Antes de medianoche habían caído quince centímetros de nieve. Comenzaron a aparecer las estrellas, pero el frío era muy intenso. Un viento helado barría la región, y se hubiera dicho que venía directamente del Gólgota.
Se acostaron tarde porque no deseaban apartarse del gran fuego que Ross había preparado. A última hora, todo el fondo del hogar se había teñido de un rojo incandescente, y ellos no tenían más remedio que retirarse poco a poco, los rostros encendidos, pero la espalda aguijoneada por las corrientes de aire frío que se filtraban por las puertas y las ventanas. Arriba, se habían puesto calentadores en los cuartos, los fuegos estaban encendidos, había cubos llenos de carbón, y leños destinados a mantener el fuego durante la larga noche; y pese a todo, ellos permanecieron en la sala, aferrados a la luz y la compañía, el resplandor de las velas y la charla grata y ociosa.
Finalmente, Carolina se puso de pie y se estiró.
—Debo retirarme, porque de lo contrario comenzaré a dormitar aquí. ¡No se molesten! Esta vela iluminará mi camino. Me abrigaré con las mantas, y pensaré en otros menos afortunados. Aunque como ustedes saben no soy una mujer inclinada a los rezos, trataré de decir algo especial acerca de cierto hombre, y pediré que este tiempo no afecte también a Francia. ¡Buenas noches! ¡Buenas noches!
Después que Carolina se marchó, Ross dijo:
—También debemos acostarnos —y ambos se acomodaron mejor en las sillas y se echaron a reír—. Pero es cierto —insistió él—. Clowance continúa despertándose temprano, a pesar de que ya nació; y no creo que la nieve la obligue a cambiar de opinión.
—¿Crees que Carolina habló en serio? —preguntó Demelza—. Me refiero a lo que dijo acerca de su casa. La posibilidad de convertirla en centro de los emigrados franceses.
—Carolina siempre habla en serio. Pero no creo que deba invitar a todo el mundo. Se habla mucho de esta contrarrevolución en Francia, y es evidente su intención de promoverla en todo lo que ella pueda.
—¿Y qué puede hacer?
—En general, los emigrados carecen de dinero. Además, y aun con las mejores intenciones de ambas partes, a veces permanecen demasiado tiempo en una casa o en otra. Dos de los que conocimos en Trelissick, el conde de Maresi y Madame Guise, ya llevan cinco meses en Tehidy, y estoy seguro de que tanto ellos como sus anfitriones recibirán con agrado la posibilidad de modificar la situación. Y hay otros como ellos.
—¿Participan en esta… cómo es la palabra?… ¿En esta contrarrevolución?
—De Sombreuil es uno de los principales organizadores. Él y De Maresi, y el conde de Puisaye, y cierto general d’Hervilly. Van y vienen extranjeros entre Inglaterra y Bretaña.
—Pero ¿qué pretenden hacer?
—La mitad de Francia, la más sana, está harta de los excesos de la revolución. Todos los hombres razonables desean volver a la estabilidad, y muchos consideran que la restauración de un Borbón es el único modo de lograrlo.
—¿También él está en Inglaterra?
—¿Quién?
—El… Borbón.
—El conde de Provenza. No, ahora está en Bremen. Pero vendrá a Inglaterra en el momento oportuno. Según parece, la idea es desembarcar en Bretaña y proclamarlo rey. Los bretones están muy descontentos y se alzarán para apoyarlo.
—¿Crees que la empresa puede tener éxito?
—En julio, cuando estuve en Trelissick me hablaron por primera vez del asunto. En ese momento, los planes no me parecieron muy serios. Pero por lo que dice Carolina, después la cosa adquirió perfiles más definidos.
—Pero ¿por qué Carolina se ocupa de esto? ¿A causa de Dwight?
—Bien, Dwight está en Bretaña, y quizás ella cree que de este modo conseguirá liberarlo. Pero creo que su actitud responde sobre todo al hecho de que ahora que Dwight es prisionero de los franceses, ella no puede soportar la inactividad. Por supuesto, irá a Londres para explorar la posibilidad de liberarlo mediante el pago de un rescate; pero creo que el Almirantazgo intentará disuadirla, porque una vez convenido y pagado el rescate, nada garantiza que los franceses cumplan su parte del acuerdo. Es Probable que un intento de ese carácter cueste mucho dinero y no sirva de nada, y sé que ella sospecha lo mismo. Por lo tanto cooperar en el alzamiento de Bretaña, trabajar por el derrocamiento de los revolucionarios es el mejor modo de utilizar sus energías y calmar parte de su ansiedad.
Demelza guardó silencio un momento, mirando sin pestañear las brasas del fuego.
—Ross, sabes una cosa… Creo que Carolina está medio enamorada de ti.
Ross se pasó la mano por los cabellos que cubrían la cicatriz.
—Creo que yo estoy medio enamorado de Carolina, pero no en el sentido que tú dices.
—¿Acaso esta palabra tiene varios sentidos?
—Sí, puede tener el sentido de la amistad… la camaradería. Armonizamos muy bien. Pero por lo que a mí respecta, todo es muy distinto de lo que siento por ti, de lo que antes sentí, o puedo haber sentido…
—Por Elizabeth —dijo Demelza, decidida a afrontar el tema.
—Bien, sí. Pero por lo que respecta a Carolina, no creas que en mis sentimientos hacia ella hay nada que rivalice con mis sentimientos hacia ti. Y tampoco imagino ni por un instante que pueda compararse su simpatía hacia mí con su amor por Dwight. Es una relación extraña, pero así están las cosas.
—Las «cosas» pueden madurar con mucha rapidez. Lo cual también es sorprendente.
—No de modo que pueda representar un riesgo para un hombre que es feliz en su matrimonio.
—Siempre hay riesgo. Sobre todo cuando la esposa no pudo representar su papel… O siquiera parecer una esposa… durante cierto tiempo.
—¿Qué mejor modo de ser mi esposa que darme otra hija?
—Ross, esa actitud es muy… meritoria.
—¡Meritoria! Santo Dios, ¿así ves las cosas? ¡Qué criatura tan perversa! No hay nada meritorio en eso. Y te prometo que cuando crea que no eres buena esposa para mí, te lo diré.
Demelza se quitó las pantuflas y movió los dedos de los pies.
—Bien, quizás esposa no es la palabra adecuada… quizá la use mal. Mira, Ross, en el matrimonio, en un buen matrimonio la mujer tiene que ser tres cosas, ¿verdad? Debe ser esposa y cuidar de un hombre y su comodidad, tal como el hombre desea ser atendido. Después, tiene que darle hijos, e hincharse como una calabaza en verano, y a menudo alimentarlos y oler a bebé, y tenerlos mucho tiempo alrededor… Pero en tercer lugar también tiene que ser su amante, alguien en quien él continué «interesado»; alguien que él desea, no sólo la persona que está allí y que le acomoda, sino alguien un tanto misterioso, como esa mujer a la que vio ayer, cabalgando con sus sabuesos, alguien cuya rodilla o… o el hombro él reconocería instantáneamente si los viese al lado, en la cama. Es… es imposible.
Ross se echó a reír.
—Estoy seguro de que lo mismo vale para el hombre. Para lo que una mujer espera de su marido…
—No es nada parecido. No es tan imposible.
—Pero sí lo es, hasta cierto punto. Bien, no te tranquilizaré, si eso es lo que deseas, porque si a esta altura de nuestra vida no te has serenado, los bonitos discursos que yo pronuncie no cambiarán la situación.
—No, nunca estoy tranquila…
—¿Y por qué yo debo ser distinto? Te basta mover el meñique y los hombres acuden corriendo. En tu pasado abundan esos episodios.
—Creo —dijo Demelza—, que te sientes culpable, pues me acusas de lo que jamás ocurrió. Me acusas siempre que tú mismo te sientes culpable.
—¿Recuerdas —dijo Ross con voz soñolienta— lo que ocurrió hace un año? Comenzamos a hablar de nuestro mutuo amor, y de los principios de fidelidad, y de no sé cuántas cosas más; y cuando terminamos, estabas dispuesta a abandonarme. ¿Recuerdas? Llegaste hasta a ensillar el caballo, y si un barril de cerveza no hubiese fermentado a destiempo, quizás ahora no viviríamos juntos.
—Siempre me pareció que esa cerveza tenía un sabor especial.
Pero la advertencia formulada medio en broma la había silenciado.
Después de un minuto de silencio, Demelza dijo:
—Estoy agradecida a Carolina porque hoy fue contigo a Trenwith; en definitiva, su ausencia me facilitó las cosas. La gente que me acompañó no se siente tan cómoda con Carolina como con nosotros.
—Me sorprendió ver que todos se habían molestado.
—Bien, como el día era muy frío, deseaban volver a sus casas antes de que empeorase. Además, Sam había organizado una reunión con varios de ellos.
—¡Qué carga tan pesada para esa pobre niña!
—Ross, puedes burlarte cuanto quieras, pero sabes que es un nombre bondadoso. La madrugada de ayer, en Grambler, encontró a la anciana viuda Clegwidden arrastrándose de regreso a su choza, apoyada en las manos y las rodillas, tratando de llevar un cubo de agua. Tiene las piernas tan afectadas por el reumatismo que no puede sostenerse de pie, y está casi a medio kilómetro de la fuente. Sam dijo que todas las mañanas, cuando abandonase su trabajo, iría a acarrearle agua.
—Tendrá muchas oportunidades de ayudar a la gente —dijo Ross— si este tiempo continúa así. Este mes el precio del carbón llegó a cuarenta y cinco chelines el cubo. Las patatas se cobran de cuatro a cinco chelines el quintal. Hay mucha escasez de cebada para fabricar pan. Se venden cinco huevos por dos peniques, la manteca a un chelín la libra. ¿Qué puede comprar un peón que gana ocho chelines semanales?
—¿No podríamos hacer algo por la gente?
—Bien, los que trabajan en la mina no lo pasan tan mal, pero no es excusa para desentenderme del resto. Pensé hablar con otros propietarios y proponer una ayuda más organizada. Por supuesto ya sé qué contestarán, que ya contribuyen a aliviar la necesidad con sus aportes al fondo de beneficencia. También ayudan a los necesitados que viven en el vecindario de cada uno. Y además dirán que no desean fomentar la ociosidad y la pereza.
—Pero ¿de veras fomentarían la ociosidad?
—No, si bien se mira, desalentarán el hambre y la enfermedad. En épocas normales los principales necesitados son las viudas, los huérfanos, los enfermos y los viejos; pero ahora también hay que auxiliar a los individuos fuertes y valiosos, porque incluso los que tienen trabajo no ganan lo suficiente para mantenerse.
—Quizá Carolina ayude a convencer al resto. Después de todo, ahora ella es terrateniente.
—Pero por lo que he podido ver no demuestra a los pobres más simpatía que el resto. Necesita la influencia de Dwight.
—Ross, háblale. Creo que podrías convencerla.
Él enarcó el ceño, en una expresión de cinismo.
—Veremos. Pero exageras mi influencia.
Demelza calzó una de las pantuflas, y movió la otra con un dedo del pie.
Ross agregó:
—Echaré una última ojeada a los animales. Hace cuatro horas que Moses Vigus los dejó, y nunca confío demasiado en él… podríamos emplear más gente en la granja. Sería un modo… un modo práctico de ayudar.
—Ross —dijo Demelza—, tal vez deba informarte de otra cosa antes de que salgas. Sam me lo dijo en confianza, y me pidió que no te hablase del asunto, pero yo le contesté que entre nosotros no teníamos secretos…
Ross asintió.
—Un buen comienzo. ¿Continúa fastidiando con su casa de oraciones?
—No. Les he sugerido… nada más que sugerido que en primavera podrías resolver favorablemente el asunto. No… Es un problema menor relacionado con Drake.
—¿Drake?
—Parece que Drake estuvo viéndose mucho con Geoffrey Charles. Han llegado a ser muy amigos, y Drake estuvo yendo regularmente a Trenwith, es decir hasta que Geoffrey Charles se marchó.
—¿Cómo se conocieron? Pero ¿qué tiene de malo eso… excepto que…?
—Drake es amigo no sólo de Geoffrey Charles. También muestra gran inclinación a Morwenna Chynoweth, la gobernanta de Geoffrey Charles.
Ross se puso de pie y se estiró. Las velas parpadearon perezosamente.
—¿La prima de Elizabeth? ¿La conozco?
—Estaba en la iglesia una de las últimas veces que nosotros fuimos. Es una joven alta y morena, y a veces usa anteojos.
—Pero ¿cómo ocurrió todo? Parece extraño que Drake se haya relacionado con una persona como ella.
—Se encontraron en el campo y terminaron siendo amigos. Sam dice que, si bien Drake intenta disimularlo, está bastante enamorado. No creo que Elizabeth o nadie conozca el asunto. Naturalmente, ahora todos están en Truro para celebrar la Navidad, pero regresarán el mes próximo. Sam está preocupado porque cree que este asunto inducirá a Drake a abandonar la comunidad.
—Esa podría ser la menos importante de sus preocupaciones.
—Lo sé.
En la casa reinaba profunda quietud. Incluso el mar se había serenado. Después de muchas horas de viento sin tregua, se advertía el hecho… la quietud, el silencio de la nieve.
—¿Qué edad tiene esa joven?
—Diecisiete o dieciocho años.
—Y ella… ¿siente simpatía por Drake?
—Sospecho que sí, juzgando por lo que Sam dice.
Ross hizo un gesto irritado.
—¡Por qué no se marchan de una vez… esa condenada pandilla! Afrontamos el problema permanente de la enemistad. No creo que John Trevaunance u Horace Treneglos vieran con buenos ojos una relación entre Drake y una de sus sobrinas, pero por lo menos podríamos reunimos y discutir el problema de un modo razonable. Pero entre George y nosotros —e incluso entre Elizabeth y nosotros— todo está envenenado. Me parece evidente que Drake no pueda abrigar la esperanza de que sus deseos se vean satisfechos.
—No sé qué espera realmente.
—A veces el enamorado no ve más lejos que el día siguiente.
—Sam dice que Drake no acepta su guía en este asunto, y me preguntó qué debía hacer.
—¿Qué puede hacer nadie? Si quieres, puedo despedirlo y enviarlo de regreso a Illuggan; pero ¿por qué debo castigarlo por algo que no nos concierne?
—Me temo que más tarde o más temprano puede llegar a concernirnos.
—¿Quieres que lo despida?
—¡Judas, no! Pero el problema me inquieta. No quisiera que se enfrentara con George y sus guardabosques.
—¿Conoces el carácter de esta joven? ¿Es una muchacha independiente? Si Elizabeth se entera y prohíbe esa relación, como en efecto hará, ¿crees que la joven está dispuesta a desafiarla?
—No sé más que tú.
—Tus hermanos son una peste —dijo Ross—. Creo que los enviaron aquí especialmente para fastidiarnos. Desde el comienzo mismo teníamos que habernos mostrado firmes, y obligarlos a volver por donde vinieron.
El tiempo no dio tregua. Después de la Nochebuena no nevó mucho, pero la que había caído permaneció cubriendo el suelo. Inglaterra, Europa entera era un inmenso paisaje invernal. En el dormitorio de Demelza, el agua de una palangana, traída la noche anterior, aparecía congelada todas las mañanas; y la tercera mañana la palangana se partió. Abajo, en la sala, aunque el fuego ardía toda la noche, la helada dibujaba telarañas del lado interior de las ventanas; y hacia las dos de la tarde la escarcha aún no se había derretido.
En Cumberland se helaron los grandes lagos, y el Támesis comenzó a cubrirse de bruma y a fluir más lentamente. Alrededor del Año Nuevo los pequeños bloques de hielo astillaron los botes y dañaron las embarcaciones del río, y una semana después el río se congeló a la altura del puente de Battersea y el Shadwell, de modo que la gente podía cruzar a pie. Comenzaron los preparativos para celebrar una de las grandes ferias. Pero en definitiva no hubo nada, pues un súbito y breve deshielo a mediados del mes determinó que fuese muy inseguro caminar sobre el hielo. En Cornwall, la escarcha cubrió los árboles varios días seguidos, y después de breves horas de sol a fines de diciembre las sombras cubrieron el condado en una suerte de semipenumbra, mientras un implacable viento del este barría todo lo que encontraba a su paso. Un hombre y una mujer murieron helados en Santa Ana, después de que se emborracharan tratando de combatir el frío. En un pozo de grava de la propiedad de los Bodrugan se descubrió una capa de hielo de treinta y cinco centímetros de espesor; e incluso los vasos de noche de los Bodrugan aparecían todas las mañanas cubiertos por una lámina sólida. El termómetro de sir John Trevaunance, que colgaba de la pared de su casa, varias noches mostró muchos grados bajo cero. Cuando comenzó a llover, advirtió fastidiado que no podía saber la temperatura porque el frío había reventado el vástago de vidrio. Incluso cuando el viento dispersaba la nieve, el suelo estaba tan duro que nada podía crecer. Como sir John había de quejarse amargamente más avanzado el mes, el hombre que resbalaba y se golpeaba la cabeza en el suelo duro como piedra podía rompérsela.
En Flandes, un ejército francés, mal equipado y mal vestido, los soldados tan enfermos y hambrientos como su comandante, el general Pichegrú, de pronto se sintió galvanizado por la orden de cruzar el Maas congelado —que soportaba incluso el peso de los cañones— y flanqueó y sorprendió a los ingleses y a los holandeses obligándoles a retroceder. A medida que un río tras otro se helaba ante el ejército que avanzaba, la retirada se convirtió en fuga, y en todas las ciudades que abrían sus puertas a los franceses las multitudes los acogían como amigos y libertadores. El 20 de enero cayó Amsterdam. El mar apareció cubierto por las naves que huían, atestadas de fugitivos con sus pertenencias; pero la flota holandesa, anclada cerca de la isla de Texel, comenzó a moverse demasiado tarde y quedó atrapada por los hielos, mientras la caballería francesa galopaba sobre la planicie helada del Zuider Zee, seguida por sus cañones. Podría haberse librado una batalla única en la historia del mundo, entre los húsares montados y los barcos de guerra inmovilizados por el hielo, como fortalezas incrustadas. Pero los holandeses comprendieron que estaban en desventaja y se entregaron sin lucha. Hacia fines de mes, el control francés de Holanda era total.
Si el tiempo favorecía los planes franceses de conquista de los países Bajos, perjudicaba los planes de George Warleggan dirigidos a la conquista de la sociedad de Cornwall. El 31 de diciembre hubo un breve deshielo, con granizo y aguanieve. Aun los miembros más audaces de la sociedad de Cornwall, acostumbrados a soportar privaciones en su persecución del placer, vacilaron ante un viaje de varios kilómetros por caminos que, según la descripción de uno de ellos, tenían la consistencia del budín mal cocido. Las personas influyentes y de alcurnia que habían sido invitadas a pasar la noche en Cardew y no habían deseado rehusar a causa de Elizabeth, ahora aprovechaban agradecidas la excusa y enviaban mensajeros que llegaban a Cardew empapados de la cabeza a los pies y allí presentaban sus disculpas.
Fue una velada desastrosa. La orquesta llegó por la tarde, pero uno de los músicos resbaló al entrar por la puerta principal y sufrió una grave torcedura de tobillo, de modo que no hubo más remedio que acostarlo. Los criados de la casa habían preparado enormes cantidades de alimento, pero el servicio complementario contratado días antes se presentó después que los invitados; y ciertos alimentos y bebidas comprados en Truro jamás llegaron. La casa, que según la opinión de Elizabeth era muy cálida y hermética, sobre todo después de haber vivido en Cusgarne y Trenwith, esa noche parecía un recinto enorme, frío y lleno de ecos, en parte porque era vulnerable al viento del sureste, y en parte porque se habían retirado muchos muebles para dejar espacio a los ciento veinte invitados; y finalmente, porque hacia medianoche sólo habían aparecido treinta y dos que formaban un grupo minúsculo en vista de los preparativos realizados para recibirlos. George advirtió con contenida cólera que esos treinta y dos eran los más jóvenes y atrevidos, pero los menos influyentes de sus amigos o hijos de sus amigos; y el estrépito que armaban, aunque necesario para calmar el vacío, le irritaba profundamente.
De todos modos, acostumbrado desde antiguo a medir en público sus expresiones y sus palabras, se limitó a mostrar un rostro amable y afirmado en su propio orgullo no demostró su irritación a Elizabeth ni a los criados; en cambio, decidió aprovechar todo lo posible la velada.
De las personas más jóvenes que habían acudido esa noche, tres habían sido mencionadas por George en su conversación acerca del futuro de Morwenna. De todos modos, los candidatos de mayor edad habían sido eliminados en vista de la tajante oposición de Elizabeth. George había aceptado el reto de Elizabeth a los nombres de Ephraim Hick y Hugh Bodrugan; salvo por lo que se refería a la edad, no le parecía tan fácil comprender su oposición a John Trevaunance. Pero poco apoco George comenzó a entender que, al margen de las virtudes y los inconvenientes de dicho matrimonio, Elizabeth probablemente no se sentiría complacida de ver a su joven prima convertirse en lady Trevaunance, para vivir como lady Trevaunance a poca distancia de su propia casa. Al principio, ni siquiera había imaginado la posibilidad de tal objeción; pero una vez formulada, aunque en forma oblicua, George comprendió inmediatamente la situación.
En todo caso, John no estaba allí esa noche, y ni siquiera se había disculpado. Habían llegado Roben Bodrugan y Frederick Treneglos, y Osborne Whitworth. Como no tenía mucho que hacer, George pudo observar mejor la actitud de los tres hombres hacia Morwenna, y la de esta hacia ellos. Y también la actitud de una o dos jóvenes más, que se acercaron a olfatear el rastro.
Por sugerencia de George, Elizabeth había ordenado un nuevo vestido blanco para Morwenna, y ahora él se sentía complacido con el resultado. El satén blanco destacaba bien el cabello castaño oscuro, la piel más bien morena y los grandes ojos pardos, sobresaltados y un poco miopes. Lo mismo podía decirse de su figura. George era un hombre notablemente inmune a las fantasías sexuales comunes, y sin embargo no podía impedir que sus ojos resbalasen sobre las formas delgadas del cuerpo de Morwenna, y que su mente imaginase qué aspecto tendría desnuda.
Un pensamiento que quizá no estuvo totalmente ausente de los ojos de los hombres más jóvenes del salón; y si bien la muchacha era demasiado discreta y tímida para convertirse en centro de la atención, no le faltaron compañeros de baile y no dejó de despertar interés. George tuvo la sensación de que ella había florecido de la noche a la mañana, y se preguntó si en verdad había apuntado demasiado alto al considerar sus perspectivas matrimoniales, y si quizá con mayores cuidados y mejor instrucción ella no podría atraer la mirada de un candidato aún más alto, por ejemplo, un Boscawen más joven, o incluso un Mount Edgcumbe. Era un pensamiento embriagador.
Pero probablemente absurdo. Morwenna carecía de dinero, e incluso si todo se desarrollaba bien, había que contar con la oposición de las familias. Sobre todo los Boscawen, aunque eran muy adinerados, se caracterizaban por sus matrimonios bien calculados para acrecentar la fortuna de la familia. George estaba dispuesto a facilitar una alianza favorable, pero no podía suministrar el tipo de dote que convertiría a Morwenna en heredera.
¿Qué actitud adoptaban los posibles pretendientes? Roben Bodrugan no mostró el más mínimo interés, y prodigaba sus atenciones a la notoria Betty Devoran, sobrina de lord Devoran, una joven de piernas robustas que respondía con entusiasmo a los avances de su galán. Después de un intento inicial, Frederick Treneglos se había unido a un ruidoso núcleo de jóvenes que estaban cerca de la puerta y reclamaban danzas y cuadrillas en lugar de los bailes más formales incluidos en el programa. Sólo el reverendo William Osborne Whitworth era una de las presencias permanentes en el rincón de Morwenna. No era que la preferencia personal decidiese de un modo absoluto, como lo sabía muy bien el propio George. Podía formularse la propuesta a cualquiera de ellos como un acuerdo práctico, y la misma sería estudiada con serenidad, como un trato conveniente o inconveniente. Pero la preferencia personal facilitaba las cosas. Y en general, entre las alternativas disponibles George en cierto modo se inclinaba por el joven Whitworth. En primer lugar, era clérigo, ¿y quién más apropiado para desposar a la hija de un deán? Segundo, era viudo, con dos hijas pequeñas, de modo que la necesidad de tomar esposa debía ser apremiante. (George observó que su reciente duelo no le había impedido presentarse con una chaqueta verde brillante y guantes amarillo limón). Tercero, andaba escaso de dinero. Y cuarto, su madre —que esa noche no se había atrevido a afrontar el mal tiempo— era una Godolphin.
Por su parte, Morwenna consideraba al joven y alto clérigo, de voz estridente y modales afectados, sólo como una pareja de baile y un hombre a quien después había que escuchar. Ella gozaba de la danza y de las inesperadas atenciones de varios jóvenes. Pero era un placer superficial, del mismo modo que esa Navidad toda su experiencia en Truro había sido superficial. Era como si su vida se hubiese dividido en planos horizontales, de modo que la capa superior se ocupaba de la rutina cotidiana, bastante agradable, de levantarse, comer y acompañar a Geoffrey Charles; y caminar sobre la nieve hasta la iglesia de Santa María, beber té, trabajar en la labor de costura, ayudar a Elizabeth a organizar una partida de whist, y subir la escalera para acostarse en una habitación minúscula y fría del piso alto. Bajo esa vida, la mitad inferior estaba colmada de recuerdos enfermizamente dulces: el recuerdo de los ojos oscuros y la piel muy pálida, las manos ásperas y gentiles sobre los hombros de Morwenna, y sus labios, tan ingenuos y tan promisorios como sus ojos. Día tras día y hora tras hora ella revivía el momento del encuentro, y lo que habían hecho, y lo que se habían dicho.
Era un sueño inquieto, pues Morwenna bien sabía que no podría convertirse en realidad. Aunque hablaba mejor que otros, su áspero acento de Cornwall y su sentido primitivo de la gramática correspondían a las clases inferiores. Sus ropas toscas, su áspero modo de vivir, su falta de educación, incluso su metodismo demostraban que no se le podía considerar un compañero apropiado. Morwenna sabía que su madre y sus hermanas se sentirían tan chocadas como Elizabeth si llegaban a enterarse de que hablaba con él; además, todos pensarían que había traicionado la confianza depositada en ella al permitir que se concertara una amistad entre Drake y Geoffrey Charles. Que de todo ello pudiese derivar otra cosa era inconcebible. A menudo sentía escalofríos provocados por el temor de que la descubriesen. Pero en lo más profundo de su ser, como una corriente poderosa y lenta que arrastraba todos los obstáculos, yacía la conciencia agobiadora de que sólo lo que había ocurrido entre ella y Drake era real. Tan real como la enfermedad y la salud, tan real como la vida y la muerte. Todo el resto era vanidad.
Y así dormía y despertaba, dormía y despertaba, cumplía sus obligaciones y vivía su vida; y cuando un apuesto joven la llevó al centro de la sala para bailar una gavota —cuyos pasos apenas conocía— Morwenna aceptó sus atenciones y su mano con una suerte de inocencia brumosa y medio ciega. Y cuando un joven corpulento que usaba el cuello típico de los eclesiásticos, pero no mostraba otros signos de que sus intenciones fueran excesivamente santas, permaneció de pie al lado de la silla de Morwenna durante veinte minutos y con voz tonante habló de la guerra, el tiempo y la educación de los niños, ella asintió y murmuró: «En efecto, así es» en los momentos apropiados, y lo miró con miopía no sólo física sino mental.
El Año Nuevo fue recibido como correspondía, y el baile continuó hasta las dos. A causa de las condiciones climáticas, George ofreció su casa a todos los que desearan pasar allí la noche, y todos aceptaron. La idea de salir al campo azotado por un ventarrón húmedo que llegaba aullando desde el este, con varios centímetros de lodo y nieve bajo los pies, y quebradizos bancos de nieve en zanjas de un metro y medio de profundidad, bastó para disuadir a los más audaces. Y la idea de compartir lechos y dormitorios era sugestiva, y encerraba prometedoras implicaciones, la mayoría de las cuales, sobre todo a causa del número excesivo de personas, no cristalizaron. Pero nadie supo jamás qué ocurrió entre Robert Bodrugan y Betty Devoran; y Joan, la más joven de las Teague solteras, que por primera vez iba de visita sin la compañía de su madre, se las arregló para esquivar la vigilancia de su hermana Ruth Treneglos, y realizó algunas experiencias muy educativas con Nicholas, el mayor de los Cardew.
George trató de mostrarse agradable con Ossie Whitworth, y antes de que este se retirara lo invitó a que les hiciera una visita el nuevo año en Truro. En el curso de la amable conversación surgió el nombre de la señorita Chynoweth, y el reverendo Osborne, cuya sensibilidad no estaba del todo apaciguada por su propia vanidad, enarcó el ceño. Sabía que no era conveniente tocar el tema ahora, pero ya se había sembrado la semilla. Llegó a la conclusión de que pocos días después debía visitar a las damas y beber una taza de té. Más tarde, pero antes de continuar avanzando por el mismo camino, debía mantener una entrevista con el señor Warleggan. Sería una entrevista delicada, en la cual los dos hombres aludirían a temas que no eran apropiados para los oídos tan femeninos de las mujeres.