A mediados de septiembre Demelza renunció a los esfuerzos destinados a ocultar su embarazo a los ojos del mundo, y se resignó a soportar la incomodidad y la deformación física durante dos meses. Le sorprendía el hecho de que Ross no prestaba demasiada atención a su estado; pero ella se inquietaba. Se sentía feliz pensando en el futuro, y anhelaba que llegase el momento del nacimiento del bebé, pero siempre le desagradaba ese aspecto de matrona y odiaba incluso la relativa inactividad.
La antipatía entre Ross y Tom Choake se había atenuado recientemente, y ahora se hablaban de nuevo. Era una paz inestable, pero cortés, y por lo tanto de nuevo se solicitaron los servicios del médico; de todos modos, sin duda tenía más aptitud que los charlatanes ignorantes que actuaban en las aldeas próximas. A propuesta de Demelza la señora de Zacky Martin, en quien ella depositaba más fe personal, fue empleada como enfermera para ayudar al médico.
A principios de octubre Drake informó a su hermana de las novedades acerca de la casa de reuniones, y Demelza transmitió todo a Ross. Había caído la noche, Jeremy estaba acostado, y ambos esposos se habían sentado frente a un fuego de madera de cerezo que había ardido intensamente al encenderlo, una hora antes, pero ahora decaía con rapidez, aunque desprendía un aroma fragante.
Ross dijo:
—El problema con George es que nunca me sorprende. En definitiva, siempre satisface mis peores expectativas. Puesto que estuvo haciendo todo lo posible para conquistar el favor del distrito, hubiera creído que no desearía este género de impopularidad.
—Impopularidad con algunos, popularidad con otros. —Sí, creo que estás en lo cierto. Cuanto más se presenta como defensor de la iglesia oficial, partidario de la ortodoxa y enemigo de las facciones, más se eleva a los ojos de nuestros amigos y vecinos.
—Y por supuesto, regresa a Truro, para pasar el invierno.
—Sí. Si por sus propias y particulares razones tenía que rechazar la propuesta este era el momento oportuno. Hacia la primavera siguiente el asunto habrá sido olvidado por lo menos en parte.
Demelza dio vuelta a los pantalones de Jeremy para examinar mejor el remiendo. Todavía eran muy pequeños, pero ella tendría que ocuparse de prendas aún más pequeñas. Miró a Ross, que había retirado una astilla del fuego y estaba encendiendo la pipa de largo tallo; después, paseó la mirada por la habitación y contempló satisfecha las mejoras que habían introducido durante el último año. El reloj nuevo, las cortinas color crema de seda recamada, la mesa con las patas talladas, las alfombras turcas, el escritorio y la silla comprados después de la visita a los Daniell.
Aún se necesitaban muchas cosas, pero por el momento otros gastos tendrían que esperar a que se concluyera la reconstrucción y la decoración de la biblioteca. Acicateado por ejemplos tan espléndidos como Trelissick, Ross abrigaba la esperanza de crear algo que sobrepasara holgadamente todo lo que su padre había construido, pero que armonizara con la estructura más antigua. Había conseguido en préstamo algunos libros, y los dos esposos habían consagrado largas veladas a estudiarlos y comentarlos. Ross había conseguido que un hombre llamado Boase, dibujante residente en Truro, trazara un plano y un boceto del ala de la casa, y del modo de construirla y terminarla.
—Imagino que tendrán que reunirse en otro lugar —dijo Demelza.
—¿Quiénes?
—Los metodistas.
—Pueden usar el cottage Reath.
—Es muy pequeño. Allí no entran más de quince personas. Creo que abrigan la esperanza de levantar una sala de reuniones en otra parte.
—Convendrá que este invierno concentren sus esfuerzos en sobrevivir. —Ross movió un leño con el pie, pero aun así la madera rehusó arder—. La pesca de la sardina fue mediocre por tercer año consecutivo. La peor que la mayoría recuerda. Como se perdió la mayor parte de la cosecha de trigo y ya no contamos con los suministros europeos, es probable que haya hambre, y precios de hambre por doquier.
—Vinieron a pedirme. Sam y Drake me preguntaron si podrían construir en un rincón de nuestra propiedad.
Ross la miró fijamente.
—Oh, no… ¡Demelza, eso es demasiado! ¿Por qué acuden a mí? ¡Esa secta no me interesa!
—Ni a mí. Imagino que lo hacen porque soy su hermana y tú eres…
—¡El cielo confunda a tus hermanos!
—Sí, Ross. —Ella se balanceó suavemente en la silla—. Lamentablemente, no se trata sólo de mis hermanos sino también de muchos de tus viejos amigos. Will y Char Nanfan. Paul y Beth Daniel, Zacky Martin…
—No hables de Zacky. Él es más inteligente que…
—Bien, en todo caso la señora Zacky. Jud Paynter…
—Por lo que debemos a esa rata vieja y miserable…
—Y también están Fred Pendarves y Jope Ishbel, y muchos otros. Puedes decir lo que quieras, pero lo cierto es que te consideran un amigo.
—¡En el fondo, el metodismo me agrada poco más que a George! Es una condenada molestia, y nunca sé lo que pueda resultar de todo eso…
—Bien, por lo menos ahora tengo una solución. La próxima vez que tú y George os crucéis y empecéis a gruñiros como dos bulldogs que esperan arrojarse uno al cuello del otro, mencionaré al metodismo, ¡y ambos tendréis un tema acerca del cual poder coincidir perfectamente! Por lo menos, podrá decirse que hemos obtenido cierto beneficio de esta charla.
Ross la miró y ambos rieron.
—Todo eso está muy bien —dijo Ross, frunciendo el ceño y riendo al mismo tiempo—, todo está muy bien, pero tu petición me crea una situación embarazosa.
—Yo no te pido nada. Lo piden ellos, Ross, y sinceramente no supe qué decir o qué podrías contestar.
La pipa se había apagado y Ross volvió a encenderla. Era una operación delicada, y ninguno dijo una palabra durante varios instantes.
—En realidad, puede decirse que nada tengo contra los wesleyanos —dijo Ross—. Y sé que de tanto en tanto debo examinar mis prejuicios para comprobar si no me conviene abandonarlos. Pero por una parte desconfío de la gente que no puede hablar sin mencionar a Dios o a Cristo. Si en realidad no es blasfemia puede suponerse que hay presunción. Huele a vanidad, ¿no te parece?
—Quizá si tú…
—Oh, siempre dicen que son humildes, lo concedo; pero esa humildad no se manifiesta en sus opiniones. Es posible que posean cabal conciencia de sus propios pecados, pero siempre les preocupan más los ajenos. Creen haber hallado la salvación, y a menos que el resto de la gente los imite, está condenada… Recuerdo que Francis pronunció un delicioso discurso para beneficio de tu padre durante el bautizo de Julia, pero no puedo recordar las palabras…
Demelza dejó los minúsculos pantalones y recogió una media.
—Ross, ¿cuáles son tus opiniones religiosas? ¿Las tienes? Me gustaría conocerlas.
—Oh… querida, de hecho no existen. —Miró el fuego amortiguado—. De mi padre recibí una actitud escéptica hacia todas las religiones; para él no eran más que absurdos cuentos de hadas. Por mi parte, no llego tan lejos. Me interesa poco la religión según se practica ahora, o la astrología, o la creencia en la brujería, o los presagios, o la buena o la mala suerte. Creo que todo eso se origina a causa de cierto defecto de la mente de los hombres, quizás en la falta de carácter para afrontar la soledad absoluta. Pero a veces siento que hay algo que sobrepasa al mundo material, algo que nos llega débilmente, pero que no podemos explicar. Bajo la visión religiosa se esconde la áspera y fundamental realidad de toda nuestra vida, porque sabemos que debemos morir como los animales que somos. Pero a veces sospecho que bajo esa dura realidad hay una visión más amplia, con raíces más profundas, que se acerca a la realidad auténtica más que a la realidad que conocemos.
—Hum —dijo Demelza, balanceándose suavemente—. No estoy segura de saber a qué te refieres, pero creo que te entiendo.
—Cuando llegues a aclararlo del todo —dijo Ross—, por favor, explícamelo.
Ella se echó a reír.
—Mis opiniones políticas —dijo Ross—, en esencia son análogas. Esta guerra está acentuando todas las contradicciones del asunto. Siempre exigí reformas, y lo hice incluso hasta el extremo de que me consideraran traidor a mi cuna y mi situación. Acepté muchas cosas de esta revolución en Francia; pero a medida que se profundiza, me siento cada vez más ansioso de combatirla y destruirla… —Expelió un fino hilo de humo—. Quizá mi carácter me impone la contradicción, porque siempre rechazo lo que sostiene mi interlocutor. ¡No me agradaba la guerra en América, y sin embargo combatí a los americanos!
Se hizo el silencio. Ross dijo:
—¡Maldición, no los quiero en mis tierras! ¿Por qué debo aceptarlos? Tus presuntuosos hermanos son los principales culpables de este asunto. ¡Antes de que vinieran todos vivían en paz, y las dos religiones dormitaban cómodamente!
—Ross, probablemente lo que dices es cierto, y lamento que te veas en este aprieto. De hecho, Samuel propuso que te preguntase si podían construir una casa en el terreno elevado que está junto a la Wheal Maiden… es decir, en el límite mismo de nuestra propiedad; de ese modo, podrían usar la piedra extraída de la vieja casa de máquinas. En ese lugar hay muchas piedras caídas, y dicen que ellos limpiarán todo y usarán los fragmentos para afirmar el camino; así, el lodo no molestará cuando llegue la estación de las lluvias.
Ross no contestó, y Demelza continuó diciendo:
—Pero no creas que intento persuadirte. Prometí consultarlo contigo, y es lo que ya hice. He cumplido con mi deber. —Se miró el vientre—. Quizá deba decir que los dos hemos cumplido con nuestro deber.
—¿Cómo está nuestro amigo? No te lo pregunto con frecuencia porque sé que ese género de averiguaciones no te agrada.
—Bien, aunque un poco inquieto. Por mi parte, me sentiría más feliz si se resolviera otro asunto.
—¿De qué se trata?
—Quiero saber si la próxima semana asistirás a la boda de tu primo con Joan Pascoe.
Él la miró fijamente.
—Pero dijiste que no irías; que no podías salir. ¿Qué importa si yo voy?
—Porque sé adonde irás si no asistes a la boda.
Ross dijo:
—No comprendo. ¿Quién te habló del asunto?
—Oh, Ross, en esta casa tengo mi propio sistema de espionaje.
Él se movió, inquieto.
—Lo decidí ayer. Pensaba decírtelo, pero me acobardé un poco.
—En fin, ¿cuándo saldrás?
—El domingo, si el tiempo lo permite. Es posible que sea el último viaje del invierno. El señor Trencrom se muestra más cuidadoso que hace algunos años. ¡Dios mío, recuerdo qué frío hacía en las Scillies cuando estaba esperando a Ralph Daniell!
—Ojalá en este viaje no pasaras de allí.
—En Roscoff el peligro no es grave. Quizá pueda quedarme una semana y regresar en un barco de Mevagissey o Looe. —Explicó a Demelza la conexión con Jacques Clisson.
—No me sentiré tranquila mientras estés allí. Ya lo sabes. Y lo mismo puede decirse de él… o ella.
—Lo sé. No me quedaré ni una hora más de lo necesario. Pero debes considerar la posibilidad de que esté ausente unos diez días.
Demelza dejó la media y envolvió la costura en una tela.
—Ross, iré a acostarme. Nuestro amigo siempre se despierta muy temprano.
El domingo hizo buen tiempo y el mar estaba relativamente calmo; Ross abandonó la casa poco después del mediodía. Llevó consigo algunos alimentos, un botellín de brandy, una capa gruesa, un cuchillo corto en su vaina de cuero y doscientas guineas divididas en dos bolsas que colgó de la cintura. Almorzó con el señor Trencrom y antes de oscurecer se reunió con Will Nanfan y subió a bordo del One and All. El capitán Farrell y todos los hombres eran conocidos de Ross.
Octubre, con sus fuertes mareas, no es la época más oportuna para navegar frente a la costa septentrional de Cornwall; pero esa noche el mar estaba calmo, y alcanzaron sin dificultad Land’s End y remontaron el extremo meridional en dirección a Newlyn. El viento se mostraba caprichoso y poco constante, pero no cesó ni un momento, y hacia el oscurecer del día siguiente estaban frente a Roscoff, después de haberse cruzado en el camino sólo con un queche y un grupo de pesqueros bretones.
Se reunió con Jacques Clisson y Will Nanfan en una taberna llamada «Le Coq rouge», que estaba en una empinada calle adoquinada a cierta distancia de la iglesia, y comprendió inmediatamente que Clisson era un espía. No hubiera podido decir la razón exacta de su intuición. El bretón era un hombrecito robusto y rubio de unos cuarenta años. Vestía un jersey azul de marino y estaba tocado con una gorra negra redonda. Tenía la cara afeitada, excepto las largas patillas; exhibía una excelente dentadura en una sonrisa encantadora y fácil, acentuada por los ojos azules limpios e ingenuos. Un hombre en quien no podía confiarse. Pero después de veinte minutos de conversación Ross corrigió su primera impresión. Un hombre en quien quizá debía confiarse si se trataba de una misión específica, y mientras se le pagara y nadie le ofreciese un precio mejor para hacer lo contrario. Hombres así existen en todos los países y prosperan en épocas de guerra y sobre todo en los puertos neutrales e internacionales, donde los combatientes pueden encontrarse sin pelear. Tienen su valor y su propio precio, y también su propio código de conducta.
Clisson dijo:
—Monsieur, la prisión de Quimper está en un convento abandonado. En fin, ahora todos los conventos de Francia están abandonados… Aunque la mayoría de los prisioneros son ingleses, también hay portugueses, españoles, holandeses y alemanes. El número es muy elevado y la comida muy escasa. Abundan los enfermos y los heridos. —Clisson se encogió de hombros—. Creo que las condiciones varían de una prisión a otra. El comandante de Quimper antes era carnicero en Puteaux, y apoya firmemente a la revolución… Me apresuro a decir, monsieur, que como todos nosotros. —Clisson volvió la cabeza para mirar atrás—. Todos la defendemos. Pero de diferentes modos… Casi todos los carceleros vienen de los barrios bajos de Ruán y Brest. No es una situación conveniente.
—¿Cómo puede conseguirme los nombres de los detenidos?
—Es difícil. Quizá lo haría en un campamento de cuarenta hombres. Pero si hay cuatro mil…
—Seguramente los dividieron; quizá los civiles están separados de los combatientes, y los oficiales de los soldados. Y el dinero abre muchas puertas.
—El dinero abre puertas, pero madame Guillotina cierra otras.
—¿Conoce a alguno de los guardias?
—Uno no conoce, uno habla con gente. Se cambian palabras alrededor de una copa. A veces se menciona el nombre del prisionero.
—¿Qué nombres?
—Oh… No oí mencionar a nadie del Travail. Jamás oí hablar del Travail… Allí están el capitán Bligh, del Alexander; el capitán Kiltoe… creo que mandó el Espión; el capitán Robinson del Támesis. Y entre los civiles, lady Ann Fitzroy, capturada en un viaje desde Lisboa. Se habla de ellos, y de otros.
—¿Usted no mantiene relaciones especiales con algunos de los guardianes?
El bretón se quitó la boina y con el índice encorvado se rascó el cuero cabelludo.
—Puedo hablar con alguien pero no es guardián. Es un empleado que trabaja en la prisión.
—¿Y sabrá lo que deseamos saber?
—Posiblemente. La última vez deslicé una palabra acerca de los sobrevivientes de la fragata Travail, que en el mes de abril encalló en la bahía de Audierne. Es un hombre prudente y habla poco. Pero cree que hubo sobrevivientes y que están aquí.
Ross sorbió su bebida.
—¿Cree que por cincuenta guineas querrá indicarle los nombres?
—¿Para quién, monsieur?
—Para él. Y cincuenta para usted.
—Ya me prometieron esa suma.
Ross miró a Will Nanfan, que frotaba ociosamente el pulgar sobre el borde del vaso. Will no lo miró. Ross pensó que quizás era el momento de interrumpir la conversación y proponer un encuentro ulterior. Percibía cierta resistencia en el francés, como si este se hubiese ofendido un poco al sentirse excesivamente presionado. Pero todos sus instintos se oponían a que hubiese nuevas demoras.
—En ese caso, cien para usted y cincuenta para él.
Clisson sonrió cortésmente.
—Necesitaré cien guineas ahora mismo. Cincuenta para mí, porque necesito estar seguro de que hablamos en serio; cincuenta para él, si puede hacer lo que deseamos.
Ross indicó al camarero que volviese a llenar las copas.
—De acuerdo. Pero esperaré aquí, en Roscoff, hasta obtener la información.
—Ah, monsieur, no puedo prometerla tan pronto. No puedo hacer milagros.
—Esperaré.
Clisson miró fijamente a Ross.
—No siempre es seguro permanecer aquí. Como usted comprende, la actividad de este puerto se tolera… pero el Comité de Salud Pública no duerme. Si me permite decirlo, monsieur, usted no parece un pescador… ni siquiera un contrabandista. Sería un riesgo.
—¿Por una semana?
—¿Tiene pretextos para quedarse?
—Puedo encontrarlos.
El camarero se acercó, sirvió coñac en las tres copas y se alejó.
—También yo corro cierto riesgo. No está bien que me vean hablando con un inglés forastero… y reuniéndome por segunda vez poco después. Vuelva a su país, monsieur, y le aseguro que encontraré el medio de comunicarme con usted.
—Una semana. Con veinticinco guineas más si al vencer el plazo tiene los nombres.
Clisson alzó la copa y sus ojos sinceros y candorosos encontraron los de Ross.
—A su salud, monsieur, y a su preservación.
El señor Trencrom había indicado a Ross el nombre de un comerciante escocés llamado Douglas Craig, que era dueño de un almacén del puerto, y con quien podía fingir que hacía negocios más o menos una hora por día. El miércoles, después de la partida del One and All, Ross se alojó en una hostería llamada La Fleur de Lys, y durante el día no salía de su habitación, salvo para realizar su visita matutina a Craig.
Roscoff le recordaba las aldeas pesqueras de Cornwall —Moosehole y Mevagissey—, tanto por la forma de la bahía como por los pequeños cottages de granito y pizarra encaramados en las laderas de las colinas, en un paisaje de aguas marinas, fuertes vientos y gaviotas que chillando atravesaban el cielo. Pero en general era una comunidad más próspera. Los bretones, tanto hombres como mujeres, estaban vestidos con ropas mejores y de colores más vivos; usaban chalecos y chaquetas, vestidos y chales escarlatas, violetas y verdes. Colmaban las calles, conversando, discutiendo y regateando en alta voz, sobre todo por las mañanas, cuando se realizaban casi todas las transacciones. Por la noche, durante una hora o más después del atardecer, el rumor de las conversaciones se difundía por todo el pueblo, y bajaban entonces a la calle, y era como entrar en un jardín oscuro cuando las abejas volvían a la colmena.
Durante la semana que él estuvo en Roscoff, entraron dos barcos ingleses, y la arribada de las naves desencadenó una actividad y un bullicio que se prolongaron hasta altas horas de la noche. Había dos burdeles organizados, además de las casas clandestinas, y todos florecían. El inglés era la lengua universal, y Ross tuvo escasas oportunidades de practicar su francés.
Douglas Craig era un hombre de cuarenta años, que según afirmaba había vivido en Roscoff desde su salida de Guernsey, doce años atrás. La guerra no lo había molestado, excepto que ahora, lo mismo que todos los extranjeros, tenía que presentarse una vez por mes en el local de la gendarmería.
—No tengo inconveniente en confesarle, capitán Poldark, que al principio, cuando llegaron las noticias del derramamiento de sangre en París, pensé abandonar todo y marcharme. Noche tras noche esperaba la llegada de los soldados; pero los negocios prosperaron tanto que me quedé, maldiciendo mi propio coraje que me impulsaba a adoptar esa actitud. Algunos se fueron, pero después de unos meses regresaron, conversaron con sus amigos y volvieron a trabajar. Y aquí estamos, por así decirlo, viviendo al día. Ojalá la guerra concluya mañana mismo; pero mientras continúe y mientras no nos molesten, ganamos más que nunca. Como tantas cosas en la vida, se trata de comparar los riesgos con las recompensas. Por ahora, sólo por ahora, y toco madera, las recompensas prevalecen. Pero le aconsejo que tenga cuidado. No llame la atención más de lo que es indispensable.
Todo anduvo bien hasta el sábado. Ese día, por la mañana, cuando se disponía a salir para visitar a Craig, fue abordado en la posada por tres hombres, dos de ellos gendarmes con mosquetes. El tercero, que lo interpeló, tenía unos cincuenta años; era un individuo bajo y robusto, el rostro picado de viruela, el cutis oscuro y manchado quizás a causa de una enfermedad de la piel. Su atuendo era una combinación de uniforme y ropas civiles. Llevaba el conocido tricornio negro con una escarapela al frente, el labio inferior manchado de comida, un chaleco de rayas horizontales con enormes solapas, una chaqueta verde y ajustados pantalones grises.
Ross entendió la primera pregunta que el hombre formuló, pero llegó a la conclusión de que era mejor ocultar su conocimiento del francés. Después, las preguntas se hicieron en un inglés gutural, que él apenas podía entender.
—¿Su nombre, la dirección, la edad, la ocupación y sus actividades aquí?
Ross Poldark, de Nampara, condado de Cornwall. Treinta y cinco años. Importador de vinos y licores, en representación del señor Hubert Trencrom, de Santa Ana, con quien estaba asociado.
La fecha de llegada, el barco, qué negocios había concertado y con quiénes, la fecha de partida, la razón de su permanencia.
El veintidós Vendémiaire, la nave One and All, propiedad de dicho señor Trencrom, había negociado con el señor Douglas Craig, probablemente se marcharía el día treinta, pero todo dependía del regreso del barco. Se había quedado para resolver ciertos asuntos pendientes con el señor Craig; es decir, el saldo de las cuentas, el asunto del nuevo impuesto a los alcoholes, el suministro de barriles fabricados en Guernsey y la intención general de intensificar el tráfico.
¿Qué documentos demostraban todo eso? Ross se acercó a su maleta y extrajo los documentos que Trencrom le había dado, y los que había podido obtener de Craig. Formaban un manojo considerable, y el agente picado de viruela extrajo un imperdible para mirarlos.
Después de dos o tres minutos el agente devolvió los documentos. Tenía los ojos de color verde claro.
—Se someterá a una revisión.
Ross acató la orden. Felizmente, había puesto en manos de Douglas Craig todo su dinero, excepto veinte guineas.
Poco después, comenzó a vestirse de nuevo. El agente miró por la ventana, y uno de los gendarmes movió los pies.
El agente dijo:
—Los extranjeros, enemigos de la República, que desembarcan en el suelo sagrado de Francia, se exponen al arresto sumario. Después, comparecen ante el Tribunal Nacional, que los sentencia.
Ross se abrochó los botones de la camisa.
—No soy enemigo de Francia. Sólo un hombre de negocios que trata de practicar un tráfico cuya continuación es provechosa para Francia.
—No es provechoso para Francia permitir espías que desembarcan y viven en sus puertos y aldeas.
—No soy espía, y la República necesita el oro inglés. Mis amigos y yo traemos oro a este puerto, y a otros parecidos. Los ingresos semanales son muy importantes. Si me arrestan, otros llegarán a la conclusión de que no deben venir aquí; pues no he salido del puerto de Roscoff, ni intenté hacer nada que fuese contrario a la práctica comercial.
—Usted viola totalmente la ley cuando pasa una sola noche en Francia sin presentarse ante la gendarmería.
Ross se puso la chaqueta y devolvió a su lugar los artículos personales retirados de los bolsillos.
—Perdóneme, señor, si en eso me equivoqué. Aunque no sea así, supuse que este puerto ofrecía privilegios excepcionales al libre movimiento del comercio de un país con otro, y que por lo tanto debía acatarse el espíritu más que la letra de la ley.
El agente movió irritado el mentón.
—Incluso en el caso de los extranjeros neutrales, el castigo la primera vez es una multa de veinte guineas. La segunda vez, se procede al arresto.
—¿No sería posible en esta ocasión tratarme como un extranjero neutral y permitirme pagar la multa?
—Sería posible —los ojos del hombre se posaron en el bolso de Ross—, con la condición de que salga inmediatamente de Roscoff.
—Estoy esperando el del barco. Debe llegar el lunes por la noche.
—Eso no es posible. En el puerto está el May Queen. Saldrá mañana por la noche. Debe abordarlo inmediatamente y salir en esa nave. Si lo encontramos en tierra después de la medianoche de mañana, lo arrestaremos.
—Creo que el May Queen viene de la isla de Wight. A trescientos kilómetros de mi casa. Quizás el siguiente…
—Ese es su problema, monsieur. El mío es únicamente que salga de aquí.
—Quizá si pago otras veinte guineas…
—Sólo conseguirá que lo arreste por intento de soborno a un funcionario de la República. Ahora, monsieur, le ruego pague la multa y se prepare para salir…