En 1760, cuando se proyectó el salón de reuniones de Grambler, después de celebrarse cerca una de las grandes asambleas de la nueva presentación de los wesleyanos, Charles Poldark, que entonces era un robusto, activo y próspero individuo de cuarenta y un años, había recibido la petición de una parcela de tierra sobre la cual podría levantarse la construcción. Aunque le desagradaba el metodismo, lo mismo que experimentaba antipatía hacia todo lo que se desviara de la norma, y pese a que desconfiaba de esa corriente porque en cierto sentido venía a rivalizar con la autoridad de los nobles, terminó convencido por su nueva esposa, que entonces tenía sólo veinte años y ya era la madre de sus dos hijos, y en definitiva les cedió un pedazo de tierra de la aldea de Sawle. Aunque nunca lo había confesado a su marido, la joven esposa de Charles Poldark en su adolescencia había oído la predicación de Wesley, y había estado a un paso de convertirse.
Charles, siempre prudente, no quiso regalar la tierra, y en cambio la arrendó por la duración de tres vidas. Pero al pie del arriendo escribió lo siguiente: «Un nuevo alquiler por la duración de otras tres vidas puede otorgarse gratuitamente, a discreción de mis sucesores».
Cuando murió el último de los tres hombres que habían firmado el contrato original corría el año 1790, y el metodismo de Grambler había caído tan bajo como el campanario de la iglesia de Bodmin; pero el padre de Will Nanfan, que aún vivía y era uno de los miembros fundadores de la Sociedad, había recordado lo suficiente para reunir a otros dos ancianos y visitar a Francis, con el fin de pedir una renovación del arriendo. Francis, preocupado con otros asuntos y poco inclinado a las conversaciones de carácter comercial, se había limitado a hacer un gesto y a decir: «Olvídense de esto: la propiedad les pertenece». Después de agradecer cumplidamente, el viejo Nanfan había mascullado algo acerca del título de propiedad, y Francis había dicho: «Por supuesto. Me ocuparé de eso». Nunca lo había hecho pero como era tan joven no había parecido necesario presionarlo.
Tankard, el abogado de George Warleggan, había venido de Truro todas las semanas desde que su mandante había comenzado a residir allí; y había determinado cuáles eran exactamente los límites de la propiedad de los Poldark, y revisado antiguos arriendos de minería, y en general reparado el descuido de muchos años. George había ordenado que cuando se suscitaran dudas acerca de determinados derechos, debían resolverse con absoluta firmeza; pero que Tankard debía errar inclinándose hacia la generosidad. George no deseaba que el vecindario lo conociese como un terrateniente severo; y lo que era más, no lo necesitaba. Siempre pagaba bien a sus criados y empleados; en realidad, mucho más que lo usual en la época. El costo suplementario era muy reducido, y en cambio exigía y recibía buen servicio, sin flaquezas ni sentimentalismos. Pero en efecto le desagradaban los acuerdos mal definidos, los términos ambiguos, las cláusulas confusas, las cosas sobreentendidas más que escritas. Tenía una mente formidable, eficiente y ordenada, y no le agradaba la ineficiencia ajena.
A menudo los casos eran bastante sencillos y podían resolverse sin consultar documentos anteriores; pero una tarde, la víspera del día en que debía regresar a Truro, Tankard dijo:
—Señor Warleggan, ese salón de asambleas que está en el límite de la aldea. La semana pasada vi que estaban reparando el techo, de modo que consulté los documentos que usted ve aquí, y descubrí que el arriendo ha expirado. Esta tarde fui a verlos. Encontré allí a tres personas, y les expliqué la situación del alquiler, y el mayor de ellos, un hombre llamado Nanfan, dijo que cuando el contrato expiró, hace cuatro años, el señor Francis Poldark les había regalado la tierra. Les pedí la escritura correspondiente, pero Nanfan dijo que había sido un regalo hecho verbalmente. El señor Francis Poldark se había limitado a decirles: «Ustedes pueden quedarse con la tierra» y eso fue todo. De los tres hombres presentes en esa ocasión dos de ellos, incluso el padre de este Nanfan, fallecieron después, de modo que queda un solo testigo del hecho. Dije que consultaría el asunto con usted.
George miró el mapa colgado de la pared de su estudio, donde se indicaban los límites y los detalles de la propiedad.
—¿De veras? Sí. Por lo que veo, incluso lo llaman el Rincón de la Casa de Reuniones. Bien, imagino que el tiempo ha ratificado el asunto. Redacte una escritura de concesión formal. Que lo firme un responsable de esa gente. Hagamos las cosas bien.
—Muy bien. Me ocuparé la semana próxima.
—Un momento… son los inconformistas que estuvieron fastidiándonos en la iglesia, ¿verdad? Odgers, ese mezquino párroco que tenemos aquí, estuvo querellándose con ellos. Después les prohibió la entrada en la iglesia, y dice que ahora asisten al servicio en Marasanvose y organizan reuniones en Grambler mientras la iglesia celebra sus servicios. El último domingo las tres cuartas partes de nuestra iglesia estaban vacías.
Tankard esperó obediente, a medio camino hacia la puerta.
George tocó el mapa.
—Déjelo. Esperemos hasta la semana próxima. Entretanto, hablaré con Odgers y le pediré opinión.
Dos semanas después, George fue a Truro, en parte por negocios y en parte para comprobar si la casa de la ciudad estaba dispuesta y podía recibirlos. Elizabeth se quedó en Trenwith, atendiendo todos los asuntos menores que debían resolverse en vista de una ausencia de varios meses. Al atardecer, alrededor de las seis, un grupo de tres hombres fue a verla.
No era un momento oportuno: Elizabeth había estado atareada todo el día y había tenido un cambio de palabras con su madre, que mostraba un humor irritable y díscolo. Las personas de edad empleadas para cuidar a los Chynoweth se habían marchado en julio, y no habían sido reemplazadas. El señor Chynoweth era tan exigente que sólo las personas más necesitadas soportaban la situación, y hasta ahora Elizabeth había rechazado a tres nuevas parejas de solicitantes. Ese estado de cosas implicaba más trabajo para los criados permanentes y más responsabilidad para Elizabeth. Además, ese día el pequeño Valentine se había mostrado nervioso e inquieto, y Elizabeth esperaba que no estuviera contrayendo una enfermedad. De todos modos, ella había vivido diez años en la región, conocía a todos los habitantes de la aldea y no podía despedir sin más a los tres visitantes.
En realidad, sólo dos entraron en la sala. Tom Harry, que los acompañó, pensó que tres eran muchos, de modo que el miembro más joven del grupo, Drake Carne, recibió la invitación de aguardar en la cocina. De los dos que entraron, Elizabeth conocía sólo a uno, Will Nanfan, un hombre corpulento, de edad madura, muy respetado, y cuya parcela estaba en una esquina de la propiedad de los Poldark; su acompañante era un hombre más joven, alto, con un rostro delgado y cubierto de arrugas que desmentía su juventud.
Permanecieron de pie, desmañados, frente a ella. Era difícil tratar con una mujer, pero parecía la única oportunidad que se les ofrecía; no sabían qué hacer con sus pies o las manos, hasta que la sonriente Elizabeth los invitó a tomar asiento. Después de frotarse las manos y aclararse la voz, explicaron la misión que los traía. Y suministraron toda la información posible. Elizabeth dijo:
—Como ustedes comprenderán, para mí es muy difícil intervenir en esto. La administración de toda la propiedad está en manos de mi esposo, el señor Warleggan, con quien hubieran debido hablar. Habría sido mucho más conveniente, porque él podría ofrecerles una respuesta cabal.
—En efecto, la semana pasada vinimos a hablar con él, pero el señor Tankard dijo que estaba muy atareado y no podía vernos.
—Bien, es un hombre atareado. Le diré que ustedes me visitaron; pero si decidió él y no el abogado, no puedo prometer que cambiará de opinión.
—Pensamos —dijo Nanfan— que como el señor Francis nos había dado la tierra… Tal vez usted pueda explicar eso al señor Warleggan… bien, nos parece que sería justo y propio que conservemos esa parcela. Si el señor Francis Poldark no hubiese hablado así…
—¿Están seguros de que dijo eso? ¿No pudo ser un malentendido?
—Oh, no, señora, mi padre estaba absolutamente seguro. Y el viejo Jope Ishbel decía lo mismo. Además, en el primer contrato de arriendo el señor Joshua Poldark dijo que debía renovarse.
—A discreción de sus herederos… ¿no es así?
—… Bien, sí, señora.
—Sí, señora —intervino calmosamente Sam Carne—. Y el heredero es el señor Geoffrey Charles Poldark. Y como él es menor de edad…
Elizabeth miró al desconocido.
—¿Usted es abogado? —Bien sabía que no lo era.
—Oh, no, señora. Un sencillo pecador que busca la gracia divina.
—Bien, está en lo cierto. Mi hijo tiene sólo diez años. Mi esposo y yo somos sus tutores legales. Lo que decidamos, lo haremos en su nombre y representación.
—Sí, señora. Y nosotros pedimos su amable ayuda. Pues si salva nuestra casa ayudará a la obra de Dios y preservará lo que se hizo por la gloria de nuestro Señor Jesús.
Elizabeth medio se sonrió.
—Creo que hay quien está dispuesto a discutir eso.
—Señora, siempre hay gente que nos calumnia. Todos los días pedimos a Dios que perdone a esas personas.
—Confío —dijo Elizabeth— en que no tendrán que pedirle que nos perdone.
—Espero que no, señora, porque sería un duro golpe para nuestra congregación perder la casa en la que jamás dañamos a nadie. Hace treinta y cinco años el divino Jehová hizo nacer en la mente de Sus fieles y penitentes servidores la idea de construir esta casa, y lo hicieron con sus propias manos. Desde entonces, se la ha usado únicamente para purificar el espíritu y celebrar el culto santo de Cristo.
—¿No es la iglesia el lugar apropiado para este culto?
—En efecto, sí, señora, pero todos debemos ser amantes testigos de Dios en nuestra vida cotidiana, y una casa de reuniones donde la gente que halló la salvación pueda reunirse con quienes están buscándola también es un lugar apropiado para el culto, con perdón de usted. Asistimos regularmente a la iglesia… toda nuestra congregación asiste a la iglesia. Concurren a la iglesia muchísimos que nunca se ven en otro sitio. Somos todos servidores humildes del Señor.
Elizabeth cerró el libro, y sus dedos jugaron con el reborde del marcador. Estaba fatigada, y deseaba terminar la entrevista. Simpatizaba con Will Nanfan y lo respetaba, pese a que según sabía había tenido uno o dos choques con los criados de George. Pero no estaba tan segura del joven. El tono respetuoso no podía ocultar el perfil combativo de su carácter. Elizabeth estaba segura de que ese hombre podía discutir todo el día y toda la noche si era necesario y que su convicción era tan ardiente que en el calor de la polémica bien podía olvidar la diferencia de jerarquías sociales. Ese era uno de los grandes problemas de los metodistas: los conversos se sentían más allá de las terrenales distinciones entre las clases. Cristo era su amo, y además el único. Ante el trono de la Gracia Celestial todos los hombres eran iguales; y también todas las mujeres: Elizabeth Warleggan y Char Nanfan, y la hija de un minero con quien sin duda estaba casado ese hombre de cabellos rubios. En principio, sin duda era lo aceptado en la fe cristiana; en la práctica, eso no era real.
De todos modos, Elizabeth no era una mujer mal dispuesta, y comprendía la justicia de la petición. Dijo:
—Bien, como ya les dije, estas decisiones corresponden a mi marido; pero me ocuparé de hablar con él cuando regrese, la semana próxima, y le explicaré el asunto. Le diré que ustedes consideran que mi finado marido formuló una promesa firme, y le rogaré que teniendo en cuenta ese aspecto, reconsidere su decisión. No puedo hacer más, pero veré que el asunto se resuelva apenas regrese el señor Warleggan.
—Gracias, señora —dijo Will Nanfan.
—Gracias, señora —agregó Sam Carne—. Y que nuestro divino Salvador la acompañe.
Elizabeth tuvo la sensación de que el joven le hablaba como un sacerdote que se dirige a un miembro de su congregación.
En la cocina, Drake se paseaba bajo la mirada hostil de Harry, el mayor de los dos hermanos.
Esta cocina era un lugar espacioso y ordenado, tres peldaños más bajo que el resto de la casa, con un piso desigual de lajas y gruesas vigas que sostenían el techo; de ellas colgaba, sostenida por ganchos, una hilera de jamones ahumados de tan buen aspecto que a Drake se le hacía la boca agua. Por tratarse de una cocina tan espaciosa, estaba mal iluminada, con una sola ventana que se abría a bastante altura en una de las paredes; pero la mitad superior de la puerta, que conducía al patio, estaba abierta y permitía pasar la luz. Una chimenea casi ocupaba la totalidad de una pared, y una enorme marmita negra colgaba de un gancho de hierro, sobre el suelo. En el rincón opuesto, junto a la puerta, había una bomba de mano con un cubo de madera bajo el grifo.
Al fin, Harry llegó a la conclusión de que el joven podría sobrevivir sin su vigilancia, y se alejó, y Drake se acercó a la puerta y vio a otro hombre que estaba afuera llenando de carbón un cubo. Detrás, una voz infantil exclamó:
—¡Caramba, Drake! ¡Pero si es Drake! ¿Qué haces aquí?
Geoffrey Charles reía alegremente, y tenía el rostro fresco y brillante como si acabara de lavarse.
—Señorito Geoffrey. —Drake se llevó un dedo a los labios. Y en voz más baja—: Vine con mi hermano y Will Nanfan, para visitar por negocios a la señora Warleggan.
Geoffrey Charles se rio, pero cuando volvió a hablar lo hizo en voz más baja.
—¿Cuál es el secreto? ¿No deberías estar aquí?
—Oh, sí. Oh, sí. Pero no deben saber que nos conocemos… en la playa. Por eso, es mejor que no se enteren, porque de lo contrario quizá le prohíban volver a verme.
—Veo a quien me place —dijo Geoffrey Charles, pero continuó hablando en voz baja—. No te hemos visto desde el día de las cavernas. El tiempo ha sido tan malo que apenas hemos salido a montar. Y además, casi siempre estás trabajando.
—Muy cierto. ¿Cómo está la señorita Morwenna?
—Muy bien. Ahora está lavándose, así que yo tuve que salir. Mira, mi madre y el tío George pasarán el otoño en Truro. Cuando se marchen será más fácil vernos. ¿Puedo enviarte un mensaje? Discúlpame… pero ¿sabes leer?
—Bastante bien —contestó Drake—. Pero tal vez no quieran que me veas.
—Si no lo saben, no podrán decir palabra, ¿verdad? —Geoffrey Charles asió la mano de Drake—. Te mostraré la casa. A esta hora del día no hay nadie.
—No, gracias. No estaría bien. Quizás en otra ocasión.
—Drake, hace días me prometiste que iríamos a buscar renacuajos. ¿Recuerdas? Cuando volvíamos de la playa lo dijiste. ¿Cuándo iremos?
—Ahora no es la época del año para buscar renacuajos. Bien lo sabe.
Geoffrey Charles se apoyó primero en una pierna y después en la otra.
—Sí, creo que tienes razón. Pero ese es el asunto… antes, cuando papá vivía, el gran estanque que está del otro lado de la casa tenía hermosos sapos. Y tía Agatha dice que no eran sapos comunes. Dice que mi bisabuelo los trajo especialmente de Hampshire, hace muchísimos años, y que desde entonces se crían allí. Tenían líneas amarillas sobre el lomo, y no saltaban, corrían. Era muy divertido verlos. Y qué bien lo hacían, croando toda la tarde. ¡Crock! ¡Crock! Algo parecido. La tía Agatha está muy contrariada porque ya no hay sapos. Y en primavera había renacuajos, y pececillos y escarabajos de agua, y las vacas se metían en el estanque. Pero desde que mamá se casó con el señor George limpiaron todo, y mataron a los sapos, y ya no permiten que se acerquen las vacas. Dicen que es un estanque ornamental Pusieron flores alrededor y nenúfares en un extremo, y piedras en el fondo para fijar el lodo.
—Entonces, señorito Geoffrey, ¿qué haremos si conseguimos renacuajos y sapos? ¿Dónde los guardará?
—En jarros que esconderé en los establos. Allí hay muchísimos jarros vacíos. Y tal vez —rio Geoffrey—, tal vez cuando crezcan y sean sapos los eche al estanque, nada más que para oírlos croar.
—Mire —dijo serenamente Drake—. Creo que será mejor que no nos vean hablar. Váyase y no diga que ya nos conocemos. Después, cuando pase una semana o cosa así, y yo tenga un día libre, se lo haré saber y, si la señorita Morwenna lo permite, iremos todos a los estanques que están detrás de Marasanvose, y le mostraré dónde viven las ranas y los sapos.
—Drake, cuando mi madre y mi tío se hayan ido, si te pido que vengas a la casa, ¿lo harás?
—No creo que sea conveniente. ¿Quiénes viven aquí?
—Naturalmente, Wenna. Y además, mi abuelo y mi abuela. Y la tía Agatha, que en realidad es mi tía bisabuela y tiene casi cien años. Nadie más. ¿Vendrás?
—Muchacho, lo pensaré. Eres un buen amigo, pero no debemos ofender a otras personas. Ahora, vete, porque de lo contrario habrá dificultades.
Cuando George regresó a Trenwith, Valentine continuaba enfermo, y pareció que tendrían que demorar unos días la partida. Elizabeth olvidó el asunto que le habían traído sus visitantes hasta el miércoles, cuando después de un mes de lluvia el tiempo mejoró y pudieron pasearse por el jardín iluminado por el sol cálido. Era poco usual que George participara de esa clase de paseos. Si deseaba hacer ejercicio, salía a cabalgar, generalmente con Garth o Tankard o Blencowe. Rara vez le interesaba el jardín, aunque a veces sorprendía a Elizabeth con una observación que demostraba que veía más de lo que ella suponía. En realidad, le interesaban los planes en gran escala. Deseaba ensanchar el sendero y construir nuevos pilares y traer un buen par de portones de hierro forjado; también quería demoler los antiguos muros para ampliar y mejorar la perspectiva desde el fondo de la casa. En general, tenía buen gusto, aunque solía inclinarse al formalismo; los jardines desordenados, los bordes cubiertos de hierbas, las empalizadas rústicas revestidas de plantas trepadoras no lo atraían en absoluto. En el jardín prefería las flores que sugerían una imagen de pulcritud, y en los canteros prefería disponerlas en cuadrados o hileras.
Elizabeth le habló de la delegación que había ido a visitarla.
Guardó silencio hasta que ella terminó de hablar, y descargó un bastonazo sobre algunas hojas altas.
—Condenado descaro —fue su primer comentario—. No me agradan los visitantes que se filtran cuando vuelvo la espalda.
—Creo que intentaron verte, y Tankard lo impidió. Y seguramente supusieron que yo tendría el corazón más blando.
—¿Y es así?
—Bien, imagino que sí. Aunque en general no confío en el metodismo. En cierto sentido es subversivo. Pero no lo eliminaremos quitándoles ese pedazo de tierra. Y si Francis lo prometió…
—Sólo tenemos la palabra de esa gente.
—No creo que Will Nanfan mienta. Lo mismo digo de su acompañante. Debemos reconocer que su particular manía les impone normas rigurosas.
Caminaron hasta el límite del jardín, y George dijo:
—Usaste la palabra subversivo, y es rigurosamente exacta. Todas esas sociedades cerradas son subversivas, incluso cuando se disimulan con un manto religioso. Son semilleros de radicalismo, y a menudo jacobinismo, tendencia, que como tú bien sabes, trata de derrocar el Estado y entronizar a sangrientos tiranos como los de Francia. En el fondo, todos estos grupos persiguen el mismo objetivo, y para el caso poco importa que se llamen sociedades metodistas wesleyanas o sociedades de correspondencia, o foxistas. Y si intentan promover la revolución son traidores y debe tratárselos como a tales. Creo que en este momento no cumpliríamos con nuestro deber si les permitiéramos continuar en esa casa.
Elizabeth dijo:
—Me parece que este rincón del jardín nunca volvió a ser el mismo después de la partida de Verity. Dedicaba tantas horas a cuidarlo que siempre se lo veía bien arreglado y muy hermoso. Y útil. Ahora, los cocineros recogen algunas hojas y pisotean las restantes plantas, y las malezas crecen por doquier.
—Ya nos ocuparemos de eso.
—Bien, en ese caso me agradará vigilar el trabajo; de lo contrario, destruirán muchas plantas útiles.
Se volvieron y comenzaron a regresar hacia la casa, George con los hombros encorvados, en esa actitud que siempre recordaba al toro.
—¿Quién era el acompañante de Nanfan? ¿Lo conocías?
—Un forastero. Joven, alto, hablaba como un minero. Cabellos rubios, el rostro arrugado.
—Seguramente uno de los hermanos de Demelza Poldark.
Elizabeth endureció el cuerpo. Con fría curiosidad, George advirtió el movimiento involuntario.
—Ignoraba que tenía hermanos.
—Pero ¿no te acuerdas… el día del bautizo de la hija, la que murió? El padre apareció inesperadamente con una carnada de mocosos, y en realidad echó a perder la celebración de la orgullosa madre.
—Sí. Sí. Ahora recuerdo. Casi lo había olvidado.
—El padre tuvo un enfrentamiento con John Treneglos. ¡Se oponía a la desnudez que Ruth Treneglos mostraba!
Elizabeth frunció el ceño.
—Pero ¿oíste decir que sus hermanos vinieron a esta región?
—Me lo dijo Tankard. Los dos hermanos vinieron de Illuggan. No cabe duda de que la vida es más agradable bajo el ala del cuñado.
—Él… este no se parece nada a la hermana.
—Excepto quizás en el descaro.
Pasaron junto al estanque. A pesar de la corriente de agua dulce que lo atravesaba y de los esfuerzos realizados para limpiar el fondo, el agua continuaba mostrándose opaca donde el movimiento del arroyo agitaba el fondo arenoso; pero el efecto general de ese hermoso día otoñal pareció grato a ambos. El agua parpadeaba y brillaba, y las grandes lajas traídas de Delabole formaban un camino sobre la orilla, de modo que el paseo era un placer y no una actividad que podía realizarse sólo calzado con galochas.
—También oí decir —afirmó George— que los dos hermanos Carne son los jefes de este revisionismo metodista al que asistimos. Antes de que ellos viniesen la secta estaba muy decaída, pero después se renovó considerablemente la actividad. Son todos astillas del mismo palo. Aunque a decir verdad no creo que Demelza tenga el más mínimo ardor religioso. El ateísmo probablemente se le contagió de Ross.
Ninguno de los dos esposos pronunciaba casi nunca ese nombre, Elizabeth porque no lo soportaba y George porque aún temía la reacción de su mujer. George tenía la nerviosa certidumbre de que más tarde o más temprano Elizabeth, que en la mayoría de los casos mostraba sentimientos de lealtad tan firmes y definidos, saldría en defensa de Ross. Hasta ahora no lo había hecho. Después de su segundo matrimonio ni una vez había hecho nada parecido. Lo cual sorprendía a George, porque durante el prolongado período en que ambos se habían conocido antes de casarse, y sobre todo cuando él intentaba conquistarla, después de su distanciamiento de Francis, siempre había tenido que disimular sus sentimientos respecto de Ross. Nunca podía demostrar su amargura ni su antipatía. Pero más o menos por la época en que ambos se habían casado, Elizabeth parecía haber cambiado de bando. George no tenía más alternativa que aceptar que al desposarla ella había transferido a su propio esposo todos sus sentimientos de lealtad, de amistad y confianza. En el caso de Elizabeth se aplicaba la antigua fórmula: «Tu pueblo será mi pueblo, y tu dios será mi dios». Sin embargo, aún ahora, después de quince meses de vida conyugal, George aún sentía aprensión ante la posibilidad de que una palabra imprudente probase la misma reacción que él había observado dos años antes.
No fue así esta vez. Elizabeth se limitó a decir:
—Sí, ahora recuerdo a la familia. ¿No vino también la madre?