Capítulo 9

George recibió en septiembre la invitación, formulada por carta, y después de un prudente retraso contestó diciendo que aceptaría complacido la designación de Lord Canciller.

Había abrigado la esperanza de que ocurriese algo por el estilo, pero había creído probable esperar el fallecimiento de Horace Treneglos o Ray Penvenen. Hacía apenas un año que vivía en Trenwith; además, no era su residencia permanente, si bien con toda intención había residido aquí más tiempo que el que convenía a su comodidad. Deseaba que lo aceptaran en el distrito, pero a menudo había sospechado desaires de personas como los Bodrugan y los Trevaunance. La designación era una prueba importante en el sentido de que se lo aceptaba. El dinero era un argumento importante. Muy pronto el dinero sería más importante que el apellido. La designación lo complacía aún más porque tres años antes su padre había tratado de conseguir que eligieran a George principal regidor de la ciudad de Truro, y había fracasado. Su padre había sido regidor y magistrado, y se había comportado con provecho para la ciudad; había sido también partidario fiel, enérgico y activo del vizconde Falmouth en todo lo que ese caballero proyectaba; pero cuando se propuso el nombre de George para ocupar una vacante, su señoría había preferido a otra persona, y eso había sido todo. Por mucho que los Warleggan intentasen ser amables con los Boscawen, estos nunca se mostraban demasiado amables con los Warleggan. La razón era muy clara, a pesar de que los Warleggan sólo en parte la percibían. Lord Falmouth controlaba el municipio y un cuerpo de regidores. En su carácter de aristócrata dueño de enormes extensiones de tierra, estaba acostumbrado al respeto que le dispensaban personas como Hick y Cardew y los restantes miembros del cuerpo. Estos hombres no aspiraban a la amistad del señor. Pero no era fácil dispensar el mismo tipo de protección amable al hombre que poseía doscientas cincuenta hectáreas y una casa casi tan espaciosa como Tregothnan, así como la residencia más grande de Truro, y que tenía tan importantes intereses bancarios, metalúrgicos y mineros, de modo que era uno de los hombres más ricos del condado. Así, lord Falmouth había decidido que un Warleggan en el cuerpo de regidores bastaba por el momento.

Por lo tanto, este éxito en un distrito rural, donde los prejuicios y las querellas de camarilla entre las familias más antiguas representaban un importante papel, constituía un progreso digno de mención. Y nada debía al poder comercial de George en Truro. La idea era reconfortante.

Naturalmente, ocultó su placer a los ojos de Elizabeth, y se limitó a informarle de pasada cierta noche, mientras cenaban; aclaró que había olvidado completamente mencionar antes el asunto.

Elizabeth dijo:

—Oh, me alegro de saberlo. Francis solía quejarse del cargo diciendo que era un fastidio, pero yo siempre pensé que el interés por los asuntos ajenos lo distraía un poco de los propios.

El tono de Elizabeth, tan indiferente como el de George, pero con sincera indiferencia, lo irritó. Por supuesto, para ella y la gente de su clase la designación era algo sobreentendido. Jonathan había alcanzado la magistratura a la muerte de su padre: la dignidad no era un triunfo, ni mucho menos; era sencillamente el aburrido deber de un caballero.

—Sí, bien, tendrán que usar mis servicios cuando estoy aquí. Les informaré que residiremos en Truro gran parte del invierno.

—¿Ya fijaste una fecha de retorno?

—No tenemos reuniones sociales hasta el 5 de octubre. Yo preferiría volver a fines de este mes, si te acomoda.

—Me alegrará el cambio.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —Elizabeth lo miró—. ¿No te parece lógico? El tiempo ha empeorado y no muestra indicios de mejorar. El año pasado esperaba familia y no pude gozar normalmente de las cosas. Ahora, ansío ver a mis amigos —y a los tuyos—, y también me interesan los conciertos, las partidas de naipes y los bailes. Será un cambio de ambiente.

Él volvió a inclinarse sobre su plato, satisfecho por lo que ella había dicho. Desde el día del casamiento George había percibido en Elizabeth cierta renuencia a vivir en Trenwith, y a menudo se había preguntado si detrás de esa actitud no había más de lo que él sabía. Por supuesto, antes de casarse George le había prometido vivir en Cardew, pero cuando llegó el momento su padre no se había mostrado dispuesto a abandonar la casa. En su esfuerzo por convencerla de que el matrimonio con él ofrecía cuanto ella deseaba, George había incurrido en una o dos exageraciones, y esta era la principal. Elizabeth había intentado ocultar su decepción, pero esa actitud se manifestaba más claramente desde el nacimiento de Valentine. George siempre había sospechado que ese deseo de salir de Trenwith en realidad era el deseo de distanciarse más de Ross Poldark.

Era la única comida que hacían solos. Dos años de matrimonio habían determinado sutiles cambios en la relación, y el nacimiento de Valentine los había acentuado. George había deseado intensamente a una sola mujer, y haberla conquistado le satisfacía mucho. Había tomado a Elizabeth con toda la pasión de su carácter. Y le había complacido comprobar que ella respondía de manera análoga, pues él no podía saber que esa respuesta era más una forma de cólera y reacción que de auténtica pasión. La consecuencia inmediata fue que ambos volcaron en el asunto más sentimientos de lo que habría sido normal dados los respectivos caracteres; y así, la fusión fue excepcional para ambos. Pero el temprano embarazo de Elizabeth había sido una excusa para descender de estas alturas, y ninguno de los dos había vuelto a escalarlas. Por carácter, George era frío; y Elizabeth ya no necesitaba demostrarse nada. Después del nacimiento de Valentine ella no se había negado nunca; pero era una propuesta y un asentimiento, no una necesidad mutua.

Ambos tenían conciencia de todo ello. George sabía de las reacciones transitorias de algunas mujeres después de dar a luz un hijo. Estaba al corriente del nivel que habían alcanzado las relaciones entre ella y Francis después del nacimiento de Geoffrey Charles. Que no hubiese ocurrido lo mismo después del nacimiento de Valentine le satisfacía. En todo caso, por el momento estaba satisfecho. La posesión de Elizabeth era casi lo que él deseaba. Las exigencias afectivas que George afrontaba eran menores. Y Elizabeth se alegraba de que esa relación no tuviese un tono tan ferviente; en realidad, aún no estaba segura de haberlo deseado jamás.

Pero a pesar del enfriamiento físico, las relaciones cotidianas eran bastante fluidas. Desde los primeros tiempos del matrimonio George había visto con satisfacción hasta qué punto Elizabeth estaba dispuesta a identificar sus intereses con los de su marido, incluso en el sentimiento de hostilidad hacia los Poldark de Nampara. Al casarse con ella, había creído que era una mujer frágil y bella como una mariposa; el matrimonio con Elizabeth Permitía a George manifestar sus instintos protectores y posesivos. Pero si bien aún la veía como una mujer de físico bello y frágil, había descubierto que poseía buena cabeza, un sentido común tan sólido como el del propio George, capacidad para administrar la casa sin la ayuda de su marido y un interés sorprendente por los progresos del propio George. No era casual que ella hubiese soportado casi dos años de viudez y administrado esa casa sin ayuda, sin la colaboración de un hombre y sin dinero.

El único tema de discusión entre ellos últimamente, había sido como de costumbre, qué hacer con Geoffrey Charles. Elizabeth deseaba que pasara otro año con ellos en Truro, pero George sostenía que si era probable que se lo enviara a la escuela un año después, le convenía aprender a vivir sin su madre durante ciertos períodos de tiempo. Dejarlo en Trenwith a cargo de la gobernanta y los tíos sería un modo discreto de aflojar el vínculo. Personalmente, Elizabeth no veía motivo para relajar todavía ese vínculo —de hecho, no veía razón para enviarlo a la escuela— pero después de discusiones bastante tensas, durante las cuales se pensaban muchas cosas pero se decían pocas, Elizabeth cedió.

De modo que Geoffrey Charles permanecería en la casa. Esa noche, después de la cena, Elizabeth se acercó a Morwenna, que estaba cosiendo en el salón de invierno.

—Ah, Morwenna, había pensado recordarte algo. ¿Es cierto que estuvisteis cabalgando en playa Hendrawna?

La joven dejó el trabajo de aguja que estaba ejecutando. No necesitaba anteojos para ese tipo de tarea.

—Sí. ¿Te lo dijo Geoffrey Charles?

—No, él no me habló. Encontré arena en un bolsillo y se lo pregunté.

—Sí —dijo Morwenna—. Estuvimos allí varias veces. ¿No te parece bien?

—No es que me parezca mal. Pero significa alejarse más de lo que yo deseo.

—Lo siento. En realidad, cuando cabalgamos en sentido opuesto nos alejamos más. Pero si no deseas que vayamos, no volveremos a visitar ese lugar.

—¿Cómo llegáis hasta allí? ¿Atravesáis las tierras de Nampara?

—No. De lo que dijiste algunas veces deduje que eso no te agradaría, de modo que vamos por Marasanvose y atravesamos las dunas, que según creo pertenecen al señor Treneglos.

—¿Keigwin va con vosotros?

—Oh, sí. Aunque a veces Geoffrey Charles quiere caminar, y entonces vamos solos.

—Es un niño voluntarioso. No debes permitir que te domine.

Morwenna sonrió.

—No creo que ese sea el caso, Elizabeth. Pero no es tanto voluntarioso como persuasivo.

Elizabeth sonrió también y adelantó la mano para impulsar la vieja rueca de hilar. Hacía más de un año que no la usaba.

Morwenna dijo:

—Hay un pozo sagrado en los riscos, a medio camino hacia la playa. Si no lo viste…

—No lo he visto.

—Geoffrey Charles tiene muchos deseos de llevarte. Y más allá hay algunas cavernas fantásticas. Es como entrar en una gran abadía. Y todas gotean agua. Muy original y extraño. Elizabeth, ¿por qué no vienes con nosotros uno de estos días?

Elizabeth pensó que los ojos de Morwenna tenían un brillo desusado. Quizás el reflejo de la luz de las velas.

—Tal vez un día vayamos. El verano próximo. Pero ahora los días se acortan y las mareas son cada vez más peligrosas. Me agradaría que este año no fueras más a la playa.

—Tenemos mucho cuidado.

—Pues prefiero que no necesitéis cuidaros.

—Muy bien, Elizabeth. Geoffrey Charles se sentirá muy desilusionado, pero por supuesto haremos lo que tú digas.

En la respuesta se manifestaba una imprecisa actitud de resistencia que contrastaba con la dulzura verbal de Morwenna. La aguda percepción de Elizabeth advirtió el hecho, pero de todos modos no parecía que allí hubiese nada que mereciese discutirse. Pensó que también Geoffrey Charles había estado en el secreto. Si era necesario, ya averiguaría de qué se trataba.

Morwenna volvió a su costura. Muy extraño y fantástico: así podía calificarse el día. El encuentro con Drake a las diez —el joven se las había arreglado para abandonar el trabajo— una mañana luminosa, y las nubes que comenzaban a formarse Preparando la lluvia de la tarde, una caminata de kilómetro y medio sobre la brillante arena ocre, blanda por algún capricho de la marea, de modo que los pasos dejaban profundas huellas detrás; Geoffrey Charles que corría acercándose al borde del agua y alejándose de nuevo, riendo complacido cuando las olas le lamían los pies desnudos; los dos jóvenes que caminaban en actitudes más graves y charlaban, riendo a veces de las travesuras de Geoffrey Charles, como si necesitaran una excusa y un motivo común para expresar el placer de estar vivos y juntos; la aproximación a las grandes cavernas, abandonadas poco antes por el mar y todavía chorreando agua; el ancho estanque en la entrada, y Geoffrey Charles se había arremangado los pantalones y se internaba chapoteando; Drake, que se había ofrecido a cargarla y el rechazo de Morwenna, que en cambio se había escondido detrás de una roca para quitarse las botas y las medias, y después había avanzado recogiéndose la falda, con el agua fría hasta las rodillas, para llegar al otro lado; la yesca que les había permitido tener luz, las velas angostas y humeantes aseguradas a viejos sombreros de mineros que Drake había traído; la exploración en el lugar alfombrado de algas y pedazos de madera y la resaca traída por la marea, cada vez más profundamente, hasta llegar a los recodos más lejanos de la caverna. Morwenna siempre sentía miedo de los lugares cerrados, y esas cuevas no eran excepción; y también temía la gran marea blanquecina que rugía no muy lejos, no fuese que el mar comenzara a crecer traicioneramente y les cortase el paso. Pero el temor acentuaba la excitación y era soportable, porque podía compartirlo con ellos, y sobre todo con él. La atracción que ejercía ese áspero y joven carpintero no era una situación que ella pudiese aceptar o que la contentase cuando prevalecía su sentido común; pero nada, ni las restricciones de la clase social ni las creencias religiosas hubieran podido impedir ese absorto goce que sintió a lo largo de la mañana.

Elizabeth había dicho algo.

—Disculpa. Estaba distraída. Lo siento.

—Cuando avance el otoño, prefiero que no te alejes, ni siquiera en la compañía de Keigwin. Los habitantes de la aldea conocen la ley, y en todo caso saben quién eres y te respetan; pero la cosecha se perdió, y por lo tanto se habrán agravado la pobreza y la necesidad. Y cuanto más te alejes, más probable es que corras peligro de un encuentro desagradable. Morwenna, cuando llegue el mal tiempo será mejor que no salgas con Geoffrey Charles. Recuerda que este es su primer año de relativa libertad, y que no debemos exagerar.

Ciertamente, esa mañana no habían exagerado, pese a que la excursión no había concluido con la exploración de las cavernas. Cuando salieron al aire libre, el sol era un disco luminoso y ardiente, el cielo una ancha extensión muy azul, con un banco de nubes que crecía por el norte, una mancha negra como el vellón de una oveja negra; y Drake se había quitado la ropa, dejándose sólo los pantalones, y se había zambullido en las olas que iban a morir sobre la arena. Geoffrey Charles no quiso quedarse atrás, y sin hacer caso de las protestas de Morwenna se desnudó por completo y se zambulló en el mar. Morwenna se había acercado al borde del agua, y había permanecido allí, mirándolos, mientras la espuma remolineaba y le mojaba las piernas. Después, se habían secado al sol, acostados detrás de una roca; en honor de la decencia, Geoffrey Charles cubierto con su camisola. ¿Habían exagerado? ¿Tan exquisito placer era cosa prohibida y pecaminosa?

—¡Morwenna! —exclamó bruscamente Elizabeth.

—Lo siento muchísimo, Elizabeth; estaba pensando. Perdóname.

—Decía que mientras yo no estoy, deberás vigilar atentamente los estudios de Geoffrey Charles. Más o menos dentro de un año el señor Warleggan lo enviará a la escuela, quizás a Bristol, o incluso a Londres. Por lo tanto, es esencial que estudie mucho, y sobre todo latín.

—Haré todo lo posible en ese sentido —dijo Morwenna.

Will Nanfan era un hombre corpulento cuyos cabellos rubios comenzaban a encanecer y ralear. Criaba algunas ovejas en su pequeña parcela, y gracias a ellas y a otras cosas conseguía sobrevivir. Era tío de Jinny Cárter y marido de la alta y rubia Char, a quien Jud Paynter había codiciado otrora. Una noche fue a ver a Ross para hablarle de un contacto que había establecido en Roscoff cierto Jacques Clisson, un mercader que recorría la península comprando guantes de encaje y seda para después llevarlos al puerto y venderlos a los comerciantes ingleses. Estaba tan bien informado, decía Nanfan, como el que más, y probablemente dispuesto a hablar por cierta suma de dinero. De acuerdo con Clisson, había seiscientos o setecientos ingleses encarcelados en Brest, y unos pocos en Pontivy y La Forcé, pero con mucho el grupo más nutrido estaba en un lugar llamado Camp-Air, aunque en esa extraña lengua francesa se escribía Quimper. Había trescientos o cuatrocientos ingleses de todas las clases y las condiciones, mujeres y niños, comerciantes, marineros, oficiales, enfermos y sanos, en un enorme convento convertido en prisión. De acuerdo con el mapa de Trencrom, traído por Nanfan, Quimper estaba a pocos kilómetros de la bahía de Audierne, donde había encallado el Travail, de modo que era probable que los sobrevivientes hubiesen sido llevados a ese lugar.

Nanfan había preguntado a Clisson qué información podía obtener acerca de los nombres de los barcos, los prisioneros y sobre todo los oficiales, y había ofrecido cincuenta guineas por una lista completa de los nombres de los oficiales rescatados del Travail… si alguno había. Clisson había dicho que haría lo posible, pero que se trataba de una labor peligrosa y que podía llevar tiempo.

Ross apartó los ojos del mapa.

—¿Ese hombre ofreció alguna idea del trato que se les dispensa a los prisioneros?

—No se los trata bien. En realidad, bastante mal. Jacques dice que domina la chusma, no la gente de costumbre. Y no se comportan muy decentemente.

—¿Cómo volverá a ver a Clisson si no fijó fecha para la próxima salida?

—Suele ir a Roscoff en mitad de la semana. De jueves a lunes está viajando. Vuelve a su casa el lunes por la noche con su caballo y otro que lleva cargado con las cosas que compró para Inglaterra.

—¿Habla inglés?

—Oh, sí. Si no fuera así, yo no lo entendería.

—Cuando era niño aprendí un poco francés… en los viajes, acompañando a mi padre; pero creo que ya lo olvidé todo. ¿Recuerda a mi padre?

Nanfan sonrió.

—Oh, sí, señor, lo recuerdo bien. También vi una vez a su madre, aunque eso fue hace muchísimo tiempo, cuando yo era apenas un jovencito. Montaba un caballo y estaba al lado de su marido. Una mujer alta. Y delgada… o por lo menos así era entonces… con largos cabellos negros.

—Sí —dijo Ross—. Sí. Tenía largos cabellos negros… —Durante un momento volvió a ser un niño de nueve años y revivió parte de la enfermedad y el dolor de su madre. Era terrible la oscuridad de aquellos tiempos, y la mujer que lloraba, y los ungüentos y el bálsamo y la gente que caminaba de prisa. Enfermedad, y olor de descomposición, y una anciana enfermera y el color de pergamino del rostro de su padre. El humo proyectaba una sombra, y la sombra implicaba la enfermedad y la muerte. Pestañeó y trató de olvidar la imagen. Habían transcurrido veinticinco años, y su propia esposa y sus hijos prosperaban, y el dolor y la enfermedad se habían alejado de la casa.

—En esos tiempos, cuando yo navegaba con mi padre, bien sabes que no trabajábamos por negocio: íbamos a Guernsey sólo para abastecernos de brandy, ron y gin… incluso entonces el gobierno británico quería suspender el tráfico en Guernsey. ¿Imagino que Roscoff es más o menos lo mismo?

—No es diferente. Pero Roscoff prospera mucho. Allí hay dos nuevas hosterías, y van comerciantes ingleses, holandeses y franceses, y todos ganan mucho.

—¿Los revolucionarios no los molestan?

—Los revolucionarios no los molestan. Se puede pasear tranquilamente por la ciudad sin que nadie intervenga; pero imagino que si uno pasa los límites, pueden detenerlo en seguida.

Will comenzó a enrollar el mapa, que crujió en la habitación silenciosa.

—En realidad, hay un ambiente un tanto pesado en Roscoff. Todos van a comerciar, pero todos vigilan a los demás. Uno diría que espían en todos los rincones. Los hombres miran desconfiados a los restantes hombres. Incluso a las mujeres. Debemos tener cuidado con Clisson, pues si alguien sabe que hace negocios con caballeros ingleses, no vacilará en denunciarlo… y después de hacerlo se lo llevarán a Brest y a la guillotina.

Ross asintió.

—Entonces, si voy allí será mejor que lo haga con el pretexto del comercio, u otro parecido, y que me encuentre con Clisson por casualidad.

—Sería aconsejable. Y vestido como uno de los nuestros. Si se propone acompañarnos, de ese modo no llamará la atención.

—Hablaré con el señor Trencrom —dijo Ross.