La gran helada sobrevino la víspera de Navidad. Antes, había prevalecido un tiempo benigno, aunque muy húmedo. Una lluvia incesante se había abatido sobre el mar y los campos y el humo de las chimeneas de las minas; se habían formado riachos en los campos, el Mellingey había crecido, y los caminos y senderos eran lodazales. George había enviado el carruaje a recoger a los dos ancianos Chynoweth, y cinco veces a la ida y otras cinco al regreso el vehículo se había atascado en el barro y fue necesario sacarlo de allí. Para disminuir la carga, y como el día se presentaba relativamente seco, Morwenna y Geoffrey Charles seguían a caballo.
Ross y Demelza habían pensado preparar una fiesta de bautizo para Clowance alrededor de Navidad; pero la idea había fracasado por varias razones. Invitaron a Verity y a Andrew Blamey, pero Verity escribió que el pequeño Andrew estaba soportando las molestias de la dentición, y por mucho que deseaban ver a los Poldark, ella creía que no podía afrontar el viaje. Carolina prometió venir a pasar unos días, pero por una razón o por otra llegaron a la conclusión de que no había otras personas a quienes convocar. Ambos evitaban y siempre evitarían las celebraciones y la doble fiesta de bautizo organizada para Julia. Esa ocasión había sido como un mal presagio para la niña.
El día 23 cesó la lluvia, y Carolina llegó por la tarde, bajo un sol luminoso. Pero era un sol extraño, con algo de envejecido y siniestro, como si hubiera pertenecido a un mundo que se alejaba, que los dejaba atrás. Al caer el día, la luz perdió el último resto de tibieza y el sol se convirtió en un disco de bronce que contaminaba el mar con su luz metálica y proyectaba sombras gris cobalto entre los riscos y las dunas. El viento incesante había amainado: los arbustos, las ramas y las hojas de pasto estaban inmóviles.
—Creo que habrá un cambio de tiempo —dijo Carolina mientras desmontaba. Besó a Demelza, y después ofreció la mejilla al beso de Ross—. Ya es hora. Desde el día del funeral en Killewarren no hacemos más que chapotear en el lodo.
—Sí, habrá un cambio —dijo Ross, después de percibir complacido el sabor de la piel femenina—. Pero creo que hará mucho frío.
—Demelza, ya has adelgazado. ¡Pensé que después de tener un hijo se te vería regordeta durante meses!
—Era una verdadera gordinflona. Y creo que no desapareció todo.
—Lo necesario —dijo Ross—. No te sienta bien la delgadez. —Había estado a un paso de decir: «No sienta bien a una mujer», pero se había corregido a tiempo.
Mientras entraban, el criado que había acompañado a Carolina desató la maleta asegurada al caballo y Gimlett recibió la capa, la piel y el látigo. Poco después, los tres se acomodaron en la sala y se sirvió el té; Ross removía el fuego para avivarlo, Demelza estaba atando un babero al cuello de Jeremy y Ena Daniel traía los bollos calientes.
—¿Cuándo podré ver a mi nueva ahijada? No es justo venir aquí y no poder verla. ¿Le avisaron que estoy en la casa?
—Muy pronto —dijo Demelza—. Muy pronto. La verás cuando despierte. Suele hacerlo a las siete. ¡Qué buen aspecto tienes, Carolina!
—Gracias: Me siento mejor. Gracias a este hombre… Lo cual no impide que por las noches me despierte y piense en mi vagabundo novio, y me pregunte cómo duerme y cómo vive en la cárcel, y si piensa en mí y cuándo lo liberarán… Pero ahora… ya no estoy sola en el mundo, ¿comprendéis? ¿Comprendéis qué importante es eso? Aunque mi tío ha fallecido, ya no estoy sola.
—Te comprendemos muy bien —dijo Demelza.
—Desde la muerte del tío Ray apenas he tenido tiempo para nada; he tratado de ordenar un poco la propiedad, pero después de Navidad iré a Londres, visitaré el Almirantazgo y preguntaré acerca de las posibilidades de pagar rescate. Si los franceses ya no canjean prisioneros, por lo menos se interesarán por el dinero.
Cenaron tarde. Demelza ejecutó algunas piezas, pero en la sala se filtraban corrientes de aire frío y todos se acostaron temprano. La mañana siguiente el tiempo fue bueno, pero ahora hacía frío. Durante la noche no había helado, pero a medida que pasaban las horas descendía la temperatura. Hacia mediodía la hierba crujía bajo los pies, y Drake y los dos hombres que trabajaban en la biblioteca tenían que calentarse las manos con su propio aliento. A las tres Ross los envió de regreso a sus casas. Después, se dirigió a la mina. Del norte venían nubes oscuras. En el cobertizo de las máquinas los únicos ruidos eran el repiqueteo regular de los émbolos de las bombas, el crujido de los engranajes y el zumbido del vapor. Adentro el ambiente era tibio comparado con el frío del atardecer; dos linternas iluminaban los grandes cilindros de bronce, el reluciente pistón. Antes de salir, Ross habló unas pocas palabras con el joven Curnow. Un súbito resplandor iluminó la escena en sombras cuando dos hombres abrieron la puerta de la caldera para echar carbón; todo resplandeció con perfiles nítidos de color anaranjado; después, volvieron a cerrar la caldera, y poco a poco las frías sombras de la tarde se cerraron sobre la casa.
En Nampara se había encendido un enorme fuego para contrarrestar las corrientes de aire. Esa noche, el coro de la iglesia de Sawle solía venir para entortar villancicos. Demelza recordaba aquella Navidad, antes de la muerte de Julia; ella estaba sola y Ross había regresado poco después para informarle del fracaso de la fundición de cobre. Esta noche, ella tenía pequeñas tartas y vino de jengibre en la cocina, pero los cantores no vinieron. Alrededor de las nueve, que era la hora habitual, Demelza se asomó para ver si se acercaban, y entonces llamó a Ross y a Carolina. Afuera, enormes plumas de nieve cubrían paulatinamente el suelo, en silencio pero con mucha eficiencia.
Nevó hasta las once, después cesó un rato; pero nevaba otra vez cuando fueron a acostarse, y hacia la mañana habían caído ocho o diez centímetros de nieve; y el sol se había ocultado. El jardín se había convertido en un bosque de plumas deslumbrantes. Los carámbanos colgaban y centelleaban en los marcos de las ventanas y las puertas. El valle y todas las construcciones de la mina estaban cubiertos de fina nieve y la brisa helada agitaba el polvillo blanquecino. Pero no se derritió. Tan cerca del mar que suavizaba la temperatura, la nieve, que siempre era un fenómeno extraño, solía desaparecer o comenzaba a derretirse el mismo día que caía. No fue el caso ahora. Cuando salió con John Gimlett para inspeccionar las vacas, Ross comprendió que el asunto aún no había terminado, pues las nubes comenzaban a agruparse otra vez, empujándose unas contra otras, como manchas amarillas y plomizas que se extendían en el rincón noroeste del cielo.
El bautizo debía realizarse a las once. Ross probó el suelo y vio que no estaba demasiado resbaladizo, de modo que decidió atenerse al plan. Convencieron a Carolina de que permitiese que su criado caminara delante, sosteniendo la brida del caballo; después, venía John Gimlett sosteniendo la brida de la vieja y segura Darkie, que llevaba a Demelza con Clowance; detrás Ross montando a la briosa y temperamental Judith, con Jeremy; y cerrando la marcha, a pie, una hilera de criados y amigos: Jane Gimlett, Jinny y Scobie, una multitud de Daniel y Martin y, por supuesto, esperando obtener algo, los Vigus. Otros se incorporaron en el camino, o esperaban en la iglesia: el capataz Henshawe y su esposa, los hermanos Carne, los Nanfan, los Choake, y por supuesto, un poco retrasados y algo borrachos, los Paynter. Atravesando el campo cubierto de nieve, temblorosos a causa del viento que les mordía las carnes, todos se reunieron en la iglesia helada, y el reverendo señor Odgers, que parecía encogido y arrugado como una de sus verduras cuando la dejaban fuera toda la noche, balbuceó y farfulló las palabras rituales.
Los padrinos eran Carolina, Verity, a quien sustituía Demelza y Sam Carne. Este último había provocado algunas discusiones entre los padres.
—Condenación —había protestado Ross—. Sin duda, es un joven con talento, y puesto que es tu hermano tiene cierto derecho; ¡pero no quiero que convierta al niño en metodista!
—No, Ross, tampoco yo. Pero creo que Verity siempre estará muy lejos y Carolina, aunque se case con Dwight y viva en Killewarren, según ella misma lo reconoce, no tiene convicciones religiosas… en cambio, Samuel es muy creyente.
—¡Por Dios que lo es! ¡Y jamás permite que nadie lo olvide!
—Pero, Ross, no es más que el modo de hablar de los metodistas. A pesar de todo, creo que es buen hombre, y que nos tiene mucho afecto. Me parece que si nos ocurriera algo consagraría su vida a la felicidad de la niña.
—Dios no lo permita —dijo Ross—. ¡Qué peligros los padres preparan a veces a sus hijos!
De todas formas, cedió, del mismo modo que más o menos había cedido en el asunto de la construcción de la nueva casa de oraciones que se levantaría con los restos de la Wheal Grace; es decir, había dicho a Demelza que otorgaba el permiso, pero aún no le había permitido decirlo a sus hermanos. Pensaba que todo eso bien podía esperar hasta la primavera, cuando los problemas de la mera supervivencia no fuesen tan agudos. Entretanto, la antigua casa de oraciones de Grambler había sido clausurada por la fuerza ese mismo mes, y los muebles que aún poseía —bancos, un pequeño pupitre, dos lámparas, dos Biblias, algunas hojas con himnos y varios textos clavados en las paredes— compartían el establo de Will Nanfan con la vaca, las ovejas y los pollos.
Al término del servicio el señor Odgers, que se había visto obligado a quebrar la capa de hielo de la pila bautismal para humedecerse los dedos, depositó serenamente en una repisa el libro de oraciones y sin más se desmayó, agobiado por el frío. La esposa gritó que había muerto y que ella era una pobre y miserable viuda abandonada con siete hijos a quienes alimentar; pero unos pocos minutos de cuidados del doctor Choake, y lo que fue más importante, un botellín de brandy que Ross llevaba consigo, devolvieron la vida al hombrecito y arrancaron lágrimas a sus ojos, y poco después el reverendo Odgers pudo salir cojeando del brazo de su dolida y pesarosa mujer.
Jud Paynter, que soportaba uno de sus humores sombríos, vio un mal presagio en el episodio, y comenzó a farfullar frases con sus encías que sólo conservaban dos dientes, y todo, a pesar de los esfuerzos de Prudie para acallarlo.
—No es justo —dijo—. No es propio. ¡Dar ese nombre a una niña! Clarence es para varón no para niña. No tiene sentido. No es humano. Te digo que es de mal augurio.
—Cállate, caballo viejo —susurró Prudie, tratando de silenciarlo con sus codazos—. Clowance, no Clarence. Cállate de una vez.
—¡Puedo oír tan bien como tú! ¡Y está muy mal! ¡Te digo que está muy mal! ¡Ya viste que el párroco cayó desmayado sobre su propio trasero, y eso porque tuvo que bautizarla Clarence! Cómo es posible que hayan pensado… Pobrecita. Creo que no verá la luz del nuevo año.
—Tú no verás el nuevo año ni el viejo si no cierras ese boquete que tienes en la cara —zumbó Prudie, arrastrándolo hacia la puerta de la iglesia.
—¡Clarence! —dijo Jud, alejándose de mala gana—. Que me cuelguen si es un nombre apropiado, y miren lo que la gente hace a sus propios hijos. ¡Déjame en paz, yegua loca! —El sonido de su voz se apagó a medida que se alejaba.
El resto de la gente había preferido no hacer caso de los murmullos y la discusión. Demelza envolvía con un cálido chal el cuerpo de su preciosa hijita, Carolina se preguntaba dónde podía dejar el polvoriento libro de oraciones que le habían prestado, Zacky Martin se soplaba los dedos, y Polly Choake trataba de ver su imagen reflejada en una placa de bronce. Ross fue a ver al doctor Choake, que había acompañado a Odgers hasta la puerta dé la sacristía.
—Dígame, Choake, ¿cómo está mi tía? Quiero decir, mi tía abuela. ¿La ha visto últimamente?
Choake miró a Ross con sospecha bajo las cejas hirsutas.
—¿La señorita Poldark? ¿La señorita Agatha Poldark? La hemos visto a mediados de este mes. Comprobamos que presentaba escasos cambios. Por supuesto, nuestra condición es imputable a la edad más que a la dolencia de la gota. Las sustancias descompuestas ocupan el sistema sanguíneo y oprimen los miembros vitales. Comemos poco, y nos movemos aún menos. Pero se mantiene la chispa de la vida.
—¿Quién la cuida? ¿No está casi sola en la casa?
Choake comenzó a ponerse los guantes de lana gris.
—No puedo informarle. Cuando hicimos la última visita, los Chynoweth aún no habían partido. Pero la señorita Poldark cuenta con una doncella eficaz, que conoce los rudimentos de la enfermería. Si hubiera cambios, nos llamarían.
En la puerta de la iglesia, Ross elevó los ojos al cielo. El sol moribundo estaba casi cubierto por una funeral masa de nubes; y después que el grupo había entrado en la iglesia, se habían acentuado considerablemente el frío y la tristeza del paisaje. Un copo de nieve distraído e indeciso ya comenzaba a caer de un cielo helado.
Ross dijo a Demelza:
—¿Puedes llevar los niños a casa? Si hay peligro de resbalar, dile a Gimlett que se ocupe de Clowance. Me preocupa la idea de que Agatha esté sola en esa casa, y quiero visitarla mientras estoy cerca. Quizá pase un día o dos antes de que vuelva por aquí.
—Me agradaría que la veas —dijo Demelza—. Pero no que lo hagas hoy. No quiero pasar otra Navidad curándote las heridas y los dientes rotos.
—Oh, no hay peligro. Y la última vez nadie me rompió los dientes… a lo sumo los aflojó… George no está en casa, y los criados no podrán detenerme.
—Creo que los hermanos Harry aún están allí. Te conocen… ya otras veces pelearon contigo.
—No podrán negarme el derecho de ver a mi tía.
Demelza esbozó una mueca de duda.
—No lo sé… —De pronto, tuvo una idea—. Pero ¿por qué no llevas a Carolina? Es bien recibida en esa casa. Y no podrán negarte la entrada si ella te acompaña.
—¿Qué dice, Carolina? —preguntó Ross—. ¿No prefiere volver directamente para instalarse frente a un buen fuego?
—Si Demelza lo permite, prefiero ser su ángel de la guarda.
—En ese caso, estamos de acuerdo. —Ross cerró la mano sobre el brazo de Demelza, la apretó gentilmente y contempló a su minúscula hija, que había soportado la prueba con pocas quejas—. Ofrece a la gente que te acompañe un buen vaso de ron y un pedazo de tu espléndida torta. Estaremos en casa a la hora de la cena.
—Tu aliento —dijo Demelza— parece el motor de la Wheal Grace. Nunca estuvo tan frío, y temo por Clowance. Ross, ayúdame a montar, y déjanos partir.
La mansión Trenwith parecía vacía y sin vida cuando Ross ascendió los tres peldaños y llamó. Todo el campo formaba un panorama plomizo y monocromo. De una chimenea que se levantaba al fondo de la casa se elevaba una fina columna de humo, dispersada por la brisa. Dos chochas se habían encaramado en el techo de un cobertizo y una gaviota planeaba a cierta altura buscando alimento.
Abrió la puerta una criada de rostro enrojecido a quien Ross no conocía, y de mala gana les permitió pasar al vestíbulo; después, fue a buscar a otra criada de más jerarquía. En el vestíbulo no había fuego. Excepto que allí uno estaba protegido del viento, apenas hacía menos frío que afuera. Carolina se envolvió mejor en su capa de pieles, y se estremeció.
—No es la escena que vi aquí cuando se bautizó al hijo de Elizabeth.
Ross no contestó. Como siempre, ese lugar le traía muchos recuerdos y evocaba muchas vividas escenas… pero ahora lo veía vacío y desierto.
Apareció una mujer, limpiándose las manos con un delantal sucio. Era gruesa, y todo en ella parecía corto… especialmente las piernas. Era más una enana grande que una mujer pequeña. Con actitud medio obsequiosa, medio hostil, dijo que se llamaba Lucy Pipe, y que era la doncella de la señorita Poldark y… ¿qué podía hacer por ellos? Ross se lo dijo.
—Bien… me atrevo a decir que… en fin, la señorita Poldark está durmiendo, y no podemos molestarla. Me atrevo a decir que le haría mucho daño despertarla ahora…
—Atrévase a decir lo que le plazca —dijo Ross, interrumpiéndola—, ¿nos indicará el camino o vamos solos?
—Bien, señor, no me corresponde impedirle el paso, pero…
Ross subió lentamente la escalera, examinando al mismo tiempo los retratos y preguntándose cuál había sido el destino de los que ya no eran dignos de adornar las paredes. En Nampara había notable escasez de antepasados. Quizás Elizabeth aceptara ceder algunos…
Frente a la puerta del dormitorio, Lucy Pipe se adelantó a Ross. Su aliento olía a alcohol, y vista de cerca la piel mostraba una erupción. Las raíces de sus gruesos cabellos negros estaban cubiertas de caspa.
—Un momento. Permítame pasar, señor. Veré si la señorita Poldark duerme. Entraré un momento, ¿eh? Un momento.
Desapareció en el interior de la habitación. Ross se recostó en la pared y miró a Carolina, que descargaba el látigo de montar sobre la otra mano enguantada. Después de unos momentos, Carolina dijo:
—Oh, conozco a esta clase de mujer… seguramente está ordenando el cuarto. Entremos.
Cuando entraron, la mujer estaba empujando bajo la cama una escupidera llena mientras la tía Agatha, con el gorro de dormir torcido sobre una peluca torcida, se aferraba de las cortinas de la cama y murmuraba débiles maldiciones. Un gato negro y joven estaba acostado sobre el cobertor. A pesar de la edad, la anciana veía bastante bien, y reconoció al visitante.
—Caramba, Ross, ¿eres tú? Muchacho, condenación. —Miró hostil la figura de la criada e intentó descargar sobre su espalda un débil golpe—. Maldita, debiste decirme quién era. ¡Y cómo refunfuña! Lo digo de veras… Caramba, Ross, vienes a felicitarme por la Navidad, ¿eh? ¡Dios te bendiga, muchacho!
Ross acercó su mejilla a la mejilla peluda de la anciana. Sintió que tocaba una reliquia de un tiempo perdido, una época que de no ser por ella podía considerarse extinguida. Ross era esencialmente un hombre cálido, aunque rara vez sentimental, y sintió un impulso de emoción al besar a esa vieja maloliente, porque ella era el único lazo que aún lo unía a su propia niñez perdida. Hacía mucho que sus padres habían muerto, sus tíos también habían desaparecido, y Francis ya no estaba. Como rara vez veía a Verity, Agatha era la única que recordaba con él aquellos tiempos en los que todo era permanente, y su propia irreflexiva juventud, la prosperidad, la herencia y la tradición invariable de la familia eran el único nexo que restaba entre él y esta casa, y todo lo que esas paredes habían significado otrora para él.
La tía Agatha lo apartó bruscamente y dijo:
—Veamos, Ross, esta no es tu esposa. ¿Dónde está mi capullito? ¿Dónde está mi florecita? ¡No me digas que sigues los pasos de tu padre! ¡Por lo menos Joshua dejó de putañear mientras Grace vivía!
De modo que hubo que presentar a Carolina y explicar a gritos quién era, mientras Lucy Pipe plegaba una toalla, ordenaba los platos sucios amontonados en un rincón, y el gato miraba celoso a los intrusos, y el mirlo cautivo se agitaba en su jaula. Ahora que disponía de tiempo, Ross podía tomar nota del desorden de la habitación, los malos olores, la suciedad, la cortina a la cual faltaba un anillo, el fuego miserable.
Era sorprendente cuánto alcanzaba a oír todavía la tía Agatha si uno gritaba directamente junto a su oreja. Ocurría sencillamente que en realidad nadie quería tomarse el trabajo de acercarse tanto. Y por supuesto, era una situación muy desagradable. Así recibió por primera vez la noticia de que Ross tenía otra hija, de que su mina prosperaba, de que se proyectaban reformas en Nampara, de la cautividad de Dwight en Francia, y de la muerte de Ray Penvenen.
En medio de todo esto Ross miró a su amiga, que se había encaramado en el borde de una silla, y examinaba con desagrado algunas pócimas sobre la mesa.
—Lo siento, Carolina. La atmósfera está muy viciada. ¿Por qué no me espera abajo?
La joven se encogió de hombros.
—Querido amigo, usted olvida que estoy acostumbrada al cuarto de un enfermo. Su anciana tía no es peor de lo que era mi viejo tío.
Habían conversado unos cinco minutos, y Agatha estaba desarrollando una serie de quejas cuando Ross adoptó una decisión que había comenzado a germinar en el momento mismo de entrar en ese cuarto abandonado. Silenció a la anciana apoyando la mano en el brazo esquelético. Ella lo miró, moviendo las encías desdentadas, los ojos alertas, la inevitable lágrima que se deslizaba por las arrugas de la mejilla derecha.
—Agatha —dijo Ross—. ¿Me oye bien?
—Sí, muchacho. Es poco lo que no puedo oír cuando la gente habla claro.
—Entonces, hablaré claro. Venga a nuestra casa. No es tan espaciosa como esta, pero vivirá con su propia gente. Venga a vivir con nosotros. Disponemos de una habitación cómoda.
Traiga a esa criada, si lo desea: también podemos alojarla. Usted es anciana, y no está bien que viva entre extraños.
Lucy Pipe plegó la última toalla y con bastante ruido vertió en una palangana el agua de una jarra, salpicando la alfombra deshilachada. Después, llenó un hervidor y lo depositó sobre el mezquino fuego.
El rostro de Agatha se contrajo y movió las encías unos instantes más. Después, aferró la mano de Ross:
—No, hijo mío, no puedo hacer eso… ¿Qué dijiste? ¿Hablaste en serio… que fuera a vivir con vosotros a Nampara?
—Eso mismo dije.
—No muchacho. Que el Señor me condene si no demuestras buen corazón al haber pensado en ello, pero no, no podría. Y no debería. No, Ross, muchacho. He vivido en esta casa desde que buscaba el pezón de mi madre, de eso hace noventa y nueve años, y nadie me obligará a salir de aquí antes de mi muerte. Niña, joven, mujer y vieja… He vivido aquí casi un siglo, ¡y no me echará un mercachifle y advenedizo de Truro! ¡Caramba, qué diría mi padre!
—Es bueno tener coraje —gritó Ross—. ¡Pero también es bueno comprender los cambios traídos por el tiempo! Usted está sola… es la última Poldark que vive aquí… y depende de criados infieles. Mire esta mujer, esta bruja perezosa… sin duda, a su modo, la atiende, pero no le importa, no se preocupa por usted…
—Vamos, señor. No es justo ni decente decir esas cosas…
—Frene esa lengua, mujer, o se la arranco… Agatha, piénselo antes de contestar. No puedo venir cuando George está en casa, pues se defiende con sus matones. No dudo de que Elizabeth se preocupa, pero nadie más tiene interés en usted. Si no quiere vivir siempre con nosotros, concédanos el placer de venir para Navidad y quedarse hasta el retorno de George y Elizabeth. ¿Acaso no siente la falta de compañía? ¿No está demasiado sola?
—Oh, sí. Oh, sí, sola… —La mano convertida en garra tocó la manga de Ross—. Pero a mi edad, no importa dónde uno viva, está solo…
—Admito que solo. Pero ¿es necesario que también se sienta solitaria?
—No. Es cierto. —Asintió—. Desde que murió tu tío, y aun más, después que se fue Francis, me siento solitaria. Ross, no me hablan. Nadie me habla. Sola. No tengo a nadie. Pero no estoy tan sola como lo estaré dentro de un año o dos. —Tragó saliva, en un gesto de autocompasión que concluyó en una risa tartajeante—. Hasta que llegue el momento, me propongo permanecer en el lugar al que pertenezco. La señorita Poldark, de Trenwith. Aunque esté enferma y cansada y muerta de frío, pienso durar mi centésimo cumpleaños, el año próximo. Y atormentar a George, Ross. De veras, lo atormento. Me odia con toda su alma, y yo lo odio, y es un goce exquisito enfurecerlo hasta que parece un gato salvaje. Caramba, si saliese de esta casa no viviría un mes. Ni con todos los cuidados que vosotros me dispensaseis… y con tu precioso capullito atendiéndome. No, Dios te bendiga, muchacho. Y a ti también, jovencita flaca y alta. ¡Vuelve a tus hijos y déjame estar!
Permanecieron allí diez minutos más, y Agatha pidió que abriesen un cajón y se lo llevasen, y después de buscar retiró un pequeño camafeo pintado, un regalo para la pequeña Clowance; pero no aceptó modificar su decisión. Ross comprendió que probablemente ella tenía razón; pero aun así, exasperado por su obstinación, se volvió con fría furia hacia Lucy Pipe.
—Usted, perra. Le pagan, y le dan casa y comida; por lo tanto, ¡cumpla su deber! Bastará que yo diga una palabra a la señora Warleggan para que la echen de aquí. Y lo haré… volveré a entrar por sorpresa en esta casa, como lo hice ahora. Y cuando regrese quiero encontrar limpia esta habitación… óigame bien, ¡limpia! La cortina remendada, los vidrios relucientes. Los adornos y los objetos de la señorita Poldark despojados de esas capas de polvo. Quiero un fuego vivo y luminoso… no un poco de carbón ni criadas perezosas. De lo contrario, conseguiré que la echen. Y tampoco escupideras llenas bajo la cama; el retrete bien limpio, y el camisón y la restante ropa blanca de la señorita Poldark perfectamente lavados. ¿Me oye?
—Sí, señor —dijo Lucy Pipe, obsequiosa y resentida al mismo tiempo—. Seguramente podré hacer lo que usted dice, pero a veces…
—Ahórrese el aliento. ¡Y mueva su gordo trasero y trabaje! —Ross miró a Carolina—. ¿Nos vamos?
Después de un último beso de despedida salieron al corredor frío y ventoso, y desandaron el camino que los había llevado a la habitación. Ambos se sentían aliviados al estar fuera de allí, al respirar un aire no infectado por la putrefacción. No hablaron, pero cuando llegaron al vestíbulo Ross dijo:
—Espere. Una cosa más…
Carolina lo siguió y ambos atravesaron dos puertas y siguieron por un estrecho corredor que terminaba en otra puerta. Ross la abrió bruscamente. Estaban en la cocina. En la habitación espaciosa y oscura ya ardían dos linternas, y en el hogar crepitaba Un gran fuego. Había algunos adornos de Navidad, y en distintos lugares holgazaneaban cinco criados. Al verlo, interrumpieron Una canción que estaban cantando, y tres de ellos —las tres mujeres— se pusieron de pie, sin saber muy bien quién era, pero conscientes de que representaba una autoridad cuya visita no aperaban.
Ross no pasó de los peldaños.
Dijo:
—Vine a visitarlos a petición de mi prima, para comprobar que en su ausencia todo estaba bien. Díganmelo ustedes mismos: ¿Qué debo informarle?
Ninguno de ellos habló, pero uno depositó la copa sobre la mesa, y otro hipó y con la manga se limpió la nariz.
—¿Qué todos están borrachos y no pueden cumplir debidamente sus obligaciones? ¿Creen que debo informarle eso? —Miró a Carolina, que estaba detrás—. ¿Les parece que debo hablar así…? Es Navidad. Quizá debería cerrar los ojos a una celebración inocente. Pero no es inocente dejar abandonada a una dama enferma y anciana. ¡Usted! —Un hombre se sobresaltó cuando Ross lo miró—. ¡Contésteme!
—Bien, señor… —El hombre balbuceó, se frotó las manos en los costados de los pantalones—. Bien, señor, no es nuestra obligación atender a la señorita Poldark. Vea…
—Escuchen —dijo Ross—. No me interesa cuál es o no es su obligación. En esta casa hay una dama que debe ser bien atendida… siempre. La señorita Poldark es el ama cuando el resto de la familia está ausente. Es una mujer anciana y enferma, pero sabe bien lo que está ocurriendo. Y gracias a ella, yo me enteraré de todo. De modo que presten atención. No me importa cómo descuiden la casa mientras ella esté bien atendida. ¡Cuándo llame dos de ustedes deben acudir inmediatamente! Deben servirla, y obedecer todas sus órdenes. De lo contrario, serán despedidos. ¿Entienden?
—Sí, señor. Por supuesto, señor. —Uno tras otro contestaron, murmurando, mascullando, resentidos pero atemorizados. Después de pasear la mirada por las dos filas, Ross se volvió hacia Carolina.
—Ahora, salgamos de aquí. —En ese momento, otro hombre entró en la cocina. Era Tom Harry.
—Ah —dijo Ross—. De modo que está aquí.
Harry se había detenido en el umbral. Traía una jarra de ron.
—¿Qué busca aquí?
—Estaba indicando sus obligaciones a los criados. Deben cuidar mejor de la señorita Poldark, o serán despedidos.
—Le agradeceré que se vaya de una vez. —El hombre habló con firmeza, pero demostraba menos confianza que en las ocasiones anteriores, cuando tenía el apoyo de su patrón.
—Preste atención a lo que digo, Harry. Por su propio bien.
—Usted nada tiene que hacer aquí.
—Es Navidad, y vine sólo para advertirle, como hice el año pasado, pero si desea discutir el asunto, no tiene más que decirlo.
Harry lo miró fijamente.
—Le agradeceré que se marche de una vez.
—Recuerde lo que dije. Volveré dentro de una semana con un látigo, para usarlo cuando me parezca necesario. Quiero que se atienda mejor a la señorita Poldark. Hágalo, si aprecia su propia salud.
Salieron de la casa. Judith relinchó al ver a su amo. Ross ayudó a montar a Carolina, después se acomodó en su propia cabalgadura y ambos descendieron lentamente por el sendero. Ahora comenzaba a nevar con fuerza, y era bastante tarde.
Cuando llegaron al portón, que Ross abrió para ella, Carolina dijo:
—¡Cómo me agradan los hombres fuertes!
Ross sopló una bocanada de aliento.
—Una burla merecida.
—A veces se dice en broma la verdad.
—Ah, sí, pero sólo por casualidad.
—En este caso, no es casualidad.
Él le sonrió.
—No puedo creer que una mujer tan culta y refinada como usted pueda apreciar realmente las ásperas costumbres rurales.
—Eso demuestra qué poco me conoce —dijo Carolina.
Se alejaron por el campo bajo la nieve que caía.