlar y comer bollos sentados en la sala. En realidad, no le interesaba mucho el rostro de la joven, aunque reconocía que su expresión modesta era muy apropiada para la esposa de un clérigo. Pero el cuerpo era otro asunto. Desde hacía varios días pensaba mucho en esos pechos abundantes bajo la pulcra blusa de muselina gris, en la delgadez de la cintura, en las piernas largas y jóvenes, en los pies notablemente pequeños. Los pies de las mujeres ejercían sobre él una extraña atracción. La idea de que podía llegar a poseer todo eso, la idea de la posesión personal y exclusiva de esa joven, había perjudicado últimamente su concentración mental durante la oración. Aunque, por supuesto, no había permitido que tales pensamientos prevalecieran hasta que estuvo completamente seguro de que Morwenna llegaría acompañada por la suma de 3000 libras esterlinas.
Ahora sentía que el matrimonio con esa joven, el matrimonio celebrado en fecha temprana, era necesario para disipar las fantasías enfermizas que ocupaban su mente.
Pero el encuentro con la presunta novia no se desarrolló tan bien como él había esperado. Apenas estuvo solo con ella, privilegio que se le otorgó inmediatamente después del té, Ossie continuó hablando solo, al principio con cierto aire indiferente, explicándole en detalle una mano de whist que él había jugado la noche de la víspera. Si su compañero no hubiese tenido el rey de espadas en la segunda vuelta, Ossie no habría sabido qué hacer; pero después, había tenido triunfos, y habían intentado una maniobra. Sus antagonistas tenían el as, el rey de corazones y el rey de diamantes. En esa velada Ossie había ganado 18 libras esterlinas, ¡Morwenna hubiera tenido que ver la cara de Willie Hick, que nunca soportaba que lo vencieran en una partida de naipes!
Ossie se echó a reír, impulsado por la evocación de la escena, y para ser cortés Morwenna lo acompañó con una breve sonrisa. ¿La señorita Chynoweth jugaba whist? La señorita Chynoweth no jugaba. La respuesta lo deprimió un momento, pero después, recordando el objeto de su visita, reanudó la conversación con voz más grave y más romántica. Explicó a Morwenna que ella debía dominar la sorpresa que sin duda sentía ante la propuesta que él venía a formular, pero que en realidad desde el momento en que la había visto en el baile de Cardew, él había estado decidido a conquistarla. A diferencia de Sam Carne, Osborne Whitworth rara vez mencionaba a Dios en su conversación cotidiana, pero aquí afirmó que estaba seguro de que Dios lo había inducido a aceptar la invitación del señor Warleggan, pese a que todos sus instintos normales, en su carácter de viudo y padre, lo inducían a rehusar. «A pesar de mi profunda tristeza —dijo—, sentí que usted había entrado en mi vida para consolarme, para confortarme, para ser mi nueva compañera y mi esposa, y la madre, la nueva madre de Sara y Ana. Me alegro mucho de ver que responde a mis sentimientos. Descubrirá que el vicariato es un lugar cálido y confortable. Un poco descuidado —hay moho en dos habitaciones, y una de las chimeneas necesita reparaciones— pero muy pronto resolveremos todo eso».
Mientras decía esto estaba de pie, de espaldas al fuego, las manos detrás, y los faldones de la chaqueta de cuero colgando sobre los antebrazos. Los guantes color violeta estaban sobre la mesa, a poca distancia. Morwenna trató de decir algo. Deseaba romper a llorar y huir de la habitación, pero durante las discusiones con George y Elizabeth se le había dado a entender que su actitud era infantil y ahora de ningún modo deseaba comportarse como una niña. En cambio, sin mirar a Ossie, murmuró algo en el sentido de que de ningún modo estaba segura de responder a los sentimientos de Ossie. Fue lo más cerca que pudo llegar del rechazo liso y llano. Como era una joven modesta, en quien la modestia había sido inculcada como una virtud cristiana por ambos padres, contra su propia voluntad se sintió halagada por la propuesta; y aunque se oponía con todas sus fuerzas a la idea del matrimonio, se devanaba los sesos tratando de hallar el modo de convencer a Ossie de que ella no era la esposa que le convenía, y de hacerlo sin lastimar sus sentimientos.
No pudo lograrlo. Ossie se atuvo rígidamente a su posición de amo de los destinos de ambos, y llegó al extremo de tomar la mano de Morwenna y besarla.
—Señorita Chynoweth… Morwenna… es una reacción natural, un sentimiento natural. Todas las mujeres, es decir, las mujeres honestas…, llegan tímidas y vacilantes al matrimonio. Pero más tarde o más temprano retribuirá mis sentimientos, de eso estoy seguro. Además de ser clérigo, soy un hombre de sentimientos. Nada tiene que temer de mí. Nuestro amor crecerá poco a poco. Yo me ocuparé de ello, y cuidaré de que así sea.
Morwenna retiró la mano. Mientras escuchaba este discurso, había elevado los ojos hacia el rostro de su pretendiente, percibido una expresión fugaz que una mujer más experimentada habría reconocido como sensualidad. La vio apenas un instante, y le pareció que expresaba un sentimiento sorprendente y desagradable. Inquieta y aturdida, Morwenna reanudó sus esfuerzos. En una actitud que en parte era hostil y en parte trasuntaba una petición de disculpas, le dijo que en realidad de ningún modo retribuía sus sentimientos, y que temía que jamás llegaría a eso. Después, vio de nuevo el rostro del hombre, y como advirtió que por lo menos había logrado que entendiese algo, y que la idea había conseguido penetrar la espesa bruma de su vanidad, estableció un tímido compromiso y dijo que sobre todo necesitaba tiempo. Era la misma súplica que había formulado a George. Para ella, el tiempo era todo. Intuía que si era posible contener el ritmo vertiginoso de ese acuerdo matrimonial, a su debido tiempo la máquina acabaría deteniéndose por sí misma. Dada la debilidad de la propia Morwenna, dar largas y postergar era lo principal.
De modo que Osborne se marchó, insatisfecho y un tanto ofendido. Por supuesto, no tomó demasiado en serio la negativa; sencillamente, achacó a George y a Elizabeth la culpa por no haber preparado bien el terreno. Sabía que en definitiva todo podía arreglarse. Pero cobró conciencia, una conciencia no del todo clara, de que en esa joven delgada y tímida había un núcleo duro, y de que era necesario disolverlo con tacto antes de llegar a la boda. Por el momento, debía contentarse con sus fantasías enfermizas.
Siguió otra semana terrible para Morwenna. Llegó una carta para Elizabeth de su madre, anunciando cuánto la complacía la noticia. Los dos ancianos Chynoweth, que se enteraron de la situación a última hora —como les ocurría en la mayoría de las cosas— aprobaron la unión y felicitaron a Morwenna. La última luz de esperanza era que la madre de Morwenna decía en la carta que esa semana no había recibido la misiva usual de su hija y que estaba esperándola.
La decisión de permitirle regresar a Trenwith con el señor y la señora Chynoweth y Geoffrey Charles fue adoptada más tarde, ese mismo día. Elizabeth dijo a George:
—¿Por qué no la dejamos ir? Quizás ha vivido muy encerrada aquí desde Navidad. Unas pocas semanas no influirán sobre el asunto. Después de todo, Osborne enviudó a principios de diciembre.
George se había mostrado de acuerdo. No deseaba empujar a la joven a cometer un acto desesperado; si se separaba de William Osborne, era posible que su corazón se ablandara. Pero en realidad estaba pensando más en el corazón de Osborne que en el de Morwenna. Percibió que la carnada de 3000 libras esterlinas no perdía importancia a medida que pasaban los días y también vio que los ojos del señor Whitworth a menudo estaban fijos en los movimientos de la joven. Por otra parte Conan Godolphin, tío de Ossie, tenía en ese momento un lugar destacado en la corte; de modo que George tenía más interés que nunca en promover la unión. Ni George ni Ossie querían retractarse, ni permitirían que el otro lo hiciera.
De regreso en Trenwith, separada de la presencia ahora opresora de George y Elizabeth, Morwenna sentía que estaba comenzando una vida nueva, o por lo menos reanudando la que llevaba antes. Libertad para respirar, para pensar normalmente sin preocuparse de su galán, libertad para cabalgar, caminar, leer y charlar: momentáneamente podía ignorar la amenaza de un matrimonio sin amor, y también desentenderse de la amenaza de una decisión desesperada. Escribió a su madre una extensa carta en la cual explicaba todo —o casi todo— y pedía regresar a su hogar una semana antes de adoptar la decisión definitiva.
Evitó salir de las tierras que formaban la propiedad de Trenwith, esquivando el contacto o la idea del contacto con un joven a quien, bien lo sabía, no debía ver más. La decisión acerca de Osborne Whitworth debía adoptarse sin relacionarla con una amistad casual concertada allí, durante el otoño del año precedente, pues Morwenna sabía que, al margen de otras consideraciones, eso no le deparaba ningún futuro. Por supuesto, apenas regresaron Geoffrey Charles quiso ver a Drake; pero ella invento una excusa tras otra para evitar el encuentro, y al tercer día el destino vino en ayuda de Morwenna, porque el niño se cayó del pony y se lastimó el tobillo con una piedra.
Así, caminaba y cabalgaba sola. Cumplía sus tareas ordinarias, enseñaba a Geoffrey Charles, se sentaba a leer con él y visitaba a la tía Agatha con frecuencia un tanto mayor como resultado de su conversación con Ross, veía a sus tíos y se sentaba sola después que ellos se acostaban, preguntándose qué haría con su vida y temiendo un golpe en la ventana, un silbido en la oscuridad.
Vino un domingo, a la hora de costumbre. Ella lo vio acercarse por el sendero —a la luz del día, sin ocultarse— vestido con su traje de domingo, los pantalones oscuros, la chaqueta de terciopelo verde, el pañuelo de rayas rosadas. Se acercó a la casa, alto, pobremente vestido, delgado, directamente hasta la puerta principal, como si lo hubiesen invitado.
El corazón latiéndole aceleradamente, la boca reseca, Morwenna abrió la puerta. Temió que él llamase y atrajera la atención de un criado; ahora deseaba más que nunca mantener en secreto las visitas de Drake. Él se había acercado a la puerta lateral muchas de aquellas sombrías tardes de noviembre y diciembre; había venido invitado por Geoffrey Charles, un hombre de clase humilde pero respetable; si Geoffrey Charles quería invitarlo, no había razón que se lo impidiese; su relación de parentesco con Demelza Poldark lo convertía en una persona al mismo tiempo más y menos grata. Y si ella, Morwenna, tenía alguna culpa porque había permitido que se estableciese esa amistad, el asunto podía atribuirse piadosamente a inexperiencia de su parte.
Pero ahora la situación había cambiado. La proposición de Osborne Whitworth la había arrancado de sus ensoñaciones juveniles, había destruido las excusas con las cuales ella justificaba su irresponsabilidad. En el lapso de tres meses ella se había convertido en adulta.
—¡Drake! —exclamó, y trató de aclararse la voz—. ¡No lo esperábamos esta noche!
Él la miró con expresión ansiosa y atenta, y su propio rostro demostraba curiosidad; la investigaba tratando de renovar el recuerdo de Morwenna, sin advertir del todo la expresión poco acogedora de la joven.
—Señorita Morwenna…
—¿Vino a ver a Geoffrey Charles? —preguntó ella—. Desgraciadamente, se lastimó el tobillo. No creo que…
—Lo sé —dijo él—. Me lo dijeron. Por eso vine.
Morwenna sabía que hubiera debido cerrar la puerta, pero careció de valor para hacerlo sin pronunciar unas palabras de excusa. De pronto, un ruido originado en los establos le advirtió que allí eran muy visibles; retrocedió un paso y le permitió entrar, cerró la gruesa puerta y apoyó sobre ella la espalda.
—Señorita Morwenna, me alegro muchísimo de verla. ¿El niño está acostado? ¿Puedo subir a verlo?
—No creo… Él la miró.
—¿Qué es lo que no cree?
Ella se enredó en las palabras, y no se atrevió a afrontar la mirada de Drake.
—Naturalmente, le agradaría verlo, pero sé que su madre no aprobaría… Después que fuimos a Truro…
Ahora, el rostro de Drake mostraba una expresión de tristeza Continuaba mirándola con atención.
—Pero ella aún no ha vuelto.
—No… no… Suba.
Lo siguió escaleras arriba, y ambos caminaron por el oscuro corredor que llevaba a la torre. Cuando vio quién era, Geoffrey Charles pegó un grito de alegría, extendió los brazos y estrechó fuertemente a Drake. Así permanecieron media hora, conversando, charlando, riendo y olvidando lo inolvidable, ignorando lo que no podía ignorarse. En esa atmósfera, la estudiada serenidad de Morwenna, su intencionada frialdad, no duraría mucho. Muy pronto estaba riendo y charlando con ellos. El alivio, la liberación, eran como un soplo de vida para ella.
Geoffrey Charles mostró a Drake sus nuevos dibujos, y Drake le explicó que habían comenzado a limpiar el terreno de la Wheal Maiden para levantar allí una nueva sala de reuniones.
—Es junto a esa chimenea que se levanta sobre la colina, antes de entrar en las tierras de Nampara. —Parecía dirigirse siempre a Geoffrey Charles, pero sus ojos apenas se apartaban del rostro de Morwenna, en una suerte de muda pregunta. Y casi siempre ella desviaba los ojos; pero primero una vez y después otra, ella alzó los ojos y se miraron. Y volvieron a mirarse fijamente.
Comentar el pasado era agradable, pero las mismas frases tenían cierto perfil ominoso, que se acentuó cuando Geoffrey Charles comenzó a idear planes para el verano siguiente. Drake tenía que mostrarle en qué lugar de Marasanvose vivían los sapos, y así el niño podría traer algunos y guardarlos en los establos. Drake debía llevarlos nuevamente a las cavernas de la Abadía. Drake debía mostrarles su propio cottage y los planes de la nueva biblioteca de Nampara. Y él, Geoffrey Charles, mostraría a Drake en qué lugar de los riscos anidaban las chochas y también las rocas en las que crecía el hinojo marino, de dónde las recogían los niños de la aldea y dónde dos habían sufrido caídas mortales.
Finalmente, Drake se puso de pie para salir. El doctor Choake había vendado bien la herida de Geoffrey Charles, y el niño no podría salir de su cuarto durante otra semana, de modo que no planearon encontrarse fuera de la casa; pero Drake prometió que volvería el domingo siguiente a la misma hora. Si el señor y la señora Warleggan regresaban antes, Morwenna le avisaría que no viniese. Geoffrey Charles lo retuvo diez minutos más, y cuando Drake salía lo llamó varias veces.
—Lo acompañaré hasta la puerta —dijo Morwenna.
De modo que juntos y en silencio descendieron la escalera. El viento traía de nuevo copos de nieve, y el cielo aparecía tan gris como los pensamientos de los dos jóvenes. Habían dejado de reír tan pronto abandonaron el cuarto. Cuando llegaron al vestíbulo Drake preguntó:
—¿Puede concederme un minuto?
Morwenna asintió, y ambos cruzaron el gran salón y entraron en un cuartito contiguo. Era un lugar poco acogedor donde se habían reunido todo el invierno; y casi se había convertido en una sala de estar privada de la joven y el niño después de que ambos habían regresado de Truro. Era un lugar que aún no había sufrido la influencia de los planes de renovación de George. Las cortinas polvorientas eran de un terciopelo azul oscuro y se deslizaban colgando de anillos herrumbrados por el aire salino. La vieja alfombra turca mostraba la trama frente a la puerta y al hogar. Los muebles eran el desecho retirado de otros cuartos, una mesa o una silla enviada allí cuando se la reemplazaba en otro sitio. Sin embargo, era un lugar cómodo; ardía un fuego vivo; sobre la mesa, un diario abierto al lado de un tintero y una pluma, algunos pares de medias de Geoffrey Charles colgaban del respaldo de una silla y esperaban que alguien los remendase, sobre el borde de la chimenea, miniaturas del padre y la madre de Morwenna.
Drake dijo:
—¿Usted no desea que yo vuelva aquí?
Drake estaba de pie, de espaldas a la puerta, como defendiéndola. Morwenna cruzó la habitación y se inclinó frente al fuego.
—Sería mejor para ambos —dijo.
—¿Por qué? ¿Qué ha cambiado? ¿Qué ha cambiado en usted, Morwenna?
Ella removió el fuego con un atizador demasiado grande para el lugar.
—Nada cambió. Sencillamente, es mejor que no nos veamos más.
—¿Y… y Geoffrey Charles? ¿Tampoco volveré a verlo?
—Yo… le explicaré que es mejor así. Creo que quizá muy pronto lo enviarán a la escuela, y en ese caso olvidará más fácilmente.
—Para mí no será fácil olvidar.
—No. —La joven asintió, todavía inclinada, la espalda curva y tensa como un arco—. No será fácil para usted.
—¿Y para usted? Para usted, Morwenna. ¿Qué me dice de eso?
—Oh —respondió ella—. Para mí será fácil. También yo me iré.
Drake se acercó con movimientos lentos y se detuvo frente al reborde de la chimenea, inquieto y torpe, el rostro despreocupado e independiente contraído de un modo extraño.
—Eso no es cierto. Dígame que no es cierto.
Morwenna se enderezó y se apartó. Ya una vez ambos habían estado demasiado cerca de un fuego.
—Por supuesto, es cierto. Esta relación… casual no debió haber comenzado. Creo que no supe dominar a Geoffrey Charles.
—Y quizá tampoco supo… dominarme.
—Sí —dijo ella con voz sorda—. Sí, en efecto. Y eso no está bien. Le ruego me perdone por haber permitido que ocurriese; y ahora, váyase.
Entre ambos se hizo un silencio prolongado. Morwenna pensó: «Si no se aleja, si no se va en seguida…».
Drake dijo:
—Morwenna, me iré si me mira cuando me habla. —De nuevo estaba detrás de la joven.
Morwenna desvió los ojos hacia el patio de la casa. Ahora la hierba aparecía cortada, los bordes pulcros; habían retirado la vieja bomba, y en su lugar se levantaba una moderna estatua de mármol. Pero ella no vio nada. Ahora otro obstáculo se agregaba a su miopía.
—Estos meses —dijo Drake—. Estos meses no pude pensar en otra cosa. Mientras trabajaba, y comía y rezaba y dormía, siempre estuvo en mis pensamientos. Para mí, usted es el mundo entero. El día y la noche. El sol y la luna. Sin usted, todo lo demás nada significa.
—Creo —dijo ella—, que debe marcharse.
—Entonces, dígamelo. Míreme y diga que me vaya.
—Se lo he dicho.
—Pero sin mirarme, y necesito ver sus ojos, necesito ver la verdad en sus ojos.
—La verdad… Oh, ¿qué es eso? Sólo necesito decir que deseo que me deje.
—Y yo no puedo creer en las palabras si no sé qué esconde su corazón.
Ella medio se sofocó.
—¿El corazón, Drake? ¿Cree que esto tiene algo que ver con el corazón? El mundo no funciona así. Vivimos en el mundo —y vivimos de él— y tenemos que atenernos a sus normas y sus leyes. Si aún no lo sabe, debe aprenderlo.
—No es eso lo que deseo aprender.
—Es lo único que puedo decirle.
—No… Morwenna, eso no es todo. Sólo quiero que… que me mire. Que me muestre su corazón y me ordene salir de aquí.
Ella vaciló y después se volvió, los ojos enceguecidos por las lágrimas.
—No te vayas, Drake… Por lo menos, no te vayas todavía. Oh, Drake… por favor, no te vayas.