La hija de Demelza nació el 20 de noviembre. Esta vez el doctor Thomas Choake consiguió llegar a tiempo y ayudar al nacimiento de una niña normal. Se las habrían arreglado mejor sin él, pero por lo menos no mató a la madre ni a la hija, ni lesionó permanentemente a cualquiera de ellas con sus refinamientos médicos. Un bebé de tres kilogramos y medio, y muy sano. Transcurrieron cinco días, y como no había indicios de la temida fiebre pauperal, Ross comenzó a respirar aliviado y a sentir el placer de tener un nuevo miembro en su familia.
La llamaron Clowance.
La semana siguiente, Raymond Richard Eveleygh Penvenen, caballero de Killewarren, finalmente renunció a la lucha desigual para sobrevivir, contra un antagonista que no demostraba compasión y no le daba cuartel ni esperanza, y falleció serenamente en su lecho, acompañado por su sobrina Carolina. Gran parte de la población del condado asistió a su funeral, celebrado el primero de diciembre. Su hermano William no pudo venir desde Oxford, pues estaba confinado en su habitación, atacado por la gota, y Ross marchó con Carolina detrás del féretro. Asistió el señor Nicholas Warleggan, pero no su hijo.
El domingo por la tarde, día 7, Drake Carne visitó Trenwith con un ramillete de primaveras que él mismo había recogido, y fue admitido y pasó dos horas con Morwenna y Geoffrey Charles.
Esa visita dominical no fue nada desusado. La primera vez había venido por indicación de Geoffrey Charles, y se había sentido nervioso temiendo ser expulsado por un pariente u otra persona de autoridad. Nadie había dicho una palabra. Excepto un par de criados, no había visto a nadie más. Después, a petición de Geoffrey Charles, había repetido la visita. Finalmente, se había acostumbrado a ir todos los domingos, alrededor de la hora del té, y a retirarse poco antes de la cena. La amistad había madurado velozmente. Ahora eran «Geoffrey» y «Drake», pero todavía «señorita Morwenna». Geoffrey Charles nunca había tenido un amigo así, y le agradaba muchísimo que lo tratasen como a un adulto, así como la posibilidad de aprender las cosas que Drake le enseñaba. Incluso imitaba un poco el acento de Drake, y Morwenna siempre estaba corrigiéndolo. Por su parte, Drake tenía cierta calidez natural, y como era el menor de cinco hermanos nunca había mantenido relaciones con individuos más jóvenes que él mismo. Era una atracción mutua sin motivos ulteriores, aunque el motivo ulterior también existía.
A menudo ella intervenía en el juego, el ejercicio, la charla o lo que resultara de la visita. A veces, Morwenna se apartaba un poco y contemplaba al hermoso niño y al apuesto joven de cabellos oscuros, por así decirlo desde cierta distancia, aunque en la práctica la distancia mensurable no superase los dos metros. Otras veces ella se veía inesperadamente incorporada a la conversación, mientras se excluía a Geoffrey Charles —si bien el niño no lo advertía— y ella y Drake cambiaban miradas que expresaban sentimientos, o algo parecido; y entonces, Morwenna sentía miedo. En el fondo del corazón sabía que estaba comportándose de un modo que Elizabeth habría rechazado enfáticamente; en efecto, aceptaba la compañía de este joven que era un vulgar carpintero, un hombre dedicado a fabricar carros, sin contar el hecho de que era el hermano de la señora Demelza Poldark. Pero algo más fuerte que el miedo o la desaprobación le impedía dar el paso decisivo de destruir esa amistad. Morwenna no se atrevía a examinar sus propios motivos o sus sentimientos, y en cambio navegaba impulsada por una corriente de agradables recuerdos y anticipaciones entre un encuentro y el siguiente.
Ese domingo tenía que explicar a Drake que durante un tiempo sería la última vez que se verían. El día 14 Morwenna y Geoffrey Charles se marchaban, acompañando al señor y la señora Chynoweth, para pasar la Navidad en Truro y en Cardew de donde probablemente no regresarían hasta finales de enero.
—Oh —dijo Drake, con el ánimo deprimido—, qué lástima, ¿verdad? Los extrañaré a ambos. Una verdadera lástima. Imagino que todo lo bueno tiene un fin, pero…
—Regresaremos —dijo Geoffrey Charles—. Es sólo un mes, o cosa así.
—Pero imagino que los demás también volverán, y no podremos repetir estas reuniones.
Había sido una tarde oscura y las velas se habían encendido temprano. Los tres se habían instalado en el cuartito que estaba detrás del salón de invierno, donde se reunían a menudo ya que allí era improbable que los molestasen. Morwenna había aceptado el ramillete de primaveras, y estaba disponiendo las flores en un vaso de peltre.
—Usted suele encontrar muchas. El buen tiempo favorece el desarrollo de las flores, pero en el jardín no tenemos primaveras.
—Las encontré en el bosque, en el lugar donde nos conocimos. Toda mi vida recordaré ese día, el día en que nos vimos por primera vez. Fue distinto a toda mi vida anterior.
Morwenna apartó los ojos de las flores. La luz de las velas iluminaba sus ojos miopes.
—Yo también lo recordaré.
—Vamos —propuso Geoffrey Charles—, ¡vamos a mostrarle la casa! Drake, todavía no has visitado toda la casa, ¿verdad? Y como un día seré el dueño, es justo que te la muestre.
Drake observó:
—Señorita Morwenna, sólo puedo decirle… que para mí ha sido una cosa nueva y muy buena. Nunca conocí una persona como usted… no, jamás conocí a nadie igual. Daría años de mi vida sólo por… sólo por…
—Es un momento apropiado para mostrarte la casa —dijo Geoffrey Charles—, pues mis abuelos están encerrados en su dormitorio, sufren reuma, y por aquí no hay nadie más. Drake, nunca viniste a mi dormitorio. Tengo algunos dibujos, y me gustaría mostrártelos. Los hice el año pasado, cuando tuve el sarampión. Y también tengo varias piedras de la vieja mina de Grambler, la que cerraron hace dos años…
Morwenna dijo:
—Drake, creo que estos encuentros fueron… un error. En definitiva, el único resultado será… que los dos sufriremos.
—Mi cuarto está al fondo —dijo Geoffrey Charles—, ese cuartito en la torre, que uno puede ver si mira la casa desde el estanque. Si vamos por el corredor, podemos subir la escalera en espiral, hasta la galería, y después pasamos a mi dormitorio.
—No fue un error, Morwenna —replicó Drake—. Nunca aceptaré que fue un error volver a vernos. Por supuesto, sé que no tengo derecho, que no me corresponde…
—No se trata de eso, Drake. Por supuesto, no es un error en ese sentido, pero usted sabe cómo son las cosas de este mundo…
—¿Tenemos que aceptar el mundo como es?
—Bien, sí, pues no podemos evitarlo. Si lo intentamos…
—Vamos —insistió Geoffrey Charles, tironeando del brazo de Drake—. Vamos, Wenna, te lo ordeno.
Preocupados por sentimientos que pasaban inadvertidos al niño, los dos adultos le permitieron imponer el paso siguiente En la puerta, Geoffrey Charles dijo:
—Oh, será mejor que llevemos una vela, porque arriba no hay luz —y se apoderó de un candelabro de bronce con una ancha base que impedía que cayeran las gotas de cera.
Atravesaron el gran salón, con la rueca de hilar de Elizabeth en la esquina y el arpa al lado de su silla favorita. Aunque durante un momento habían estado absortos en sus propios sentimientos ahora Morwenna retornaba a la antigua posición. Pasaron al corredor. Aquí habían encendido algunas velas, pero estas apenas iluminaban el espacio vacío. Se había permitido que se extinguiera el fuego, de modo que un solo leño formaba una brasa, como un volcán medio extinguido. Morwenna se ajustó el chal sobre los hombros.
—Estos son todos mis antepasados —dijo Geoffrey Charles—. Mira esta, es Ana-María Trenwith, que se casó con el primer Poldark. Y este es mi tío abuelo Joshua cuando era niño, y aquí está su perro favorito. Y esta es mi abuela, que murió cuando tenía treinta y tres años. Mi tía Verity lleva su nombre. Es una vergüenza que nunca hicieran el retrato de mi tía Verity. Y aquí está mi bisabuelo, el padre de mi tía abuela Agatha. Oh, había muchos más hasta hace dos años, pero cuando mamá se casó con el tío George él ordenó que retirasen varios cuadros. El tío George siempre ha sido un hombre muy ordenado.
—Por ejemplo, mata a los sapos del estanque —comentó Drake.
Geoffrey Charles rio por lo bajo.
—Oh, cómo los odiaba. Pero no creo que odie a mis antepasados. Sencillamente, dejó a los mejores.
Se pasearon por la habitación, mirando las cosas que el niño señalaba. Después, los condujo a través de la estrecha puerta que se abría en el panel, y los tres subieron la escalera de piedra en espiral que conducía a la galería. Allí permanecieron de pie, las manos apoyadas en la balaustrada de piedra, contemplando el gran vestíbulo en sombras.
—Desde que yo nací, nunca lo usaron —dijo Geoffrey Charles—, y tampoco antes. A mi abuelo no le agradaba la música. Pero cuando yo crezca y sea rico tendré un salón y traeré músicos que toquen para los bailarines.
Drake dijo a la joven:
—¿Me escribirá?
—Pero estaremos fuera muy poco tiempo.
—No se trata de eso. Es como si aquí terminara nuestra relación. Usted misma lo dijo…
—Regresaremos —dijo Geoffrey Charles—. Así que no te preocupes. Ahora, sígueme.
Abrió otra puerta bien disimulada, y los tres pasaron a un corredor estrecho.
—Geoffrey —dijo Morwenna—, creo que debemos bajar. Drake jugará contigo y…
—Vete, si lo deseas. Quiero que él vea mis dibujos, y están todos clavados en las paredes. Por aquí. Ahora callad, pues mi anciana tía está en la habitación contigua, y aunque es muy sorda siempre puede oír el crujido de las maderas del piso.
Se llegaba al cuarto del niño después de subir tres peldaños, al final del corredor. Elizabeth le había asignado esa habitación después que George se quejó de que el cuarto que ocupaba antes estaba demasiado cerca del dormitorio del matrimonio. Era un cuarto en la torre, con profundas ventanas que se abrían en los tres costados, y por lo tanto muy interesante para un niño. También tenía un hogar más grande que el del primer piso, y ese fuego se alimentaba sin pausa de octubre a mayo, de modo que Geoffrey Charles pudiese entretenerse y trabajar sin temor al frío. Clavados a las paredes había varios dibujos de caballos, perros y gatos ejecutados por el niño los últimos dos años.
Cuando entraron descubrieron que el fuego se había apagado, y Morwenna formuló un comentario acerca de la haraganería de los criados. George y Elizabeth se habían llevado a Truro la mitad del personal, y los que quedaban tendían a aprovechar la falta de control. Morwenna se inclinó sobre los leños casi apagados y los reunió, tratando de infundirles nueva vida, mientras Geoffrey Charles mostraba sus dibujos. De pronto, Geoffrey Charles derribó la vela y el cuarto quedó a oscuras.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el niño—. Qué dificultad. ¡Mon Dieu, Drake! Lo siento, Wenna. ¿Hay una astilla encendida? Sé que no tenemos yesca, porque la llevé abajo.
Se puso en cuclillas al lado de Morwenna, pero de las maderas ni siquiera se desprendían chispas.
—Espera aquí —dijo el niño—. Bajaré al vestíbulo. En un minuto vuelvo.
—Geoffrey, yo iré —dijo Morwenna, poniéndose de pie, pero ya el niño había salido por la puerta y se alejaba por el corredor.
Drake y Morwenna permanecieron en silencio, escuchando el ruido de pasos hasta que se extinguió por completo. Morwenna apoyó la mano en el reborde del hogar.
—Es muy voluntarioso. He intentado disciplinarlo, pero lo malcriaron durante mucho tiempo.
—No es un niño malcriado —dijo Drake—. Pero es mejor que sea así y no cobarde y tímido. Es un niño muy agradable, y me inspira verdadera simpatía.
—Lo sé.
—No sólo él me inspira ese sentimiento.
La joven no habló.
—¿Tiene frío, Morwenna?
—No.
—Me pareció que temblaba.
Apoyó su mano sobre la de Morwenna. Hasta ahora había sido el único contacto entre ambos, incluso un contacto que se establecía como de pasada, en circunstancias aparentemente accidentales. Jamás con un propósito y una intención, como ahora. Ella intentó retirar la mano, pero el apretón de Drake era firme. La habitación estaba sumida en sombras, y la oscuridad y la desesperación infundían valor a Drake. Alzó la mano de Morwenna y la besó. Los dedos se movieron y después se aquietaron. Ahora, con el corazón latiéndole como si se preparase para estallar, Drake volvió la mano de Morwenna y besó una tras otra la yema de cada dedo. Era un gesto desusado en un joven tan tosco, pero también ahora la oscuridad, en la que él sólo podía ver la silueta de los cabellos y el rostro de la joven, le evitó la vergüenza y lo liberó de las inhibiciones comunes.
—No, Drake —dijo ella.
Él soltó la mano de Morwenna, y ella la dejó caer al costado de su cuerpo, pero tampoco ahora se apartó. De modo que permanecieron de pie, frente a frente, en el silencio total de la vieja casa. Además de ellos mismos la ocupaban diez personas, pero lo mismo hubieran podido estar solos. Morwenna estaba allí, delgada y alta, tensa como un junco. Y como un junco parecía balancearse levemente en la oscuridad.
Él cometió la ofensa de tocarla, de apoyar las manos en los hombros de la joven. Era la primera mujer a quien había tocado así, y su sentimiento era demasiado puro para mezclarse con el deseo, demasiado reverente para sugerir la posesión, pero ambas actitudes estaban implícitas y no se hallaban muy distantes.
—Morwenna —dijo Drake, y sus labios apenas fueron capaces de pronunciar la palabra.
—No, Drake —dijo ella, y parecía que estaba hundiéndose en un abismo. Y de hecho, así era.
Drake dijo:
—Estás alejándote de mí. Eso no puede ser.
Inclinó la cabeza y apoyó sus labios sobre los de Morwenna. Los labios femeninos eran frescos y un poco secos, como pétalos que acaban de abrirse. En ellos convivían la castidad absoluta y la sexualidad absoluta.
Cuando se separaron fue con un sentimiento de regreso a la conciencia, después de ejecutar un acto trascendente. Ella retrocedió un paso, aferró el borde del hogar, y bajó la cabeza; él no hizo ningún movimiento, y permaneció inmóvil como una roca, aferrado por sus propios sentimientos. Así, se selló una relación que no hubiera debido comenzar y que no debía continuar; y entre ambos se hizo el silencio, hasta que el ruido de pasos en el corredor les indicó que Geoffrey Charles regresaba con una luz.
Por mera coincidencia, el futuro de Morwenna Chynoweth estaba discutiéndose en otro lugar, muy distinto por cierto. En la gran residencia de Truro se cenaba más tarde que en el campo, y el intervalo entre las seis y las nueve, las pocas veces en que no había invitados, reuniones para jugar a los naipes o charlas con amigos, era el momento en que George y Elizabeth se sentaban en el amplio salón del primer piso y comentaban los asuntos cotidianos. George había concluido sus tareas del día. Hacía mucho rato que Elizabeth había terminado sus escasas obligaciones hogareñas y la niñera Polly Odgers estaba a cargo de Valentine; de modo que los dos esposos estaban completamente a solas. Los asuntos comerciales de George iban bien; la casa funcionaba casi sin necesidad de vigilarla, y por lo tanto ambos tenían menos que hacer que en el campo: había más tiempo para atender las ocasiones y reuniones de carácter social; y las necesitaban más.
Cuando estaban solos y ociosos, solían originarse prolongados silencios los cuales si bien no sugerían tensión ni hostilidad, no eran del todo placenteros. Elizabeth había comprobado que George no leía mucho; en cambio, Francis siempre encontraba tiempo para la lectura. Aunque su vida conyugal con Francis no había sido feliz —y en todo caso, no había tenido el mismo éxito que su vida con George— en cierto sentido había sido una existencia más serena. Cuando se sentaban solos en una habitación, ella podía olvidar la presencia de Francis. Pero Elizabeth nunca podía olvidar del todo la presencia de George. Él la observaba a menudo, y cuando ella lo miraba y no encontraba los ojos de su marido tenía la sensación de que en ese mismo instante él había desviado la cara. Elizabeth no podía saber si él aún estaba saboreando el orgullo de la posesión, aunque la respuesta parecía afirmativa; si Elizabeth hubiese sido una mujer más vanidosa habría pensado que así estaban las cosas. Pero a veces cuando en efecto sorprendía la mirada de George, le parecía que había en ella un matiz de sospecha.
Estaba segura de que él no sospechaba auténtica mala voluntad en su propia esposa, se trataba más bien de algo que tenía que ver con la felicidad, el bienestar de Elizabeth y, sobre todo, el bienestar en relación con su marido. George sabía que, pese a toda la modestia de Elizabeth, en ella latía una especie de seguridad a la que él nunca podría aspirar, porque desde su primera infancia jamás se había planteado la confianza de Elizabeth en su propia posición. Si ella conocía a un duque, este la identificaría instantáneamente por lo que ella era, y en pocos momentos estarían charlando como iguales. Por lo tanto, ¿era posible que ella se sintiera feliz con un arribista rico? ¿No le molestaba ese vínculo con el comercio, que se expresaba claramente en el hecho de que parte de la planta baja de la casa se usaba como oficina y banco? ¿No la aburría la compañía de su marido? ¿No opinaba que los modales de George eran defectuosos, su conversación trivial, sus ropas mal elegidas, sus parientes poco amables? Ese sentimiento no facilitaba la serenidad, la actitud desenvuelta, ni la tranquilidad total. Casi desde los primeros tiempos de casados Elizabeth comprendió que él era un hombre muy celoso… y no sólo de Ross, aunque sobre todo de él, sino de cualquier hombre apuesto. Por eso ella vigilaba su propia conducta frente a los hombres, quienes, naturalmente, a causa de la belleza de Elizabeth, le dispensaban especial consideración, y procuraba medir sus palabras, no fuese que sin quererlo lo ofendiera.
Esa tarde George había salido un rato, y cuando regresó ambos hablaron de una recepción y baile que se proponían ofrecer la víspera de Año Nuevo. No podían hacerlo en la gran residencia, que a pesar de su pretencioso nombre era grande sólo comparada con las construcciones vecinas. El salón de reuniones, donde se celebraban todos los bailes de Truro, era el lugar preferido; pero George prefería hacerlo en Cardew, donde había espacio suficiente, donde a todo eso sumaba el prestigio de una recepción ofrecida en casa propia, mejor dicho, en la casa de su padre. Era evidente que había cierto riesgo. En Cornwall el invierno rara vez comenzaba realmente antes de mediados de enero; pero la lluvia era una presencia permanente durante los meses de otoño, y aunque Cardew estaba a sólo ocho kilómetros de distancia, junto al camino que llevaba a Falmouth, la lluvia podía convertir el camino de tierra en una pesadilla de lodo, de modo que sólo los más fuertes de cuerpo y alma se atreverían a acercarse allí durante la noche.
Por supuesto, la mayoría de los miembros de la sociedad de Cornwall aficionados al baile en efecto eran individuos fuertes de cuerpo y alma; de todos modos, se trataba de un riesgo suplementario que conspiraba contra el éxito de la ocasión. Quienes deseaban organizar bailes en el campo, debían hacerlo en mitad del verano; en invierno era la época de la ciudad. Elizabeth lo hubiera preferido así, aunque sólo fuera porque de ese modo habría podido invitar a varios de sus antiguos amigos, a quienes durante ese invierno había frecuentado por primera vez después de su matrimonio, que carecían de medios de transporte o del dinero necesario para alquilarlos, o que por una razón o por otra no estaban dispuestos a ir a Cardew, aunque hiciese muy buen tiempo. Pero ella no había insistido. Salvo en las cosas en las cuales tenía convicciones muy firmes, permitía que George se saliera con la suya. De modo que se eligió Cardew, se contrató una orquesta, y se invitó a una serie de notables que no habían acudido en ocasiones anteriores. George aprovechaba el nombre de Elizabeth, y abrigaba la esperanza de que los invitados viniesen. Los Basset y los Saint Aubyn —como los Boscawen—, aunque aceptaban contactos ocasionales por razones de negocios o en casas de amigos comunes, hasta ahora habían evitado aceptar su hospitalidad personal…
Había que cuidar la distribución de edades del grupo. Por razones sociales y por el deseo de mostrar su casa, George se interesaba principalmente en las personas mayores; pero era necesario agilizar el entorno del conjunto con algunos solteros y jóvenes recién salidas de la adolescencia, porque estas serían las más interesadas en el baile e infundirían a la reunión un entusiasmo del que en caso contrario carecería. George se oponía a recibir a muchos invitados realmente jóvenes. Como él mismo nunca había sido joven (nunca se había mostrado frívolo, alocado, entusiasta o alegre), sentía escasa paciencia con esos excesos en otros y consideraba un error rebajar el tono de la velada fomentando esas actitudes en Cardew.
Y de todos modos, a menos que ya tuviesen título o viniesen como hijos de personas mayores, los jóvenes conferían escasa distinción en relación con el estrépito que armaban. Además, aunque los Warleggan de más edad y los ancianos Chynoweth estarían allí para dar la bienvenida a las personas de su propia edad, no habría nadie en Cardew que representara al grupo de poco más o poco menos de veinte años.
—Bien —dijo Elizabeth—. Todavía no somos tan ancianos, ¿verdad? ¿Verdad, George?
—Ciertamente, ancianos no, pero…
—Y vendrá Morwenna. ¿No puede ocuparse de las jóvenes?
Se hizo una pausa reflexiva mientras escuchaban a los aprendices que estaban armando las persianas de la talabartería, calle de por medio. Elizabeth aún no sabía muy bien si George aprobaba realmente a Morwenna. Siempre se mostraba cortés con ella, pero Elizabeth, que sabía interpretar las expresiones de ese rostro poco comunicativo, pensaba que él parecía particularmente cauto en presencia de Morwenna. Era como si pensara: Esta joven es otro miembro del clan, otra Chynoweth, muy bien educada a pesar de su apariencia modesta, escuchando con el oído atento y los ojos bajos, en espera de que yo cometa un error que demuestre mi mal gusto, que revele mi origen vulgar. Una ya basta; una es mi esposa. ¿Es necesario que soporte a dos de ellas?
—Estuve pensando en Morwenna —dijo George, mientras estiraba sus largas piernas, sentado en la silla de buen estilo aunque incómoda.
Cuando vio que él no pensaba agregar nada más, Elizabeth dijo:
—¿Y qué pensaste? ¿No te agrada esa joven?
—¿Crees que el experimento ha tenido éxito? —Sus ojos encontraron los de Elizabeth y George agregó:
—¿Crees que es buena gobernanta para Geoffrey Charles?
—Sí. Lo creo. ¿No piensas lo mismo?
—Creo que es mujer, y sería eficaz enseñando a una niña. Un varón necesita de un hombre.
—Bien, quizá tengas razón. A la larga, es posible que así sea. Pero me parece que él se siente feliz con Morwenna. Más aun, a veces siento celos, porque creo que él ha sido más feliz este último verano que durante toda su vida anterior. No le molestó mucho quedarse en Trenwith.
—¿Y sus estudios?
—El verano no es el momento propicio para aprender. La semana próxima, cuando lleguen aquí, ya veremos cómo están las cosas. Pero en general, yo diría que ha progresado bastante. ¡Lo cual quizá no es mucho, puesto que antes sus estudios dependían de mí!
—Una madre no podría haber hecho más. Y pocos habrían hecho tanto. Pero creo que si pensamos enviarlo a la escuela, necesitará la atención de un hombre. En todo caso, se convino que Morwenna trabajaría para nosotros un año, ¿no es así?
—Estoy segura de que le desagradará volver a su casa en marzo —dijo Elizabeth.
—Naturalmente, no hay prisa. O por lo menos, esa clase de apremio. Por otra parte, no creo que sea inevitable devolverla a su casa.
—Entonces, ¿propones que se quede con nosotros, para hacerme compañía… y emplear a otra persona para atender a Geoffrey Charles?
—Es posible. Pero estuve pensando más bien que Morwenna ya alcanzó la edad del matrimonio. Tiene buen apellido, está bien educada, y no es fea. Podríamos considerar la posibilidad de un buen matrimonio.
Elizabeth consideró la idea; la solución de George la había sorprendido totalmente. No había imaginado siquiera que él hubiese pensado en una cosa semejante, o que se molestase en pensar algo por el estilo. Lo miró con leve sospecha, pero George tamborileaba ociosamente con los dedos en su cajita de rapé.
—George, estoy segura de que a su debido tiempo ella se casará. Como tú dices… no es fea, y posee un carácter gentil y dulce. Pero creo que olvidaste el principal inconveniente… no tiene fortuna.
—No, no lo olvidé. Pero habrá quien acepte de buena gana una esposa joven. Quiero decir, hombres de cierta edad. Viudos, o algo así. O también jóvenes dispuestos a vincularse con nosotros, aunque sea únicamente por los lazos del matrimonio.
—Bien… no dudo de que todo eso ocurrirá, y sin nuestra ayuda.
—En ciertas circunstancias —contestó George, apartando su caja de rapé sin haberla abierto—, podría contarse con nuestra ayuda. Yo estaría dispuesto a darle una pequeña dote conyugal… es decir, si desposa a alguien elegido por nosotros.
Elizabeth sonrió.
—¡Querido, me sorprendes! ¡No había imaginado que podías representar el papel de casamentero, y sobre todo en beneficio de mi primita! Tal vez dentro de veinte años contemplaremos otras perspectivas conyugales, por cierto más importantes… la de Valentine, pero hasta que…
—Ah, bien, para eso aún falta mucho. Y a propósito, tu prima no es una «primita». Es una joven alta, y bien vestida atraerá no pocas miradas. No veo razón por la cual un matrimonio apropiado no pueda representar un beneficio para todos.
Ahora, el sentido general del pensamiento de George no pareció misterioso a Elizabeth; todo lo contrario, lo veía con perfecta claridad.
—¿Tienes algo en vista?
—No. Oh, no, no he llegado tan lejos.
—Pero pensaste algo.
—Bien, no hay muchas posibilidades, ¿verdad? Como dije antes, las alternativas se limitan a un hombre mayor que busca una esposa joven, o un hombre más joven de buena cuna pero con reducida fortuna.
—En ese caso, no dudo de que se te habrán ocurrido ciertos nombres. ¿No te parece que deberíamos preparar una lista?
—No, no lo creo. ¿Te parece que esto es divertido?
—Un poco. Creo que Morwenna se sentirá halagada cuando sepa que le consagras tanta atención. Y ahora no puedes dejarme en la duda.
Él la miró; no le agradaba que Elizabeth se burlase.
—Uno tiene ideas… mejores o peores. Nada más. Uno de los nombres que se me ocurrieron fue el de John Trevaunance.
Elizabeth lo miró fijamente. Sus ojos ya no reían.
—¡Sir John! Pero… ¿Cómo se te ocurrió esa idea? Un solterón sin remedio. Y es viejo. ¡Creo que tiene sesenta años!
—Cincuenta y ocho. Se lo pregunté en septiembre.
—¿Quieres decir que comentaste el asunto con él?
—De ningún modo —contestó George, inquieto—. No, no lo hice. Pero, el día que vino a cenar me pareció que prestaba mucha atención a Geoffrey Charles, mientras los demás bebían su té. Se me ocurrió que lo que de pronto le interesaba tanto no era exactamente la persona de Geoffrey Charles.
—Ahora que lo mencionas… Pero ¿por qué no podía ser Geoffrey Charles?
—Porque ya se vieron varias veces, y él jamás demostró tal interés. Esta fue la primera vez desde que el niño tiene a su gobernanta.
Elizabeth se puso de pie y se acercó a la ventana para tener tiempo de pensar. Arregló el encaje de la cortina y contempló una carreta que, guiada por un campesino, recorría la calle.
—No creo que Morwenna tolere la idea.
—Lo hará, si tú le dices que es su deber. Y convertirse en lady Trevaunance le interesará mucho. Te advierto que nada sé de lo que piensa sir John; pero si en este baile él le demuestra cierta preferencia, creo que no sería impropio formularle una propuesta. Sin duda, no le agrada dejar todos sus bienes a ese hermano manirroto. Ella podría darle un hijo. Además, es un hombre bondadoso, siempre dispuesto a acumular dinero, y sus asuntos no anduvieron muy bien desde el fracaso de la fundición de cobre. Si se concertara el matrimonio, yo estaría dispuesto a mostrarme excepcionalmente generoso… Y por supuesto, la idea de conquistar a una joven de dieciocho años puede representar una atracción considerable para un viejo.
Elizabeth se estremeció.
—¿Tienes otros nombres?
—Pensé un momento en sir Hugh Bodrugan, que es un año menor que sir John; pero no me interesa demasiado una alianza entre su familia y la nuestra, y puesto que es un individuo tan sensual, no creo que te interese tenerlo como primo.
—¡Puedes estar seguro de que no lo deseo!
—Después está su sobrino, Robert Bodrugan, que probablemente heredará un día lo que quede de esa propiedad. Pero por ahora no tiene un centavo, y nadie sabe cuánto dinero quedará. Constance Bodrugan es todavía una mujer joven.
Elizabeth dejó caer la cortina.
—Continúa.
—Creo que estoy fatigándote.
—Todo lo contrario.
—Bien, ¿qué puede resultar de una especulación ociosa? Está Frederick Treneglos. Tiene veintitrés años, y dedicó bastante tiempo a tu prima en la misma fiesta. Es de buena familia —casi tan antigua como la tuya—, pero es el hijo menor, y la marina no paga muy bien. Unos pocos se enriquecen, pero la mayoría continúa sumida en la pobreza.
—Creo que lo considero más apropiado que cualquiera de los anteriores. Es joven y enérgico y demuestra entusiasmo.
—También observé durante esa fiesta —dijo George—, que te dedicó bastante tiempo.
—Bien… es educado. Lo que no puede decirse de todos los jóvenes. Sí, me agrada. ¿Tu lista incluye otros nombres?
—¿Todavía crees que esto es broma?
—Lejos de ello. Pero también debo preocuparme un poco por la felicidad de Morwenna. Es necesario contemplar ese aspecto.
—La felicidad de Morwenna debe ser nuestra preocupación principal. Los dos restantes son viudos. Uno es Ephraim Hick…
—¿Te refieres a William Hick?
—No, a Ephraim, el padre. William está casado.
—¡Pero Ephraim es un borracho! ¡En toda su vida jamás pudo llegar sobrio al mediodía!
—Pero es rico. Y no me agrada William Hick. Vería con buenos ojos que su padre formase otra familia y frustrara las esperanzas de William. Ephraim no vivirá mucho tiempo. Como viuda rica, Morwenna sería mucho más interesante de lo que es ahora.
Elizabeth lo miró. Como de costumbre cuando pensaba, George estaba completamente inmóvil, los hombros un poco caídos, entrelazadas las manos grandes. Elizabeth se preguntó por qué ella no le temía más.
—¿Y la última alternativa?
—Oh, puede haber otras. Tú bien puedes ofrecer algunas. La última que contemplé fue Osborne Whitworth. Es joven y clérigo, lo que quizá complazca a tu prima…
—¡Está casado, y tiene dos niñas!
—La esposa murió de parto la semana pasada. Advertirás que lo agregué a nuestra lista de invitados. Hacia fines de este mes su duelo ya se habrá prolongado lo suficiente, y podrá acompañar a su madre. Creo que acaba de cumplir treinta años, y como sabes se instaló hace poco en Santa Margarita, Truro. Como tiene que mantener a dos niñas pequeñas y afronta deudas considerables, necesita casarse muy pronto. Creo que un matrimonio que lo convierta en marido de la hija de un deán y al mismo tiempo pague sus deudas le interesará bastante.
—Pero —preguntó Elizabeth con curiosidad—, ¿qué es lo que a ti te atrae?
George se puso de pie y permaneció así un momento, revolviendo ociosamente el dinero que tenía en el bolsillo.
—Los Whitworth nunca fueron nada. Sir Augustus es un juez inepto. Pero lady Whitworth llevó antes el apellido Godolphin.
De modo que era eso. La unión con una familia ahora en decadencia, pero vinculada a su vez con media docena de las grandes familias de Inglaterra, y sobre todo con los Marlborough.
—Sí —dijo Elizabeth—. Sí. —Se apartó de la ventana y al pasar apenas rozó el hombro de George—. Querido, son reflexiones, muy interesantes, e incluso me sorprende que tus pensamientos hayan llegado tan lejos. Por mi parte, aún creo que Morwenna es una niña que apenas ha alcanzado la edad del matrimonio. Todavía pienso que todo esto es prematuro. Estoy segura de que es muy feliz con nosotros, y de que deseará continuar así un tiempo. Preocupémonos, pero sin prisa, ¿de acuerdo?
—No es prisa —dijo George—. Pero no creo que debamos archivar el asunto.