Capítulo 12

Ross abordó el May Queen esa misma tarde, poco antes de oscurecer. E] capitán, un hombre llamado Greenway, se mostró dispuesto a llevarlo de regreso, pero no vio con buenos ojos la sugerencia de que hallase una excusa para quedarse otro día en Roscoff. En los tiempos que corrían, los franceses tenían un comportamiento extraño. Nunca se sabía muy bien cómo podían reaccionar. Y en todo caso, por su propio bien el capitán Poldark debía estar en alta mar el domingo por la noche.

Al capitán Poldark de ningún modo le agradaba la idea de estar en el mar el domingo por la noche, y por lo tanto Greenway formuló otra sugerencia. Era casi seguro que otra nave llegaría a Roscoff al día siguiente, antes de que ellos partieran. Si pese a todo el capitán Poldark estaba decidido a quedarse allí, podían traspasarlo a la embarcación que llegaba, que sin duda permanecería en el puerto veinticuatro horas comprando mercaderías y cargando la bodega.

De modo que el domingo, poco después del oscurecer, Ross pasó al Edward, un lugre de dos mástiles que venía de Cawsand, y permaneció a bordo todo un borrascoso lunes, con la única compañía de un gato y un loro en el estrecho espacio bajo el puente.

No le había pasado inadvertido que la llegada del agente y de los dos gendarmes podía ser obra de Jacques Clisson, y que quizás era un modo cómodo de embolsarse cien guineas, e incluso obtener un beneficio suplementario como informante de los franceses. Podía ser un modo de obligarle a regresar a Inglaterra, y el ajuste de cuentas con Clisson sería una posibilidad tan remota que el francés no tendría por qué preocuparse. Esa noche sabría a qué atenerse, pues había convenido encontrarse con Clisson en la misma taberna, a las ocho. Bien podía preguntarse con qué velocidad las noticias circulaban en el puerto, y si en todo caso Clisson sabía que Ross había tenido que partir y no podría volver.

A las siete y media, cuando estaba calculando la distancia que lo separaba de la costa, apareció el bote que le habían prometido, y un jovencito originario de Devon lo llevó a tierra. El desembolso de otra guinea le garantizó que el joven esperaría allí con el bote, para el caso de que Ross necesitara retirarse de prisa.

El camino hasta Le Coq Rouge transcurría por entre calles mal iluminadas. Ross había pedido un pañuelo al capitán del Edward, y después de envolverse la cabeza y agachar los hombros abrigaba la esperanza de que no lo identificaran mientras se abría paso entre la gente. La taberna implicaba un riesgo mayor, pero entró discretamente después de apartar a un ciego que le impedía el paso. El local estaba medio lleno, y también allí la iluminación era escasa; pero Ross vio en seguida que Clisson no estaba. Faltaban cinco minutos para las ocho.

Se sentó en un rincón, pidió una copa y esperó. Pensó que todo eso representaba un juego de azar, un juego que dependía de la intensidad de la probable vigilancia, de su propio cálculo acerca del carácter del hombre, un cálculo que dependía de la relativa confianza que Clisson le inspiraba después de las profundas sospechas de los primeros minutos. A las ocho y media pidió otra copa y se preguntó si podría averiguar dónde vivía Clisson. Cinco minutos después, Clisson entró en la taberna.

Su rostro pequeño y redondo mostraba una expresión preocupada mientras recorría con los ojos la habitación baja y penumbrosa. Vio a Ross, se abrió paso entre la gente y se sentó al lado del inglés.

—Me dijeron que usted se había marchado. Vine solamente para asegurarme. Es peligroso que nos veamos aquí.

Si estaba jugando limpio, Clisson probablemente estaba tan ansioso de ver a Ross como este de ver al bretón. Estaban en juego otras setenta y cinco guineas.

—De buena gana me iría —dijo Ross.

—En ese caso, hágalo… porque quizás ellos estén interesados en usted. Pero ante todo… en fin, tuve éxito. Tengo la lista completa. ¿Trajo el dinero?

—Aquí.

Clisson alargó la mano. Ross vaciló, y después le entregó la bolsa. Clisson la sopesó, y después la abrió para ver el color del oro.

—Esto basta. Supondré que la cifra es la convenida. Aquí tiene la lista.

Un pedazo sucio de delgado pergamino. Muchos nombres, setenta u ochenta, algunos tan mal escritos que apenas eran legibles. El dedo de Ross descendió por la columna: «Teniente Archer, Travail». Casi había pasado de largo, pues quien había escrito la lista tenía un modo peculiar de dibujar la «c». De modo que algunos se habían salvado. Dominó su apremio, y continuó leyendo con cuidado. «Señor William (capitán sustituto), Travail Teniente Armitage, Espión, Capitán Kiltoe, Espión. Capitán Porter, patrón del Támesis, señor Rudge, guardiamarina, Travail. Señor Garfield, patrón, Alexander. Señor Spade, Alexander. Señor Enys, teniente cirujano, Travail. Guardiamarina Parks, Travail…»

Había pasado de largo. Examinó atentamente el nombre, para verificar que no hubiese error. Después, extrajo de la bolsa de tabaco una delgada hoja de papel, con una lista de oficiales del Travail. Allí estaban todos… Archer, William, Rudge, Parks y media docena más. Y Enys. De modo que vivía. No podía haber error. Era imposible pensar en un engaño. En fin, el tiempo y el dinero no se habían gastado en vano.

—Gracias —dijo.

—Monsieur.

—Ahora, debo irme.

—Y sin perder tiempo. Pero yo saldré primero. Perdóneme si no le acompaño hasta el barco.

Mientras Ross estuvo ausente, Demelza recibió una visita. Si no venía exactamente de Banbury Cross, la visitante de todos modos montaba un magnífico caballo blanco, y en esencia era una hermosa dama a pesar de que las angustias de los últimos meses habían amortiguado su encanto. En ese momento, Demelza estaba haciendo pan. Siempre se ocupaba personalmente de esa tarea, evitando encomendarla a Jane Gimlett, que tenía la mano demasiado pesada. El pan comenzaba a dorarse cuando alguien llamó a la puerta del frente. Jane volvió a la cocina e informó a su ama de que era la señorita Carolina Penvenen.

—¡Oh, Judas! Bien, dile que espere en la sala, ¿quieres, Jane? Explícale lo que estoy haciendo, y dile que la veré en seguida.

Mientras Jane Gimlett cumplía la orden, Demelza se frotó con una toalla las manos y los brazos enharinados, y fue a arreglarse el cabello frente al espejo rajado de la puerta de la despensa. Lo ordenó lo mejor posible y se quitó el delantal. Después, pasó a la sala.

Carolina estaba de pie junto a la ventana, y se la veía más alta que nunca con su traje de montar gris y el sombrerito de piel. La luz intensa recortaba su figura, pero disimulaba su expresión cuando la joven se volvió.

—Demelza, soy famosa por llegar en momentos poco oportunos. Espero que estés bien.

—Sí, bien, pero precisamente en este momento, como te diría Jane… En fin, quédate. Quédate a cenar. Si puedes disculparme durante el próximo cuarto de hora…

Se habían besado, pero cada una un tanto insegura de la otra.

Carolina mantuvo a Demelza a la distancia de un brazo antes de apartarse.

—Ni siquiera ahora podría adivinarlo si no me lo dicen. ¿Cuánto tiempo llevas?

—Creo que unas seis semanas. —De pronto, se sobresaltó—. ¿Tienes noticias de Ross?

—Oh, no. Querida, serás la primera en saber algo. Vine sólo para verte.

—Bien, ponte cómoda. Siéntate y descansa. ¿Están atendiendo a tu caballo…? ¡Oh, qué hermoso animal! ¿Es tuyo?

—Lo tengo desde hace dos años… desde que cumplí veintiuno. Pero dime una cosa: por haber llegado en un momento poco oportuno, ¿es necesario castigarme teniéndome aquí sentada como si fuera una niña desobediente? ¿No puedo acompañarte?

—Bien… Hornear pan es aburrido, y sentirás calor en la cocina después de cabalgar y…

—Me creas o no, no he visto hacer pan desde que solía escaparme a la cocina de la casa de mi madre. Pero quizá te sientas molesta si yo te miro…

Era exactamente lo que ocurriría, pero Demelza tuvo que afirmar que no sería así, de modo que poco después ambas pasaron a la cocina, y Jane Gimlett se sintió muy confundida, pues consideraba que lo que la señora Poldark hiciera en su hogar era asunto que sólo a ella concernía; pero era evidente que el lugar no convenía a una dama del linaje y la educación de la señorita Penvenen. En definitiva, dejó caer una fuente y derribó una banqueta cuando se inclinaba para recoger la fuente, de manera que Demelza la despachó a las habitaciones del primer piso, prometiendo llamarla cuando fuese necesario retirar el pan del horno.

—¿Dónde está Jeremy? —preguntó Carolina, sentada en la banqueta que había vuelto a recuperar su posición original— ¿Está bien de salud?

—Sí, gracias. Aunque siempre tiene leves malestares. No se parece a Julia, mi primera hija, que durante toda su vida jamás tuvo dolencia alguna, hasta que sufrió la enfermedad que terminó con su vida. ¿Te quedarás a cenar?

—Me agradaría, pero no puedo. El tío Ray está encaprichado en que lo acompañe a cenar en su cuarto. Aunque come poco, según parece le agrada ver que otro hace lo que él no puede.

—¿Hay cambios?

—No mejora —dijo Carolina, como al descuido—. Pero se resiste a morir. Antes, nunca había llegado a comprender qué tenaces somos los Penvenen.

Demelza levantó la mayor cantidad posible de masa y la depositó sobre la tabla.

—Ahora comprendo por qué estás tan delgada. Supongo que no se opondrá si un día sales a pasear.

Carolina se golpeó la bota con el látigo de montar.

—Es muy extraño… ¿conoces el antiguo proverbio que dice que la sangre es más espesa que el agua? Bien… quedé bajo el cuidado de mis tíos cuando tenía diez años, y no me parece que durante los años en que fueron mis tutores yo fuera una sobrina obediente o agradecida. Más aun, no me sorprendería que ambos tengan unas pocas canas más precisamente a causa de los disgustos que yo les provoqué. Pero… cuando uno de ellos está enfermo, y al borde de la tumba —sí, condenado irremediablemente por la enfermedad del azúcar— me sorprendo ante mi propia actitud, que me impulsa a defenderlo de esos ataques injustos. Se parece a la situación de un marido y su esposa que disputan, pero si los atacan olvidan sus diferencias y unen fuerzas. En fin… yo trato de defender al tío Ray, por lo menos hasta donde puedo… una situación bastante difícil, porque él no hace nada para cooperar conmigo.

—¿Tus padres murieron jóvenes? —preguntó Demelza—. Ross nunca me habló de ello.

—Ross nada sabe. Sí, mi padre fue el menor de tres hermanos, y Ray es el mayor. Cuando mi padre tenía veintiocho años financió una expedición que se proponía descubrir las fuentes del Nilo. Jamás regresó. Mi madre volvió a casarse, pero falleció cuando yo tenía diez años. Mi padrastro aún vive, pero yo no lo veo desde hace muchos años y jamás se interesó por mí. En definitiva, los dos viejos solterones me adoptaron y malcriaron, me prometieron una herencia importante y así me convertí en presa codiciada por varios cazadores de fortuna, entre ellos Unwin Trevaunance.

Era la primera vez que las dos mujeres conversaban a solas, y todavía no se sentían cómodas. Demelza tenía cabal conciencia de sus ropas domésticas, la tarea hogareña, la apariencia desaliñada mientras esa elegante joven pelirroja estaba sentada en una banqueta y se golpeaba la bota de montar, y miraba a la dueña de casa. Ahora, Demelza rara vez recordaba sus orígenes humildes cuando trataba con la gente; había sido durante siete años la señora de Ross Poldark, y eso bastaba. Pero Carolina era un caso bastante especial: una persona por la cual sólo podía sentir amistad y gratitud, pero también una mujer de su propia edad, cuya crianza había sido completamente distinta de la que recibiera Demelza, una persona que jamás se ensuciaba las manos trabajando, y que hablaba con un aire de indiferencia incluso cuando la conversación era seria. Más aun, una mujer por la cual en ese mismo instante Ross arriesgaba su vida y su libertad.

—¿Por qué alargas tanto la masa? —preguntó Carolina.

—Porque si no lo hago el pan tendrá orificios. Comemos mucho pan. Aquí hay cinco hogazas y algo más. Si te preparo una hogaza pequeña con este trozo sobrante, ¿te lo llevarás a tu casa?

—Gracias. Es mi cumpleaños, y lo consideraré un regalo.

—¡Oh, no es tan bueno que pueda considerarse así! ¡Feliz cumpleaños! Ojalá…

—¿Ojalá qué?

—Estaba pensando en voz alta. Discúlpame. Ojalá Ross regrese hoy con las noticias que ambas deseamos.

—No tienes que disculparte por haber dicho eso.

—No me disculpo por desearlo, pero soy supersticiosa. Creo que es algo de lo cual no deberíamos hablar.

—Bien, quizás así sea… Pero a veces, cuando paso días encerrada en esa casa, pienso que necesito hablar con alguien, porque de lo contrario puedo enloquecer. Demelza, lamento haber compartido contigo este sentimiento de ansiedad.

Demelza comenzó a depositar sobre una bandeja de metal los pedazos redondos de masa.

—Ross me dijo que no había mucho riesgo.

—Pero sin duda estás ansiosa porque él ahora se encuentra en Francia. Necesito decirte que si inició ese viaje no lo hizo porque yo se lo pidiera.

—Nunca pensé tal cosa. A pesar de que tienes todo el derecho del mundo a pedirlo.

—No… nadie puede tener ese derecho.

Una vez concluida esa parte del trabajo, Demelza se enderezó y se frotó las manos con el delantal, y después con el dorso de la muñeca apartó de los ojos los cabellos húmedos.

—Hace una semana y cuatro días que partió. Si todo ocurre como lo planeó, volverá muy pronto.

—Temo su llegada.

—Vayamos a un lugar más cómodo. Durante unos diez minutos nada más tengo que hacer aquí.

Regresaron a la sala y charlaron un rato. Carolina necesitaba sobre todo conversar, hablar de Dwight; y ahora lo hacía en su estilo airoso y burlón, disculpándose de tanto en tanto por aburrir a su interlocutora con una charla tan tediosa. Poco después, regresaron a la cocina y Demelza pasó bajo el arco del horno, abrió la portezuela de hierro y esparció los restos candentes de leña. Después, Carolina sostuvo el otro extremo de la pesada bandeja y ambas mujeres deslizaron la masa en el interior del horno. En ese momento llegó Jeremy reclamando alimento, y finalmente pudo persuadir a Carolina de que cenara con ellos.

Demelza se alegró, porque ya había tenido muchas comidas solitarias desde la partida de Ross; y también le alegraba la bulliciosa presencia de Jeremy, pues como de costumbre el niño charló durante toda la comida. De este modo la conversación pudo mantenerse en un nivel bastante objetivo, y pareció que eso también distraía a Carolina, que no estaba acostumbrada al trato con niños.

Concluida la cena, Jeremy salió del comedor y Carolina comenzó a despedirse.

—No, no, gracias, querida, por tu consideración, pero el tío Ray ya habrá sufrido una recaída a causa de mi prolongada ausencia. Me llevará bastante tiempo volver a casa, y debo salir inmediatamente.

—Diré a Gimlett que te traiga el caballo.

—Estoy segura de que te fatigué con mi charla. Pero mira, en Killewarren no puedo manifestar mis sentimientos. A lo sumo, puedo afligirme en mi propio cuarto. Si Dwight hubiera muerto, yo no sería ni siquiera su viuda. No soy nada. Que es quizás el lugar que por méritos propios me corresponde.

Demelza la besó.

—Esperemos y confiemos.

Pocos minutos después, Carolina cabalgaba en su caballo blanco, cruzaba el arroyo y remontaba el valle. Poco antes de internarse en el bosquecillo se volvió y alzó una mano. Demelza contestó el saludo y después entró en su casa.

Betsy María Martin ya había retirado el servicio. Demelza entró en la cocina para inspeccionar el pan y recibir las censuras de Jane, que no veía con buenos ojos que su ama se hubiese ocupado personalmente de dispersar las brasas del horno. Después, regresó a la sala y se sentó unos minutos junto a la espineta. Aún recibía lecciones de la señora Kemp, pero había llegado a un nivel en que realizaba escasos progresos. Al principio, todo había parecido muy fácil: había podido ejecutar ciertas piezas casi sin recibir instrucción; pero a medida que la música que le proponía la señora Kemp incluía obras más complicadas el esfuerzo por dominarlas parecía arrebatarle parte del placer de la ejecución. Por eso ahora, cuando necesitaba serenarse, a menudo evitaba las piezas nuevas y ejecutaba las antiguas, la mayoría de las cuales nunca envejecían. Por su parte, tampoco Ross se cansaba de ellas. A veces, Demelza también cantaba un poco.

El inconveniente de la música era que en cierto sentido originaba un excesivo efecto nostálgico. Si por divertirse ahora cantaba: «Eran dos viejos esposos, y muy pobres», la música evocaba sentimientos tan antiguos que casi se echaba a llorar. Si cantaba «Arrancaré una roja rosa para mi amor» evocaba los antiguos recuerdos de la casa Trenwith, y aquella primera Navidad. Y así por el estilo. Demelza pensaba que la música quizá podía ser un proceso permanente semejante a la vida, perder una piel apenas crecía otra. Pero cada melodía parecía tener sus notas firmemente arraigadas en un episodio, un sentimiento o en determinado período de tiempo.

Por lo tanto, era necesario afrontar la dificultad, olvidar la antigua canción y concentrarse en las nuevas. En mayo la señora Kemp le había traído una pieza escrita por un italiano, pero Demelza aún no había empezado a dominarla. La mano izquierda no conseguía tocar las notas adecuadas. Llegó a la conclusión de que ese era su problema; no se trataba de falta de aplicación, sino de falta de talento, falta de la habilidad necesaria para usar bien los dedos.

Oyó ruido de pasos y a Jane Gimlett que decía:

—Señora, ha llegado el capitán Poldark.

Demelza abandonó de un brinco la banqueta.

—¿Qué? ¿Dónde? ¿Lo viste?

—Un solo movimiento —dijo Ross, apareciendo en el umbral—, y ¡piff!, estás muerta.

—¡Ross, querido, querido mío! —Cayó en los brazos de Ross y él la besó.

—¿No te dije que no era peligroso?

—Oh, ¡has vuelto! ¡Sano y salvo! —Apretó el cuerpo contra el de Ross.

—¿Hay algo de cenar? Siento un feroz apetito. —La besó en los labios, las mejillas y los ojos, como si no todo su apetito fuese culinario. Jane Gimlett desapareció discretamente.

—¿Y Dwight? ¿Qué noticias traes? ¿Supiste algo?

—Dwight vive, y está prisionero. Es todo lo que sé…

Demelza dejó escapar una exclamación de alegría.

—¿Se lo dijiste a Carolina?

—No, vine directamente aquí. Se lo diré…

—¡Pero se fue hace apenas una hora! ¿Por qué camino viniste?

—Desde Truro. ¿Estuvo aquí? Seguramente nos cruzamos sin vernos. El martes llegué a Cawsand y desde allí fui directamente a Truro. Alquilé un viejo caballo cojo que me recordó a Darkie y me trajo a casa. Lo dejé del lado opuesto del arroyo, para sorprenderte; pero después, a último momento, pensé que no debía sorprenderte, entré en la cocina y te envié a Jane. Creo que mi regreso te ha conmovido más que mi partida.

—No es cierto, no me conmovió más que tu partida. ¿Realmente está vivo? Ross, ¿tienes pruebas?

—Bastante sólidas. No hay detalles. Sólo indicios de que es prisionero de guerra en un lugar llamado Quimper. No creo que las condiciones de la cárcel sean muy agradables, pero vive. Debemos informar cuanto antes a Carolina.

—¡Ross, tienes que decírselo ahora! ¡Si cabalgas tras ella puedes alcanzarla incluso antes de que llegue a su casa!

—De modo que me expulsas de mi hogar apenas regreso, ¿eh? Aquí estoy, con el estómago vacío, fatigado y dolorido, y tú me pides…

—Diré a Gimlett que ensille a Darkie. Últimamente ha hecho muy poco ejercicio y mientras él se ocupa de eso te cortaré una rebanada de carne de cerdo con un poco de pan recién horneado con manteca, y puedes comer eso antes de salir.

—Qué bienvenida más espléndida, generosa y femenina —observó Ross—. ¡Y no has engordado durante mi ausencia! Supongo que no habrás hecho pasar hambre a mi hijo…

—Sí, lo hice, y con razón, y lograré que tú pases hambre, por una causa igualmente noble. ¡Oh, Ross, qué contenta estoy! Carolina volverá a respirar.

—Y debemos alegrarnos también por Dwight —dijo Ross—, aunque como te dije las condiciones de la prisión son malas, y deben atemperar nuestro alivio.

—Presiento que todo se resolverá bien. Ross, ve a avisar a Gimlett; yo te prepararé un plato de comida.

Así, durante diez minutos, la casa fue un bullicioso y agitado ir y venir, y Jeremy aportó su charla, y Ross lo palmeó distraídamente con una mano, mientras con la otra sostenía el alimento. Muy pronto Darkie estuvo frente a la puerta y Ross montó la yegua, y después de tocar la mano de Demelza salió en persecución de Carolina, valle arriba, mientras el viento agitaba la crin del caballo y caía la noche.