Todas las semanas Ross desafiaba la nieve y el hielo para ver a la tía Agatha. Aunque Carolina ya no podía ofrecerle la protección de su presencia —había regresado a su casa el 29— Ross continuaba yendo y viniendo sin amenazar ni ser amenazado. En ausencia de George, la presencia de Ross intimidaba a los criados. Y en general, Tom Harry lo evitaba. (Harry, el más perverso de los dos, había ido con su amo a Truro). Así, todas las semanas Ross subía al cuarto atestado y sórdido, y permanecía media hora con la anciana dama, escuchando sus quejas y tratando de distinguir lo real de lo imaginario, acariciando a Smollett, alimentando con cortezas de pan al mirlo, reforzando las críticas de la anciana al tiempo, y manteniendo en línea a Lucy Pipe, que temía ser despedida. Así, siempre que él llegaba —y procuraba ir a diferentes horas— había un buen fuego en la chimenea, las sábanas estaban limpias, y Agatha y la habitación mostraban relativa pulcritud. Incluso el olor había llegado a ser tolerable.
En general, la anciana dama se mostraba bastante alerta, pero su humor variaba mucho. En ocasiones adoptaba una actitud patética, y una vez le dijo con expresión llorosa:
—Mira, Ross, no entiendo por qué aún vivo. ¡Creo que Dios me olvidó por completo! —Pero durante la visita siguiente estaba furiosa porque los criados la habían descuidado, y exclamaba—: ¡Maldita mujer! Te digo que lo hace con toda intención. ¡Podría haberme muerto!
Las enfermedades comenzaron a difundirse en todo el distrito. Había muchas víctimas sobre todo entre los niños, y principalmente a causa de la gripe, la bronquitis y la desnutrición. Jud Paynter, que poco antes había asumido las funciones de sepulturero, se quejaba de que el suelo estaba tan duro que él «tenía que trabajar como cuando cosechaba patatas». Cierto día de fines de enero, en que Ross estaba en la mina, Henshawe se reunió con él en la pequeña y fría oficina levantada cerca de la casa de máquinas Para alojar los muebles que inicialmente habían estado en la biblioteca.
—Creo que debo informarle, señor. Usted se quejó la vez pasada de que no le había dicho nada.
—¿Acerca de qué?
—Acerca de la Wheal Leisure. Usted dijo la vez pasada que le habían llegado rumores de que la veta principal estaba desapareciendo, y entonces yo no le dije nada porque…
—Sí. Sí. No me quejo. Comprendo su situación, y por eso mismo la respeto.
—Bien, señor, así sea. Pero las noticias corren, y no deseo que usted se entere por otros y piense: ¿Por qué Will Henshawe no me dijo nada?
—¿Sí? ¿Qué intenta decirme ahora? ¿Reapareció la veta?
—Ayer celebramos la reunión trimestral… en Mingoose, porque el señor Horace Treneglos no tiene salud suficiente para afrontar este tiempo. —Henshawe se mordió nerviosamente el pulgar—. Fue una reunión bastante pobre, porque el empleado del señor Pearce representaba al señor Trenwith, y los Warleggan se hicieron representar por su abogado, el señor Tankard.
—Bien, confío en que la mina aún dará beneficios.
—Sí, en efecto, aunque debo aclarar que muy poca cosa. Pero no era eso lo que yo deseaba decirle. Se decidió clausurar la mina.
Ross se puso de pie.
—¿Qué?
Henshawe asintió, con expresión tan fría como la temperatura del aire.
—El representante de Warleggan tenía instrucciones, y propuso eso, y así se decidió.
—Pero ¡es monstruoso! Precisamente ahora, cuando… Pero ¿no dice usted que aún obtienen beneficios?
—Mínimos. Tankard sostiene que es el momento de cerrar. Ahora que se ha agotado el cobre rojo, es difícil que obtengamos algún lucro en lo que resta del año, y él propuso que cerráramos antes de comenzar a perder dinero. Y convenció a los demás.
—Pero ¿cómo? Los Warleggan controlan sólo la mitad de las acciones. Me lo dijo usted mismo hace pocos meses. ¿Quizás hubo…?
—Renfrew votó con ellos.
—¿Renfrew? Pero, él…
—Señor, es proveedor de las minas. Depende de Santa Ana y quiere comerciar con las minas que los Warleggan poseen allí. No puede criticárselo si accedió a votar con ellos cuando se lo sugirieron. Vea, no digo que lo hicieran… pero en general los proveedores de las minas no votan en favor de la clausura, pues su ganancia está en los suministros.
—Dios Todopoderoso —dijo Ross—. ¡Quisiera retorcerles el pescuezo! Esto significa que la parroquia cargará con sesenta o setenta personas más: se verán afectadas de treinta y cinco a cuarenta familias, y algunas son mis amigas. Cuando inauguramos la Wheal Leisure la mayoría de los vecinos fueron a trabajar allí, y me alegré de emplearlos; por eso, como usted sabe, en la Wheal Grace tomamos sobre todo a hombres de Sawle y Grambler. ¡Ahora no puedo echarlos para dejar lugar a los que se quedarán sin trabajo en la Leisure! ¡Y tampoco… tampoco puedo duplicar súbitamente la fuerza de trabajo y la producción de la Grace para recibirlos a todos! ¡Un día de estos mataré a George!
—Señor, no diga eso, ni siquiera impulsado por la cólera —advirtió Henshawe—. Todos sabemos que es el peor momento posible para clausurar la mina. Pero… así está el mundo. La gente sufrirá más, pero lo soportará… como siempre. Después de todo, la medida no sorprenderá a ningún minero. A cada momento se abren y clausuran minas. Ya sabe qué cerca estuvimos de clausurar la Grace el año pasado. Pudimos haber tenido mala suerte.
Ross sentía que su cólera era tan profunda que no podía contenerla en los límites de la pequeña oficina de techo bajo. Su cabeza estaba a unos veinticinco centímetros de las vigas, pero él sintió el deseo de arremeter contra los maderos.
—¡Podría haber ocurrido, pero no fue así! ¡Lo insoportable de la situación es que la Leisure todavía es solvente! Nadie ha perdido ni siquiera un penique. ¡Quieren atacarme golpeando a esos mineros, y a las familias de la aldea! ¡Es como si los Warleggan hubiesen dicho: Ahora su empresa prospera, de modo que mostrémosle el hambre en su propia puerta, que la peste y la privación maten alrededor de él a las mujeres y los niños! ¡No podemos destruir su mina, pero podemos matar a sus vecinos!
Henshawe de nuevo se mordía el pulgar.
—Tenía que decírselo, señor, aunque sabía que sería un golpe muy duro. Confiaba en que no lo interpretaría como una cuestión personal, porque quizá no lo es. Después de todo, ahora el señor Warleggan vive en este distrito, y creo que desea gozar de Prestigio. Por eso, no me parece que lo beneficie arrojar a la miseria a toda esa gente. No creo que sea una cuestión personal con usted. Pienso que es sencillamente… un asunto de negocios.
—Que los negocios se le pudran en la garganta.
—Sí, y amén. Pero así se hacen ahora los negocios. Lo he visto antes, y sin duda volveré a verlo. Todos perderemos el valor de nuestras acciones… los Warleggan tanto como los demás. Más aun, el señor Cary Warleggan, que hace poco compró la parte del señor Pearce, perderá más que nadie, pues los restantes asociados hemos obtenido interesantes beneficios del dinero que invertimos. El señor Treneglos, yo mismo, la señora Trenwith, el señor Renfrew: en definitiva, nos cuesta menos de cien libras esterlinas a cada uno, y ganamos veinte veces esa suma, e incluso más. El señor Pearce sin duda se alegra de haber ganado lo mismo y haber vendido hace poco sus acciones… No, señor. —Henshawe apoyó una mano vacilante, pequeña y blanca por tratarse de un hombre tan corpulento; sobre la manga de Ross—. No, señor, todo se justifica en nombre de los negocios. Después de la reunión hablé con Tankard, y creo que dice la verdad. Si la Leisure produjera cobre rojo y arrojase buenos beneficios, los Warleggan la hubieran mantenido. Apenas el cobre rojo desapareció y la empresa se convirtió en una mina con escasos beneficios, carecieron de interés en continuar. Si se limita a producir cobre común, compite con las tres minas que explotan en otros lugares, y baja los precios que pueden obtener por el metal.
—Me gustaría bajar con George a la galería de una mina —dijo Ross—, no creo que jamás las haya visitado. ¿Cree que podríamos organizarlo?
Henshawe agregó:
—Le ruego, señor, no decir una palabra de esto a nadie, pues la noticia no se publicará antes de un mes o más. Pero pensé que tenía que decírselo. Me agradaría tener su palabra.
Terminó enero y llegó febrero, y los vientos y las heladas persistieron. Carolina, que no podía viajar a Londres, excepto por mar —algo que ni siquiera ella deseaba afrontar— se consoló abrazando la causa de los pobres, tal como Demelza y sobre todo Ross le habían pedido. Acompañada por un criado, iba de una casa a otra con su caballo blanco que resbalaba y galopaba; y ella visitaba, exigía o proponía al propietario que contribuyese a una colecta que la joven había organizado en beneficio de los pobres y los mineros hambrientos. Comenzó con una contribución personal de veinte guineas, y Ross aportó otro tanto. Carolina opinaba que todas las personas de su clase debían contribuir por lo menos con esa suma; pero en algunas casas encontró firme oposición. Sir John Trevaunance, que no simpatizaba mucho con ella desde que había rechazado a Unwin, arguyó que ya estaba entregando a sus propios operarios trigo a precio reducido, y que venía haciéndolo desde hacía tres meses… ¿por qué debía contribuir por segunda vez? Ofreció 2 libras esterlinas. Carolina rechazó esa suma y continuó aferrada a su silla. Después de pasar allí tres horas se puso de pie y dijo que, en fin, quizás al día siguiente él se sentiría mejor dispuesto: volvería a visitarlo al día siguiente. Sir John elevó su donativo a 10 libras esterlinas. Carolina aceptó la suma, pero dijo que al mes siguiente iría a buscar la segunda mitad.
El viejo Horace Treneglos mostró buena voluntad, pero su hijo John se rio en la cara de Carolina y dijo que él no disponía de esa suma en efectivo. Carolina respondió que enviaría un carro y retiraría el contenido de uno de sus almacenes. En definitiva, consiguió reunir quince guineas. Sir Hugh Bodrugan estaba de buen humor, y le entregó sin discutir las veinte guineas. No había nadie en Trenwith, de modo que Carolina escribió una carta a George y la envió con un criado. El criado regresó con veinticinco guineas. Carolina pensó: ¿Cinco guineas para colocarse a la cabeza de la lista? Después, comenzó a abordar a personas de menor categoría, de quienes podía exigir menos. Pero, a semejanza de un cura irlandés que sabe qué puede dar cada miembro de la congregación, antes de visitar cada casa acompañada por su mayordomo Myners, asignó una cifra a cada nombre. De este modo, extrajo 10 libras esterlinas al señor Trencrom antes de que él pudiese hallar las excusas pertinentes.
El propósito de la colecta no era exactamente la beneficencia, sino la compra del contenido de una nave cargada de trigo que debía llegar poco después a Santa Ana; el plan consistía en vender la carga, a precio reducido, a los mineros y sus familias. Sólo en los casos de mayor necesidad se regalaría el trigo, pues se entendía que la ayuda oficial a los pobres evitaba que nadie descendiese al nivel del hambre.
A fines de enero, la tía Agatha dijo a Ross que Elizabeth había escrito para avisar que aún no regresarían, pues Valentine no se sentía bien, y la familia no podía mudarse mientras durase el mal tiempo. Tampoco regresarían Geoffrey Charles, Morwenna y los ancianos Chynoweth.
El 16 de febrero Demelza estaba alimentando a las aves en su jardín helado —es decir, a las que no habían muerto de frío, y que se mostraban tan mansas que aceptaban el pan de su mano— y de pronto vio la primera campanilla que abría su estrella blanca en la tierra dura. Corrió inmediatamente para avisar a Ross… pero fue el único signo. El viento del este cubría la tierra con un gris eterno; y la vegetación temblaba y se agazapaba. Sam estaba preocupado por el número de almas que debía salvar, pero también se vio obligado a contemplar la salud de los cuerpos sabía que las obras no tenían preferencia sobre la fe, pero a veces la necesidad lo obligaba a actuar como si así fuese.
Una de las bajas fue Nick Vigus, hecho sorprendente, pues había salvado con tanto éxito todos los obstáculos de la vida que se podía creer que también saldría bien librado de la neumonía que lo atacó. Pero ni siquiera le sirvieron los manejos del doctor Choake, que le costaban un chelín seis peniques la visita; y semejante a los demás cuando llegó su hora, murió discretamente durante la noche; y Jud tuvo el privilegio de cavar la fosa que contendría los restos de su antiguo amigo y camarada en la perversidad. Vigus dejó una viuda, un hijo, tres hijas y dos hijas de su hija mayor. Muy pronto pasaron a engrosar la lista de auxilios de la parroquia.
La Wheal Leisure cerró el 25 de febrero. Al día siguiente Ross empleó veinte hombres más. Era una medida de caridad, y según explicó a Demelza él creía que podían permitirse esa actitud. No los destinaba a extraer más mineral de las vetas de estaño que ya estaban siendo explotadas, sino a explorar el terreno, sobre todo en dirección de la antigua Wheal Maiden.
—Si ahora extraigo más estaño, será contraproducente. Por ahora, nuestro margen de beneficios permite este gasto; y quien sabe, quizá descubramos una veta nueva en el futuro. Por el momento, el único efecto práctico será elevar los costos relativos de lo que obtenemos.
La misma semana entró en el puerto la nave con el trigo, y se desembarcó la carga, que fue vendida el domingo siguiente y cada domingo consecutivo en el aula de la parroquia de Santa Ana. Se fijó el precio del trigo en 14 chelines el saco y el de la cebada en 7 chelines el saco, es decir aproximadamente la mitad del precio que se cobraba en el mercado de Truro. La distribución y la venta se realizaron con absoluto orden, y la fila comenzó a formarse unas dos horas antes del comienzo de la venta. El asunto estuvo a cargo de los alguaciles de la parroquia, pero cada semana Carolina y algunos de los principales contribuyentes asistían a la operación, para resolver disputas acerca del precio o la cantidad.
Una vez resuelto este asunto, Carolina al fin pudo viajar a Londres; pero antes ofreció a los emigrados franceses una reunión en su propia casa. Invitó a Ross y a Demelza, pero esta no pudo asistir porque Jeremy se había contagiado de gripe y padecía un peligroso estado febril. Demelza extrañaba a Dwight casi tanto como Carolina. El doctor Choake, con su respiración estertorosa, su mano torpe y su afición al cuchillo, siempre la atemorizaba, y más aún cuando atendía a uno de sus hijos. Jeremy lo odiaba desde el día que el médico lo había desnudado por completo y lo había sostenido sobre la cama, aferrado por los tobillos, para examinarlo mejor. Una actitud muy distinta de la que caracterizaba al doctor Dwight Enys, que venía y se sentaba en la cama, y charlaba serenamente, y demostrando simpatía formulaba preguntas y después practicaba un examen cuidadoso; y mientras hacía todo eso, sus ojos sopesaban y evaluaban, y su mente extraía una conclusión y formulaba un diagnóstico.
No sólo Demelza lo extrañaba. El tifus se manifestó primero en los asilos situados entre Grambler y Sawle, y allí permaneció poco más de un mes, pero todos sabían que una vez que cobrara impulso avanzaría y se difundiría siguiendo su propio ritmo. Por supuesto, la viruela era un mal endémico, pero tendía a agravarse. Choake advirtió con profundo desagrado que aún no habían inoculado a Jeremy, y quiso hacerlo inmediatamente; pero Demelza, que sabía que el cirujano siempre cortaba hasta el hueso el brazo del paciente, postergaba el momento fatal, y decía que debía pensarlo, y en su fuero íntimo rogaba por el retorno de Dwight.
Drake recibió dos veces noticias de Geoffrey Charles; cartas infantiles que decían poca cosa, y casi nada de Morwenna. Se referían a las actividades del propio Geoffrey Charles y a su inconmovible afecto por Drake; y ambas prometían un pronto regreso. La segunda carta explicaba que se habían retrasado a causa de la enfermedad de Valentine, pero que él y Morwenna estarían definitivamente de regreso en Trenwith hacia el seis de marzo.
El cinco de marzo comenzó a nevar nuevamente.
La enfermedad de Valentine fue grave. Cuando estaba Próximo su primer cumpleaños empezó a perder el apetito y tuvo vómitos y diarrea. Después, comenzó a transpirar profusamente en la cama, y a quitarse las mantas incluso cuando la noche era muy fría; y Polly Odgers debía vigilar toda la noche para cubrirlo y evitar que se enfriase. Cuando el doctor Behenna vio que el niño tenía los huesos muy doloridos, y que las muñecas y los tobillos estaban hinchados, identificó el comienzo de la conocida dolencia incapacitante.
El raquitismo era una enfermedad frecuente en la niñez, pero los miembros de la familia Poldark nunca la habían padecido Cuando se enteró del asunto gracias a la carta que Elizabeth le envió, la tía Agatha dictaminó que debía buscarse la causa en «la sangre débil de los padres». El episodio inquietó mucho a los Warleggan, pues para ellos Valentine era el príncipe heredero y parecía humillante que el niño que debía recibir la riqueza de toda la familia creciera deforme o impedido.
Daniel Behenna, que recorría a caballo las calles empedradas de Truro saturadas de pestilencias, como un semidiós que emite sus fallos con la confianza y la certidumbre que todos necesitaban, venía todos los días a ver a su pequeño paciente, y muy pronto decidió cuál era el mejor tratamiento; más aún, el único tratamiento en el caso. A las seis de la tarde, que era la hora a la que Valentine solía acostarse, entró en la habitación y abrió una vena entre los pliegues de ambas orejas de Valentine. Mezcló la sangre obtenida de ese modo con dos partes de agua-vitae —el nombre alquímico del alcohol sin refinar— y con esta mezcla bañó el cuello, los costados y el pecho del niño. Después, acercó un ungüento verde preparado por él mismo, lo calentó en una cuchara y lo frotó enérgicamente y muy caliente en las muñecas y los tobillos del niño que aullaba, exactamente en los lugares en que los huesos estaban más doloridos. Así continuó diez noches seguidas, y durante ese período no se permitió al niño abandonar la cama ni cambiar de camisón. Finalizado ese lapso, se le aplicaron tablillas en ambas piernas y ambos brazos.
Valentine no respondió a la medicación. Presentó fiebre alta y a veces pareció hallarse al borde de la muerte. Se llamó a otro médico, que ratificó el tratamiento aplicado hasta ese momento, pero consideró que ahora convenía practicar una sangría más intensa y suministrar una purga. Además, debía aplicarse regularmente a los pies del niño una franela humedecida con alcohol caliente. Una semana después, los angustiosos padres llamaron al doctor Pryce, de Redruth, quien en realidad era más un cirujano de minas que un médico clínico, y que por eso mismo tenía mucha experiencia con la enfermedad del raquitismo. Opinó que debían quitársele las tablillas, y que era necesario mantenerlo tranquilo y caliente; debía guardar cama, y recibir toda la leche tibia que pudiera beber. Pocos días después, Valentine comenzaba a recuperarse.
Durante este período, aunque ambos padres estaban igualmente preocupados, George había continuado desarrollando sus tareas comerciales, y elaborado sus planes acerca del futuro.
En un sentido, George se había equivocado acerca de Ossie Whitworth. Como él mismo no era de origen noble, había supuesto que una conversación entre él y el joven clérigo acerca de un acuerdo matrimonial debía abordarse con discreción y desarrollarse con apropiada retórica. No fue así. No por primera ni ciertamente por última vez George advirtió que cuanto más alta es la cuna más acentuada es la inclinación a llamar al pan pan y al vino vino.
George había pensado en una dote de 2000 libras esterlinas. Cuando finalmente, en el curso de la conversación, se mencionó la cifra, Ossie la comentó desdeñosamente. Afirmó que tenía deudas que sobrepasaban las 1000 libras esterlinas. Si quería vivir con cierto estilo en Santa Margarita, Truro, necesitaba una suma que invertida le permitiese obtener una renta suplementaria de unas 300 libras esterlinas anuales. Si al casarse con Morwenna recibía sólo 1000 libras esterlinas netas de hecho no podría hacer nada. Invertidas con cuidado, le aportarían unas 70 libras anuales; lo cual implicaba a lo sumo duplicar la renta que ahora tenía. Como era evidente que la franqueza estaba en el orden del día, George le preguntó cortésmente qué cifra había pensado: Osborne le dijo que como mínimo 6000 libras esterlinas. A esta altura de la conversación, George había comenzado a mirar con desagrado al engreído joven. Sólo el pensamiento de las relaciones de la madre de Osborne contenía la lengua de George; pero ello no le impidió destacar los hechos del caso, según él los veía. En primer lugar, Morwenna tenía dieciocho años, era hija de un deán, y provenía de una de las familias más antiguas del país. Además, era una joven devota, sana, de buen carácter, especialmente aficionada a los niños huérfanos. George no dudaba de que el señor Whitworth recordaría que tenía dos, y la joven era buena administradora de la casa y tenía excelente figura. En segundo lugar él, el señor Warleggan, actuaba en este caso in loco parentis, y si promovía el bienestar de la joven no lo hacía para beneficiarse, y sí únicamente para complacer a su propia esposa y movido por un auténtico sentimiento de afecto a una joven muy buena. Nada lo obligaba a gastar un centavo, pero estaba dispuesto a entregar a la joven una dote de 2000 libras. Por esa suma, que en los tiempos que corrían de ningún modo era despreciable, podían hallarse muchos jóvenes interesantes. Si el señor Whitworth creía que en otra familia, quizás habitantes de la región, podía encontrar una bonita dama joven con una dote de 6000 libras esterlinas que estuviese dispuesta a unir su destino a un clérigo comido de deudas y casi desprovisto de medios, por supuesto debía considerarse en absoluta libertad de pedirla en matrimonio.
Por supuesto, dijo George, no había la menor prisa. Quizás el señor Whitworth deseara volver a su casa a meditar el asunto.
Corrían los últimos días de enero. Osborne volvió a su casa y examinó el asunto con su madre, como George sabía que haría. Dejó descansar el asunto diez días, por razones tácticas, y después realizó una segunda visita. Explicó que había examinado cuidadosamente los distintos aspectos del asunto, y que había regresado sólo porque su devoción a Morwenna se mantenía invariable. Consideraba que para conquistar a esa esposa tan bella y encantadora estaba dispuesto a aceptar cuatro mil libras. Lo cual, después de saldar todas sus deudas, le aportaría un ingreso de sólo doscientas libras anuales. ¿Acaso el señor Warleggan, o aun más la señora Warleggan, podía aceptar la idea de que una prima, por feliz que fuese en su matrimonio, viviese con menos? George replicó que también él había tenido tiempo para pensar el asunto, y que por supuesto lo había comentado con su esposa. Pero en vista de las condiciones que prevalecían, de los malos negocios, de los problemas creados por la guerra, de la crisis que afectaba a la minería y de las perspectivas poco promisorias, consideraba que no podía elevar su oferta más allá de las 2500 libras esterlinas. A lo cual, dijo, agregaría como concesión especial 250 libras, destinadas a pagar las reparaciones que, según sabía, eran necesarias en el vicariato.
El reverendo Osborne Whitworth se retiró nuevamente, y retornó a fines de febrero. Se negoció con aspereza y tenacidad, y finalmente se concertó un acuerdo. Morwenna recibiría 3000 libras. Ninguno de los contendientes estaba del todo insatisfecho. Ossie recibía de su madre una renta de cien libras esterlinas, de las que no había dicho una palabra en el curso de las negociaciones. Con esta ayuda, su estipendio y el nuevo incremento, su renta total sería ahora superior a 300 libras esterlinas, y ese ingreso lo convertía en un hombre de medios en todos los ambientes de la sociedad de Cornwall. Y con respecto a George, había incorporado otro útil vínculo de sangre a la trama que estaba urdiendo.
Hasta ahora, la segunda persona comprometida en todas estas discusiones nada sabía del tema. A Morwenna no le parecía muy importante que el reverendo Whitworth hubiese visitado la casa cuatro veces desde Navidad, y que dos veces hubiese venido a tomar el té con ella y Elizabeth. A Elizabeth le tocó la tarea de aclararle la situación.
No era un privilegio que le pareciese grato. Opinaba que, puesto que George se había ocupado de todo, y de hecho había realizado los arreglos indispensables, bien podía finalizar la tarea. George no pensaba así. Ese aspecto era tarea femenina. Había quedado atrás la difícil negociación; eso había sido su propio problema y su responsabilidad. Ahora, el grato desenlace podía quedar en manos de su esposa. Una mujer, y sobre todo si era una joven que no tenía un penique, debía sentirse sumamente complacida ante la noticia de que pronto recibiría una pequeña fortuna y se convertiría en esposa del clérigo joven más apuesto de la ciudad.
Elizabeth postergó dos días el asunto, alegando como excusa la enfermedad de Valentine; pero una nota de Ossie, en la cual afirmaba que se proponía visitarlos a la mañana siguiente, le forzó la mano. Mal podía esperarse que Ossie acudiese a visitar a una presunta novia que nada sabía de sus intenciones.
Pasó casi todo el día antes de que ella pudiese encontrar un momento oportuno, e incluso entonces tuvo que seguir a Morwenna hasta la minúscula sala de música del primer piso, y después de entrar en la habitación cerrar la puerta como quien se dispone a comunicar un terrible secreto.
De la expresión del rostro de Morwenna a la luz parpadeante de las velas se deducía claramente que la noticia le había impresionado; y contra lo que George había previsto, no era una impresión agradable.
Era más alta que Elizabeth, y permaneció de pie, absolutamente inmóvil, con su vestido de terciopelo gris paloma, escuchando como paralizada, sin mover un dedo; sólo un músculo de la mejilla comenzó a contraerse cuando Elizabeth avanzó en su explicación. Oyó todo y no habló. A causa del silencio que puntuaba el final de cada frase, Elizabeth se encontró diciendo más que lo que era necesario, destacando la buena apariencia del futuro marido, la excelencia de la unión, el súbito cambio que sobrevendría en la situación de Morwenna, cómo dejaría de ser gobernanta para convertirse en importante dama de la ciudad, y la bondad y la generosidad excesivas de George que habían posibilitado esa unión. Continuó así, hasta que vio caer las lagrimas de Morwenna. Aquí, se interrumpió.
—Querida, ¿te desagrada tanta consideración de nuestra parte?
Morwenna se sofocó y se cubrió los ojos con el dorso de la mano. Las lágrimas no cesaron, cayeron sobre la mano, se deslizaron entre los dedos, mojaron el vestido y después salpicaron el piso. Elizabeth se sentó en la banqueta, al lado del clavecín y volvió distraída las hojas de una pieza de música, esperando que se atenuara la emoción inicial. Pero fue en vano. Morwenna permaneció llorando en silencio.
—Vamos, querida —dijo Elizabeth, con un rasgo de impaciencia en la voz, no porque sintiera impaciencia, sino para ocultar la simpatía que según creía no debía demostrar.
Finalmente, Morwenna dijo:
—No lo quiero. ¿Cómo puede amarme? Nuestra conversación íntima no ha pasado el límite de la que mantienen dos jugadores de whist durante una tarde. ¿Qué sabe de mí o qué se yo de él?
—Sabe bastante para desear que seas su esposa.
—¡Pero yo no deseo ser su esposa! Aún no deseo ser la esposa de nadie. ¿No he trabajado bien? ¿Te desagrada mi conducta como gobernanta de Geoffrey Charles?
—Lejos de ello. Si tú nos desagradaras, ¿crees que el señor Warleggan hubiera realizado este tremendo gesto en tu beneficio?
Hubo un silencio prolongado. Morwenna miró alrededor a través de las lágrimas, buscando dónde sentarse. Extendió la mano y descubrió una silla, y mientras se sentaba las manos le temblaban.
—Tú eres… muy generosa, Elizabeth. Y él también. Pero no tenía idea, no sospechaba nada.
—Comprendo que esto te haya impresionado. Pero confío en que después de haberlo pensado un momento, no dirás que es una impresión muy desagradable. Después de todo, Osborne es eclesiástico, tu vida con él se asemejará a la que hacías en casa de tu padre, con diferencia de que tu posición personal mejorará mucho. Nosotros todavía…
—¿Lo sabe mi madre? —preguntó Morwenna con voz tensa— ¡No podría aceptar si no me autoriza! Si ella…
—Querida, le escribí ayer. Creo sinceramente que esta unión le agradará mucho. Eres la hija mayor, de buena cuna, pero sin dinero…
—Estoy segura de que mi madre aprobaría la unión si creyera que el señor Whitworth y yo nos amamos. ¿Le dijiste que nos amamos?
—Morwenna, no creo haber usado esas palabras, pues eso es algo que tú misma debes decir. Le expliqué que dentro de poco se anunciará el compromiso entre el señor Whitworth y tú. Le hablé de la gran generosidad del señor Warleggan hacia ti, y de la familia del señor Whitworth, su juventud y su apariencia, así como de sus excelentes perspectivas en la Iglesia. Seguramente tú le escribirás muy pronto. Sueles hacerlo una vez por semana, ¿verdad?
—Y si le digo… si cuando le escriba le digo que no conozco al señor Whitworth, que ciertamente no lo amo y apenas simpatizo con él, ¿qué me contestará? ¿Se sentirá muy complacida, Elizabeth? ¿Aun así deseará que me case con él?
Elizabeth tocó dos o tres teclas del clavecín. Había que afinarlo. Nadie lo usaba jamás. Lo había comprado el señor Nicholas Warleggan para amueblar la casa, pero nadie lo usaba jamás.
—Querida, te ruego que lo pienses bien antes de contestar, y sobre todo antes de escribir a tu madre. Creo que se sentiría muy inquieta si después que yo le hablara de tu espléndido compromiso recibiera tu carta con expresiones de descontento. Sin duda, deseará que seas feliz, y lo mismo queremos todos; pero se sentirá gravemente decepcionada si cree que esta unión te parece impropia a causa de una idea falsa y romántica de lo que debe ser un matrimonio.
—Elizabeth, ¿es falso concebir una idea romántica del matrimonio? ¿Está mal sentir que el amor es necesario en el matrimonio? Dímelo, Elizabeth, háblame de tu primer matrimonio. ¿Qué edad tenías entonces… dieciocho, diecinueve años? ¿No amabas al señor Poldark? ¿No le conociste bien y cambiaste afectuosas confidencias antes de concertar la unión? ¿O todo fue arreglado, como se hizo ahora conmigo, sin siquiera consultarme?
Elizabeth esperó hasta que Morwenna se sonó la nariz y se limpió los ojos.
—Querida, quizá somos injustos contigo cuando te reclamamos el criterio de una persona mayor. Es natural desear el romance. Pero no es la base lógica de un buen matrimonio. En esto, debes aceptar la guía de…
—¿Así lo hiciste tú? ¿No te casaste por amor?
Elizabeth alzó una mano.
—Muy bien, te lo diré, ya que quieres saberlo. Me casé obedeciendo a un sentimiento que yo creía que era amor, y no duró ni doce meses. No, no alcanzó el año. Después, nos toleramos mutuamente. Quizá no fue peor ni mejor que la mayoría de los matrimonios. Pero el hecho de que nos creyésemos enamorados no mejoró ni perjudicó el resultado. Ahora, me he casado con el señor Warleggan, y aunque al principio fue un acuerdo más o menos de conveniencia, los resultados son cada vez mejores… ¿Es eso lo que deseabas saber?
—No es lo que yo deseaba oír —dijo Morwenna.
Elizabeth apoyó una mano sobre el hombro de su joven prima.
—Los franceses tienen un proverbio… ¿son los franceses? No lo sé, creo que sí… dicen que no se pone al fuego un recipiente con agua hirviendo. Uno llena de agua fría el hervidor y lo pone a calentar. Lo mismo ocurre en el matrimonio; tú y Osborne Whitworth podéis llegar a amaros mucho más de lo que os habíais amado al comienzo. Cuanto menos uno espera, más descubre. En lugar de exigir perfección, nada pedimos y a menudo recibimos mucho.
Morwenna volvió a enjugarse los ojos y después se secó el dorso de la mano.
—No sé qué decir, Elizabeth. Esto ha sido… una impresión muy intensa, algo muy grave. Por supuesto, no menosprecio la consideración que vosotros me demostráis. Sé que tú y el señor Warleggan queréis ser bondadosos. Pero yo… no puedo verme… no puedo sentir que este es mi… Ciertamente, cuanto más pienso en ello…
Elizabeth le besó la frente, fría y pegajosa a causa de los nervios.
—Ahora, no digas más. Duerme y medita. Por la mañana todo te parecerá distinto. Más aun, es posible que te entusiasmen las perspectivas que ahora se te ofrecen. Estoy segura de que tu madre verá el asunto con buenos ojos. Esta unión es más de lo que en circunstancias usuales ella habría esperado.
Dejó sola a la joven, sentada en el pequeño y frío cuarto de música, iluminada por la luz parpadeante de una sola vela. Elizabeth se había esforzado por conservar la serenidad, por mantener la conversación en un plano frío y objetivo. Creía haberlo logrado, pero había tenido que pagar cierto precio. Le habría agradado conversar con la joven ateniéndose a sus propios términos, haberle preguntado qué sentía realmente acerca de su futuro marido, tratando de consolarla y alentarla de un modo muy distinto, no como una pariente de más edad, sino como otra mujer, como una amiga. Pero Elizabeth no podía olvidar que su posición era la que correspondía a la esposa de George. Había tenido que ejecutar una tarea, y lo había hecho lo mejor posible. Habría sido desleal para con George haber hablado a la joven de un modo que fortaleciera en ella la idea de la desobediencia.
Además, Elizabeth sabía que una vez echase a andar por el camino de las confidencias, más tarde o más temprano podía verse obligada a criticar a su propio marido.
Se derritió la nieve temprana de marzo y se inició un frío deshielo. Hubo ventarrones y celliscas, e inundaciones sin precedentes en el recuerdo de los hombres. El Severn desbordó las orillas en Shrewsbury y arrastró los puentes, el Lee inundó la llanura de Essex, todos los páramos quedaron sumergidos y fueron barridas muchas elevaciones interiores, el Támesis inundó Londres, y sus aguas cubrieron tan amplias extensiones que los habitantes de Stratford y Bow vivían en las habitaciones del primer piso y usaban botes de remos en las calles. A lo largo de toda la costa naufragaban los barcos, pero esta vez lamentablemente ninguno encalló en las costas hospitalarias de Grambler y Sawle.
En Holanda los franceses cosechaban triunfos, y el gobierno británico envió transportes a Weser para evacuar los restos de su ejército, un ejército que, abandonado por sus aliados y su propia intendencia, sin suministros médicos y sin oficiales, había tenido 6000 muertos en una semana, sobre todo a causa del tifus y el frío. Federico Guillermo de Prusia ya había concertado la paz con sus adversarios, y apenas quedaba tiempo para traer de regreso a los restos de la fuerza expedicionaria. Los restantes países de Europa septentrional y central se preparaban para convivir lo mejor posible con la nueva dinámica impuesta por los franceses. De hecho, la guerra había concluido. Pero Pitt había dicho: «Poco importa que los desastres sean imputables a la ineptitud de los generales, las intrigas de las facciones o los celos de los ministros del gabinete; el hecho es que existen, y que ahora debemos recomenzar la tarea de salvar a Europa».
Una persona que se sentía feliz a pesar de estos desastres, cuya descripción llegaba de Londres en fragmentos traída por los carruajes que resbalaban, se deslizaban y traqueteaban entre los deshielos de principios de marzo, era Carolina. El Almirantazgo había recibido una primera lista de prisioneros de guerra, y en ella se registraba oficialmente el nombre del teniente cirujano Dwight Enys. Lo que era más importante, el mismo correo traía una carta de tres páginas escrita por el propio Dwight. El 11 de marzo Demelza estaba en el jardín, y contemplaba con profundo Placer una planta de azafrán que había crecido y decidido abrir su flor amarillo canario antes aún de que se disiparan los efectos de la última helada; un momento después llegó Carolina, y apenas la vio Demelza comprendió que la joven traía buenas noticias. Ross estaba allí cerca, los tres entraron en la sala y protegidos del viento leyeron juntos la carta.
Primero de febrero de 1794-5
Querida Carolina:
Te escribo esta sin saber aún si te llegará la carta, y confiando únicamente en que, ahora que dispongo de papel y pluma, es necesario escribir con la esperanza y el ruego de que nuestros carceleros cumplan su palabra y dejen pasar esta carta. ¿Por dónde empezar? Todos estos meses te escribí a menudo cartas en mi fuero íntimo, pero ahora que dispongo de la oportunidad de pasar las palabras al papel no sé qué decir. En primer lugar, te informo que estoy a salvo y no del todo mal, pese a que el trato dispensado no ha sido, ni mucho menos, el que uno podría esperar de una nación civilizada. Ni siquiera sé cuánto tuviste que esperar antes de enterarte de que yo era prisionero. Si me escribiste, no recibí nada. La comunicación con el gobierno central está completamente interrumpida, y me parece que los campos de internación y las cárceles se administran localmente, de acuerdo con los caprichos del comandante.
»Bien, imagino que es uno de los azares de la guerra, o de esta guerra. Por lo menos, conservamos en cierto modo la vida. Yo diría que pasaron diez veces diez meses desde la batalla que libramos contra los franceses toda la tarde y toda la noche, azotados por la borrasca y el mar tempestuoso. Supongo que has oído hablar bastante de este combate; y podrás reconstruir mi intervención en el asunto sin necesidad de que yo te ofrezca una horrible descripción. Las tres cuartas partes del tiempo estuve trabajando en un espacio libre bajo los puentes, con el ayudante Jackland, a la luz de una linterna que no cesaba de balancearse. La ayuda que podía prestar a los heridos era tan precaria que parecía una pesadilla de cirugía elemental. A menudo, el movimiento del barco me arrojaba sobre el paciente, o arrojaba a este sobre mí, de modo que el escalpelo que yo usaba era una gran amenaza para ambos. Hacia las dos de la madrugada el agua había invadido mi improvisado hospital, y todos subimos a cubierta para esperar el fin.
Sin embargo, transcurrieron dos horas más antes de que encalláramos. No recuerdo si te relaté que de la tripulación total de 320, menos de 50 eran voluntarios. Más o menos la mitad del total eran enganchados, algunos sin experiencia anterior de la vida marina; había otros 50 que eran deudores y delincuentes de poca monta, que cumplían su castigo en el mar; unos 25 extranjeros, holandeses, españoles, escandinavos capturados por las patrullas de Plymouth; y el mismo número de niños; pilletes de la calle, huérfanos y otros por el estilo. Durante diez horas esta tripulación libró una batalla constante contra el enemigo y el mar borrascoso, y se hubiera dicho que las perspectivas del naufragio debían convertirlo en una turba cegada por el pánico. Pero después de encallar, prevaleció en los hombres la serenidad y la disciplina más absolutas. Durante casi cuatro horas más, trabajaron armando balsas y salvavidas, y sólo seis intentaron desertar y se ahogaron. Esas cuatro horas, bajo la mano firme y confiada del teniente William, se enviaron a la costa primero los heridos y después, poco a poco y con un orden riguroso, a toda la tripulación y finalmente a los oficiales. Por fortuna, me despacharon en primer lugar con los heridos, de los cuales dos murieron en la playa; pero de toda la tripulación sólo tres, además de los seis desertores, se perdieron en el mar.
Poco después la policía francesa armada nos reunió y escoltó tierra adentro, y nos alojó en una escuela antes de enviarnos la tarde siguiente a la prisión actual; de modo que no pude ver mucho del Héros; pero tenía a bordo treinta prisioneros ingleses a quienes después conocí y traté, y me dijeron que encalló en un lugar menos favorable que el nuestro. El pánico fue mucho más intenso y transcurrieron cuatro días antes de que llegase a tierra el último de los tripulantes, de modo que a bordo quedaron muchos muertos a causa de las privaciones, y en el mar abundaban los cadáveres. Sólo en este barco perecieron casi cuatrocientas personas.
Bien, desde entonces estamos en esta prisión, y por lo menos yo me considero afortunado, porque nunca tuve motivo para estar ocioso. Como somos tres cirujanos para muchos miles de personas, y la gente padece las dolencias habituales, fiebres biliosas y condiciones escrofulosas, consecuencia de la mala alimentación y el encierro, ciertamente no carecemos de ocupación. Hasta ahora parece que no se habla de libertad bajo palabra, de repatriación o de canje. Ninguno de los oficiales superiores ha sido liberado, rescatado o canjeado; y en la prisión hay damas inglesas por lo menos una perteneciente a la nobleza, y uno pensaría que en nada beneficia a los franceses mantenerla aquí pero, de todos modos, continúan en la cárcel.
Querida Carolina, esta no es una carta de amor, como ya lo habrás advertido. Si llega a tus manos, por lo menos tendrás una versión de lo que ocurrió durante este año tan prolongado. Sólo puedo decir que en todas las pruebas que ahora afronto nunca estás ausente de mi pensamiento, que el relicario que me diste descansa siempre sobre mi corazón, y que por mucho que se prolongue esta separación no podrá cambiar el amor y la devoción que me inspiras.
»Buenas noches, Carolina, amor mío.
Dwight
—Deje una nota el Almirantazgo —dijo Carolina— referida a la posibilidad del rescate. Pero por ahora no aconsejan dar ese paso. —Miró con ironía a Ross—. Según usted o había previsto. Tratan de organizar canjes, pero hasta ahora no tuvieron éxito con los prisioneros que están en Bretaña.
—Ahora que los franceses han alcanzado tantas victorias sobre otras naciones —respondió Ross—, tal vez puedan dedicarse a controlar mejor la suya propia.
Sin embargo, en su interior no se alegraba tanto como Carolina y Demelza. La lista del Almirantazgo y la carta no hacían más que confirmar lo que había averiguado a través de Clisson seis meses antes. Entretanto, había recibido informes de Bretaña, algunos bastante recientes, sobre las condiciones de los campos para prisioneros de guerra que había en Quiberon y otros puntos de la costa. Aun admitiendo cierto grado de exageración, las noticias eran espeluznantes. Así pues, aunque no dejó traslucir sus pensamientos ante las dos mujeres y hasta se unió a ellas en sus especulaciones sobre la pronta liberación de Dwight, creía que las posibilidades de ver regresar vivo y sano al joven cirujano eran bastante reducidas, y que la necesidad de concertar un intercambio o un rescate era mucho más urgente de lo que ambas pensaban.